Décimo capítulo. En el reino de Xin, dos soldados pusieron fin al
impase. Y en los albores de una nueva época, la guerra comenzó de la manera más
inesperada.
I.
Año 2.332.
Inframundo
Las ninfas Mimosa y Canopus asomaron
lentamente desde la cima de una gran colina que ofrecía una inmejorable vista
del desierto rojo. Habían pasado montando sobre el lomo de Cerbero, en búsqueda
del ángel que les rastreaba la bestia tricéfala, pero aún no habían dado con
nadie. En cambio, se toparon con una realidad tan inesperada como
desesperanzadora: comprobaban con estupor cómo, sobre la vasta planicie, un
gigantesco ejército de espectros marchaba en perfecto orden. Desde la distancia
solo era una mancha oscura y borrosa que levantaba una espesa neblina de polvo
a su paso, pero incluso así imponía temor.
Y es que eran millones. Entre las
filas marchaban bestias tricéfalas como Cerbero, que gruñían mientras eran
guiadas por sus iracundos jinetes. Al frente iba su mariscal, este más sereno
que sus súbditos, y montaba su propia bestia. Su nombre era Antares y poseía unos
llamativos cuernos dorados poblándole la cabeza. Su armadura plateada refulgía
y la capa flameaba enérgica al viento. Elevó su lanza al aire, rugiendo el
grito de guerra para empujar a sus guerreros.
—¡Arded en nuestras almas, flechas
de fuego!
Las bestias correspondieron el
grito y el desierto rojo se estremeció hasta sus cimentos.
Mimosa sintió miedo y sus ojos se
humedecieron cuando el rugido llegó hasta ambas. Piedrecillas repiquetearon a
su alrededor. Conocía al mariscal de los espectros; Antares nunca había sufrido
una derrota y había aplacado todas y cada una de las rebeliones que pretendieron
derrocar el imperio del Segador. Temía que los ángeles y los mortales no
tuvieran posibilidad alguna contra él y su vasto ejército, por lo que arañó una
roca con desazón.
—Están marchando al reino de los
ángeles ¿no es así? —preguntó Canopus.
—Probablemente.
—¿Cómo se supone que van a entrar?
—Seguramente usarán el acceso por
donde se infiltraron esos ángeles.
—Si Antares va al frente, entonces
no hay esperanzas —Canopus se sentó sobre la roca y abrazó sus rodillas—.
Encima pensabas que aquí habría millones de ángeles, ¡y no es así! ¡No he visto
ninguno más que aquellos dos!
—¡Siempre negativa! Tal vez al
otro lado haya un ejército celestial resguardando la entrada.
—Como si fuera tan fácil de
derrotar a Antares. Todo esto es otra rebelión perdida. ¡Ya no quiero
continuar!
Canopus estaba enfurruñada, pero Mimosa
se inclinó para acariciarle la mejilla. Ambas estaban agotadas de tanto viajar
por el desierto, pero no podían rendirse. En Flegetonte y otras ciudades del
Inframundo aún había ninfas que debían ser rescatadas y lo sabían muy bien; ambas
eran la única esperanza y no podían dejarse vencer.
—Calma. Si ese ejército está
marchando a los Campos Elíseos, entonces el Inframundo estará con la guardia
baja. Continuemos buscando al ángel que Cerbero está rastreando —giró la cabeza
y miró a Cerbero, que dormía sobre una roca—. ¡Shus! ¿Qué dices, pequeño? ¿Realmente
estás convencido de que hay otro ángel por aquí?
Cerbero despertó desperezándose
entre gruñidos. A Mimosa le causó ternura, pero Canopus ya no soportaba a la
bestia tras tanto tiempo aguantando su olor. “Este perro”, pensó haciendo un mohín.
“Solo nos está llevando de paseo por medio desierto”. La bestia estiró los tres
cuellos entre ronroneos para que Mimosa le acariciase. La ninfa se inclinó y
besó la frente de una de las cabezas. Frotó sus propias manos, que brillaron
tenuemente, y las posó sobre una herida en las patas.
Luego montó ágilmente sobre el
lomo.
—¡Vamos, Canopus! Tengamos
confianza en Cerbero. Él sabe. Está rastreando al ángel que salvará a las
ninfas, estoy segura.
—Si eso es lo que quieres pensar —hizo
un ademán—. Como resulte que solo está rastreando una tricéfala hembra...
—¿Y qué vas a hacer? ¿Fruncir el
ceño hasta matarnos? ¡Dioses! ¡Deja de ser tan negativa y sube! No hacemos nada
lamentándonos aquí.
Al frente del ejército de
espectros, Antares elevó horizontalmente su lanza y la sujetó con ambas manos. La
misión que le encomendó su emperador era clara: llevar la destrucción a los
Campos Elíseos y luego el mundo de los mortales. Llevar el nuevo Apocalipsis y
esperar que con ello los dioses volvieran. Pero sabía que la guerra sería cruel
y larga, que nada en la historia de los reinos de los dioses arrojaría tantas
pérdidas como las que él causaría, por más que los ángeles y mortales no serían
presa fácil.
Aunque el conocimiento del terreno
era nulo, sí provecharía la desorganización y la sorpresa para lograr la
victoria. Estaba convencido de que nada sería capaz de detener su fuerza bélica;
Antares era un excelente estratega y los números de su ejército eran impresionantes.
Deseaba sentir el más mínimo atisbo de emoción o incluso preocupación, pero
solo había vacío dentro de él. Hacía mucho tiempo que Antares había perdido
voluntad de juzgar los actos de su emperador, quien lo manipulaba, y se sentía
como una marioneta más.
Partió en dos su lanza y entre los
pedazos que se dispersaban se reveló una espada de hoja fina, oculta dentro de
lo que fue la lanza. La cogió al vuelo. La hoja refulgía a la luz de los soles
de sangre; los espectros que lo seguían por detrás lo vieron. Sabían que era un
arma especial para el mariscal; un arma que claramente no era del Inframundo,
pues allí estaban acostumbrados a los diseños aserrados y pesados, y no filosos
y livianos.
Y, al menos al empuñar la espada,
Antares se sentía vivo de nuevo. Sentía un calor en el pecho. Sentía que, bajo
lo que parecía ser una costra vacía, había un alma otrora indomable. Y brillaba
tanto como la fina y filosa hoja.
—¡Espectros! —gritó el temible mariscal—.
¡Mi alma arde!
Elevó su radiante shaska y los espectros rugieron al
unísono.
II.
Año
1368. Reino de Xin
Mijaíl envainó su shaska y luego sacudió los hombros. Su
nueva armadura lucía, a la vista, tan pesada como la que solía llevar en
Nóvgorod, pero, en realidad, se sentía mucho más liviana. La armadura lamelar,
de un lacado negro, era bastante efectiva en el campo de batalla en comparación
a las armaduras de acero de Rusia. Porque las de occidente eran demasiado
llamativas; de día se les podía ver con facilidad y de noche hacían demasiado ruido
como para planificar un ataque sigiloso. Cuando pudiera volver a su reino
sugeriría al Príncipe de llevar algo como las armaduras xin.
De pie bajo la copa de un árbol, Mijaíl
echó una mirada hacia el pueblo de Congli en cuyas inmediaciones acampó el ejército
xin tras regresar del Corredor de Wakhan. No era especialmente grande. Una
treintena de casonas arremolinadas entre sí y rodeadas por un mar de hierba, y
luego otras más alejadas del núcleo. Era un sitio apacible y los habitantes
parecían ser amables, aunque él percibiera cierto recelo que no comprendía y al
que no estaba acostumbrado. Si es que hasta el barbero del ejército no
pronunció palabra alguna durante la hora que lo afeitó, pensó frotándose el
mentón rasurado.
Un jinete oriental se acercó a él.
Desde su montura reverenció y Mijaíl correspondió.
—¿Eres el mensajero?
El jinete asintió. Mijaíl retiró
una carta que tenía guardada en su cinturón.
—Es para el comandante de la
legión de Nóvgorod. Gueorgui Schénnikov —en realidad, los detalles ya los sabía
el mensajero, pero el joven solo quería cerciorarse—. Gueor-gui- Schén…
—Mi señor —interrumpió el
mensajero—. Vuestra carta llegará.
El jinete la guardó en un pequeño
cofre sobre la grupa del animal; se trataba del mensajero personal del emperador
y no había nada de qué temer. Mijaíl sonrió recordando parte de lo que le había
escrito en la carta. “Si quieres recuperar tu shaska, me temo que tendrás que venir a Xin. Si no te alcanzan los
años, la encontrarás en el infierno”. Se frotó la nariz y asintió al jinete.
—Que Dios esté contigo, mensajero.
Xue apretó los puños y se los
llevó contra sus pechos en respuesta a la incomodidad que sentía al caminar
entre las tiendas del campamento militar de los xin. La esclava Mei, a su lado,
la guiaba. Esta última sí sabía a dónde ir y, además, qué soldados evitar. Ya
le había advertido a Xue que no se separase de ella en ningún momento; perderse
entre las decenas de caminos que serpenteaban entre las tiendas era bastante
usual para los que se internaban por primera vez.
La joven xin se sintió mareada.
Mei la miraba y percibía fácilmente su estado. Pero pensaba que era lo normal:
“Seguro que está preocupada por su hermano”, concluyó luego de enganchar su
brazo al de ella para caminar unidas. Algunos soldados miraban fijamente a la muchacha
de ojos amarillos. Y suspiraban a su paso; era hermosa. A la esclava la
conocían y preferían no cruzar palabra con alguien que estaba “reservada” para
su comandante, pero no les detenía de intentar que la bella xin que la
acompañaba les dedicara como mínimo un vistazo.
Saludaban, pero ella hacía caso
omiso. Entonces se envalentonaban más y las palabras subían de tono.
Xue estaba aterrada; debido a su
traumática experiencia de niña, cuando fue capturada por mongoles, temía a
todos los hombres que veía. Fueran de la nación que fueran, sencillamente se
sentía a desmayar ante la presencia de varones. Era la razón por la que no socializaba
mucho en el campo y por la que atravesar un campamento de soldados resultaba
ser una auténtica prueba de fuego.
Pero, por su hermano, avanzaba. Tenía
que verlo. Tenía que saber de él. Se armaba de valor y seguía. Las galanterías
caían como una lluvia de flechas; algunos incluso la invitaban a descansar en
la tienda y más de uno alabó su cuerpo.
—Tendrás que comprenderlos —dijo
Mei—. Algunos de estos no han visto una mujer durante meses.
—Se nota —Xue, mirando el suelo,
tragó una bocanada de aire—. Con esa actitud, seguirán sin ver a una.
—Es solo la algarabía por la
victoria. No hagas caso. Ladran mucho, pero no muerden.
Ya no podía soportar el peso, tan
real e incómodo, de las miradas de tantos hombres. Cerró los ojos y pensó que
iba a caer desmayada hasta que oyó la voz de su querido hermano irrumpiendo
como una suerte de rugido. Sintió cómo todos esos soldados se dispersaban a su
alrededor; como agua evaporándose ante el paso de la llamarada de un dragón.
Y por fin se alivió.
—¡Tú! —gritó un exasperado Wezen—.
¿Qué se supone que haces aquí?
Entonces Xue frunció el ceño. ¿Qué
manera de saludar era aquella? Pero, cuando abrió los ojos, supo que su hermano
no se dirigió a ella, sino a alguien más que también estaba cerca.
Y notó que todo el ajetreo a su
alrededor se había detenido. Los soldados habían formado un redondel en el que
destacaba, en el centro, su hermano mayor. Allí también vio a un llamativo
joven de cabellera dorada enfundado en una armadura xin. Era claramente un
extranjero, pero se sorprendió cuando lo oyó hablar mandarín. No era perfecto,
pero se entendía.
—He venido a presentar respeto a
los muertos —dijo Mijaíl en un tono cordial para evitar exasperaciones—. Sé que
uno de ellos era tu amistad.
Wezen apretó los dientes y
desenvainó su sable. Murmullos surgieron a su alrededor. Mijaíl no se amilanó
ante la actitud amenazante ni por el hecho de que fuera el único ruso en medio
de un campamento xin. Era el verdugo del Orlok y se sentía envalentonado. Sacó
a relucir su shaska.
Los soldados se miraron entre ellos.
Conocían a Wezen y desde luego lucharían por él, sobre todo si su rival era un
extranjero. Porque la rebelión en todo el reino de Xin había despertado un
sentimiento de nacionalismo ardiente como el fuego: Xin solo para los xin. Pero
enfrente estaba el hombre que, durante tres meses en Persia, protegió al
emperador con su propia vida. Levantar la espada contra él sería considerado
una falta de respeto merecedora de una ejecución.
Wezen escupió al suelo.
—¿Rendir respeto? Que vayas al
campo de urnas y presentes velas… Que asientas y ores, nada devolverá a Zhao.
¿Eres un religioso más? No necesito otro así.
—Yo también perdí a un amigo —devolvió
el ruso—. Su nombre era Yang Wao y sostenía su sable mucho mejor que tú.
Surgieron más murmullos en el redondel;
Wezen se preparó para tomar impulso y Mijaíl ladeó su espada, esperándolo, pero
todo se acabó cuando el mismísimo comandante Syaoran llegó montado sobre su caballo
y provocando que el redondel se dispersara. Las espadas de los dos guerreros
fueron envainadas en el acto, aunque no dejaron de mirarse.
Syaoran se retiró el yelmo de
penacho; tenía aspecto serio y elevó una mano.
—Mi general en jefe y el custodio
del emperador. Siempre es agradable encontrarme con dos grandes soldados como
vosotros. Ahorradme un problema, no quisiera ponerme a engrasar el látigo.
El semblante de Wezen cambió
abruptamente y miró a su comandante.
—¿Soy general en jefe?
Syaoran asintió.
—No hagas que me arrepienta de la
decisión. Vosotros dos estáis invitados a compartir una cena con nuestro
emperador. Están preparando un salón en Congli. Podría mandaros a vosotros dos a
lavar el suelo, pero ya no sois simples soldados. Desconozco el motivo de
vuestro desencuentro, pero hay un reino esperando por nosotros. No hay tiempo para
rencillas.
Apartada del regaño, Xue tomó de
la mano de la esclava y se inclinó hacia ella.
—¿Quién es él?
Mei respondió sin apartar la
mirada.
—Esta mañana las otras esclavas me
han hablado de él. Viene de un reino de Occidente y es el flamante guardia de
nuestro emperador. Dicen que fue expulsado de su reino. Al parecer, la hija de
su Príncipe y él estaban perdidamente enamorados. El padre los separó.
Xue lo miró fascinada. “¿Una
princesa se enamoró de él?”, preguntó susurrando, tan bajo que solo se oyó
ella. Pensó que el hecho de que mantuviera una relación romántica con alguien
de alta sangre no podía suceder por simple azar. Algo habría de tener ese
muchacho. Y desde luego que no habría iniciado un romance con esa actitud
pueril que los soldados xin le demostraron mientras ella se internaba en
campamento, concluyó haciendo un mohín.
Notó, además, que el ruso no se
dejaba intimidar por la actitud altanera de su hermano y aquello le gustaba.
Entonces se sintió atraída.
—Ese necio de Wezen —dijo
mordiendo las palabras—. Por poco no se le abalanzó encima.
—No está con el mejor de los
humores, es verdad. ¡Vamos! A ver qué cara pone cuando te vea.
III.
Año
2332. Reino de los mortales
El Serafín Durandal se sentó en el
borde de una colina para tener una perspectiva imponente de la cordillera de
Pamir. Le abrumaba ver esos incontables y altísimos picos que resaltaban como la
piel de un gigantesco erizo atravesando las nubes. El frío era palpable y la
brisa intensa, pero él podía resistirlo pese a que en las plumas se habían
formado algunas finas capas de hielo. A su alrededor, los ángeles de su legión descansaban
y charlaban distendidos; los dragones ya estaban entre ellos; volaban en los
alrededores, comprobando el terreno o incluso reposando junto a grupos de
guerreros para compartir anécdotas en lengua dragontina.
Durandal no estaba tranquilo pese
a contar por fin con una feroz caballería. No era suficiente. Debía aliarse con
los mortales si pretendía formar un ejército que hiciera frente a los
espectros, pero la unión con estos parecía más complicada que con las bestias
aladas y sabía que con los humanos no bastaría simplemente arrodillarse y pedir
disculpas por el Apocalipsis acaecido tiempo atrás. Como fuera, debía
conseguirlo a tiempo o la guerra sería demasiado corta.
Luego pensó en la Querubín y una
pequeña sonrisa se le esbozó sin poder evitarlo. Se imaginó cómo la joven
hembra reaccionaría al tener de frente a semejantes bestias. Seguro que se asustaría
y se pondría nerviosa, lanzando frases sin sentido. Los dragones no gustaban de
muestras de debilidad o miedo. Además, dudaba que Leviatán o cualquiera de su
legión pudiera soportarla si se ponía testaruda. Perla tendría una tarea
complicada si pretendía montar un dragón, pensó arrancándose una costra de
hielo en un ala.
Una fina capa de nieve se levantó
a su alrededor; luego fue tomando forma para finalmente materializarse un ángel
de pie, a su lado. Se reveló un Principado, rango angelical destinado al
espionaje. Como todo ser de su linaje, llevaba puesta una capucha que ocultaba
el rostro tras la oscuridad de la sombra. En su espalda tenía sujeto un
mandoble afilado y brillante, de empuñadura dorada. El recién llegado intentó
sentarse al lado del Serafín, pero este hizo un ademán sin mirarlo.
—No tengo en gran estima a los
Principados. El último que conocí traicionó mi confianza.
—Comprendo. Pero traigo un mensaje
importante.
El Serafín agarró una piedrecilla
y la lanzó hacia el horizonte.
—Quítate la capucha y hablaremos.
Llevar el rostro oculto fue una norma ridícula de los dioses. Aquí los
hacedores no tienen potestad alguna. No ofendas a mis alumnos y quítate la
capucha o retírate.
El Principado se lo pensó. Tampoco
perdía mucho por revelarse. Su rostro no era de importancia alguna; su mensaje
sí. Miró a un lado y otro para finalmente asentir. Se retiró la capucha, revelándose
un ángel de piel oscura como la noche y brillantes ojos pardos. No poseía cabellera.
Un par de guerreros curiosos lo habían visto y murmuraron entre ellos; era la
primera vez que veían el rostro de un Principado.
Durandal se fijó en él y
finalmente volvió a mirar la cordillera.
—Dime tu nombre.
—Arcturus.
—Cuéntame, Arcturus.
—La Serafina está molesta.
Abandonasteis los Campos Elíseos sin consultarla.
Durandal ahogó una risa agarrando
otra piedrecilla. Asintió indicando un lugar a su lado y el Principado se sentó
para acompañarlo.
—No podría esperar menos de ella. Su
idea para detener la guerra tampoco me la consultó. Envió a tres ángeles para
infiltrarse en el Inframundo y, hasta donde sé, uno está con paradero
desconocido y los otros dos no reúnen las condiciones para eliminar al Segador.
Es lo que yo llamo un fracaso. Pero tengo mi propia estrategia y estoy
convencido de que será la que nos lleve a la victoria.
—Puedo entenderlo. Incluso así,
ella está molesta. Se ha enterado de vuestra alianza con los dragones y
considera que es una ofensa imperdonable. Ella los cazó hace milenios y le
resulta todo un insulto que ahora estés del lado de ellos.
—Que trague su orgullo, todos lo
estamos haciendo. La guerra que nos enemistó con los dragones quedó en el
recuerdo. No habrá victoria si los reinos se mantienen divididos.
—Y estará molesta cuando se entere
de que he venido hasta aquí sin su permiso.
Durandal enarcó una ceja. Lo miró
fijamente. Tenía que ser algo serio para que el Principado estuviera allí a
contraorden.
—Desde hace varios días la
Serafina está diferente —continuó Arcturus—. Se ha encerrado en el Templo y
solo sus alumnos más cercanos han podido charlar con ella. Ayer dio un discurso
para sus soldados, en el salón principal. Fue a puertas cerradas.
El Principado desenvainó su mandoble
con la fuerza de una sola mano y ladeó la gruesa hoja para mirarse el reflejo.
—Me infiltré. Ella ha cambiado de
planes. Tras el presumible fracaso de sus tres enviados, su nuevo plan para
detener esta guerra consiste en darle al Segador lo que desea.
Durandal tensó la mandíbula y aplastó
la piedrecilla entre sus dedos, volviéndola polvo.
—¿Quiere entregarle a Perla?
—Según la Serafina, esta decisión
salvará más vidas. No tenemos forma de ganar una guerra contra los espectros. Son
millones, lo sabes. Y no vale la pena ir a una guerra por un solo ángel. Irisiel
vendrá a este reino para cazarla y entregar su cadáver al Segador. También
pretende cazar de nuevo a los dragones. Y que si vosotros, ángeles libres, os
interponéis en su camino, no dudará en cazaros también.
Un dragón rugió a lo lejos y dejó
escapar una llamarada desde su nariz; una docena de ángeles que lo rodeaban
estallaron a carcajadas debido a la broma que les había narrado. Estaban
distendidos, desconocedores de la horrorosa verdad que se le revelaba al
Serafín. Porque habría guerra. Y no era la guerra que él esperaba. Parecía
inevitable, pero había surgido un conflicto entre los propios ángeles.
Durandal se levantó con prisa,
pero ni siquiera sabía dónde ir; o volver a los Campos Elíseos para encararse
con la Serafina, o ir cuanto antes a la reserva natural de los mortales para
proteger a la Querubín. Como fuera, no permitiría que Perla tuviera un final
trágico como sí lo tuvo su primer y lejano romance.
—Irisiel ha cambiado —dijo Arcturus—.
Ya no es la misma Serafina a quien yo servía.
La ciudad de Valentía había amanecido
de la peor de las maneras. La milicia del Norte perdió contacto con su ejército
de élite, “Caza Dragones”, desde que entraran al Mar Radiante y no llegaba el
rutinario reporte desde hacía horas; la verdad incómoda de que el escuadrón había
sido completamente aniquilado por los dragones flotaba incómodamente en la
estructura militar.
Reykō se había encerrado en su despacho
durante toda la noche y no solo no había conciliado sueño, sino que evitaba
comunicarse con sus allegados. Para sus hombres, estaba claramente afectada por
la pérdida del escuadrón. Pero, en realidad, le dolía no saber nada de Albion
Cunningham. Se sentía tan despechada que pretendía echar todo su ejército sobre
la nación de China pese a que estos ahora parecían tener en sus filas a los
temidos dragones. Lo había decidido entre copa y copa de vino.
Que el mundo entero cayese sumido
bajo una cruenta guerra.
Descalza y sin preocuparse en lo más
mínimo por su aspecto desaliñado, salió al balcón con una copa colgando de los
dedos y una cara de pocos amigos. El balcón era semicircular, muy amplio y
contaba con una perspectiva inmejorable de la ciudad, pero no quiso observar
nada de eso. Solo deseaba que algún helicóptero atravesara las nubes y Albion
llegarse sano y salvo…
Sintió un dolor punzante en el
pecho y cientos de puntos coloridos se agolparon frente a sus ojos. Se le
resbaló la copa. Apretó los dientes y, tambaleándose, llegó hasta la baranda
para sostenerse. Cerró los ojos porque veía todo borroso. Era el llamado de la
muerte, estaba convencida; el corazón ya no resistía la desazón y sentía cómo
la fuerza se le escurría como agua de entre los dedos. Pero debía aguantar unos
momentos más, se dijo a sí misma, para tratar de saber qué sucedió con Albion. Esperanza.
Eso era lo que necesitaba. Un resquicio de esperanza.
Tragó aire y abrió los ojos, ahora
notando una flecha de plumas blancas clavada en la baranda de mármol, clavada
justo entre sus manos.
Parpadeó incrédula. El astil era
de madera y la punta, casi incrustada en su totalidad, de acero; lucía como una
flecha antigua. Había un mensaje tallado a lo largo, pero no comprendió los
símbolos. La agarró; su mano temblaba y no tuvo fuerza para sacarla.
Luego levantó la vista y desencajó
la mandíbula. Retrocedió varios pasos mirando de arriba abajo los edificios que
rodeaban el balcón. Todos, absolutamente todos estaban erizados de flechas con
plumas blancas. Se preguntó quién sería capaz de lanzarlas de aquella manera
tan sorprendentemente sincronizada y silenciosa.
“¿Una nueva invasión angelical?”,
pensó. Fue el detonante final para que su corazón dejara de latir.
Reykō cayó y solo vio oscuridad.
En la cordillera de Pamir, Arcturus
acompañaba al Serafín Durandal en su apurada caminata. El mariscal ya había
ordenado a sus ángeles que se preparasen para volver a la reserva ecológica de
los mortales. Había un trajín intenso a su alrededor, pero el Principado aún
debía informarle todos los detalles.
—La Serafina tiene un plan de
ataque. Lanzará en todas las ciudades del reino humano una oleada de flechas de
plumas blancas. No son peligrosas, pero serán las portadoras del mensaje. De la
advertencia. “O entregáis a Destructo o habrá sangre”.
Durandal lo fulminó con la mirada.
Algunos de sus alumnos percibieron su estado de ánimo, otros se acercaron para
oír al Principado, formando un redondel que los seguía. El silencio era adusto
y parecía que hasta la brisa se había detenido con tal de oír el infame reporte
del Principado.
—Luego de un día, si no obtiene
respuestas, la Serafina lanzará una oleada de flechas de plumas rojas. El
mensaje tallado seguirá siendo el mismo, pero ahora habrá destrucción de
monumentos y ciudades. Habrá muertes, pero no cuantiosas.
Durandal no quiso oír más. Chasqueó
los dedos con la mano elevada y pronto un dragón de escamas doradas sobrevoló
sobre ellos para aterrizar cerca, levantando una espesa neblina de nieve a su
alrededor. La bestia alargó el cuello y agachó la cabeza. Era Doğan y se había
convertido en la montura del Serafín. Durandal subió y se sentó el lomo, acomodándose.
Dragón y ángel miraron al
Principado.
—¿Algo más, Arcturus?
Arcturus tragó saliva.
—Para el tercer día, lanzará
flechas de plumas negras. Será el mensaje final. Asesinará a todo lo que se
cruce en su camino hasta que dé con Destructo. Mortales, ángeles y dragones. No
habrá paz.
El dragón, ahora rampante, extendió
las alas y se preparó para elevarse. Durandal desenvainó su radiante espada y
todos lo observaron.
—¡Darle al Segador lo que desea es
aceptar una condición de esclavitud que no estoy dispuesto a permitir! ¡No
somos los perros de los dioses ni seremos los perros de él! ¡Si Irisiel
pretende despachar a los dragones y a un ángel de mi legión, entonces
bienvenida sea la guerra!
Ángeles y dragones rugieron al
unísono; la cordillera de Pamir se estremeció por completo.
IV.
Año
2332. Inframundo.
Pólux y Curasán bajaban lentamente
por las derruidas gradas de lo que parecía ser un gigantesco coliseo destruido,
arruinado tanto por el paso del tiempo y el abandono, como por algunas que
otras batallas acaecidas en el lugar: lanzas rotas, huesos y espadas repartidas
por donde fuera que mirasen o pisasen eran suficiente prueba de ello. Abajo, el
campo central era circular, de hierba azulada y de al menos cien metros de
diámetro en cuyo centro surgía una gigantesco haz de luz blanquecino que se
elevaba en las alturas, cruzando las nubes hasta desaparecer más allá.
Desde que llegaran a la fantasmal
y silenciosa ciudad de Cocitos, todo lo que ambos ángeles encontraban era un incómodo
silencio. Pólux tenía la fuerte sospecha de que, a través de los milenios, grupos
de espectros se rebelaron contra su pérfido emperador. Los huesos que
encontraba aquí y allá, agujereados de saetas o atravesados por espadas, eran
indicativo de ello. Había una facción contraria que lo quería derrocar, pero
era evidente que ya no estaban vivos o, en el mejor de los casos, seguían
vivos, pero ya no eran un número suficiente para hacerle frente.
Bajaron hasta el campo y se acercaron
hasta el imponente haz de luz. Comprobaron sorprendidos que, en realidad, el
haz surgía de un pozo que parecía no tener fin.
Era “Samsara”; el ciclo de la
vida; el acceso por el cual las almas que expiraban se retiraban del plano
existencial, en tanto que las almas nuevas accedían al mencionado plano. Vida y
muerte entrecruzándose en el mismo sitio.
Curasán achinó los ojos e,
inclinándose, notó miles de pequeñas esferas blanquecinas cayendo y otras
elevándose.
—Almas —aclaró Pólux.
—Por los dioses, son millones.
—Mis alumnos de la Biblioteca me
enviaron un reporte —dijo Pólux sin apartar la mirada de Samsara—. Dicen que en
el reino de los humanos hay dragones, lo cual es imposible. Irisiel los
exterminó en la guerra contra Lucifer.
Curasán, sin dejar de escucharlo, caminó
rodeando el haz. Pateó un par de vasijas rotas desperdigadas alrededor y se preguntó
cómo era posible que los dragones aún existieran. Solo esperaba que Perla no se
metiera en problemas con alguno de ellos, pues no eran bestias fáciles de
tratar.
—Cuando Irisiel cazó a los
dragones —continuó Pólux—, el Segador, entonces un aliado, capturó y selló las
almas de las bestias en vasijas, de modo que no resucitaran. Se suponía que,
luego de miles de años y sin un cuerpo en el que residir, las almas capturadas
finalmente se extinguirían. El Segador debía guardarlas y esconderlas para siempre.
Curasán se agachó y agarró un
pedazo roto de una vasija.
—Ese condenado miserable —gruñó el
joven ángel al entender que el Segador había roto los sellos.
—Coincido. En algún momento de la
historia, para evitar que las almas se extinguieran, deshizo el sellado y las
arrojó a Samsara para que reencarnasen como humanos y tuvieran una vida plena. Luego
las volvería a capturar y así esperar el momento adecuado de resucitarlos como
auténticos dragones.
Curasán tragó saliva.
—Aquí se libró una batalla. ¿Crees
que los espectros intentaron evitarlo?
—Es probable. Un acto heroico que
los honra, más allá de que hayan fracasado en su intento de detenerlo.
—Me pregunto cómo luciría un
mortal con alma de dragón.
Pólux se encogió de hombros.
—Luciría como un mortal común y
corriente. Como mucho, tendría alguna reminiscencia del dragón que escondía en
su interior.
El robusto ángel se sentó sobre la
hierba azulada y cerró los ojos para descansar. En verdad que fue un viaje
cansador y él estaba más bien acostumbrado a usar sus alas, no las piernas. El
misterioso “Plan de contingencia”, como llamaban a su nueva estrategia, estaba
en marcha. Solo debían tener paciencia.
Curasán seguía fascinado por
Samsara. ¡Qué bella se veía! Y qué aterrador saber que tantas almas estuvieran
cayendo y elevándose allí. Sabía perfectamente que el ciclo de la muerte era
natural, pero no esperaba que fuera tan intenso. Dobló las puntas de sus alas
al pensar especialmente en las miles de almas extinguiéndose. Cada una cargaba
sus propios recuerdos, temores, anhelos y esperanzas. Y todas, sin excepción,
se perdían para siempre en el olvido.
Metió la mano en el haz y capturó
una esfera que caía; cerró los ojos e inesperadamente sintió una sacudida, como
un relámpago estremeciéndolo todo en su interior. Y, para su sorpresa,
experimentó sensaciones nuevas y agridulces. Sintió en carne propia el amor,
luego un dolor desgarrador. Sintió un conjunto de decepciones que le dieron
ganas de llorar, pero luego quiso reír debido a unos recuerdos ajenos que
generaban alegría. Incluso, en esos pocos segundos, aprendió un idioma nuevo y
algunos secretos interesantes que le hicieron doblar las puntas de sus alas y
silbar sorprendido. Tanto se agolpó en la mente del ángel y parecía que ese
aluvión de sensaciones era insostenible.
Le resultó obvio que estaba
experimentando en carne propia la vivencia de un alma. Se preguntó si aquella también
podía experimentar lo mismo que él había vivido. Si, de la misma manera que él
aprendía, el alma también podía aprender lo que él sabía. Finalmente, abrió los
ojos y, con una sonrisa, envió el alma para arriba.
Pólux desencajó la mandíbula.
—Pero, ¿qué acabas de hacer?
—¿Eh? —Curasán retiró la mano—.
Solo toqué un alma…
—Nada de “solo la toqué”. La
lanzaste arriba, de vuelta al plano existencial.
Curasán se rascó la cabellera.
—¿Eso hice?
Pólux parpadeó incrédulo.
—¡Acabas de devolver a la vida un
alma que ya había expirado!
—¿Me estás diciendo que reviví a
alguien?
—Pero, ¡cómo se le ocurrió a la
Serafina elegirte para esta misión, ángel torpe!
—Tranquilízate un poco. ¿A quién
se supone que reviví?
—¿Cómo diantres voy a saberlo?
—Eres una Potestad, ¿no lo sabías
todo?
Pólux enrojeció de furia.
—¡No vuelvas a meter la mano allí!
V.
Año
2332. Reino de los mortales.
Reykō abrió los ojos y vio el
cielo azulado rematados por pequeñas nubes. Le pareció más hermoso que de
costumbre. O tal vez era ella. Una ola avasallante de vigor la invadió por
completo y se irguió por sí sola. Seguía en su balcón en Valentía. Pero, ¿no
acababa de morir?, se preguntó. Juraría que incluso vio un túnel oscuro con una
luz al final del camino. Se miró las manos; los dedos ya no temblaban. Luego
dio un respingo cuando recordó que, en su trayecto hacia lo que parecía ser la
muerte, alguien la sostuvo.
El pecho ya no dolía y se preguntó
si todo aquello no era sino una segunda oportunidad otorgada por alguna suerte
de ser divino. No quería creerlo. Sus creencias estaban enraizadas: no había
dioses. Pero, si estaba allí, viva de nuevo, debía deberse a una razón.
Miró de nuevo al cielo y sonrió
con los ojos cerrados. ¿Tal vez fue uno de los infames “Ingenieros” o “Dioses”
los que la ayudaron a volver? Recordó de nuevo el momento que “alguien” la
agarró. Y en ese momento se sintió calmada. Reconfortada. Experimentó tantas
cosas de quien la sostuviese; sintió amor y alegría, pero, sobre todo, sintió
una esperanza sobrecogedora. ¡Esperanza! Era exactamente lo que necesitaba.
Incluso creyó saber el nombre de
su salvador.
—¿Croissant?
Meneó la cabeza. A ver si la
encerraban en un manicomio si se atrevía a comentárselo a alguien. “Tal vez
solo fue ese vino…”, pensó rascándose la frente. Luego se acercó a la baranda
para fijarse en la misteriosa flecha de plumas blancas. Ahora sí tuvo la fuerza
para arrancarla y ver mejor esos símbolos extraños. El lenguaje en el astil era
arameo. Enarcó las cejas: ¡era arameo! Pero, ¿cómo era posible que ella ahora pudiera
entender aquel idioma? Se volvió a fijar y leía claro el mensaje tallado. “Entregad
a Destructo o habrá consecuencias”.
La flecha cayó y repiqueteó en el
suelo.
“¿Entiendo arameo?”.
Luego presionó el lóbulo de la
oreja para comunicarse con sus soldados, pero oyó un rugido estremecedor
provenir del cielo que sacudió el suelo y a ella misma. Levantó la vista y vio un
gigantesco dragón arremolinando las nubes a su paso para tomar rumbo hacia su
edificio. Reykō miró la copa de vino y luego al dragón. El animal extendió sus
alas para frenar la caída y aterrizó en el amplio balcón, que vibró
intensamente, pero no se derrumbó. Sí destruyó parte de la baranda al paso de
sus patas y cola. La mujer cayó tropezada debido al temblor; quedó cegada
debido al polvo levantado, pero, cuando este fue bajando, notó que el dragón
había alargado el cuello, bajando la cabeza para revelar a sus dos jinetes.
Reykō pretendió gritar por ayuda,
pero cerró la boca cuando reconoció a quienes domaban al lagarto. El comandante
Albion Cunningham se había puesto de pie, sobre el lomo, sacudiéndose el polvo
de su destrozada gabardina militar. El ángel Deneb Kaitos estaba a su lado con
su túnica igual de desgarrada.
Cunningham descendió de un ágil
salto. Lucía tranquilo, como si viniese de un paseo…
—¡Albion!
El comandante hizo un ademán al
dragón para que lo esperase. Leviatán gruñó, ladeando el rostro hasta fijar sus
ojos purpúreos en la mujer.
—Mi señora —saludó Cunningham con
una reverencia y posterior golpe de puño en el pecho—. Él es Leviatán. Dice que,
durante su estancia, espera un cese a las hostilidades.
Reykō, desde el suelo, enarcó una
ceja.
—¿“Dice”?
Cunningham asintió. Giró la cabeza
y miró a los ojos de Leviatán. El comandante ahora experimentaba una sinergia
inaudita desde que montara sobre el dragón. Deneb Kaitos le había hablado de
ello; una conexión natural que facilitaba el entendimiento entre el jinete
dragontino y la bestia. Finalmente, el joven avanzó hasta Reykō para ayudarla a
levantarse.
—Puede sonar como una locura, pero
lo entiendo a la perfección —confesó.
—¿Y tu escuadrón? ¿Qué hay de mis
hombres, Albion?
—Muertos —miró para otro lado,
pero se armó de valor y la miró a los ojos—. Todos, mi señora. La misión ha
sido un completo fracaso.
—¿Muertos? ¿Acaso es este el dragón
que aniquiló a tu escuadrón?
—No comprende, mi señora —meneó la
cabeza—. Me duelen las pérdidas más que a nadie. Pero hay una guerra. Mucho
peor que esta cacería de ratas que hacemos. Y las pérdidas serán aún mayores.
Sé que es difícil, pero le ruego que me escuche.
Se sentó sobre una rodilla, frente
a la mujer, agachando la cabeza.
—Tengo razones para creer que hay un
ejército avanzando hasta aquí. No hablo de humanos, ni ángeles, ni dragones. Estoy
hablando de algo más. Leviatán los llama “Espectros”.
Deneb Kaitos intercedió desde el
lomo.
—El ejército de Espectros se debe
al Segador. No tiene por qué creerme, pero se trata del culpable del
Apocalipsis que acaeció en vuestro reino. No he hablado con los ángeles de mi
legión, pero deduzco que el Segador pretende traer nuevamente un Apocalipsis.
—Mi señora —insistió el comandante—.
Usted tiene el mayor ejército del mundo. Mil millones de soldados que seguirían
su estela, yo incluido. No le pido que se alíe con esos malditos pájaros o con
esos perros del Vaticano. Los detesto tanto como usted. Pero créame cuando le
digo que hay algo allá afuera. Y pretenden aplastarnos.
Reykō tenía los ojos fijos en los
del dragón. Lo oía todo tratando de absorberlo como buenamente podía. ¿Cómo se
suponía que debía asimilar tanta información? Y vaya giros del destino, pensó
acomodándose la cabellera. Porque detestaba a los ángeles y ahora uno de ellos
era su leal sirviente. Y quería deshacerse de los dragones, pero allí estaba el
líder de ellos pretendiendo pactar una alianza para salvarlos de una amenaza
mayor.
“Dragones, ángeles, espectros,
dioses”... Luego miró la copa de vino hecha trizas en el suelo. “Definitivamente,
debería dejar de beber”, concluyó.
Se acercó al dragón. Era una
sensación extraña la que experimentaba porque se trataba del verdugo de sus
hombres. Miedo y respeto. Leviatán, además, se trataba de una figura temida en todo
del mundo. Ella incluso, cuando era niña, tenía pesadillas en donde Leviatán se
la devoraba. Pero, cuando le vio a los ojos, el miedo se diluyó. Él no había
venido a luchar y Reykō lo comprendía.
El dragón gruñó cabeceando hacia
ella.
Deneb Kaitos quiso traducir, pero la
mujer respondió inmediatamente.
—Si, luego del Apocalipsis, un
grupo de mortales buscó cazaros para descamaros con el objetivo de hacerse con
vuestras pieles, el resto del mundo no tuvo por qué pagar platos rotos. Destruir
ciudades y sesgar la vida de inocentes es una respuesta desmedida de vuestra
parte. Por más que os hayáis escondidos para evitar más muertes, no os exime de
vuestros crímenes.
El dragón ladeó el rostro y gruñó
un par de veces.
—No creas, querido. Hasta hace
unos minutos no sabía que vosotros teníais un idioma. Si ahora puedo comprender
tu lengua, se lo debo a un croissant… O tal vez ya esté loca, ¿qué importa? Lo
único cierto es que me siento lo suficientemente viva para seguir aquí, al pie
del cañón.
Deneb Kaitos abrió los ojos cuanto
era posible. “Pero, ¿cómo es posible?”, se preguntó el ángel, mirando a la
mortal y al dragón de manera intermitente. “¿Cómo es que ella comprenda la
lengua dragontina?”.
—Te confesaré algo, dragón —prosiguió
Reykō con su acostumbrada confianza—. Sé que te sonará como una locura, pero
créeme cuando te digo que hasta yo he visto a ese ejército de “Espectros” que
marcha hacia el hogar de los ángeles. “Campos Elíseos”, es así como se llama, ¿no?
Por mí, que lo destruyan y lo dejen en cenizas.
El dragón gruñó y Reykō sonrió.
—Por favor, ¿crees que llegué
hasta aquí siendo tan tonta? Sé que, luego de destruir el reino de los ángeles,
vendrán a por nosotros. Es un ejército gigantesco, hasta donde sé —se acomodó
la cabellera y sonrió a Leviatán—. Pero el mío es más grande.
Leviatán volvió a gruñir.
—Por supuesto, querido. Tú
controla a los tuyos y yo haré lo mismo con mis hombres. Si sobrevivimos a esta
guerra, haré lo posible para paliar las diferencias. Solo ten en cuenta que no
es a mí a quien tienes que pedir perdón. No represento a la humanidad.
Se acercó aún más y posó la palma
de su mano en la nariz del dragón.
—Yo solo soy Kazúo Reykō. Y, hasta
que el mundo se acabe, tú y yo seremos aliados.
El dragón rugió y toda Valentía se
estremeció.
VI.
Año
1368. Reino de Xin.
Wezen, tendido en una cómoda
silla, echó la cabeza hacia atrás y rugió golpeándose el pecho. Los generales xin
que lo acompañaban a la mesa carcajearon animadamente en tanto las esclavas
llenaban las copas de vino. La noche era fantástica en el salón. La mayoría oía
atentamente cómo el joven xin narraba los momentos heroicos por los que pasaron
él y su escuadrón de arqueros en la cordillera de Pamir; narró el ataque
sorpresa y la esperada victoria rematada con la muerte del Orlok.
Todas las anécdotas adquirían una
tonalidad épica gracias al sonido de flautas y tambores llenando el salón.
Wezen se levantaba a veces, copa de vino en mano, y ordenaba a los sirvientes
que repiquetearan los ku cuando le
tocaba narrar cómo despechó sigilosamente a los vigías mongoles del corredor de
Wakhan.
La mesa era larga; al extremo de
ella se encontraba el emperador xin, Zhu, quien dialogaba animadamente con el
comandante Syaoran y otros hombres de alto rango. Pronto debían volver a la
capital, Nankín, ubicada al este, para liderar el grueso del ejército y unir
más pueblos a su causa. El peso de la nación Xin no tardaría en caer de nuevo
sobre sus hombros y simplemente deseaban, por un momento, beber y dejarse
fascinar por las historias.
Al otro lado de la mesa Mijaíl intentaba
dominar los palillos para capturar las verduras de su cuenco. Se resbalaban una
y otra vez, por lo que frunció los labios. Luego levantó la mirada y se fijó en
el animado Wezen. Se sorprendió cuando vio a una muchacha sentada a su lado. Le
pareció hermosa. Destacaban especialmente los ojos, amarillos como los de
Wezen, pero estos estaban subrayados con una línea oscura que los resaltaba.
Era extraño verla en un lugar
atestado de hombres; aún no sabía que era la hermana de uno de los héroes de
guerra y por tanto era respetada y bienvenida. Se cruzaron la mirada. La muchacha
aguantó una risa y el ruso dedujo que lo había pillado “batallando” con los
palillos.
Luego la joven xin miró para otro
lado; sus mejillas eran de tonalidad rosa, pero no por la vergüenza, sino por
el maquillaje que le habían ofrecido las esclavas. Se sentía abrumada por cómo
estas la habían “preparado”, como si fuera de alta cuna, pero también por la
misma razón se sentía con la suficiente confianza para actuar más desenvuelta.
Se sentía hermosa. Se sentía mujer. El atractivo extranjero la miró. “Y me
sigue mirando”, pensó jugando con sus dedos.
Tímidamente, Xue elevó su mano con
los dos palillos correctamente colocados. Capturó una fina tira de fideo y se
lo llevó a la boca. Mijaíl sonrió y trató de imitar el gesto como buenamente
pudo, pero la comida se le volvió a resbalar.
Ambos rieron.
Wezen miró al ruso y se levantó
abruptamente golpeando la mesa; todos los hombres enmudecieron. El jocoso y
animado joven había transformado abruptamente su actitud. Ahora estaba serio y
su sonrisa de hacía segundos era ya solo una delgada línea en el rostro serio.
Pero, ¡cómo ese maldito extranjero se atrevía!, pensó apretando la empuñadura de
su sable enfundado. Juguetear de esa manera con su celada hermana. Había oído
varias historias sobre él: sabía que ese soldado había sido expulsado de su
reino por mantener un romance con la hija del Príncipe de Nóvgorod. Pero, para
él, era más molesto saber que le robó la oportunidad de matar al Orlok, ¿y
ahora rondaba como un lobo a su hermana?
—Te gusta meterte en donde no te
llaman, ¿no es así, extranjero?
Las flautas y tambores se
detuvieron. Xue se encogió de miedo; en privacidad ya le recriminaría a su
hermano. Pero Mijaíl, al ver la pose provocativa y altanería del oriental, como
si estuviera a punto de desenvainar, no se amilanó y se levantó imitando el
gesto con la empuñadura de su shaska.
—Eres irritante —devolvió Mijaíl—.
¿En otra vida fuiste una puta mongol?
El emperador se rascó la frente y
trató de no reír; era un insulto que el ruso aprendió de él, mientras viajaban
por Persia. Luego miró de reojo a su tenso comandante. Syaoran se encogió de
hombros; parecía que la rivalidad entre el ruso y el xin no tenía fácil
solución. “Deme un látigo y lo soluciono, mi señor”, susurró Syaoran. Pero el
emperador apreciaba demasiado a su escolta y al atrevido guerrero xin como para
castigarlos de forma humillante, por lo que elevó una copa de vino y ordenó
tajantemente:
—Fuera de mi vista.
Sentado en las escaleras que daban
al salón, Mijaíl ladeaba su fina espada y veía cómo reflejaba la luna llena en
su hoja. Xin le parecía un reino peculiar, pero no precisamente el paraíso del
que le hablaba el emperador durante su viaje. Salvo el momentáneo cruce de
miradas con la hermosa muchacha de ojos amarillos, no se sentía especialmente
bienvenido. Y ese guerrero entrometido solo empeoraba la situación.
Suspiró pensando que tal vez Xin
no era el lugar ideal para él.
Se sorprendió cuando Wezen se
sentó a su lado con evidente desgano. Lucía cansado y borracho, por lo que el
ruso entró en alerta. Pretendió moverse a un lado para alejarse, no fuera que
le clavara una daga, pero el xin hizo un ademán.
—Tranquilo. Vengo con buenas
intenciones.
Mijaíl se acomodó.
—¿Tan pronto? ¿Por qué debería
creerte?
Wezen levantó la vista y miró la
Luna.
—Mi comandante amenazó con quitarme
todo el vino que me regaló, si es que vuelvo a causar problemas contigo —se
frotó el mentón—. Tienes que verlo, es un cargamento importante. Una carroza
llena.
Rio apagadamente y Mijaíl se
relajó.
—No me malinterpretes —continuó el
xin—. Estoy enterado acerca de vuestro viaje por Persia con el emperador. Esta
noche pretendía disculparme hasta que… —se calló abruptamente y decidió no
nombrar a su hermana—. Escucha. Eres un impertinente.
El ruso frunció los labios; iba a
responderle, pero Wezen hizo otro ademán para continuar.
—Pero, por tu valía, a mis ojos
eres un hermano de escudo. Por el bien del reino, considera a Xin como tu
hogar.
Se levantó y, ante la atenta
mirada de su hermana Xue, que los espiaba escondida tras una columna del salón,
reverenció susurrando unas disculpas. Mijaíl se sorprendió; no lo esperaba. Se levantó,
aunque Wezen seguía firme en su posición. El ruso se quitó el guante y se
inclinó para tomarle de la mano. El xin dio un respingo porque no estaba
acostumbrado al tacto sino a las reverencias como muestra de saludo y respeto; no
se sintió invadido como cabría esperar de un oriental, tal vez por efecto del
vino. Simplemente, le pareció un gesto agradable.
—Mi nombre es Mijaíl.
El xin sonrió.
—Wezen.
No muy lejos, bajo la copa de un
árbol de ginkgo, decenas de hojas amarillas se elevaron al aire al paso de un
ángel encapuchado, de túnica y alas negras. El Segador, invisible a los ojos de
los mortales, clavó su guadaña en el suelo. En aquel entonces, repartió las
almas de los dragones alrededor del mundo de los humanos con el objetivo de que
no se extinguieran y así poder usarlos en algún momento. Siguió la evolución de
cada uno de ellos en sus vidas como mortales: algunos se habían convertido en
guerreros, como el dragón Nío, nombrado Wezen, por lo que había que vigilarlo,
no fuera que su vida se terminara abruptamente en alguna batalla.
Pero, en su silencioso recorrido
durante las decenas de batallas que se libraban en el reino humano, se topó con
algo demasiado seductor para sus ojos. En una cruenta lucha entre dos ejércitos
sobre el congelado río Volga, vio a un mortal que brillaba de solera, de
inteligencia y gran espíritu. Incluso vio dejes de valentía que, con el
desarrollo adecuado, lo convertirían en un guerrero temible.
Lo nombró desde la oscuridad de su
capucha mientras sus largos y flacos dedos se cerraban en la empuñadura de su
arma.
“Mijaíl”.
En su afán de probar la valía del
ruso, enloqueció al Orlok para que este se lanzara en su búsqueda por toda
Rusia y Persia. Asaltó cada noche del mongol con pesadillas, exigiéndole la
sangre del ruso, reclamo que el Orlok interpretó ciegamente como órdenes de su
dios. El Segador deseaba ver cómo Mijaíl rendía bajo presión. Y el joven venció.
Superó su prueba. Ahora no había dudas para el ángel oscuro; ese valeroso joven
debía ser parte de su ejército del Inframundo. Lo dejaría vivir como humano,
pero cuando pereciese reclamaría su alma para resucitarlo como un espectro.
Y sería su preciado mariscal; el
líder del más grande ejército de todos los reinos creados por los dioses. Tan fuerte,
que rivalizaría las aptitudes del desaparecido dios de la guerra, Ares.
“Serás Antares”, murmuró en tono
gutural; desclavó su guadaña para desvanecerse con la brisa.
Wezen giró la cabeza hacia atrás y
clavó sus feroces ojos amarillos hacia el ginkgo. Juraría que había oído algo,
pero solo había guardias xin bebiendo y carcajeando en las inmediaciones. Meneó
la cabeza; a ver si era cosa del vino. Luego se volvió hacia el ruso.
—Por Xin, te prometo que aquí
termina.
—No —Mijaíl le sonrió—. Aquí comienza.
Perla abrió los ojos y sonrió al
sentir el calor del sol en su rostro. Temblaba un poco, no tanto por el frío,
sino por miedo. Agarró un pedazo de la nube que estaba atravesando y la vio
disolverse sobre su palma abierta, dejando solo un rastro de humedad.
Frunció el ceño.
—¡Dijiste que se sentían como
algodón!
Su guardiana se elevó atravesando
una nube cercana, girándose sobre sí misma y riendo estruendosamente. Celes sabía
que, desde niña, Perla creía el cuento de que estaban hechas de algodón y no
pensó que, ahora joven, siguiera creyendo.
—Pero, ¡qué tonta eres! —carcajeó
Celes—, ¿cómo iban a sentirse como algodón?
—¡No me llames tonta!
—¡Ya, ya! Sonríe, ¡gruñona! Y
observa a tu alrededor. Volar es solo el comienzo.
La Querubín levantó la vista y se impresionó
del horizonte; interminables picos escarpados y nevados, tan altos que
atravesaban las nubes, extendiéndose por el horizonte tanto que parecía no
acabar. El reino humano era hermoso y se dio cuenta de que no había por qué
sentir miedo al levantar vuelo; es más, ahora comprendía por qué muchos ángeles
pasaban horas y horas en el cielo; el mundo, desde esa perspectiva, parecía
mucho más agradable.
Celes pasó a su lado para hundirle
un beso ruidoso en la mejilla y luego, aleteando con rapidez, se alejó. Perla
la persiguió, pero su guardiana era más rápida.
Eran dos luces bailando a lo alto
en el cielo.
La Querubín se detuvo y gruñó como
respuesta, frotándose la mejilla. Agitó sus alas y se elevó hacia otra nube.
Dio un manotazo al sol, como si ahora pudiera alcanzarlo, y sonrió porque ahora
se sentía todo un ángel; se sentía la dueña de los cielos. Desenvainó su sable
y dio un potente tajo a la nube para desperdigarla en distintas direcciones.
Entonces rio porque se sentía
invencible.
"Sí, sin dudas", pensó la
Querubín acariciando un trazo de la nube dispersa. "Aquí es donde todo
comienza".
Y los dioses, donde fuera que
estuvieran, temblaron de miedo. Porque la historia del ángel destructor no se
detenía. Porque Destructo ya arremolinaba las nubes y golpeaba las puertas del
cielo para reclamar el sitio que le correspondía. Rápida. Indomable. Invencible.
Era una estrella irradiando en el
firmamento a la espera de una gran hazaña.
Esta es la historia acerca de la
gran guerra que acaecería pronto entre los reinos de los dioses. Acerca del
dragón albino de ojos amarillos, Nío, y el temible mariscal de los Espectros,
Antares. Amigos en un tiempo atrás y ya olvidado. Enemigos que se verían
enfrentados mediante un ser de alas negras como la noche más oscura, cegado por
amor y, a la vez, estremecido por la existencia de una Querubín de cabellera
roja como el fuego y profetizada como un ángel destructor.
Pero, sobre todo, esta es una
historia de esperanza y del ángel que la abraza con sus alas.
Esta es la historia de Destructo.
Esta es su leyenda.
Fin de la tercera parte.
Nota del autor: Muchísimas gracias a los que han llegado hasta
aquí. Por los comentarios, valoraciones, correos y los ánimos. A cuartodecimano
y Longino por soportarme las miles de consultas y también los lectores Machi, AlexBlame,
Tiresias, Jarkus, Leongallo, Carcarela, Oroel, AngelKaido, Flota19, Natjaz,
MamonaViciosa, Sapner, AdrianaAbogada, Xio, Leonnela, Elpy y Morte! ¡Nos
leemos!
Les recomiendo este otro bloc https://thepornblogofcesar.blogspot.com/
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