Séptimo capítulo. Una persecución mongola por las tierras de Transoxiana ponía en peligro las vidas que resguardaba el escolta ruso. Y en el Inframundo, un rugido estremecedor sacudió la ciudad de Flegetonte.
I.
Año 1368
El viento ululaba entre los
jinetes de la extensa fila del ejército mongol, levantando una fina niebla de
arena que obligaba a los hombres escupir constantemente. Avanzaban con
pesadumbre, asados bajo el sol y cansados; desde la altura todo el ejército
lucía como una gigantesca serpiente oscura que se deslizaba lentamente por el
desierto persa.
Al frente, el Orlok Kadan, harto
de las moscas que lo atormentaban, montaba con el ceño fruncido; tanto él como
sus soldados estaban más bien acostumbrados a las frías estepas rusas y, además,
el sol sobre sus cabezas parecía provenir del ardiente infierno del que le
solían hablar los cristianos.
El Orlok deseaba fervientemente ser
parte de los preparativos para aplacar la insurrección de los rusos en Moscú,
pero él había perdido su oportunidad al fracasar en su intento de someter el
reino de Nóvgorod. A su vuelta, el Kan de la Horda de Oro le ofreció otros diez
mil soldados, pero su nueva misión le parecía más bien un castigo debido a la
humillante derrota: ahora, debía cruzar medio mundo para sosegar la rebelión en
el reino de Xin.
Levantó la mano para detener la
cabalgaba. Detrás, sus hombres se detuvieron viéndolo desmontar desganadamente.
Se fijó en el suelo y miró al beduino que, tumbado y atado de manos a la grupa
de su montura, parecía más bien un cadáver. Su túnica estaba hecha jirones,
revelando las raspaduras sangrientas en su cuerpo. El Orlok sonrió cuando lo vio
respirar débilmente.
Se inclinó hacia él.
—Me sorprendes. Creía que ya
estarías muerto.
El beduino lo miró con los ojos
entornados, cansados, e intentó responder algo, incluso un simple gimoteo, pero
le dolía hasta respirar. El Orlok lo comprendió y le mostró un odre. Lo agitó,
dejando saltar gotas de agua que al beduino le parecían, en ese momento, más
valiosas que el oro.
—Vuelve a exigirme monedas por
información —amenazó el Orlok—. Y viajarás así hasta que el sol se ponga.
Yusuf intentó tragar saliva, pero
era imposible. Cuán arrepentido estaba de haber intentado negociar con ese
salvaje mariscal mongol. Cuando lo vio acampar con su ejército, en las afueras
de Bujará, pensó que se haría rico vendiéndole la información que poseía. Aspiró
aire y aunó fuerzas para rogarle por su vida.
—Os lo diré todo… ¡Os lo diré
todo!
—Bien. Habla sobre el ruso.
—¡Sí…! ¡Sí! ¡El ruso! Es custodio
de dos hombres del reino de Koryo. Planean atravesar el “Techo del Mundo” para
entrar a Xin. Solo es posible yendo por Kabul, si queréis capturarlos, debéis
ir allí. Es todo lo que sé, por el Honorable.
El Orlok asintió. Iba a enviar un
escuadrón de diez jinetes para encargarse de él. Su Kan lo aprobaría si
volviera con la cabeza de un guerrero ruso atada a la grupa de su caballo. Su
misión no era despachar un simple soldado, por más placentero que le pareciera
la idea.
—¿Cómo es él?
—De barba y cabellera dorada, mi
señor… ¡Ah! Viene del reino de Nóvgorod. ¡Mi-jaíl! ¡Responde al nombre de
Mi-jaíl! Es todo lo que sé, por favor, perdóneme la vida…
El mongol sintió un ligero mareo y
casi cayó al oírlo. Apretó los puños hasta el punto de casi reventar el odre.
—¿Mi-jaíl?
Se repuso abruptamente, fijándose
en uno de sus generales que los observaba desde su montura. También se removió
inquieto al oír ese nombre; ambos habían estado durante la batalla en Nóvgorod,
sobre el congelado Río Volga. Cómo olvidar ese nombre que los rusos corearon
aquella noche nada más terminada la contienda.
—Mi señor —dijo el escéptico
general—. Un ruso de cabellera dorada y de nombre Mijaíl. Sé lo que piensa,
pero debo decirle que eso es la mitad de Rusia.
—Puede. Pero es de Nóvgorod.
—¿Cuáles son las probabilidades de
que sea él? Mi señor, con todo respeto, la batalla de Nóvgorod ya se ha robado
demasiadas noches. Dejémoslo ir de una vez. Miremos hacia el reino de Xin.
El Orlok escupió al suelo. Aún
tenía viva la experiencia de volver derrotado, de caminar a través de las gers
mongolas aguantando las miradas e insultos de su pueblo. Desenvainó su sable y
apuntó al aterrorizado beduino.
—Sencillo decirlo. La culpa de
aquella derrota recayó completa sobre mí. Hasta hoy día me preguntaba por qué
el Dios Tengri decidió dejarme con vida. La respuesta la tengo aquí.
—Puedo comprenderlo, Orlok, pero no
podemos poner a cabalgar a diez mil hombres hasta Kabul solo para cazar a un
ruso.
—No es necesario que sigáis mi
ritmo. Montad un campamento. Para cuando lleguéis a Kabul, ya tendré su cabeza
atada a la grupa de mi caballo.
El general se rascó la frente,
incómodo. ¿Cómo iba a permitir que el hombre de mayor rango de su ejército les
abandonara? Pero no tuvo más opción que asentir a la idea; no era plan de
contrariarle a un hombre como él.
—Ve, Orlok. Si no sé nada de ti al
llegar a Kabul, asumiré el mando del ejército.
Con renovadas fuerzas, el mongol lanzó
el odre al beduino.
—Bebe. Te lo has ganado. Que el
chamán le cure las heridas. Dadle un buen caballo, lo va a necesitar.
—¡A… Alabado sea Alá!
Yusuf se lanzó sobre el odre con
las manos temblorosas. Dolía solo moverse. ¡Pensar que estaba convencido de que
esos salvajes de la Horda de Oro lo matarían! De rodillas, bebió y bebió sin
percatarse de que la gigantesca sombra del mariscal mongol se agrandaba sobre
él. El beduino se sintió sobrecogido cuando percibió su fiera mirada; el Orlok
era un hombre intimidante.
—Guíame hasta Kabul, beduino. Reza
a tu dios para que el ruso esté allí.
II.
Año 2.332
Los dos soles del Inframundo
parecían tocarse en el horizonte, una peculiaridad de su órbita, arrojando su
distintivo brillo sobre el desierto de Flegetonte. La aparente quietud fue poco
a poco diluyéndose a cambio de incontables rugidos que parecían aproximarse;
Pólux salió de la cueva donde se había escondido y echó una mirada hacia la
planicie; se estremeció al ver a ese innumerable ejército de espectros, una
mancha negruzca debido a la distancia, que se dispersaba para todas las direcciones.
Se desplegaban por el desierto rojo como hormigas enloquecidas, destrozando
todas las pirámides de huesos que encontraran a su paso. Y, en cielo, otros
miles surcaban como murciélagos enrabiados.
Volvió adentro y se sentó sobre
una roca frente a Curasán, quien seguía cabizbajo y absorto tras todo lo
vivido; al joven ángel le costaba digerir la dura realidad de que su compañero
Próxima podría estar muerto. Pólux estaba cansado de intentar hacerlo
espabilar, por lo que buscó una flecha dorada guardada en su fajín y se la
arrojó hacia las botas.
Curasán vio la flecha repiquetear
a sus pies. Era aquella con la que Próxima sesgó la vida de un espectro.
—Puede que Próxima esté muerto
—dijo la Potestad—. Eso no significa que nuestra misión haya terminado. Aún
tengo que cumplir la mía. ¿Me ayudarás o todavía necesitas tiempo?
El joven ángel miró las palmas de
sus manos y luego las cerró con fuerza.
—¿Son ellos los que están
berreando allá afuera? No te imaginas cuánto los odio.
Pólux elevó la mano e invocó uno
de sus libros. Eligió una hoja en blanco y procedió a escribir.
—Puedo comprenderte, pero trata de
no cometer ninguna locura. Sigue siendo una misión de infiltración.
—¿Qué haces? ¿Es otro informe para
las Potestades?
Meneó la cabeza.
—Es una carta para Próxima. Lo más
lógico es pedirle que vuelva a los Campos Elíseos. Podrían curarle la espalda y
recuperarse allí… Su misión de infiltrarse en Flegetonte y asesinar al Segador
es imposible, dada las condiciones.
—¿Esperas que esté vivo?
—Es una esperanza que tengo. ¿No
éramos acaso los “Ángeles de la Luz”?
Curasán asintió.
—Tienes razón… Lo somos. ¡Tienes
razón!
—Música para mis oídos.
—Pero… ¿Por qué pedirle que
vuelva? Ya lo has visto con tus propios ojos. Es el mejor arquero del reino. No
puedes pedirle que lo deje todo atrás.
Pólux enarcó una ceja.
—A riesgo de que te me decaigas
por otro par de horas, debo recordarte que Próxima ha perdido sus alas.
—¡Dioses! ¿Y crees que te hará
caso? Ahora mismo, volver a los Campos Elíseos sería una derrota y una
vergüenza para él.
—Me causa sonrojo vuestro ridículo
ego de guerreros. Si es inteligente sabrá qué le conviene. Le diremos que
continuaremos nuestra misión y que vuelva al reino para que le sanen. Es todo.
—¡Somos sus compañeros, Pólux! ¡Lo
acepto, fue mi culpa! Pero si uno cae, los otros dos lo levantamos. Hemos
venido asumiendo las consecuencias… ¡Mira, no soy bueno con las palabras!
Se hizo silencio en la pequeña
cueva. Curasán se tomó de la cabeza. Era frustrante estar discutiendo sobre alguien
que podría estar muerto.
—Solo digo —continuó el joven
ángel—, que, si él sigue vivo, necesita de nosotros. Si escribes esa carta,
Pólux, destruirás al mejor arquero que tenemos. Y lo necesitamos. Con alas o
sin ellas.
Pólux se rascó la barba. Planeaba
reñirle de nuevo; él no era un guerrero y aborrecía todo lo que implicaba
violencia como método para solucionar los problemas. Aunque no podía negar que
Curasán tenía un punto. Próxima les había demostrado ser un arquero
excepcional; un genio, a su manera.
—Tienes razón. Eres pésimo con las
palabras. Sin embargo, creo seguirte.
La Potestad se levantó y se
desperezó. Era momento de salir de aquella cueva. Sin el arquero, la misión
principal de asesinar al Segador se volvía a todas luces imposible, por lo que
era momento de ejecutar el plan de contingencia. La capital Flegetonte perdió
importancia; ahora, adquiría importancia la ciudad de Cocitos, el reino donde
las almas de los muertos pasaban fugazmente antes de ir al desconocido “más
allá”.
—Vámonos, Ángel de la Luz.
Necesito que seas mi escudo.
—Lo seré. Pero, ¿y la carta?
Pólux arrancó la hoja en blanco y
la enrolló en la flecha dorada. Tenía la esperanza de que, si Próxima estaba
vivo, la invocaría en algún momento. Así, vería la carta. Era la única opción
que les quedaba para comunicarse.
—Confía en mí. Yo, amigo mío, soy
bueno con las palabras.
La capital Flegetonte se había
convertido, repentinamente, en una ciudad fantasma; una incómoda quietud
reinaba en sus, ahora, purpúreas y abandonadas calles pues no había guerrero
que resistiera a la tentación de participar en una cacería de ángeles. Bien lo
sabía la ninfa Mimosa que, cargando a su desmayada amiga Canopus sobre sus
hombros, caminaba con pasos apurados en dirección a uno de los “Templos de
Placer”.
Sus descalzos pies sufrían al paso
por el empedrado y las piernas acusaron un fuerte desgaste cuando subió por los
grandes escalones del templo. Deseaba calzar unas botas, pero en sus
condiciones como esclavas eran afortunadas de llevar al menos túnicas.
Notó que su amiga emitió un
pequeño gemido.
—¡Canopus! ¿Ya despertaste? Me
ayudaría que caminaras por tu cuenta.
—Mimosa —dijo con voz débil—. Nuestro…
amo…
—Por los dioses, ¡qué patética
suenas!
Con el ceño fruncido decidió
seguir cargándola hasta la entrada al templo, una gigantesca puerta de roble
con diseño de arco. Estaba medio abierta y ladeó el cuerpo para entrar; se
adentró en un angosto pasillo iluminado por antorchas. Oía gemidos y algún que
otro llanto ahogado rebotando aquí y allá; también el escalofriante sonido de
cadenas arrastrándose lentamente.
Llegaron a un amplio salón de un
tufo insoportable. Miró a su izquierda, una veintena de ninfas desnudas y
sucias dormían sobre el suelo, encadenadas del cuello a las paredes. A la
derecha varias otras se apilaban en pequeñas jaulas que pendían del techo;
brazos y piernas colgaban afuera de los barrotes.
Mimosa se estremeció al recordar
sus años en aquellas o peores condiciones. Meneó la cabeza; ahora tenía la
oportunidad no solo de escapar sino de liberarlas. Era primordial llegar a esos
ángeles. Se deshizo de su amiga de forma abrupta, que cayó al suelo como un
saco de arena y gimiendo como única respuesta.
Se acercó a una de las ninfas encadenadas
y, arrodillándose, se inclinó para acariciarle su mejilla. Estaba sucia y tenía
marcas de mordiscos en el pecho. Dormía profundamente.
—Hace años que no te veía, Quemish
—susurró.
La esclavizada ninfa se estremeció
ante las caricias, pero no iba a despertar fácilmente. Mimosa dejó escapar una
lágrima y la besó en la frente.
—Nunca os he olvidado. Pronto esta
pesadilla terminará.
Oyó a Canopus ahogar un llanto.
Todavía estaba en el suelo y no parecía tener muchas ganas de reponerse.
—¡Míralas! —ordenó Mimosa.
—¡Mi… Mimosa! —protestó la
apesadumbrada ninfa—. ¡Debiste haberme matado junto a mi amo!
—¿“Mi amo”? ¡Qué asco! Deja de
lloriquear por él. ¡He dicho que mires!
Canopus se repuso y se sacudió el
polvo; luego levantó la vista y se fijó en las que una vez fueron hermosas
ninfas que servían a los hacedores en hermosos y extensos jardines del
Inframundo. Ahora, las bellas ninfas solo servían en Flegetonte como simples
juguetes para divertimento de los espectros. No era una imagen agradable de
ver, por lo que amagó mirar para otro lado.
—¿Acaso ya olvidaste? —insistió
Mimosa—. ¿Recuerdas lo que le hicieron a Casiopea? Tal vez deberíamos ir a
verla. Estará en el sótano con las demás desmembradas. ¿Quieres ir a ver?
Canopus se agarró el brazo
izquierdo y menó la cabeza.
—Ya veo que recuerdas.
Mimosa se acercó a su amiga; ladeó
ambas tiras de su propia túnica para mostrarle los senos; un pezón estaba
adornado por una gruesa anilla.
—Incluso ese espectro que tanto
amabas nos mandó anillar como si fuéramos animales de su propiedad. Recuerdo
perfectamente su rostro cuando tú y yo chillábamos en aquella mazmorra en Lete.
¡Lo disfrutó cada segundo! Así que vuelve a decirme que amabas a ese monstruo y
te abandonaré aquí mismo. ¿Me darás motivos para pensar que la amiga que tanto
amo está muerta?
—¡Está bien, tú ganas! —frunció
los labios—. No volveré a mencionarlo.
—Bien —se guardó el seno—. Es un
buen paso.
Mimosa agarró la mano de su amiga y
a trompicones la llevó hasta el patio del Templo. Era un lugar extenso, con
hierbas azuladas extendiéndose hasta donde la vista alcanzara; esporas moradas flotaban
perezosamente. En los postes de las antorchas, banquillos e incluso en algunas
estructuras de tortura crecían brillantes raíces plateadas. Por un momento,
Mimosa se conmovió de la belleza natural del Inframundo; un remanente del
paraíso que fue una vez y de lo que podría volver a ser.
Se dirigieron hasta un rincón
apartado donde destacaba una gigantesca jaula de gruesos barrotes. Era tan
oscura que no se percibía qué había encerrado adentro. Mimosa desenvainó el sable
aserrado que robó de su difunto amo y golpeó con fuerza el gran candado que lo
cerraba.
—¡Mimosa! —chilló Canopus—. Entonces…
¿Cuál es el plan?
—Seguro que hay como un millón de
ángeles invadiendo el Inframundo —asintió antes de volver a repartir espadazos—.
Pero no todos estarán peleando contra los espectros. Solo tenemos que buscar a
alguno que esté bien apartado de la batalla.
—¿Un millón?
—O dos millones ¿Quién sabe?
—¿A qué habrán venido?
—No tengo idea. Pero estoy
convencida de que, si son tan nobles como dicen, no dudarán en ayudarnos.
El candando cayó partido en dos. Mimosa
clavó el sable en el suelo y se aplaudió a sí misma. Luego extendió la palma de
una mano, que brilló tenuemente con una luz blanquecina, y suavemente se
materializó una pluma de un ángel que ella misma había guardado desde hacía
milenios.
Un animal gruñó desde adentro de
la jaula al oír todo el ajetreo. Sus atigrados ojos rojos brillaban en las
sombras y también se vislumbraron unos colmillos de considerable tamaño. Mimosa
sonrió abriendo la puerta de la jaula.
—No tengas miedo, pequeño. Tu amo
ya está muerto. ¡Ven aquí que quiero verte! ¿O acaso ya te has olvidado de mí?
El animal acercó el hocico para olisquear
a Mimosa y aulló al reconocerla; la ninfa rio emocionada; Canopus, por su
parte, retrocedió un par de pasos porque, a diferencia de su amiga, tenía miedo
de la bestia. Arrugó la nariz porque no le agradaba su olor.
Salió de la oscuridad para revelarse
parcialmente. Era gigantesco; las doblaba en altura. Cuadrúpeda y de pelaje
dorado oscuro, inclinó su cabeza hacia la hembra para que ella lo consintiese.
Mimosa no dudó en acariciarlo; aquella
podría ser una bestia feroz en el campo de batalla, pero bien sabía que actuaba
como un cachorro juguetón ante la ninfa. Luego le acercó la pluma al hocico.
—Guíanos hasta los ángeles. A los
más alejados de los espectros.
Otra cabeza surgió de la jaula; pareció
detectar el aroma extraño y exótico de un ángel y no dudó en asomarse para
olisquear. Mimosa le aproximó la pluma.
—Vuestro dueño ha pagado con
sangre. Sois libres. Pero os necesito.
Una tercera cabeza también
atravesó la barrera de la oscuridad, ronroneado porque solo deseaba recibir el
cariño de la amorosa ninfa de piel aceitunada. Mimosa hacía honor a su nombre.
—Volveréis a ser el gran símbolo
del Inframundo. Volveréis a brillar. Solo guiadnos hasta los ángeles.
Las tres cabezas aullaron con
fuerza al oír las palabras. Por fin salieron por completo de la oscuridad para
revelarse la gigantesca bestia tricéfala.
—Sed buenos chicos y dejadnos
montar sobre vuestro lomo. ¡Rugid, guardianes de Flegetonte! ¡El Inframundo es
vuestro, Cerbero!
La repentina quietud de Flegetonte
se vio rota con un bramido poderoso rebotando por sus calles. Cerbero escalaba
con rapidez una altísima torre, con la agilidad de un lagarto. En la cima, bajo
la luz de los dos soles de sangre, las tres cabezas rugieron con orgullo. Cargaban
a las dos ninfas sobre su lomo; Canopus se sujetaba del pelaje y no quería ni
mirar hacia abajo, pero Mimosa estaba eufórica; levantó el sable al aire, chillando
el grito de guerra del Inframundo.
—¡Arded, flechas de fuego!
La bestia saltó hacia la siguiente
torre y así lo siguió haciendo para escapar de la oscura capital, usando con
habilidad tanto sus afiladas pezuñas como incluso su larga cola de punta
triangular, que se enroscaba a las atalayas entre saltos y saltos.
III.
Año
1.368
Wezen intentaba tranquilizar su
respiración para que el vaho no revelara su presencia. Era tan silencioso todo que
hasta el lejano rugido de alguna bestia se oyó a la perfección; tal vez era un
yak. Se sentó sobre una rodilla, sobre la nieve, y preparó su ballesta en
movimientos lentos y cautos. El frío era intenso en las alturas de la
cordillera de Pamir y sentía cómo mordía sus pulmones a cada bocanada,
amenazando robarse la suavidad de sus movimientos.
Junto con unos tres arqueros, se
internaron para limpiar la zona por donde pasaría el ejército del comandante
Syaoran. El Corredor de Wakan, un paso natural, estrecho y nevado que se abría entre
la cadena de montañas, escondía sus peligros y bien que lo sabía Zhao, quien también
lo acompañaba en el pequeño escuadrón.
Wezen tensó la mandíbula al
manipular los virotes; los dedos le dolían horrores. Habían pasado toda la
mañana escalando, guiados por el budista, que sospechaba que un grupo de
bandidos o mongoles se apostaba a lo alto, presto a asaltar a cualquier
caravana que osara de cruzar el peligroso camino.
Zhao se retiró la capucha de la
capa y entornó los ojos. Había una figura más adelante, o tal vez eran dos, emborronada
tras una repentina ventisca. A ratos parecía oírse una bandera ondear con
fuerza, pero no podía aseverarlo. Intentó acercarse para distinguir mejor, pero
Wezen lo agarró del brazo y meneó la cabeza.
—A partir de ahora, guío yo —susurró
el xin.
—No sabes cuántos podrían ser. Se
nos abalanzarían más.
Wezen miró hacia atrás para
fijarse en sus tres soldados; les hizo un par de gestos con la mano, señalando
luego el objetivo; los guerreros se separaron prestos a rodear al enemigo desde
distintas posiciones.
—Es un puesto de vigía, no un
condenado campamento. Haya dos o haya diez, los mataré a todos.
Zhao se estremeció al notar sus
ojos, de ese peculiar amarillo brillante que destacaban feroces. Percibía en él
un ansia animal cada vez que había que enfrentar a los mongoles. Quedó
convencido y asintió.
—Bien. Tú sabrás lo que haces.
—¿Sabes, amigo? Esta es la única
vez en mi vida que desearía llevar una túnica como la tuya —suspiró poniendo la
ballesta en el suelo. Él y sus soldados estaban agarrotados de escalar con
aquellas pesadas armaduras.
Preparó su arco y una flecha con
rapidez, tensando la cuerda hasta la oreja. Apuntó a una de las sombras emborronadas que
tenía adelante.
—¿Oyes la bandera, Zhao?
—La oigo.
—¿Tienes idea de dónde pueda
estar?
El budista ladeó el rostro y cerró
los ojos en un intento de que enfocarse, tratando de que el fuerte ulular
desapareciera por un momento y la bandera revelara la posición. Era difícil,
pero cuando el viento amainaba, se percibía el crujido de la tela ondeando.
Enarcó una ceja al creer ubicarla.
—Creo que sí.
—Bien. A mi señal, corre hacia
ella. Por lo que más quieras, no dejes que la derriben. Te cubriremos.
Normalmente Zhao se aterrorizaría
de la idea; adelante lo podrían estar esperando como diez sables filosos y una
muerte lenta y dolorosa, como la que una vez temió sufrir. Pero Wezen demostró ser
un guerrero de gran habilidad y además una persona en la que podría confiar su
vida. Un amigo, más allá de que no casara con absolutamente ninguna de sus
creencias. Tragó aire y se preparó para la carrera.
—Wezen —susurró—. ¿Cuál será la
señ…?
—¡Wu huang wangsui!
La flecha silbó cortando el aire y
la sombra cayó con un gruñido apenas perceptible. Oyó un par de gritos más al
fondo en tanto la segunda sombra se removía inquieta. Zhao partió a la carrera sintiendo
el corazón latiéndole en la garganta. Wezen, por su parte, lanzó el arco a sus
pies y agarró la ballesta, disparando sin tregua a la segunda sombra, que cayó
sobre la primera. ¡Dos menos! No sabía cuánto quedaban, pero al menos ellos
sabían dónde estaba él. Desenvainó su sable, coreando el grito de guerra xin,
esperando que vinieran por él y no se percataran del budista.
—¡Wangsui-sui-sui-sui!
El grito de “¡Diez mil años, diez
mil, diez mil!”, retumbaba por las montañas y se perdía en la ventisca.
Tres mongoles corrieron hacia el
guerrero, atravesando la cortina de nieve. Uno cayó antes de llegar a él, con
dos flechas clavadas en el pecho. El segundo se acercó lo suficiente como para cortarle
el cuello de un tajo, pero Wezen se agachó, propinándole un rápido sablazo a la
mano en el ínterin, haciéndole perder la muñeca. Una flecha cortó el aire,
sobre su cabeza, y terminó atravesando la pechera del enemigo para que
finalmente cayera.
Su cuerpo entró en alerta,
esperando al tercero, pero no lo veía. Entornó los ojos; oía sus pisadas
alejarse. No se lo pensó dos veces y echó una carrera hacia el budista, no
fuera que el enemigo entablara lucha contra su amigo. Apretó los dientes, ¡qué
maldita armadura tan pesada! Y para colmo Zhao no tenía arma con qué
defenderse. Sus pies se hundían en la nieve y se sentía lento como un yak.
El soldado mongol estaba
desesperado. Era el último que quedaba vivo del puesto de vigía y todo quedaba
en sus manos. Si lograba derribar la bandera que habían clavado en el lugar, el
siguiente grupo vigía, apostado a casi treinta li de distancia, conseguiría detectar la irregularidad.
Normalmente la debería cambiar por
una bandera roja, señal de peligro, pero dada las condiciones, lo mejor sería echarla
y con el ello advertir la presencia de un enemigo atravesando el Corredor de
Wakhan.
Vio a un monje budista protegiendo
la bandera con su solo cuerpo, con los brazos extendidos como medida de
advertencia. El guerrero ni siquiera desenvainó su sable, sino que se arrojó
con todo su peso presto a tumbar tanto al monje como a la bandera en un último
acto heroico.
Zhao desencajó la mandíbula cuando
la cabeza del mongol llegó rodando hasta sus pies, dejando un reguero de sangre
sobre la nieve en tanto el cuerpo acéfalo convulsionaba.
Wezen clavó su sable ensangrentado
en el suelo y se sentó sobre una roca para recuperar el aliento. Miró al
budista para comprobar que estuviera bien. La bandera seguía flameando y los vigías
mongoles no se percatarían del ejército que pronto atravesaría el corredor.
—Lo… has… hecho bien… Zhao…
—Confiaba en que llegarías a
tiempo. Descansa un poco.
—¡Buf! No es nada. En el siguiente
puesto llevarás un sable y te dejaré despellejar a uno.
—Reamente disfrutas esto.
Wezen enarcó una ceja.
—¿Qué pasa? ¿No me lo apruebas?
¿Me dirás que debí perdonar a este último, que pretendía arrojarte por el
precipicio?
—Claro que lo apruebo. Un problema
grave requiere poner los medios necesarios para remediarlo. Pero me siento con
la obligación de decirte que, de tomártelo como si fuera un divertimento,
llegará un momento que despreciarás la vida, sea enemiga o no.
—No voy a llorar por unos mongoles.
—Los odias. Y lo entiendo. Pero no
te conviertas en uno de los monstruos que desprecias.
Wezen hizo un ademán. Por un
momento, se arrepintió de haberlo traído. Se levantó y, bajo su cinturón,
retiró varios lazos de color rojo que ataría a la asta de la bandera; una señal
para el ejército de Syaoran de que el puesto de vigía había sido limpiado de
enemigos.
—Aburres hasta a las cabras,
amigo. Vamos a por los siguientes.
IV.
Año 2.332
—Repítemelo —gruñó Pólux.
—Que aburres. ¡Por los dioses! Aburres
profundamente cada vez que hablas sobre vuestra superioridad intelectual. Es
increíble, pero consigues que mis alas se sientan más pesadas.
Bajo la sombra de una larga cadena
de cerros que rodeaba la ciudad de Flegetonte, los dos ángeles caminaban rumbo
al norte del Inframundo, hacia a la misteriosa ciudad de Cocitos. Volar era
poco recomendable; no querían llamar la atención. Discutían con un tono de voz
bajo pero que no ocultaba lo airado.
Y aunque Pólux pensaba reñirlo;
después de todo Curasán era un ángel que dominaba con maestría el arte de
exasperar, cayó en la cuenta de que sus discusiones eran similares a los que
montaba con la pequeña Perla, cuando esta era su alumna en la biblioteca de
Paraisópolis. Miró de arriba abajo al joven ángel y echó la cabeza para atrás
para reír.
—¿Qué es tan gracioso?
—¿Acaso no te lo han dicho alguna
vez? Eres idéntico a tu protegida.
—Ya —Curasán achinó los ojos—. No
sé si es una burla velada o realmente me estás halagando.
—Eres idéntico a ella y ya,
¿debería ser malo o bueno? ¿Qué más da? La criaste, así que es normal que seáis
parecidos.
—Todos dicen eso —hizo un ademán—.
Pero lo cierto es que la enana ya vino así. Es de nacimiento.
Pólux se frotó la frente
recordando aquellos primeros días en los que la Querubín irrumpió en los Campos
Elíseos con su inesperada llegada. El Trono había ordenado a Curasán que fuera
su ángel guardián, pero, entre otros ángeles, también nombró a Pólux como su
maestro personal. En aquel entonces, el
robusto y barbudo ángel se sintió afortunado. ¡Encargarse de la educación de
una Querubín! Pensaba que más bien sería él el que aprendería al lado de un ser
tan puro. Claro que, a los pocos días, la pequeña resultó ser una auténtica
fiera. No le interesaba ninguna de las ciencias y era muy malévola expresándolo.
Para Pólux fue la peor alumna que tuvo a lo largo de sus milenios. Sin embargo,
cada vez que tocaba leer sobre conflictos bélicos, la niña se veía
completamente absorbida por las historias.
—No comprendía vuestro interés en
el choque de aceros, Curasán. En la monstruosidad de la violencia. Pero, aquí
en el Inframundo, hasta yo me he abalanzado sobre un espectro porque no deseaba
que nuestra misión fracasase. Puede que lo que os mueva no sea la violencia,
sino algo más romántico. Peleáis por alguien. Tú estás aquí porque amas a tu
protegida. Yo porque siento un apego fuerte por mi alumna. Hay un romanticismo
bello bajo la oscura violencia. Creo que ahora lo puedo ver. ¿Qué opinas?
—Dioses, me perdiste de nuevo
—suspiró Curasán—. Gasta tus bonitos discursos para los espectros. Estoy seguro
que se sentarán a tu alrededor para escucharte por varias conjunciones solares.
Como si fuera una treta del
destino, ambos ángeles se detuvieron cuando, a lo alto de unas gigantescas
rocas, un grupo de cinco espectros los observaba con curiosidad. Se veían
fuertes; auténticas gárgolas; cada uno sostenía larguísimas lanzas aserradas.
Curasán tragó saliva; ¿cómo era posible que los encontraran si ahora habían
sido mucho más cautelosos?
Un espectro avanzó un paso y clavó
su lanza sobre la roca donde se posaba. La capa flameaba al viento, revelando
la armadura ónice que cubría su cuerpo. Era cierto que no poseía una complexión
fuerte como aquel que había atacado a Próxima, pero inspiraba temor. Era más
alto, de aspecto larguirucho, y los cuernos encorvados de su cabeza eran mucho
más largos. Si bien estremecía mirarlo a los ojos rojos, brillantes, no parecía
ser del tipo violento.
—¡Mi nombre es Pólux! —la Potestad
levantó las manos en señal de paz—. ¡Y él es Curasán, un ángel mudo!
Curasán frunció los labios. Abrió
la boca para reclamar la mentira, pero fue cerrándola lentamente.
—¡Ángeles! —respondió el espectro—.
La noticia de vuestra llegada ha causado un pandemónium en la capital. ¡Entregaos
ahora y tal vez el Segador os perdone la vida!
—¿Os debéis al Segador? —preguntó Pólux—.
¿No eráis los espectros servidores fieles de la diosa del Inframundo?
Un par de espectros se removieron
ansiosos, agitando sus lanzas, pero el primer espectro levantó la mano e
intercedió.
—Este reino ya no es el que
seguramente vuestros libros describen, ángel. Nuestro emperador es el Segador. Entregaos
o habrá sangre.
—Curasán —susurró Pólux—. No hay
forma de ganar esta lucha. Tal vez sí tengamos una oportunidad entregándonos.
Podríamos acercarnos al Seg…
—¡Dioses, no puedo escuchar más! —gritó
un enfurecido Curasán, levantando su espada—. ¡Mirad bien esto, perros! ¡Se la
empalaré a vuestro condenado emperador!
Pólux desencajó la mandíbula
viéndolo agitar la radiante espada. ¡Realmente era el ángel más torpe de la
legión! Luego miró horrorizado a los espectros, que se mostraron claramente
ofendidos. Cuatro de los cinco respondieron elevando sus lanzas aserradas y berreando
como animales.
—¡El mudo habló! —gritó el otro.
La Potestad volvió a levantar las
manos intentando recomponer la cordura.
Una gigantesca sombra aterrizó
violentamente sobre los espectros y levantó una gruesa niebla de polvo rojizo
que cegó a todos; desesperados, los guerreros del Inframundo parecían ahora
gritar de sorpresa y dolor en tanto una bestia rugía con tanta fuerza que ambos
ángeles se estremecieron al oírlo; saltaron hacia atrás, no fuera que también resultaran
víctimas.
La pesada gravedad ayudó a que la
capa de polvo fuera disipándose con rapidez; se reveló una atemorizante y
enorme bestia similar a un lobo de pelaje dorado, con el distintivo de poseer
tres cabezas. Una de ellas capturó a un espectro con sus filosos dientes y lo
zarandeó violentamente. La cabeza central lanzó un gélido aliento hacia las
piernas de otro espectro para que se viera imposibilitado de moverse,
sirviéndose así en bandeja de plata para que la tercera cabeza la devorase.
Bajo sus zarpas, dos espectros
yacían muertos, en tanto que el quinto moría estrangulado por la cola de la
bestia enroscada por su cuerpo.
Y sentada sobre su lomo, una
hermosa ninfa de piel aceitunada y de larga cabellera ensortijada levantó su sable.
Pólux se vio inesperadamente hechizado ante la belleza de ella contrastando con
el espectáculo violento y sangriento que protagonizaba su montura. Por un
momento, la confundió con alguna mortal, pero no tenía sentido que hubiese
humanos en el Inframundo.
—¡Guardad las mandíbulas, ángeles!
—sonrió la ninfa—. Cerbero es un tricéfalo. ¿Acaso no habíais visto nunca u…?
Inesperadamente, la bestia saltó
por encima de los ángeles y echó una carrera en dirección al desierto rojo.
Mimosa abrió los ojos como platos; dio un par de pellizcos a Cerbero, pero el
animal estaba empeñado en seguir corriendo hacia donde su olfato le guiaba.
—¡Cer… Cerbero! —protestó Mimosa—.
¿Adónde crees que vas? ¡Ah! ¡Están allí, detrás!
“Debe ser una ninfa”, concluyó
Pólux. Definitivamente, el Inframundo estaba repleto de sorpresas. En los
Campos Elíseos también había ninfas, pero desaparecieron con los hacedores
hacía más de diez mil años. No esperaba la presencia de estas. Tal vez,
concluyó, sabrían el motivo por el cual los dioses habían abandonado los mundos
que crearon.
—¡Ángeles! —gritó Mimosa
imposibilitada de detener la carrera de Cerbero—. ¡Estáis yendo por un
condenado puesto de vigía tras otro! ¡Evitad los montes!
—¿¡Quién eres!? —gritó Pólux.
—¡Mimosa, ninfa del Inframundo! —levantó
su sable aserrado—. ¡Muerte al ángel negro!
La bestia escaló grandes rocas con
una velocidad endiablada y, tras un enérgico salto, desapareció tras la cadena
de montes. Oyeron sus rugidos alejarse hasta que, simplemente, volvió la
quietud de siempre.
Curasán, brazos en jarra, silbó.
—Increíble animal. ¿Qué crees,
Pólux? ¿Tenemos aliados?
—No lo sé. ¿Qué clase de aliados
pasan de largo?
—Cualquiera que destroce espectros
es un aliado.
Pólux tomó a Curasán del cuello de
su túnica.
—La próxima vez que nos topemos
con espectros, te mantendrás callado. Te guste o no, habrá ocasiones en las que
no tendremos posibilidad alguna de ofrecer lucha, ya ni hablar de “empalar al
emperador del Inframundo”.
Curasán achinó los ojos.
—¿Crees que soy tan tonto? Había
visto a la bestia acechando tras los espectros y luego noté a la ninfa
haciéndome señas. Solo los distraje.
—Ni siquiera la conoces, ¿y
confiaste en ella?
—¿Qué opción teníamos? ¿Ir
prisioneros? Era una sentencia de muerte.
Pólux lo soltó.
—Fue arriesgado. Entiendo que
hayas desarrollado desprecio hacia los espectros por lo que le hicieron a
Próxima. Pero, por si no lo has notado, están siendo sometidos por el Segador. Son
tan víctimas como lo somos tú y yo. Si él fue capaz de manipular a los Arcángeles
hace trescientos años, no me extraña que aquí se haya alzado como emperador.
—La próxima ocasión te consultaré,
Pólux —se encogió de hombros—. Me alegra haber encontrado una facción contraria
al Segador, es todo. ¿La oíste? “Muerte al ángel negro”. ¿Quién diría que hasta
en el Inframundo encontraríamos buena compañía?
—Inesperado, sin dudas. De por sí
cuesta encontrar buena compañía en los Campos Elíseos.
—¿Eh? ¿Es otra de tus puyas
veladas?
Prosiguieron su camino rumbo a
Cocitos, alejándose paulatinamente de la cadena de montes que bordeaba la
capital. Curasán comprobó la flecha dorada de Próxima todavía sujeta en su
fajín. El arquero aún no la había invocado. ¿Estaría vivo? Era una posibilidad
de la que ahora no quería soltarse. Si la flecha desapareciera solo significaría
que el ángel la había reclamado, lo cual le traería alivio.
“Confío en ti, amigo” …
V.
Año 1.368
Kabul era una ciudad inmensa
situada en el valle fronterizo de Transoxiana; bullía de movimiento comercial proveniente
de todos los rincones del mundo civilizado, animados por la Ruta de la Seda. La
protegía una extensa muralla que se extendía por leguas y leguas, zigzagueante
sobre el terreno rocoso, aunque no lo suficientemente alta como para bloquear
la vista de su llamativo palacio coronado por un domo azulado.
Existía un acuerdo entre la tribu
local, los denominados afganos de Persia, y sus invasores mongoles. Era distinto
al sometimiento que se vivía en Bujará. El líder Tamerlán había tomado como
esposa a la hermana del gobernador de Kabul a modo de favorecer la paz en la
ciudad. Se hacía común ver a los barbudos afganos patrullando y portando sus
armas, engalanados en sus túnicas blancas y fajines rojos.
En las cercanías del muro, bajo la
sombra del imponente fuerte militar Bala-Hissar, un elefante barritó con fuerza
mientras un guerrero afgano, montado sobre su lomo, movía de un lado a otro su
lanza para que los comerciantes que le abrieran paso. El gigantesco animal
vestía una armadura de cuero que se ceñía a la perfección sobre su rostro y
lomo, con coloridas decoraciones que tintineaban al movimiento.
Mijaíl casi cayó de su montura
cuando vio a aquella peculiar criatura tan de cerca. Meneó la cabeza para
cerciorarse de que aquello era real. No había visto algo así en su vida. Actuó
lo más sereno que pudo pues el gentío no prestaba mucha atención al animal. En
Rusia, sin dudas, echaría a correr sin mirar para atrás. Luego se fijó en el
sirviente del embajador, Yang Wao, que cabalgaba a su lado.
—¿Y esta bestia, Yang Wao?
—Elefantes, Mijaíl —respondió atajando
una carcajada—. ¿Podrías guardar tu mandíbula? En el sur hay muchos más. ¿Qué
te parecen?
—Pero, ¡por Dios!, con uno de estos
puedes ganar una guerra...
Aquella broma cayó bien en el
embajador de Koryo, que también los acompañaba. El anciano carcajeó antes de sumirse
en un fuerte ataque de tos. También le hacía gracia que Mijaíl pensara, por
casi un mes, que él no entendía el idioma ruso. Lo entendía y hablaba a la
perfección. Entendía cada murmullo e insulto que profesaba el joven
novgorodiense a casi todos los mongoles con los que se cruzaba. Contrario de lo
que se pudiera esperar, esa irreverencia era muy apreciada por el embajador
porque le recordaba a él mismo, en sus días de juventud.
—Un flechazo bien dado y corren
hasta sobre sus dueños —ironizó el embajador—. Sería un espectáculo divertido
verte montar uno, Schénnikov.
—Prefiero un buen caballo, mi
señor —asintió el ruso—. Y una bonita mujer.
—Una bonita, desde luego. Ya que
has estado con una occidental y una árabe, dime cuál de tu favorita.
Mijaíl enrojeció abruptamente. El
embajador había pagado, un par de noches antes, por una exótica felatriz con el
objetivo de que el joven ruso olvidara de una vez por todas a la princesa de
Nóvgorod. Pero él no podía compararlas. Era cierto que la princesa era, en la
cama, primeriza como él. La felatriz, en cambio, era un auténtico ángel, o
demonio según cómo interpretase sus técnicas con la boca y contorsiones de su
cuerpo. Pero lo cierto es que al ruso le costaba olvidarse de su primer enamoramiento;
sentía que podían venir todas las árabes que quisieran, con sus exuberantes
cuerpos y esa piel aceitunada que lo volvían loco, pero parecía que nadie podía
taponar ese vacío que sentía.
—Mi señor —Mijaíl se rascó la
barba—. Las árabes son hermosas. Pero solo hay una mujer por la que yo moriría.
El embajador bufó haciendo un
ademán.
—Mis ojos se sienten pesados cada
vez que hablas de esa muchacha. Déjala marchar, Schénnikov. Eres joven y el
mundo, como estás viendo, es grande.
—Mi señor…
—¡Es más! —inquirió el punzante
anciano—. En este preciso momento la muchacha estará calentando la cama con un
príncipe ruso. ¿Y tú? Escupiendo arena a cada paso que das. Olvídala. De seguro
ella ya lo hizo.
Mijaíl sonrió con los labios
apretados y miró para otro lado. ¿Qué sabría él?, pensó ofuscado. Pero mantuvo
silencio y oyó la perorata.
En las altas murallas de la
fortaleza Bala-Hissar, los soldados afganos se plantaron firmes al paso de un
soldado mongol que se abría paso; su armadura de escamas estaba pintada de
blanco con detalles rojizos, símbolo de la Horda de Oro. Llevaba, sobre la
pechera, su paitze, una tablilla de
oro que era sostenida por una fina cadena y que lo identificaba como un Orlok.
El beduino Yusuf caminaba detrás
de él secándose la frente perlada de sudor. Se sentía a punto de desmayar.
Había rogado por información como un mendigo por cinco barrios de Kabul, pero
no había conseguido nada reseñable. Pensaba que sería fácil encontrar al
llamativo trío de viajeros: Un anciano, un calvo y un rubio. Pero era
desesperanzador no poder ubicarlos.
—Estás muy callado, beduino —dijo
el Orlok—. ¿No estarás planeando lanzarte de las murallas?
—Mi señor, no son lo
suficientemente altas para causarme una muerte rápida.
El Orlok echó la cabeza hacia
atrás y carcajeó. Yusuf tragó saliva; no lo dijo en broma. Tenía que salvarse
de alguna manera porque era evidente que no daría con Mijaíl. Casi podía sentir
el sable del Orlok morder la piel de su cuello, presto a cercenarlo como
castigo. Habían subido a las murallas del fuerte para hablar con el general de
los afganos, esperando que supiera algo sobre los tres viajeros, pero sabía que
solo estaba prolongando su inevitable muerte.
Cuando oyó el berrido de un
elefante, hacia abajo, en el exterior atestado de comerciantes, se fijó de
reojo en el gentío. Lo primero que notó fue la brillante calva de un hombre
vestido con túnica oriental. Luego vio al anciano a su lado, reconocible por su
larga y grisácea cabellera trenzada, y por último notó a un hombre vestido con
una chilaba negra. Cerró y abrió los ojos. ¿Podía haberlo encontrado al fin?
¿Acaso Alá se había apiadado de él? ¡Qué señal tan clara! Señaló vigoroso al
trío, como si toda la energía de su cuerpo se hubiera recargado de golpe.
—¡Mi señor! ¡Es él! ¡Allí abajo,
hacia el elefante!
El Orlok desenvainó su sable y
apretó la hoja contra el cuello de Yusuf. Los soldados afganos se removieron
inquietos, pero se mantuvieron firmes.
—Espero que no estés tratando de
jugar conmigo, beduino. Se me agota la paciencia.
—¡Por el Honorable! ¡Solo mírelos!
¡Son tal y como los he descrito!
Mijaíl seguía discutiendo con el
embajador; al anciano aseguraba que, si quería conquistar alguna mujer en
oriente, debía quitarse la barba y tener paciencia. El ruso había oído tanto
hablar de la boca del embajador acerca de lo hermosas que eran las mujeres en
Koryo y Xin que, sencillamente, le seducía la idea de conocer a una.
Pero todavía quedaba un buen
trecho. El “Techo del Mundo” estaba a dos días de distancia.
Un cargante y atronador sonido
pareció surgir del cielo; todo el gentío se tapó los oídos ante lo que parecía
ser el disparo de uno de los cañones instalados a lo alto de la fortaleza. El
caballo de Mijaíl relinchó nervioso y dio un salto. Inmediatamente algo oscuro
y amorfo cayó cerca de los tres viajeros, sobre un grupo de desafortunados
mercaderes, estrellándose con tal fuerza que dejó un considerable boquete
carbonizado y humeante.
Muchos corrían despavoridos ante
el temor de nuevos disparos, aunque Mijaíl intentó acercar su montura para
fijarse en aquello arrojado. Al dispersarse el humo notó claramente el cuerpo
carbonizado de una persona y tragó saliva. “¡Qué salvaje!”, pensó con un nudo
en la garganta. La brutalidad le recordó a los mongoles de la Horda de Oro que
azotaron su reino.
Cuando una brisa se llevó la
humareda notó el rostro de la víctima.
Empalideció al reconocer el rostro
del beduino Yusuf. No tenía la más mínima idea de qué hacía en Kabul y, sobre
todo, por qué lo habían ejecutado. Luego levantó la vista hacia la muralla de
la fortaleza militar; allí arriba, rodeado de los guerreros afganos, destacaba
un imponente soldado mongol.
El Orlok elevó su sable y gritó con
fuerza animalesca:
—¡Mi-jaíl!
El joven ruso tragó saliva.
—¿Sabe tu nombre? —preguntó Yang
Wao—. ¿Tienes idea de quién es?
—No —confesó.
Luego, entornando los ojos, notó
el brillo del paitze, la tablilla de
oro que colgaba del cuello del mongol. Además, su armadura de escamas tenía los
colores de la temida Horda de Oro. Aquello solo podía significar una cosa y
sintió vértigo cuando descubrió quién era ese salvaje guerrero que lo
llamaba.
—Es un Orlok. Un Orlok de la Horda
de Oro.
Una cuerda descendió desde lo alto
del muro y el mongol se aprestó para bajar por ella. Mijaíl se sorprendió.
¿Acaso deseaba confrontarlo a él cuanto antes? Por un momento, se sintió
honrado. Si él era solo un simple escudero que tuvo la fortuna de asestar un
golpe mortal a un ejército mongol.
—¡Vendrá aquí! —insistió Wang Yao—.
No hay tiempo que perder, Mijaíl. ¡Muévete!
—Sabía que el Orlok sobrevivió la
batalla de Nóvgorod, nunca encontramos el paitze
—se dijo a sí mismo; ladeó la tela que cubría su radiante shaska, guardada
en la vaina de su montura—. Solo me busca a mí. Vosotros continuad vuestro
camino.
Yang Wao enrojeció de furia; pero
fue el embajador quien intercedió.
—¿Qué necedad es esta? Prometiste
llevarme a salvo hasta mi reino, Schénnikov.
—No tengo idea de qué hace aquí,
¡pero ese es el hombre que arrasará Moscú y Nóvgorod! Si amáis tanto vuestro reino,
también me comprenderéis.
—Escúchame, Mijaíl —insistió Yang
Wao—. Si es un Orlok, no tienes idea de con qué tipo de bestia estarás
lidiando. No se trata de un miserable guardia de un zoco.
El ruso lo ignoró; era justamente
por su experiencia en aquel zoco de Bujará que se sentía envalentonado y
confianzudo. Había caído un mongol bajo su espada y sentía que tenía la fuerza
de matarlos a todos. Sobre todo, a él. Al Orlok de la Horda de Oro. Tensó las
riendas de su caballo y trotó hacia adelante. Ese era el monstruo que había
sometido Nóvgorod durante años, aquel cuyo ejército arrebató a su familia,
aquel que había aplacado rebeliones y que de seguro destruiría Moscú; ¡él estaba
allí, desafiándolo!
—¡Orlok! —gritó el joven, desenvainando
su radiante shaska—. ¡Dios con los
príncipes rusos! ¡Dios conmigo!
Arriba, el Orlok sonrió al ver
cómo el ruso aceptaba el duelo. No esperaba que fuera tan joven; pero era el que
venció a su ejército y lo humilló; la razón por la que diez mil soldados
muertos pesaban sobre sus hombros. Agarró del cuello de uno de los afganos y
ordenó que no intervinieran. Aquella era una batalla que solo correspondía a
los dos. Y se sintió conmovido al tener a un hombre que lo desafiaba cara a
cara. No había dudas de que él era el gran guerrero que lo había derrotado. Luego,
soltando al afgano, volvió a levantar su sable, aceptando el duelo y aullando a
todo pulmón su grito de guerra.
—¡Mi-jaíl! ¡U-Rah!
Eran enemigos, pero ambos se
sonreían porque, en el fondo, estaban convencidos de que se reconocían. Y la
ardiente ciudad de Kabul se vio paralizada, testigo de un duelo sin parangón.
Continuará.
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