Noveno capítulo. ¡Batalla sin
cuartel! Xin y mongoles se desafiaron en el Himalaya. Y en una nueva época, los
ejércitos de dragones y mortales libraron una batalla memorable.
I.
Año
2332
Cientos de dragones sobrevolaban
en el cielo nocturno, dibujando un gigantesco círculo de al menos doce anillos
de grosor; era un ejército numeroso
que incluso había ocultado la
luna, ennegreciéndolo todo. De vez en cuando, dos lagartos se desprendían del
grupo y arrasaban entre los
soldados del Norte, quienes no podían hacer nada ante las feroces embestidas de
las bestias que los arrojaban por los aires.
Cunningham levantó la mirada y
apretó los dientes. Se sintió sobrepasado, pillado de sorpresa y, viendo la bestialidad
con la que actuaban los dragones, todas las ideas y estrategias que tenía
preparadas recibieron un baldazo de agua fría. Lo que más odiaba era el hecho
de que aquellas bestias podrían acabarlos con un solo ataque, si es que se
venían todos a la vez, pero por alguna razón solo volaban sobre ellos enviando a un par, gruñendo y
estremeciéndolo todo a su alrededor.
“Están jugando con nosotros”,
pensó apretando los puños.
Se acercó a una antorcha encendida
cerca de una tienda y la agarró; avanzó
entre sus hombres, quienes se habían arremolinado alrededor de él. Deneb Kaitos
lo miró con curiosidad.
—¿Qué harás?
—¿Qué crees? A diferencia de ti,
no me quedaré quieto.
—¿Vas a contraatacar?
El joven comandante saltó sobre
unas cajas apiladas y levantó la antorcha al aire para que sus soldados lo
mirasen.
—¡Oídme! ¿Recordáis los
entrenamientos en los montes de Salduvia? Reykō estaba en disputa con la planta
de energía de fusión que nos proveía electricidad. Los cabrones desactivaron el
suministro de la base y durante una semana entera nos bañamos en agua
congelada. Nos recuerdo en las duchas, helados y tiritando entre risas… ¡Por el
Norte, querían echarnos de allí, pero solo consiguieron envalentonarnos más! ¿Recordáis
la promesa que hicimos? ¡Que cazaríamos a los dragones y arrojaríamos sus
enormes cadáveres en medio de la puta planta de fusión!
Se giraba mientras hablaba,
tratando de mirar a los ojos de todos y cada uno de sus hombres. Quería
sostener las miradas; que dejasen de observar arriba y que esos rugidos dejaran
de intimidarlos. Muchos asentían porque recordaban. Otros levantaban sus arcos,
aullando. El comandante se golpeó el pecho con el puño.
—¡Estos lagartos nos quieren correr
de la misma manera, pero no saben lo que les espera! ¡Oídme, hijos del Norte!
¡Yo no pretendo caer sin dar una lucha! ¡Yo no pretendo irme sin soltar al menos un puñetazo a esos
horribles rostros suyos! ¡Reclamemos esta noche, caza dragones! ¡Formad dos
filas de diez arqueros frente a mí! ¡La primera, preparad saetas cegadoras!
¡Segunda, saetas de carga explosiva!
Los soldados sintieron unas
renovadas energías al oírlo y, sobre todo, verlo; porque sus ojos parecían
destellar fuego; el comandante había vuelto en sí y al menos daría una lucha;
imbuidos de valor por sus palabras, corrieron hacia adelante armándose con sus arcos de polea; en un
llano entre dunas, formaron una larga fila y se sentaron sobre una rodilla, apuntando
al cielo enjambrado. Detrás
de ellos se formó otra fila con hombre que, de pie, tensaban sus arcos. Muchos
temblaban, y de hecho el comandante lo notó por lo que fue entre las filas para
dar golpes de ánimo a unos y otros.
—¡Recordad todo lo que hemos
atravesado para llegar hasta aquí! —coscorrones aquí y allá—. ¡Por vuestras
familias en Alba, Lutecia, Iberia y en especial en la
hermana de Jonathan en la
ciudad de Valentía! ¡Por ella, sí, deseo verle esas enormes tetas una vez más!
Carcajadas y aúllos se oían en un
lado y otro. Los temblores iban aminorando en detrimento de una sensación de valor;
el comandante lo sabía. Miró el enjambre arriba; había notado que los dragones
no enviaban a un par de los suyos por simple azar: estaban sincronizando un
ataque y sabía que pronto bajarían dos dragones; achinó los ojos cuanto notó al
gigantesco Leviatán encima de ellos, gruñendo con fuerza descomunal y agarrando
a los suyos con sus propias garras traseras, sacudiéndolos como si también les
imbuyera de valor a su manera.
—¡Veinte hombres en mi flanco
derecho, veinte en mi izquierdo! ¡Tensad vuestros arcos con flechas
perforadoras!
Deneb Kaitos se mostró maravillado
ante lo que veía; Albion Cunningham en todo su esplendor: el joven comandante
animaba a más soldados en tanto los restantes formaban con rapidez y un orden
que contrastaba con el caos que acaeció minutos atrás. Por un momento deseó
estar allí entre los mortales, tensando un arco y rugiendo como uno más.
—¡Hijos del Norte, Caza Dragones! —Cunningham
levantó la antorcha y la agitó de un lado al otro, tratando de llamar la
atención del ejército alado—. ¡Rugid conmigo!
Bramó el grito de guerra junto con
sus soldados con una fuerza que se asimilaba a la de los propios dragones:
—¡Nuestros pechos las murallas!
Dos dragones bajaron del anillo,
arrojados por su gigantesco líder. Estos en especial parecían dirigirse directamente
hacia Cunningham: era llamativo desde el cielo debido a la antorcha. El mortal lo
sabía y corrió hacia adelante en campo abierto, atravesando la fila de arqueros.
—¡Flancos, apuntad las alas!
Uno de los dos dragones se
adelantó como si quisiese devorárselo primero. Cayó en picado y, extendiendo las alas, aminoró para luego cambiar de rumbo; voló al ras del
suelo, dando una enérgica aleteada para
impulsarse hacia el mortal. Silbaron
flechas en el aire; incontables saetas atravesaron su campo de visión y
las alas se vieron perforadas, por lo que el lagarto cayó dando
varios tumbos y dibujando una larga estela sobre la arena. Advertido por el ataque de los flancos, el segundo
dragón se elevó para volver al enjambre en el cielo.
El lagarto herido intentó
reponerse usando sus alas y patas traseras; no obstante, vio a Cunningham a
varios metros delante de él y deseó incinerarlo cuanto antes; Leviatán lo había enviado específicamente a por
ese mortal: abrió la enorme boca, aunque no se esperó una repentina
lluvia de flechas que, al impactar a su alrededor, brillaron tan intensamente
que quedó momentáneamente ciego. Intentó levantar vuelo, pero a la señal de
Cunningham, una veintena de flechas explosivas surcaron el cielo y cayeron
sobre el dragón, quien de feroces gruñidos pasó a soltar lo que parecieran ser una
auténtica orquesta de bufidos mezclándose con el sonido de explosiones.
Luego vino una quieta tranquilidad
solo cortada por el aleteo de las bestias arriba; la niebla de arena que se
había levantado alrededor del dragón bajó poco a poco para revelar a la bestia, calcinada y echando humo de sus escamas. Levantó ligeramente el cuello, con los violáceos y
brillantes ojos semiabiertos, pero terminó cayendo con todo su peso y
finalmente muerto.
Los soldados del Norte bramaron
elevando sus arcos al aire. Cunningham siguió corriendo hacia la bestia,
saltando sobre la cabeza. Desenvainó su espada y la clavó en el cráneo del
animal, entre los cuernos, solo para cerciorarse de que estuviera finalmente
muerto. La piel escamada era durísima, pero la hoja era filosa y él tenía toda
la energía del mundo.
La desclavó teñida de sangre.
Luego apuntó a Leviatán.
—¡No sois invencibles! ¡No sois
los putos invencibles!
Una auténtica oleada de bramidos
de furor recorría el oscuro desierto de Bujará. Los hombres habían derrotado a uno y sentían que podrían cargárselos a
todos. Se sentían dioses. Leviatán se fijaba en el comandante desde las
alturas. Incluso desde allí podía escuchar con claridad el constante grito de
guerra del Norte: “¡Nuestros
pechos las murallas, nuestros pechos las murallas!”. Leviatán era una bestia
inteligente; sabía que había un claro desafío. Luego, echando una pequeña
estela de fuego por su nariz, agarró con sus patas a otros dos dragones,
sacándolos del vuelo circular y gruñéndoles a las caras en una especie de
reprimenda.
La sonrisa de Cunningham se
convirtió en una delgada línea en su rostro pálido; ahora, del anillo de
dragones, diez se desprendieron y volaron más bajo para preparar el asalto;
Leviatán enviaría más efectivos. En cierta manera, el líder dragontino le
reconocía su astucia al haber sesgado a uno de los suyos. Aunque el mortal no
pudiera entender las motivaciones del dragón, lo cierto era que estaba
honrándolo a su manera.
—¡Todos, atención! ¡Más hombres,
mierda, necesito más filas a mi alrededor! ¡Disparemos como nunca antes en
nuestras vidas!
Tragó saliva mientras toda la
milicia formaba a su alrededor en una suerte de danza sincronizada; sabía que
estaba usando todos los medios a su disposición solo para dar pequeños arañazos.
Iba a matar tantos dragones pudiera hasta perecer, pero dudaba de que
aguantarían más que minutos. A falta de tecnología, necesitaba de una fuerza
mayor. Casi como si adivinara sus pensamientos, el Dominio Deneb Kaitos
descendió a su lado sobre la cabeza del dragón muerto.
—Impresionante, Cunningham. Asesinasteis
a Ryūjin. Él solo devoró a una
quincena de ángeles en la guerra contra Lucifer.
—¿Tienen nombres?
—¿Por qué no habrían de tenerlos?
—¡No empieces! Necesito tu ayuda. ¿Me
darás una mano?
Deneb Kaitos esbozó una pequeña
sonrisa de lado. Cunningham, en respuesta, le devolvió una mueca de desagrado. En
verdad que le costaba pedirle ayuda a un ángel.
—Me honras. Mis alas son tuyas, comandante.
II.
Año
1368
El ejército xin había planificado
su estrategia durante los días que acamparon en el corredor y las colinas adyacentes, por lo que al ver
a los mongoles en el horizonte nada les cayó de sorpresa. Mientras los enemigos armaban su campamento frente
al paso de Wakhan, los xin
habían tenido tiempo de formar sus filas; las órdenes llegaban claras y rápidas;
decenas de mensajeros partían, a caballo, desde la tienda principal donde el
comandante Syaoran dictaba las directrices a sus escribas.
Para el amanecer, unos dos mil
jinetes esperaban a los mongoles en un paso angosto resguardado entre dos altísimas
y empinadas laderas de hielo y roca; a lo alto, escondidos, mil arqueros se
apostaban en cada flanco, prestos a lanzar una auténtica lluvia de saetas
cuando los enemigos irrumpieran en el
corredor.
Era justamente allí, en uno de los flancos, donde Wezen paseaba a pie al
frente de la fila de arqueros. Se sacudió un par de copos de nieve que habían
caído sobre su hombrera;
cualquier detalle le desquiciaba por lo especialmente inquieto que se
encontraba; si fuera por él, enviaría a todos los jinetes a un solo ataque
frontal contra los mongoles. Pero el mensajero traía órdenes claras; había que atraer a los enemigos y dejar que él
y sus arqueros se encargasen de eliminar la oleada que seguramente enviaría el
Orlok.
Atraerlos a una trampa no era
precisamente su idea de una batalla; le seducía ganarles por fuerza bruta.
Un soldado se acercó junto a él.
—¿Piensas en Xue?
Wezen enarcó una ceja al reconocer a Zhao enfundado en una
armadura lamelar, negra y de costuras blancas como la de los demás.
—Creía que nunca más volverías a
ponerte una armadura.
Zhao se encogió de hombros.
—En aquella ocasión creía que no
volverías a participar de otra batalla.
—Como quieras —hizo un ademán—.
Aunque no lo creas, siempre recuerdo a ambas. Son la razón por la que estoy
aquí, ¿no?
—¿Ambas? ¿Piensas en alguien más?
Wezen dio un respingo; frunció los
labios y miró para adelante.
—En la diosa Buda. He pasado mucho
tiempo a tu lado y he aprendido a apreciarla.
—Buda no es una d… —Zhao parpadeó
incrédulo y susurró—. Piensas en Mei, ¿no es así? ¿Te has detenido a considerarlo
alguna vez? No tienes ningún tipo de futuro con una esclava; arriesgarías tu
promoción en el ejército.
—Pero, ¿qué mierda haces? ¿Eres mi
condenado ángel de la guardia?
—¿Ángel? ¿Ahora sabes algo sobre
cristianismo?
—No soy cristiano, es solo que Mei
me habló de ellos… —volvió a callarse. Meneó la cabeza y caminó hacia adelante.
—Escúchame. No necesito de tu protección ni tampoco de tus palabras. Si estás con esa
armadura, entonces me sirves
como soldado.
Lejos de la batalla que asomaba en
la entrada del corredor de Wakhan, en el reino Xin se vivía un silencioso y
tenso amanecer. La ciudad de Congli
parecía mantener su rutina en torno a la venta de seda y plantación de arroz,
pero había una incómoda interrogante flotando sobre las cabezas de los
habitantes: sabían que, en el peor de los casos, los mongoles vencerían al
ejército xin, avanzarían y aplastarían todo lo que se le pusiese por delante;
el apacible pueblo incluido.
Era un nerviosismo que incluso
contagió a Xue, que como medio de distracción se sentó bajo la sombra del ginko
para trenzar los finos hilos de seda con la rueda hiladora. El árbol había
alfombrado el lugar con sus peculiares
hojas amarillas y ella tenía
esperanzas de que allí encontraría la tranquilidad que buscaba. Debía tener fe en su peculiar
dragón, se dijo finalmente.
—¡Buenos días, Xue!
Dio un respingo cuando oyó una voz femenina; miró a un lado,
tras el vallado de su hogar. Frunció el ceño al ver a la esclava trayendo
consigo un canasto; vestía una túnica sencilla, blanca, y destacaba en el
radiante mar de hierba. En verdad que ni ella misma sabría explicar qué le
incomodaba de Mei si se trataba de
una muchacha afable y guapa, algo tímida. Tal vez lo que le molestaba era la
incertidumbre de que esa muchacha bien podía haber intimado con su celado dragón. Incontables veces…
—No te quedes ahí —dijo volviendo
a su manualidad—. Eres bienvenida.
Mei reverenció por la hospitalidad
y se acercó. No soportaba el ambiente en el pueblo donde todos hablaban de
guerras, de emperadores y
rebeliones. Eso lo vivía día a día cuando viajaba con el ejército xin. En
Congli, simplemente, no podía hablar
abiertamente de lo único que le importaba.
Se sentó junto a ella e
inmediatamente reinó un silencio incómodo. Posó la canasta sobre su regazo y
descubrió la tela. Había preparado
arroz enrollado en harina de soja; deseaba caerle bien a la hermana de Wezen.
—He traído algo para desayu….
—¿Piensas en mi hermano? —preguntó tensando los hilos de
seda.
Una gota de sudor descendió de la
frente de la esclava. Sus labios eran una fina línea recta; no respondió ni se
movió un ápice.
—Espero que sí —continuó Xue—.
Estoy segura de que él piensa
en ti.
Mei se relajó al oír aquellas
palabras. Abrazó el canasto contra sí y se acomodó.
—Lo cierto es que temo por él. Es un buen hombre.
Xue dejó de hilar y la observó; comprobó
que era una sinceridad arrolladora lo que eran capaz de transmitir los ojos oscuros
de la esclava. Los celos aminoraron. Esa muchacha sufría, concluyó recogiéndose
un mechón de la frente.
—Déjame contarte algo, Mei. Cuando
éramos niños, Wezen se ató una soga a la cintura para entrar a una zanja de
barro y rescatar a una oveja. Al final, el que quedó atrapado fue él. Y yo no
tenía fuerzas suficientes para tirar de la soga… así que empecé a llorar allí
mismo pensando que Wezen iba a morir.
—¿Por una oveja? ¿Y cómo
salió?
—Se giró hacia mí con la cara
embarrada y me dijo que, si le dejaba morir, me perseguiría toda la vida como
un fantasma. Me aterré de la idea y corrí. Todo fue una broma para poder
martirizarme durante la noche como un supuesto espíritu. Ten cuidado, porque
ese bribón sigue ahí adentro de un cuerpo de hombre.
La quietud bajo la sombra del ginko
fue finalmente desplazada por risillas de las dos muchachas. El viento levantó
una capa de pétalos amarillos del suelo; la incomodidad que antes había entre
ambas se había ido con la brisa.
—¡Tendré cuidado! —asintió Mei—.
¿Tú también piensas en él?
Xue se encogió de hombros. Se
inclinó hacia el canasto y retiró uno de los lü dagun. Se veía bien y, además, notó que era especialmente
esponjoso al tacto; seguro que Mei era una buena cocinera, concluyó dándole una
mordida. Cerró los ojos y emitió un largo gemido de aprobación que hizo sonreír
a la esclava.
—No te preocupes demasiado por él,
Mei. Es demasiado terco para morir.
Wezen echó una mirada hacia la
planicie donde el ejército mongol había acampado. Frunció el ceño; una oleada
de jinetes se acercaba. Calculó unos mil o mil quinientos guerreros atravesando a plena galopada. Un
Mingghan. Dedujo que el Orlok enviaría una décima parte de su fuerza principal,
seguramente para comprobar las defensas. Elevó su arco y, a su señal, un joven portaestandarte
guardó la bandera blanca que sostenía al borde de la ladera; levantó una de color rojo, que ondeó con
fuerza, y los arqueros de ambos flancos prepararon sus arcos.
—¡Carcajes! —gritó a los suyos—. ¡Controlad vuestros carcajes, los
quiero ver llenos!
Luego miró hacia los jinetes de su
ejército, abajo en el paso
resguardado por las laderas, y apretó los labios. En verdad que le
gustaría estar allí listo para repartir sablazos. Desde los altísimos flancos
era sencillo llegar al terreno de batalla y viceversa; un sendero, forjado por
los propios xin para facilitar la ida y venida de los mensajeros, serpenteaba
hasta lo alto; con un buen caballo solo tomaría un puñado de minutos.
De vez en cuando se le cruzaba la
idea de bajar y ser parte de la batalla, pero meneó la cabeza. Su misión era
repartir órdenes a los arqueros y el éxito le recompensaría con un cargo
importante en la Sociedad del Loto Blanco.
Fue por el mismo sendero que el
embajador y su escolta occidental subieron para permanecer a salvo durante la
contienda. Ni siquiera hubo tiempo para que el embajador se encontrase con el
comandante xin; lo harían cuando todo terminase. El estrecho paso era un terreno peligroso como
para dejarlos allí, así como el campamento principal, que bien podría ser un
objetivo específico de la caballería mongola. Wezen ordenó que estuvieran cerca de él: las laderas eran
demasiado altas y empinadas como para que los mongoles subieran desde el afuera
del corredor.
No muy alejado de los arqueros, Mijaíl, sentado sobre una roca, bebía
un odre de agua. Estaba ansioso y le incomodaba estar bajo la atenta mirada de
los dos guardias xin que les fueron asignados a él y el embajador.
El ruso terminó de beber y lanzó
el odre a los pies de uno de los inmutables soldados. El embajador enarcó una ceja
y se dirigió a su escolta:
—Estás pensando en el Orlok.
—De una manera u otra, clavaré mi
espada en su corazón.
—Hay dos ejércitos entre vosotros
dos.
—Eso es lo que me molesta, mi
señor.
—Piensa en algo agradable. ¿Tu
hermano, el oso de Nóvgorod? ¿O qué me dices de esa princesa de la que decías
no poder olvidar, Anastasia?
El ruso hizo un ademán.
—La había olvidado hasta que me la acaba de
recordar, mi señor.
Y rio. Ambos rieron para inquietud
de los dos guardias. Aún así, Mijaíl no se sentía especialmente tranquilo. Ese
Orlok lo había sorprendido por el solo hecho de encontrarlo en un lugar tan
remoto como Persia, presto a vengarse
por su derrota en Nóvgorod. De alguna manera esa bestia salvaje encontraría la
manera de volver hasta él, concluyó mirando a los arqueros xin que, ahora, se preparaban para asediar
a los enemigos.
Los jinetes mongoles entraron en
el estrecho paso y con la misión de
aplastar el campamento principal. En tanto, la línea de jinetes xin los esperaban con los escudos
levantados al ver cómo los enemigos preparaban sus arcos en plena galopada. Los tártaros eran un ejército
feroz, el trotar intenso y sus aullidos salvajes estremecían de una manera
especial porque el sonido rebotaba por las paredes del paso, acrecentando la
impresión de que eran muchos más.
Wezen no se amilanó. Se inclinó
con el arco tensado y apuntó hacia abajo; no miró a un jinete en especial; era
un auténtico mar de mongoles y polvo por lo que con certeza acertaría a alguno.
Y si no, tenía la confianza de que sus dos mil arqueros de seguro harían mella.
—¡Disparad!
Cientos de flechas silbaron y se
clavaron en los enemigos y sus caballos. La línea frontal se había desarmado
completamente, pero los que los seguían no desistieron, avanzando a galope
tendido rumbo al encontronazo contra los xin y pisando a sus propios
compañeros. Wezen y sus hombres recogieron sendas flechas y volvieron a
disparar, aunque ahora comprobaban con estupor cómo los mongoles elevaban sobre
sus cabezas sendos escudos que detenían los disparos. Las flechas
no hicieron tanta mella como en la primera oleada.
Wezen se giró y silbó al
portaestandarte.
—¡Enarbola la bandera amarilla…! —se
rascó la frente sudorosa—. ¡Espera! ¡Enarbólala a mi señal!
Miró hacia abajo y empezó a contar
segundos; debía dejar que más mongoles entrasen en el paso antes de ejecutar el
siguiente paso de su plan. Sus arqueros se mantuvieron quietos pero ansiosos; era clave ahorrar las flechas y
no era momento de seguir disparando.
Finalmente, elevó la voz.
—¡Ahora!
Nada más clavarse y ondearse la
bandera, grupos de xin se prestaron a empujar grandes rocas apilonadas en los precipicios de las laderas. Sus rostros se desfiguraban del
esfuerzo mientras gruñían. Wezen sonrió con satisfacción al verlas caer y oír
el estruendo allá abajo; a ver si esos escudos resistían, pensó frotándose el
mentón.
Los mongoles detuvieron la arremetida
debido a los escombros de rocas acumulándose en medio del paso; caían como
lluvia torrencial; la estrategia xin había funcionado: el ejército invasor se
encontraba partido en dos. Adelante, abandonados prácticamente, los mongoles
que lograron avanzar ilesos eran devorados por unos feroces y animados jinetes
xin que aullaban por poder iniciar la cacería.
Wezen se limpió el sudor de la
frente; tal vez no era tan mala la idea de ganar con mañas. Se fijó que muchos
mongoles habían desmontado y escalaban las rocas para unirse a la batalla o
simplemente para disparar sobre ellas. El xin no iba a permitir aquello; a su
señal, él y sus soldados volvieron a inclinarse en precipicio de la ladera,
arcos en ristre.
Fue cuando notó de refilón cómo
uno de sus arqueros cayó al vacío. Tragó saliva; o era un torpe que resbaló o,
peor, fue empujado. Se giró y comprobó con horror cómo una treintena de
mongoles había llegado hasta las colinas, corriendo hacia ellos con sables en
mano.
Se preguntó cómo fue posible que
les pillaran de sorpresa y, sobre todo, cómo pudieron haber subido su
inalcanzable puesto. Pero no hubo tiempo para ello; desenvainó su sable y al
grito de “¡Enemigos en la
retaguardia!” se lanzó contra ellos.
Los mongoles no eran demasiados,
pero eran feroces y pareciera que necesitaban dos xin por cada uno de ellos.
Usaban no solo sus grandes sables sino hasta sus propios cuerpos para embestir
a los sorprendidos arqueros. Wezen se enfrentó a uno y esquivó un espadazo,
agachándose; desde abajo envió un sablazo que atravesó la quijada del enemigo.
La desclavó con fuerza y apartó el
cadáver de una patada. Aulló con el rostro salpicado de sangre para contagiar
de ánimo a sus soldados.
—¡Mirad! ¡No son invencibles, no
son invencibles!
Mijaíl, lejos de la contienda, se
incorporó al oír el griterío. Los dos guardias xin también se fijaron en la
repentina invasión mongola y, aunque no parecían ser muchos, desenvainaron sus
espadas prestos a defender al embajador. El ruso hizo lo propio, sacando a relucir
su radiante shaska.
Fue cuando vio a un soldado mongol
que, luego de tumbar un par de arqueros xin, echó un vistazo alrededor. Mijaíl notó que se fijó especialmente en
él. En nadie más que él. Como si hubiera venido en su búsqueda. El mongol elevó
la mano y gritó una frase en jalja. Inmediatamente el enemigo fue despachado
por Wezen, quien corrió hacia él para cercenarle la cabeza.
El guerrero xin se tomó de las rodillas;
luego escupió un cuajo de sangre sobre el cadáver.
—¡Necesito vigías en esta ladera!
¡Pronto!
Se dirigió hacia el precipicio de
donde habían venido los mongoles. Vio las estacas y anclas apiladas a un lado y
supo que habían subido escalando las paredes escarpadas de hielo. Las pateó con
rabia, pero al menos los atacantes estaban siendo despachados porque no era un
número importante.
Solo quedó un enemigo que, en otro extremo de la ladera, clavó
una bandera dorada que flameó enérgica. Wezen apretó los dientes y se armó con
su arco, tensando la cuerda hasta la oreja. La flecha atravesó una hilera de
soldados xin hasta que terminó clavándose en el pecho del mongol, que cayó por
el precipicio.
El joven oriental avanzó con largas zancadas hasta
la bandera y la desclavó con nerviosismo. La tomó entre sus manos y miró a sus
arqueros, esperando que alguno supiera qué tipo de señal o mensaje podría
significar aquello. Zhao estaba allí, entre ellos, y se la mostró:
—¿Alguna idea?
Zhao meneó la cabeza.
—Supongo que ya da igual, la hemos
derribado —concluyó Wezen—. Te encargo para apostar vigías que vigilen este
sector. Es primordial que protejamos a los arqueros.
En el campamento de los mongoles
el ambiente cambió abruptamente. En las afueras de una tienda militar, el
Orlok, sentado a una mesa junto con su general y un par de jóvenes mensajeros,
se levantó enérgico. Había visto la bandera dorada clavarse en la ladera
izquierda del paso. Cuando pudiera, le agradecería a ese roñoso general afgano
sus consejos y guías para penetrar la fortaleza natural que los xin habían
forjado en el Corredor de Wakhan.
Su general se removió inquieto; se
frotó el mentón.
—Orlok, ¿me lo puedes explicar?
—Algunos tenían órdenes expresas
de enviarme una señal si veían a un hombre de cabellera dorada acompañando a un
anciano. Como me dijo el afgano, el único lugar que los xin considerarían
seguro de proteger sería en lo alto de las laderas. Es un hombre inteligente.
El general desencajó la mandíbula.
—¿El ruso? ¿Aún piensa seguir con
esta persecución ridícula, Orlok?
—Te lo he dicho ciento de veces —dijo
recogiendo su yelmo sobre la mesa y poniéndoselo—. El Padre Cielo está de mi
lado. Desea que vengue a nuestros hermanos caídos. No me lo impedirás tú,
general.
El Orlok llamó a un grupo de
soldados para que lo acompañasen. Estaba
eufórico por haber vuelto a encontrar a Mijaíl. Se sentía un emisario de la
muerte, el elegido por Tengri para impartir justicia. Montó sobre su caballo y
se fijó en su estupefacto general.
—Te dejo el cargo del ejército.
—¡Orlok! ¡Su lugar es aquí,
repartiendo órdenes!
—¿No dijiste lo mismo la noche que
perdimos en Nóvgorod? No cometeré el mismo error. Mi lugar está allá —señaló la
ladera con su sable, luego lo levantó para llamar la atención de sus jinetes—.
¡Guerreros, montad conmigo!
Su general golpeó la mesa con
furia ante la atenta mirada de los nerviosos mensajeros. Lo vio alejarse y
ponderó la situación. Iban de camino a perder un cuarto del ejército y aún no
podían atravesar la primera línea defensiva. Se levantó apurado y dictó a los mensajeros
su primera orden. Que repartiesen la noticia cuanto antes. No podían continuar
embistiendo esa maldita trampa mortal; definitivamente, pensó, el Orlok estaba
tan cegado por su venganza que ya no estaba en condiciones de liderar un tumán.
—Recoged el campamento y avisad a
los comandantes de los Mingghan que
retrocedemos. Volvemos a Kabul.
III.
Año
2332
Deneb Kaitos bajó del cielo y, al
acercarse a tierra, extendió las alas y aminoró la caída para luego, pisando
ligeramente la arena, emprender un veloz vuelo a ras del suelo que levantaba
una nube espesa; en un momento dado causó un atronador sonido similar a una
explosión. Como todo Dominio, su velocidad era impresionante y lo convertía en
un auténtico fulgor plateado;
ningún otro ser vivo, además de los dragones, sobreviviría los Mach 5 que los
científicos del Hemisferio Norte midieron durante uno de los vuelos del ángel.
Detrás, el dragón de escamas
atigradas, Quetzalcóatl, lo perseguía propinándole todo tipo de gruñidos que
Deneb Kaitos interpretaba como insultos a su raza. Quetzalcóatl no se esperó la
veintena de soldados que, a un lado y otro de las dunas por donde sobrevolaba,
le arrojaran saetas explosivas para que el gigantesco animal se diera de bruces
en el suelo. La caída fue estruendosa. La bestia era orgullosa; aún herido mortalmente levantó el cuello,
fijándose únicamente en el ángel que ahora descendía frente a él, y abrió la
boca para lanzarle una llamarada.
Deneb Kaitos amagó levantar vuelo
para esquivarlo, pero el animal se atragantó con una flecha perforante que
alguien le lanzó directo a la
garganta. El ángel se giró y vio a Cunningham a lo alto de una duna, tensando
su arco de polea.
El Dominio le asintió como
agradecimiento; Cunningham respondió con otra mueca de desagrado. En realidad,
no dejaría que ningún dragón matara al ángel. Eso le correspondía a él, se
dijo, lanzándose a la carrera hacia otro grupo de soldados que estaban lidiando
con un dragón problemático, de escamas doradas que irradiaban especialmente en aquella noche.
Los soldados del Norte habían
formado cinco grupos de cuarenta hombres, los últimos que habían sobrevivido al ataque sorpresa; cada equipo
debía lidiar con dos dragones y el ángel debía servirles, en la medida de sus
posibilidades, como anzuelo para que los lagartos cayesen en las trampas. Cunningham
viajaba de un grupo a otro, alentando y formando parte de los ataques.
Arriba volaban varias centenas de
dragones, era verdad, y la derrota inminente la tenían asumida, pero quién iba
a quitarle ese total de siete dragones muertos por sus manos.
Cunningham detuvo su carrera y
abrió los ojos cuanto pudo; desde lo
alto de una duna comprobó el gigantesco mar de fuego asando a sus
hombres. Al menos tres grupos habían sido eliminados por el violento dragón
dorado, quien parecía haber entendido las tácticas de anzuelo que los mortales
preparaban.
Deneb Kaitos descendió a su lado.
—Ese es Doğan.
—No me interesan sus nombres
—escupió Cunningham—. ¿Por qué diantres estás aquí? ¿No deberías ayudar a los
demás?
—Lo siento, Cunningham.
—¿Cómo que lo sientes?
Se giró y vio con pavor cómo un
dragón plateado y erizado de flechas, sobrevolando sobre el grupo de soldados que recién había ayudado, arrojaba
virulentamente su fuego. Sus hombres aullaban de dolor para, finalmente,
venirse una oscura quietud. El dragón cruzó sobre el mar de cadáveres y
dedicándole un rugido amenazador al estremecido comandante, para finalmente caer
estrepitosamente a pocos metros de él, con los ojos ya cerrados y regueros de
sangre recorriendo entre sus brillantes escamas.
El ejército del Norte había sido
recibido una auténtica paliza y el hombre, como única respuesta, dejó caer su
arco.
—Su nombre es Nío —dijo Deneb
Kaitos.
Cunningham ahogó una risa; hasta
en un momento como aquél ese “maldito pajarraco” gustaba de sacarle de sus
casillas.
—Esto es —dijo en voz baja,
mirando sus manos encallecidas de tanto manipular la cuerda—. Hasta aquí he
llegado.
—Más lejos de lo que jamás hubiera
imaginado, Cunningham. Si me hubieran dicho que un mortal sería capaz de
dirigir a un ejército de hombres y derrotar a ocho dragones, no lo creería.
—Me consuela saber eso —ironizó.
—Me alegra poder animarte.
Un gigantesco dragón negro
aterrizó frente a los dos, con sus imponentes alas abiertas a cabalidad; su descenso hizo vibrar el suelo
de tal manera que el Dominio tuvo que levantar vuelo y el mortal sucumbió,
cayendo estrepitosamente. El lagarto
gruñó ladeando su rostro de un lado a otro; fuerte y estremecedor. Las
escamas de su piel eran
oscuras, negras, pero radiantes hasta el punto que las estrellas mismas
parecían reflejarse en las escamas. Además, su tamaño era demencial; de al
menos dos veces mayor que los lagartos que habían combatido.
Cunningham se levantó; intentó
desenvainar su espada, pero la sola presencia de la bestia impresionaba por lo
que la empuñadura terminó resbalándosele. Se extrañó que no le atacara; de
hecho, desde que aterrizara
no mostraba intenciones hostiles; el dragón inclinó su rostro a un lado para
verlo detenidamente.
Cunningham dio pasos hacia
adelante, con los brazos extendidos.
—¿Por qué no me atacas, maldito
lagarto? ¡Ataca!
Deneb Kaitos descendió y lo agarró del hombro para atajarlo.
Era obvio que aquel dragón no había venido a batallar. Si quisiera, ángel y
humano ya estarían calcinados.
—¡Os habéis arrebatado la vida de
mis hombres! —se apartó del Dominio con un movimiento de hombros—. ¡Mátame y
termina con este juego, dragón!
—No es un dragón cualquiera. Pensaba
que sabrías el nombre de este.
El dragón soltó una pequeña
llamarada desde su nariz; solo el ángel supo interpretarlo como una risa. Una
carcajada corta. Cunningham lo observó detenidamente: además del tamaño, este tenía
una cantidad ingente de cuernos a lo largo de su cabeza y alas; sus ojos, de un
púrpura profundo, eran penetrantes.
—Eres Leviatán.
El dragón emitió un gruñido
similar a un ronroneo.
Año 1368
Wezen cayó sentado sobre una roca
para recuperar aliento. El frío se hacía más presente y dolía solo respirar.
Para el mediodía, una inesperada tormenta de nieve llegó sobre la Cordillera de
Pamir, entorpeciendo y desgastando a los dos ejércitos enfrentándose en el
corredor. Wezen había luchado sin cesar al lado de sus arqueros y la idea de
que las flechas se terminarían antes que los jinetes mongoles se hacía cada vez
más incómoda.
La arquería no le resultaba
físicamente exigente, pero el hecho de que se girase cada momento para
comprobar que no subieran mongoles hasta su posición era inevitable y, sobre
todo, cansador. El miedo estaba allí, por más que ahora había apostado a Zhao y
varios vigías.
Respiró hondo y se repuso. Ordenó
a sus arqueros que cesaran el ataque, que esperasen a que los enemigos se reagrupasen en el corredor.
Luego se dirigió hacia los vigías: era un pequeño escuadrón de solo diez xin
comandados por un movedizo Zhao, que todo lo controlaba como un general.
Wezen silbó para llamarle la
atención.
—Buen trabajo, amigo. Ya no hay
sorpresas de este lado. Cuando me nombren con un alto cargo te nombraré mi
escudero —bromeó.
El budista se retiró el yelmo;
tenía el ceño fruncido.
—¿Y pasar las tardes refrescándote
con abanicos de seda? Pienso retirarme lejos de ti cuando esta batalla termine.
Wezen echó la cabeza hacia atrás y
carcajeó.
—¿Tan pronto? La armadura te
sienta bien.
—Me siento pesado —confesó
sacudiéndose—. Y ciego. Me temo que la tormenta está dificultando la visión de
los vigías.
Wezen se acercó al precipicio y
comprobó que, efectivamente, una densa niebla de nieve se había levantado y no
podía ver más que pocos metros bajo sus pies, cuando tan solo a la mañana
podría ver incluso el lejano suelo; en ese entonces le había causado una suerte
de admiración por los mongoles que escalaron todo ese tramo.
Zhao se acercó a su lado.
—Si hay alguien subiendo, no lo
podemos ver. Y el viento es tan fuerte que se hace imposible oírlos.
El xin hizo un ademán.
—En realidad, son buenas noticias.
La tormenta no la pondría fácil a cualquiera que escale, Zhao. ¿Quién crees que
sería lo suficientemente estúpido para subirla en este momento?
Una estaca atravesó la niebla de
nieve y Wezen la siguió con la mirada. Alguien la lanzó con precisión
endemoniada. Cuando se clavó en la frente de Zhao, entre sus ojos, todo a su
alrededor desapareció repentinamente: La tormenta y la ventisca, los arqueros
charlando a sus alrededores y otros tanto que estaban gritando órdenes. Todo se
había emborronado y lo único que veía claramente era a su amigo cayendo de
espaldas, con un semblante de sorpresa marcada por una línea sangrienta.
Wezen se quedó allí, impávido, con
los ojos fijos en Zhao. Ni
siquiera vio de refilón a un mongol surgir del precipicio para dar un brinco
hacia él. Y se trataba de un guerrero gigantesco, nada más y nada menos, que lo
engullía bajo su sombra. Había más enemigos surgiendo de un lado y otro de la
ladera, pero el xin no tenía ojos para ninguno porque la realidad era difícil
de digerirla.
Ver soldados morir era algo
esperable, algo a lo que se podría preparar, pero ver a un amigo caer así era
una sensación desagradablemente
distinta. Por un instante, se
convirtió en aquel niño indefenso y aterrorizado que una vez fue cuando vio
morir a su madre a mano de los invasores mongoles.
El Orlok rugió su grito de guerra
y estampó a Wezen contra el suelo; la cabeza del xin se estrepitó contra una
roca y rebotó violentamente. El mongol lo creyó muerto, pero debía asegurarse
antes de ir a por los siguientes. Tras él, los mongoles escalaban y gritaban
eufóricos al llegar, levantando sus sables. Al menos una centena escaló los
hielos escarpados. ¡Qué cansados estaban unos y otros, pero era como si al solo
entrar en batalla surgieran renovadas fuerzas!
El mariscal desenfundó su sable y
se la clavó en el corazón del joven xin. Toda la energía que le quedaba a Wezen
le abandonó de un golpe hasta tal punto que no hubo tiempo para cualquier tipo
de pensamiento.
Simplemente, sus ojos se cerraron
mientras la sangre brotaba del pecho.
Año 2333
Leviatán dirigió su mirada a las estrellas y rugió con una fuerza abismal; los
dragones arriba respondieron el grito y lanzaron llamaradas por los aires, sin
dirección aparente. Por un instante el desierto de Bujará brilló con la
intensidad de varios soles. Cunningham volvió a caer al vibrar el suelo, entre
las arenas que repicaban junto con su espada. Era un grito poderoso que erizaba
la piel y lo estremecía en lo más profundo.
Entonces Cunningham vio con pavor
cómo los siete dragones que había derrotado; calcinados unos, erizados de
flechas otros, se levantaban con dificultad, como quien despierta de una noche
de sueños. Unos se sacudían, librándose de las saetas que caían al suelo, otros extendían sus alas y, como
si fuesen camaleones, se desprendían de la piel quemada, revelando unas
renovadas escamas.
Finalmente, los dragones
resucitados se elevaron y se unieron al anillo en el cielo, dejando caer una
lluvia de flechas y pieles quemadas.
Cunningham cayó arrodillado y
perdió el habla de lo sorprendido que estaba; una flecha cayó cerca de él y
repicó sobre la arena; a su alrededor caían otras más, pero ni aún sí quiso levantarse o cubrirse. Como una hormiga
miserable, así se sentía ante la muestra de poderío de aquellos dragones. Se quedó
allí, deseando que Leviatán se apiadara de él y lo matara de una vez.
—¿Son…? ¿Acaso son inmortales?
—No —respondió el ángel.
El comandante miró a un lado,
hacia donde el fallecido dragón plateado había caído. Todavía estaba tumbado y
parecía no haber revivido, pero el hombre se estremeció cuando, de golpe, Nío
abrió sus grandes ojos. Eran amarillos, de color miel; feroces como los de un
lobo y brillantes como estrellas.
—Simplemente, los dragones no
mueren con facilidad.
Y Nío rugió.
Año 1368
Wezen abrió sus ojos y el brillo
amarillento de ellos parecía ser más fuerte, feroces como los de un lobo y
brillantes como estrellas. La cacofonía de gritos y espadazos a su alrededor
volvía oírse paulatinamente, como si recobrase los sentidos. Se tomó el pecho
con la mano temblorosa y sintió la hendidura que dejó la hoja del sable a
través de su armadura. Sentía también la sangre entre los dedos. Estaba
convencido de que había muerto. De que aquel gigantesco mongol le había hundido
su sable en el corazón. Pero su corazón latía. Y latía fuerte.
“Como aquella vez”, pensó el
guerrero mirando el cielo azul. “Como aquella vez que morí ahogado en ese
charco de barro y Xue creyó que fue una maldita broma de mi parte…”.
Se sentía tan vivo. Fuerte como
nunca antes que daban ganas de rugir. Había un fuego en el pecho que ardía con
la intensidad del sol. Se repuso y apretó los puños porque, más allá del
extraño suceso de su resurrección, había algo que el joven dragón xin no podía
quitarse de la cabeza.
“Zhao”.
Tenía que vengarse de alguna
manera; pero oyó una flecha silbando sobre su cabeza.
Cerca de Wezen, el Orlok se
tambaleó cuando sintió algo punzante clavarse en su cintura. Del dolor soltó su
arma y se sentó sobre una rodilla; buscó con la mirada al culpable. Era difícil
pillarlo debido a que los xin habían llegado para defender su posición; les
parecían idénticos en esas
armaduras negras. Pero sonrió cuando lo vio.
Mijaíl sostenía un arco tensado y
dedicándole una mirada feroz; el ruso lanzó su arma al suelo y desenfundó su shaska. Brillaba como un haz de luz. Tenía miedo; más que nunca
en su vida, pero con su maestro había aprendido a aparentar, a esconder sus
emociones tras una máscara indescifrable. Fueron tres meses duros en Persia y
sentía que había cambiado; ya no era ese joven temeroso que, una vez, ante la
caballería mongola, se arrodilló para orar y cerrar los ojos.
El Orlok se arrancó la flecha y
empujó a un par de soldados xin para llegar hasta él; no había momento para
otros. Le propinó un sablazo como saludo, de arriba abajo, pero el joven era
ágil vestido con aquella chilaba y dio un salto hacia atrás; levantó espada con
ambas manos e intentó encajarle la hoja en un brazo, pero el Orlok se escudó
con su propia espada; Mijaíl intentó ejercer presión, aunque el mongol era una
auténtica bestia que no cedía a ninguna fuerza.
El mariscal dio un empujón y la shaska cayó al suelo; pateó el estómago del desarmado ruso, quien se
desparramó sobre la nieve con el aire abandonando sus pulmones de un golpe.
Estaba mareado y desorientado; apretó la nieve en su puño. Jamás volvería a
tener una oportunidad como aquella, pensó, de vengar la muerte de Wang Yao y
librar a Nóvgorod de aquella temida bestia. Por su hermano, se dijo, no debía
terminar allí.
El mongol cayó arrodillado cuando
sintió una patada a un lado de su rodilla. Miró de reojo y vio un fulgor
plateado presto a cercenarle el cuello, pero bloqueó elevando su antebrazo; la armadura de gruesas escamas evitó
que la hoja se hundiera mucho; apenas llegó hasta la piel.
Era Wezen. El xin estaba furioso;
deseaba vengarse de la muerte de Zhao y no entraba en razón. Normalmente debía
dirigir las defensas, darle prioridad a los arqueros y mantenerse calmo ante el ataque sorpresa, pero realmente no estaba por la labor y
eso se percibía a su alrededor; todo estaba descontrolado, los xin y mongoles se arrojaban unos contra
otros sin orden y como auténticos animales.
El Orlok se sintió aterrorizado
cuando se vio observado por esos ojos amarillos del dragón xin. Pero, ¿no le
había clavado su sable en el corazón? Se preguntó qué clase de magia chamánica
pudo haberlo revivido, pero no había mucho tiempo para pensar en ello. Dio un
tirón de su brazo y la espada del xin cayó repiqueteando al suelo. Luego envió
un puñetazo al estómago del joven y, al encorvarse de dolor, enganchó otro en
su rostro, de abajo arriba, que lo hizo caer despatarrado.
El mariscal recogió su gigantesco sable pare eliminarlo de nuevo;
esta vez no resucitaría. Elevó
el arma. Wezen, desde el suelo, lo vio y se sintió sobrecogido. Agarró un
puñado de nieve y pretendió lanzárselo a la cara, pero desencajó la mandíbula
cuando notó una fina y radiante hoja de acero surgiendo del pecho del Orlok, rociándole gotas de sangre
a su rostro y armadura.
El mariscal cayó arrodillado
emitiendo un fuerte jadeo de dolor, incapaz de pronunciar palabra alguna entre
la sorpresa y la evidente derrota. Entonces Wezen lo vio, detrás del mongol, al
custodio ruso. “¡Por Nóvgorod!”, rugió el joven. Luego recuperó su espada de un
tirón; “¡Y por Yang Wao!”; propinó un potente espadazo horizontal y la cabeza
del Orlok llegó rodando hasta los pies de un sorprendido Wezen.
Mijaíl clavó su espada en la nieve
y se sostuvo de las rodillas, tratando de recuperar la respiración y controlar
el temblor de sus manos. A su alrededor, los aguerridos xin terminaban de
despachar a los últimos infiltrados, que parecían haber perdido el deseo de
luchar al verle caer a su Orlok. El ruso se fijó en Wezen; aún no lo conocía,
pero ya lo había visto comandando a los arqueros. Notó sus llamativos ojos
amarillos. Le asintió, estrechándole la mano para ayudarlo a levantar.
Wezen frunció el ceño y apartó la
cortesía de un manotazo. Se repuso él solo y con evidente enfado. No podía
creer que Zhao había muerto. Y no solo eso: ni siquiera pudo vengarlo; el
occidental le robó la oportunidad; lo vio con la mirada feroz; Mijaíl no
entendía. El xin envió un potente puñetazo a su estómago y luego una patada a
los pies que hizo al escolta ruso caer encogido de dolor.
El dragón xin escupió al suelo.
—¿Quieres que te ría la gracia?
Esta batalla le pertenece a los xin.
IV.
Año
2332
Cunningham seguía arrodillado y
deseaba que Leviatán lo eliminara de una vez; pero, para su infortunio, el
mariscal de los dragones le dedicó un largo gruñido; como un ronroneo, para
luego elevarse y unirse a los suyos, levantando en su vuelo una gigantesca nube
de arena que causó toses al peculiar dúo de guerreros.
—Te lo advertí —dijo Deneb Kaitos,
carraspeando—. No teníais oportunidad desde un principio. Ahora ya sabes por
qué hasta los hacedores detestaban a los dragones que ellos mismos crearon. Solo
la Serafina Irisiel y su legión de arqueros pudieron exterminarlos, aunque para
ello tuvieron que recurrir…
—Cállate —hizo un ademán
desganado—. Solo cállate.
—No. Esto debes oírlo. Leviatán te
reconoce y por ello te deja vivo. Hace milenios, Lucifer dijo que solo se gana
el respeto y la lealtad de los dragones a base de fuerza y ferocidad. Tú le has
demostrado ser lo que ya te dije en incontables ocasiones. Eres un gran guerrero.
Incluso los dragones te reconocen.
Deneb Kaitos no consiguió animar
al ensimismado joven; eso sí, notó de refilón a alguien detrás de ellos; vio un
fulgor plateado dirigiéndose hacia el comandante y no dudó en desenvainar su
espada para impedir que alguien lo lastimase. Consiguió interceptar el
espadazo, pero enarcó ambas cejas al ver cómo la hoja de su arma legendaria se
resquebrajó para luego reventar en cientos de pedazos.
Vio de reojo a la atacante: era la
mortal, aquella a la que Cunningham llamaba “Capitana Moreira”. Se había
olvidado por completo de ella; la pensaba muerta por los soldados del Norte.
Era obvio que había venido a vengarse por sus propios soldados caídos. Intentó
darle un puñetazo para que se alejara, aun sabiendo que ella podría morir
debido a su fuerza angelical. No obstante, otro ángel plateado descendió entre
ambos y pateó el pecho de Deneb Kaitos para apartarlo.
Quedaron observándose ambos
Dominios, Deneb Kaitos y Fomalhaut, cada uno protegiendo a su propio mortal. De
momento, los dragones no hacían más que observarlos desde la altura.
Deneb Kaitos miró la empuñadura de
su espada rota; extrañaría esa hoja con la que libró grandes batalles hacía milenios. La lanzó a un lado y se fijó
en la mujer; ahora comprendía por qué su arma se había resquebrajado al
contacto con la hoja enemiga: ella portaba la espada zigzagueante del Arcángel
Miguel.
—¿Nari-il?
Fomalhaut asintió. Deneb Kaitos se fijó en la mujer.
—Ofrezco mis disculpas. Pero mi
orden es proteger a este hombre.
Ámbar se adelantó marcando un tajo en la arena para
recalcarle al ángel que ella era la portadora de aquel estandarte. No estaba
orgullosa de tener que restregar de esa manera su nuevo cargo, pero estaba
furiosa y deseaba cuanto antes asesinar a Cunningham; sabía que liquidarlo no
le devolvería a Alonzo Raccheli y todos sus soldados, pero ¡qué bien se
sentiría clavarle la hoja en su corazón! Ni siquiera se interesó el motivo por
el cual el comandante seguía allí, de espaldas a ella y de rodillas, viendo a
esos dragones como si ya no le importase vivir.
—Bien —dijo ella—. Como portadora de la espada, ¿entiendo que ahora estás bajo mis órdenes?
Deneb Kaitos asintió.
—Entonces hazte a un lado, ángel.
El Dominio apretó los labios.
Desde luego, esa mujer era una superior y debía acatar. Pero el solo pensar en
permitir que ella acabase la vida de Cunningham lo superaba; se sorprendió de
sí mismo; jamás pensó que llegaría a tener un tipo de lazo así con un humano,
un humano bastante peculiar y hostil como él. Pero, a la vez, tenía sentido.
Cunningham era un mortal que lo maravilló hasta el punto de sentir admiración. Tal
vez sentía “un algo” más que le costaba discernir. Pero era algo agradable y
concluyó que no podía haber algo malo en ello.
Miró a la mujer.
—No.
—Déjale hacer lo que quiere —dijo
un desganado Cunningham—. Aquí ya no tengo nada que hacer. Si quiere su
venganza, adelante. ¿Qué más da? Hemos fracasado. No he tenido la más mínima
oportunidad de cazarlos. Tú no conseguiste pactar una alianza con ellos. Así
que hazlo, véngate. Al final, Moreira, eres como yo.
—¡No me compares contigo,
maniático!
Ámbar calló cuando notó el
contorno gigantesco de una sombra sobre ellos; Leviatán había vuelto a bajar
del cielo; tan rápido que, de un solo movimiento, agarró con sus patas traseras
a los dos ángeles plateados, apretando hasta hacerlos crujir y luego lanzándolos a cada uno en distintas
direcciones del horizonte. Se impulsó y aterrizó detrás de Ámbar, quien se giró
con los ojos abiertos tanto era posible.
Se le hizo evidente que el mariscal dragontino había venido a
cumplir su promesa de cebarse con ella de última. Pero, si Ámbar iba a morir,
al menos se llevaría la vida de Cunningham. Quiso girarse y correr a por él,
pero el dragón abrió la boca y arrojó su aliento infernal. La mujer se encogió,
escudándose con la espada zigzagueante en un acto reflejo. Temblaba
demencialmente, pero no era ella; era el arma.
Levantó la mirada y, del susto,
casi se le resbaló la empuñadura: Leviatán había disparado su aliento de fuego,
pero la filosa hoja del Arcángel lo absorbía por completo. Las llamas brotaban
sin cesar de la boca del lagarto, abundante y caótica, pero en un punto todo se
reducía y finalmente terminaba siendo capturado por la espada, como un agujero negro tragándose todo
atisbo de luz a su alrededor.
Finalmente, Leviatán cesó el
ataque y retrocedió, rondándola como un tigre. Ámbar se repuso sin saber dónde
mirar; o a su espada o al cada vez más enfurecido dragón. Por primera vez en
cientos de años, una línea de fuego rodeaba la hoja zigzagueante. Se había
vuelto flamígera como en las leyendas.
El dragón volvió al asalto, ladeó
su cuerpo y, encorvando su larga cola, envió un latigazo hacia la mujer; Ámbar
intentó escudarse de nuevo con la espada flamígera, pero no surtió efecto, si
es que esperaba alguno. Salió disparada y voló una decena de metros para caer
estrepitosamente sobre una duna. Estaba mareada; intentó levantarse, pero
sintió un dolor punzante bajo
su pecho; dos, tal vez tres costillas se habían roto.
Leviatán levantó vuelo y, ahora
sí, retrajo su cuello para tomar impulso y enviar una bocanada de fuego más
fuerte que la anterior.
El dragón cayó inesperadamente al
suelo emitiendo un fuerte jadeo de dolor. Ámbar se sentó sobre la duna; las sorpresas no paraban de venir,
pensó, y ya era hora de que alguna buena tuviera a su favor. Porque notó
aquello; un ángel había
atravesado el cielo y consiguió conectarle un puñetazo a la cabeza de
Leviatán, tan fuerte que consiguió tumbarlo. No era, además, un “pichón” cualquiera.
Era el mariscal de los ángeles.
El Serafín Durandal descendió
lentamente sobre otra duna, sacudiendo su mano derecha. El dragón tenía un
cráneo y una piel dura; él no tenía la fuerza del Serafín Rigel, pero el hábil
espadachín tenía también recursos en su puño. Su legión de casi diez mil ángeles también descendió de los
cielos, tras él, mirando atentamente a los innumerables dragones arriba.
Al ver a su líder herido y
atacado, las bestias abandonaron los anillos circulares que trazaban y bajaron
a los alrededores, sobre las demás dunas. Gruñidos aquí y allá en tanto
Leviatán sacudía su cabeza, reponiéndose y buscando al culpable de la
interrupción.
Entonces se tenían el uno frente
al otro; auténticos seres legendarios e inmortales; dragones y ángeles, otrora
aliados como los jinetes con su caballería, posteriormente enemistados tras la
rebelión de Lucifer contra los dioses. La brecha entre ambos parecía insalvable;
los lagartos los detestaban.
Leviatán rugió al ver al
Serafín; la túnica del ángel y sus alas flamearon con fuerza al llegarle el
mensaje en forma de una gran ventisca; fue un insulto en lengua dragontina. Durandal
no se inmutó ni siquiera al percibir el grotesco aliento.
—¿Quieres que te ría la gracia?
—ironizó el Serafín—. Yo en tu lugar cuidaría mis palabras. Si caíste una vez,
volverás a caer.
El dragón no pretendía dejarlo
pasar; iba a engullir al ángel entre sus llamas, pero dio un respingo cuando
oyó una familiar voz femenina surgir de algún lado del desierto.
—¡Basta ya! ¡Ambos!
Miró un lado y otro tratando de
ubicar el origen. Luego la vio por fin, bajando una duna en su
lado izquierdo. El dragón se acomodó. Ya amanecía y el cielo aclarándose
facilitó que reconociera a la hembra alada de larga cabellera dorada. Leviatán
era una bestia inteligente con una memoria sin parangón. Aunque era cierto que
le costaba asimilar que justamente “ella” estuviera allí.
La maestra de cánticos, Zadekiel,
llegó finalmente frente a la bestia, sujetándose de sus rodillas para recuperar
aliento. La hembra no tenía el estado físico de los ángeles guerreros y haber
atravesado medio mundo para llegar hasta el Mar Radiante fue una auténtica
tortura. En dos ocasiones tuvo que agarrarse de otros ángeles pues ya no podía
aletear más.
—No has… cambiado un ápice —dijo
ella con la respiración agitada—. ¿Me recuerdas?
El dragón emitió un par de
ronroneos, abriendo la boca ligeramente. ¿Cómo iba a olvidarla? El único ángel
a quien Leviatán respetó fue
Lucifer. Porque solo él lo convenció de ser parte de una guerra contra los hacedores. Los historiadores de los
Campos Elíseos habían escrito que la guerra celestial se inició porque el ángel
caído sintió celos del poderío de los dioses, pero solo Leviatán y unos pocos
comprendían la verdad: El primer ángel que desafió a los hacedores, lo hizo por
amor.
Leviatán reconocía a Lucifer. De
la misma manera que reconocía
a la razón por la cual libró la guerra: su amante. El dragón cerró los ojos y
gruñó en tono juguetón.
Zadekiel enrojeció de furia. Se
palpó el vientre y luego miró su cintura.
—No estoy gorda.
Leviatán dejó escapar un par de
cortas llamaradas desde su nariz.
—Y tú sí que sí, gordo y gruñón
—dijo en tono musical, agitando las alas—. ¡El gran Leviatán, perezoso y
tostón!
Tras el líder dragontino, cientos
de dragones expulsaron más flamas de fuego al aire. Todos reconocían a la
amante de Lucifer, su voz armoniosa y actuar carismático. Zadekiel se acercó a
la bestia y acarició su boca, los pequeños cuernos que nacían en los
alrededores y finalmente mimó la frente. Leviatán se retorcía de gusto. Muchos dragones extendieron las alas y amagaron
ir junto con ella para recibir las caricias; la extrañaban.
Era verdad que la hembra no
deseaba verlos; le recordaban su primer y legendario romance. Al tocar a
Leviatán rememoró aquella
primera vez que Lucifer la llevó, en una noche, de paseo sobre su lomo, tocando
las nubes y acariciando las estrellas. Todo era tan hermoso como doloroso de
recordar. Sin embargo, había que confrontarlos porque ahora un enemigo
amenazaba en las sombras. Había que ver a los dragones y recordar no solo su
pasado como amante, sino de recordar el motivo por el cual Lucifer se alzó
contra los hacedores.
Era un motivo por el cual valía la
pena, se dijo finalmente: ser parte de una guerra para librarse de las cadenas
que en ese entonces los dioses les tenían echadas, las mismas que ahora el
Segador parecía manejarlas.
—Por mí, ponedle fin a vuestras
diferencias y recordad aquella razón por la que luchasteis al lado de Lucifer. Te
necesito. Os necesitamos.
Zadekiel hizo un ademán torpe hacia
atrás, hacia los ángeles de Durandal.
Muchos guerreros encorvaron las alas y otros hicieron
muecas, pero sabían que no les quedaba mucha opción. Al final, todos
procedieron a arrodillarse allí frente a los dragones. Eran unas disculpas por
la guerra, milenios atrás, librada entre ambas razas por orden de los hacedores.
Durandal tardó en hacerlo, pero bastó una mirada fulminante de Zadekiel para
que este procediera a rendirle disculpas y respeto a todas las bestias aladas.
El dragón vio el gesto de la
legión de ángeles; no lo dudó; levantó la cabeza y, rampante, extendió sus
alas. Se elevó en el cielo, gruñendo en un tono largo y tendido, dejando a
Zadekiel tosiendo por la arena levantada. Sus dragones correspondieron y
también levantaron vuelo, cruzando de un lado a otro en cielo celeste y ahora enjambrado.
Sobre otra duna, Ámbar se sentó tomándose
el vientre con un brazo. Dolía horrores. Retiró una jeringa de su cinturón y la
inyectó en su pierna, esperando que pronto pasara el dolor. Fomalhaut, con una
línea sanguinolenta cruzándole la pechera de su túnica, también se sentó a su
lado; la mujer echó una mirada a la herida del ángel.
—¿Estás bien?
El Dominio levantó sus alas y las
sacudió con suavidad.
—Lo suficientemente bien para
levantar vuelo.
—Soy la peor “Nari-il” que habéis
tenido, ¿no es así?
—Los últimos destruyeron este
reino. Así que lo estás
haciendo bien.
Ámbar se inclinó y procedió a inyectarle la jeringa esperando
aplacarle cualquier dolor, aunque
enarcó una ceja cuando la aguja se rompió al contacto con la piel del
Dominio. La lanzó a un lado y suspiró largo. Se sentía la culpable del desastre
y fracaso de su misión. Si Raccheli estuviera vivo, pensó, de seguro la estaría
regañando por no haber traído más ángeles. “Y luego me hubiera chantajeado por
una cita”, pensó apretando los labios.
—Por favor —dijo ella—. Dime que esos
gruñidos son algo bueno.
—Lo son. Leviatán ha dicho que,
los que quieran seguirnos, que nos sigan. No creo que todos lo hagan, pero
parece que muchos aceptarán ser nuestros aliados.
Ambos levantaron la mirada y
observaron el majestuoso y a la vez temible espectáculo del cielo atiborrado de
dragones y otros tantos que hacían vuelos rasantes sobre los ángeles
arrodillados, como si estuvieran inseguros de ayudarlos y necesitaran comprobar
las disculpas de cerca. O tal vez solo se deleitasen de ver a sus jinetes
humillándose; después de todo eran bestias orgullosas.
Al menos se había conseguido el
objetivo; los dragones serían la esperada caballería de los ángeles y se
esperaba que con su sola presencia bastara para intimidar y detener la
inminente invasión del Hemisferio Norte a la nación china; pero también había otra
guerra en ciernes; una la guerra de la que los ángeles consideraban la
principal y más peligrosa; aquella que debían librar contra el oscuro Segador y
su ejército de millones de espectros.
Ámbar se recostó por el ángel
plateado y cerró los ojos.
—Creo que he visto a tu amigo. El
dragón albino.
—Nío —asintió.
—Tiene unos bonitos ojos
amarillos. Me recuerdan las estrellas.
V.
Año 1368
Los rayos del sol del atardecer
trazaban líneas doradas sobre el Corredor de Wakhan; la tormenta se disipaba y los
vigías repartían un mensaje entonando los cuernos con notas largas. En las
laderas ya sabían la noticia porque tenían una excelente panorámica del valle
donde acamparon los mongoles; los enemigos se retiraban y el campamento ya se
había desarmado. La tormenta, la protección natural del paso y la férrea
defensa que montaron los xin había rendido sus frutos.
Una centena de jóvenes guerreros
entraron al corredor para recorrer un auténtico mar de cadáveres, recogiendo
flechas y armas; en su mayoría eran mongoles, aunque también había soldados de
los suyos que, para el anochecer, deberían estar completamente envueltos en
telas blancas para luego ser cargados en carromatos, de vuelta a Xin para ser
enterrados.
Era un clima extraño allí, entre
la algarabía de haber ganado una batalla y el pesar por los hermanos caídos.
Mijaíl caminaba bajo la sombra del
estrecho corredor, tirando de las riendas del caballo del embajador. Trataba de
no mirar demasiado hacia los cadáveres; temía a los muertos y no deseaba
rememorar imágenes similares que había visto en Nóvgorod. Guiados por un
apático Wezen, se dirigían al campamento principal donde el comandante de la
legión xin aguardaba.
Wezen se tocaba de vez en cuando
la pechera agujereada y aún húmeda de sangre. Él había muerto, estaba
convencido de ello, y pensar que había resucitado con fuerzas renovadas era una
situación imposible de explicar. Si Zhao estuviera vivo, pensó lamentándose,
tal vez le hubiera ayudado a dilucidar el misterio que rodeaba su extraña
situación.
Luego vio al comandante Syaoran
salir de la tienda principal del campamento, vigoroso en sus movimientos y con
una mueca de felicidad en el rostro. Llevaba bajo su brazo su propio yelmo de
penacho rojo. Y es que había razones para estar contento: no todos los días se
conseguía la rendición de los mongoles; fue una demostración de poderío bélico y
astucia.
Wezen espabiló.
—Mi comandante —reverenció—.
Confío en que los mensajeros lo hayan avisado. Además de los mongoles, también
llegó el embajador junto con su escolta. Estaban pisándole los talones, por lo
que decidí llevarlo arriba en las laderas durante el asedio.
Syaoran se frotó el mentón y miró
al anciano.
—El embajador, sí. ¿Planea quedarse
en Xin unos días o irá directo a Koryo? —preguntó con una sonrisa de lado;
estaba de buen humor—. Es un camino largo, mi señor. La Sociedad del Loto
Blanco le ofrece hospitalidad, si le interesa.
—Déjate de vueltas —interrumpió el
anciano haciendo un ademán—. Te ves bien, Syaoran. Os felicito por vuestra
victoria. Que recorra todos los rincones del reino Xin y sirva como aviso a los
invasores. Permíteme decirte que doce años son demasiados. He olvidado rostros
y sobre todo mi reino; me gustaría recuperar los recuerdos.
Syaoran asintió y procedió a arrodillarse
frente al hombre; posó la frente en el suelo. Wezen fue el primero en fruncir
el ceño ante aquel acto de sumisión. Los soldados alrededor dejaron sus
quehaceres, cargando flechas y espadas, y también lo miraron con perplejidad.
Murmullos surgieron aquí y allá.
El comandante echó la mirada hacia
atrás y rugió:
—¿Qué hacéis, perros? ¡Arrodillaos
todos! ¡Estamos en presencia del venido de las estrellas! ¡Nuestro emperador!
Mijaíl dio un respingo y miró al
sonriente anciano. No podía ser verdad lo que acabó de oír; dominaba la lengua xin,
pero algo se le pudo haber escapado. Se rascó la frente:
“¿Emperador, ha dicho?”.
Wezen desencajó la mandíbula
mientras los soldados procedían a soltar lo que tenían en manos para arrodillarse
abruptamente. Otros, incrédulos aún, miraban a su comandante y aquel anciano
intermitentemente. Era como si todo cobrase sentido por un instante; que un
ejército tan grande viajara por toda Xin hasta el encuentro de aquel supuesto
embajador. De alguna manera muchos sabían que no era un simple hombre con quien
debían encontrarse, simplemente no esperaban que fuera tan especial.
Syaoran se irguió y levantó su
casco con una mano; el penacho rojo flameaba con fuerza. Sonrió porque por fin
el “Hijo de las estrellas” estaba con ellos; había regresado para unir los
pueblos de Xin y liderar la expulsión de los terribles invasores que aún
rondaban en su amada tierra.
—¡Wu huang wangsui!
Mijaíl achinó los ojos; a ver si
estaba malinterpretando algo, pensó, porque los xin eran rápidos hablando. No
era posible que él estuviera compartiendo tres meses con un hombre que,
realmente, podría ser uno de los más poderosos de todos los reinos. Si es que
hasta habían meado juntos a orillas del río Kabul, compitiendo por quién
llegaba más lejos.
—¿Eres el emperador de Xin? ¿Lo de
ser un embajador de Koryo fue…?
Sintió un golpe por detrás, en las
rodillas, y cayó al suelo.
—¡De rodillas ante nuestro
emperador, extranjero!
Era Wezen quien, inmediatamente,
también se postró a su lado. El joven xin estaba tan o más sorprendido de la
situación, pero se adaptó rápido. De haberlo sabido, hubiera sido más atento y
servicial con el anciano, pensó cerrando los ojos y meneando la cabeza.
—¡Wu huang wangsui! —gritó otro soldado con su sable elevado.
El grito se contagió de un lado a
otro; luego retumbaba con fuerza por las paredes del paso de Wakhan dando la
impresión de que eran millones quienes celebraban el retorno de su emperador.
“¡Diez mil años para el emperador, diez mil años para el emperador!”. Los que
estaban arriba en las laderas aún no entendían, pero les parecía llamativa la
vista de los cientos de sables levantándose a lo largo del corredor; era como
una gigantesca y larga piel de puercoespín.
El emperador se tomó la pechera de
su túnica, maravillado y emocionado hasta que los ojos le ardieron. El griterío
se había convertido en una seguidilla enérgica de “¡Diez mil, diez mil, diez
mil!”. Y era como si su caballo, inquieto, también se emocionara. Se giraba
sobre sí mismo, como mostrándoles a todos al hombre venido de las estrellas. El
anciano elevó la mano; habían acabado doce años lejos de la nación que amaba, ocultándose
en el anonimato para evitar la persecución mongola que amenazaba con
eliminarlo.
Ahora, había que recuperar su
hogar.
Se fijó en Mijaíl, de rodillas a
un lado. Había sido testigo de la evolución del ruso a lo largo de aquellos
tres meses. Jamás pensó que ese pedante, irreverente y enamoradizo soldado
llegaría a establecer una amistad fuerte con él. Sentía que, a su lado, aún
había una gran historia que vivir. Le habló, aunque el griterío era
ensordecedor por lo que el ruso tuvo que esforzarse para entenderlo.
—¡He dicho que te quiero a mi
lado, Schénnikov!
El joven se repuso admirando el
animado festejo. Volver sobre sus pasos a las hostiles tierras de Persia no era
una idea demasiado tentadora. En cambio, servir como custodio de un emperador le
seducía más de lo que habría imaginado. Además, con el Orlok muerto, Nóvgorod y
su hermano podían esperar tranquilos.
Reverenció.
—Siempre y cuando no haya otros secretos
entre nosotros, mi señor —bromeó.
VI.
Año
2332
El Dominio Deneb Kaitos abrió los ojos, pero tuvo que entrecerrarlos debido
al fuerte sol sobre él. Estaba herido y sentía punzadas en el cuerpo, en las
zonas donde Leviatán le había clavado sus pezuñas al arrojarlo por el horizonte,
por lo que prefirió no moverse. No obstante, percibía una brisa cálida y notó
que estaba en movimiento.
Al espabilar, notó que alguien lo estaba cargando.
—Cunningham —dijo él.
El comandante avanzaba lentamente a través del desierto, marcando sus
pesados pasos en la arena. El camino hasta el campamento principal apostado en
las afueras del Mar Radiante sería largo y tortuoso. Sobre todo, en compañía de
Deneb Kaitos, concluyó el hombre. Al menos el ángel era liviano y no le
importaba llevarlo en sus brazos.
—Cállate.
—Pensaba que luego de la misión me desafiarías a un duelo…
El ángel cayó estrepitosamente sobre la arena. Apretó los dientes como
único gesto de dolor. Se repuso lentamente, sacudiendo sus alas, y vio al
comandante alejándose y elevando una mano:
—Si ya tienes fuerzas para hablar, tienes fuerzas para caminar.
Cunningham solo deseaba salir del Mar Radiante. Lo que le tocase más
adelante; llámese castigo o el confrontar su propio fracaso, lo haría más
adelante. Tan absorto estaba en sus pensamientos que no notó al gigantesco
Leviatán a un costado del camino, tendido sobre una duna y mirándolo fijamente.
El comandante no supo cómo reaccionar. Leviatán era el culpable directo de
la masacre de su escuadrón de Caza Dragones. Era verlo y recordar a muchos de
sus soldados. Imágenes fuertes, de hombres calcinados en mares de fuego. Pero,
¿podría culparlo? Después de todo él había entrado al Mar Radiante para cazarlo
a él y sus congéneres.
El mariscal dragontino alargó el cuello y agachó la cabeza hasta posarla en
el suelo. Cunningham, sin dejar de mirarlo, consultó con Deneb Kaitos.
—¿Quieres traducírmelo?
—¿Hace falta? Desea que montes sobre su lomo. Te sacará de este
lugar. Solo Lucifer montó a Leviatán
a lo largo de la… —vio que
Cunningham caminó hacia el dragón, no sin antes dedicarle a él un enérgico
ademán—. ¿Qué? ¿Quieres que
me calle?
El joven se acercó hasta Leviatán. Miró sus brillantes ojos purpúreos; Cunningham
estaba inseguro, pero en la mirada que intercambiaron hubo algo que lo
tranquilizó. Sujetándose de los gruesos cuernos de la cabeza, dio un enérgico salto
y montó sobre su lomo. Se acomodó; parecía un lugar seguro. Sonrió. Era un
sitio cómodo, de hecho. Como hecho para él. Se inclinó sobre la cabeza de
Leviatán y miró a Deneb Kaitos. Ya se sentía en confianza con el dragón.
—Plumero, tú te negaste a obedecer a tu superior, ¿no es así? A
esa mujer con la espada zigzagueante...
—Ella quería asesinarte.
—Corrígeme si me equivoco. No creo que ahora te reciban con los brazos
abiertos. Eres un traidor de tu legión.
Deneb Kaitos calló y dobló las puntas de sus alas. Cunningham ahogó una
risa; era la primera vez que conseguía enmudecerle. El ángel le pareció
abruptamente adorable así de incómodo, por lo que palmeó el lomo del dragón.
—No quiero que me malinterpretes.
Un día de estos te mataré, pájaro montés. Pero algo me dice que, a tu lado,
algo grande espera. Solo que no sé si es algo bueno o malo. Averigüémoslo, Deneb Kaitos. Monta conmigo.
Y el ángel sonrió.
Continuará en el capítulo
diez y final, “Golpeando las puertas del cielo”.
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