Octavo Capítulo. La ciudad de Kabul fue testigo de un sangriento duelo a muerte. Y en los albores de una nueva época, cientos de dragones bajaron de las estrellas.
I.
Año
2332
Durante las oscuras noches en el
desierto de Bujará reinaba un silencio absoluto, tanto que parecía posible escuchar
rugidos de dragones, en la lejanía, mezclándose con la brisa, aunque muchos creían
que aquello era más bien imaginaciones de los que se adentraban en las
profundidades del Mar Radiante, de por sí un lugar que acrecentaba la tensión y
el nerviosismo.
El comandante Albion Cunningham se sentó en la cima de una duna y,
viendo las estrellas, echó a suspirar; eran mucho más brillantes en el desierto
que desde cualquiera de las urbes del Hemisferio Norte y la supernova
Betelgeuse incluso destacaba más que una luna llena. El hombre de mayor rango
en el ejército de Reykō estaba preocupado. No esperaba que el ángel que rastreaba
a los dragones les guiara hasta el Mar Radiante. Perdían mucho sin la
tecnología de su lado, pero incluso así se sentían con la suficiente confianza
de que volverían victoriosos.
El futuro de la humanidad dependía
de ellos y no podían retroceder.
Otra brisa levantó una fina capa
de arena a su alrededor y el hombre escupió a un lado. Le hartaba que la arena
se colara en su uniforme y hasta en su boca; con una armadura EXO todo sería
más sencillo. Dio un trago de agua de su cantimplora mientras, de refilón, notó
a Deneb Kaitos descendiendo cerca de él.
La sola presencia del ángel lo
irritó más; Cunningham tenía a mil hombres en su operativo, todos bien entrenados
en el sigilo y camuflados para pasar desapercibidos en el desierto, pero allí
estaba el ser celestial, llamativo con su radiante túnica y alas plateadas,
toda una invitación de almuerzo para los dragones. “Maldito pajarraco”, pensó
dando otro trago, “debí exigirle una túnica con camuflaje...”.
—Cunningham —saludó el ángel.
—Deja de aletear cerca de mí, plumífero,
levantas la arena.
—Los dragones no están muy lejos —continuó
sin hacerle caso—. Y, sin embargo, creo que tienes la cabeza en otro sitio.
El mortal ni siquiera lo miró.
—No hables sin mi permiso.
—Tienes una gran verga, Cunningham.
El hombre lo fulminó con la mirada
y se repuso completamente enrojecido. Deneb Kaitos sonreía; en verdad que el
ángel poseía una sinceridad arrolladora que empeoraba con su poca desenvoltura
social. El mortal escupió nuevamente al suelo.
—No vuelvas a mencionarlo.
—Lo digo con sinceridad. Cuando tú
comandas se siente algo que solo sentí con los Serafines. Eres un hombre que haría
fácilmente que los demás lo siguieran tras su estela. Veo a mil guerreros siguiéndote
y me maravillo. Eres un gran mortal, Cunningham. Tu compañía me resulta
agradable, lo confieso.
—Oh, cállate…
Desenfundó su pistola de impulsos
plásmidos y disparó a la cabeza del ángel. Apretó los dientes cuando notó que
su arma no funcionaba; se había olvidado que estaban en el Mar Radiante. De
todos modos, ya había disparado en un par de ocasiones a Deneb Kaitos y nunca
consiguió herirlo, ya ni decir matarlo. Lanzó la pistola, que fue cayendo por
la duna.
—Dices que seguirías mi estela y
sin embargo no eres capaz de cumplir una simple orden. Vete a tomar por viento y
déjame en paz.
—No me malinterpretes. Seguiría tu
comando. Pero, ahora mismo, solo sigo órdenes de vuestra señora.
—¿También te ordenó sacarme de mis
cabales?
Cunningham miró de reojo las
tiendas agrupadas en el campamento, agrupadas entre las dunas. Las antorchas
arrojaban un parpadeante destello amarillento y por un momento sonrió pensando
que se encontraban en la Edad Media, con arcos y espadas en vez de rifles y
equipamientos tecnológicos.
—Pero no creas que llegar hasta
aquí me resultó fácil. Tengo el puesto por preferencia de Reykō, no es ningún
misterio. Muchos de los soldados son mayores que yo y al principio les frustraba
estar bajo mis órdenes.
—Soy diez mil años más mayor que
tú. No me siento frustrado al seguirte.
—¿A qué viene todo esto?
—Moriréis todos. Con vuestra
tecnología o sin ella, los dragones os harán trizas.
Cunningham ahogó una risa.
—Ya veo que te gusta la idea.
El ángel meneó la cabeza.
—No me agrada la idea de que un
gran hombre como tú termine en el estómago de un dragón.
—No te preocupes. No terminaré en
el estómago de ninguna bestia. Las mataré a todas, Leviatán incluido. Y luego
serán los ángeles los siguientes.
El comandante agarró la empuñadura
de su espada, sujeta en su espalda mediante correas. La desenvainó; era
radiante bajo la luz de las estrellas. La clavó enérgicamente en la arena,
frente a un inexpresivo Deneb Kaitos.
—Recuerda que tú serás el primero
en caer, pajarraco.
—Si con eso consigues tranquilizar
tu dolor, me ofreceré. Pero primero la misión.
Cunningham se mantuvo allí, de pie
y pensativo ante el ofrecimiento del ángel. “¿Lo dijo en serio?”, pensó dudoso.
Desclavó la espada.
—No tendría gracia matarte si te
ofreces.
—Nunca hay gracia en la muerte,
Cunningham.
El mortal suspiró. Enfundó la
espada, un acto que el ángel comprendió como una apertura inesperada. Un momentáneo
cese de las hostilidades verbales. Cunningham, aunque no lo admitiera, se
sentía inesperadamente cómodo conversando con el ángel. Era como si el descaro
de Deneb Kaitos le hiciera olvidar toda la tensión que implicaba la caza de los
dragones.
—¿Temes a los dragones, saco de
plumas?
—No confundas mi respeto por
miedo. ¿Sabes acaso por qué fueron creados?
—Para dar por culo.
Deneb Kaitos enarcó ambas cejas.
—Estoy bastante seguro de que algo
así sería imposible.
—¿Cómo que imposi…? ¿No
comprendes? Tú, por ejemplo, sabes dar por culo. Molestas. ¿Ahora lo pillas?
—¿Cómo se implica vuestro trasero
en todo esto?
—Solo cuéntame la condenada
historia.
—No fueron creados para perforar
vuestros traseros. Hace más de diez mil años, los hacedores crearon a los
Titanes, gigantescos seres, para organizar vuestro mundo. Mares, tierras, bosques,
ríos, montañas. El problema fue que, cuando los Titanes terminaron su trabajo,
no querían abandonar el mundo ni permitir que otros lo reinasen. Ellos lo
habían transformado con su esfuerzo y tiempo, y querían gobernar en él. Los
humanos aún no existíais, pero ya teníais enemigos.
Cunningham desencajó la mandíbula;
pero, ¿qué patraña le estaba contando? Creyó que el ángel estaba gastándole una
broma, pero Deneb Kaitos se mostraba lo bastante serio y convincente.
—Titanes… —repitió enarcando una
ceja.
—Sí. Titanes.
Se rascó la frente.
—Está bien. Puedo aceptarlo.
Titanes. Continúa…
—Bien. Los hacedores pueden crear
vida, mas no sesgarla. Fue por eso que crearon a los dragones, para eliminar a
los Titanes. Son auténticas bestias de caza; cientos de miles de dragones surcaron
vuestros cielos; para cada Titán, treinta dragones se abalanzaban y lo descuartizaban
sin piedad. Ganaron la guerra en menos de dos días.
Una pluma plateada se desprendió
del ala de Deneb Kaitos para flotar perezosamente en el aire, en dirección del
comandante. Cunningham lo atrapó con la palma de la mano para luego cerrar el
puño. Cientos de miles era un número abismal; un enjambre mortal que estremecía
solo de imaginarlo. El ejército del Hemisferio Norte manejaba números menores.
Poco más de quinientos dragones conocidos.
—¿Cientos de miles?
—Bueno, no estuve allí, los
ángeles aún no existíamos. Eso es lo que dicen las Potestades, quienes apuntaban
todo lo narrado por los hacedores. Pero, luego de un tiempo, incluso los dioses
empezaron a ver a los dragones con malos ojos. Aunque esa será una historia que
te contaré en otra ocasión —dijo señalando el cielo.
Cunningham se fijó en la dirección
que señaló el Dominio, hacia las estrellas, y notó una sombra cruzando
fugazmente el cielo. Abrió los ojos cuanto pudo cuando oyó el rugido que, para
colmo, hizo vibrar la arena a sus pies. Su corazón apresuró latidos y tragó
saliva porque el momento parecía haber llegado. Esperaba encontrarse con varias
cosas en el Mar Radiante, pero no tan rápidamente con los dragones. Desenvainó
su espada y gritó a todo pulmón.
—¡Cambio de planes! ¡Dragón a la
vis…!
Notó de reojo una flecha cortando
el aire y clavándose en la arena, a centímetros de sus botas, hundiéndose hasta
las plumas. El astil era de un brillante plateado; definitivamente, no era como
sus saetas ni la de sus hombres. Miró a un lado y otro, buscando al enemigo.
Dio un respingo cuando Deneb Kaitos se levantó para atrapar otra flecha, con la
mano desnuda. Tragó saliva; aquel disparo se dirigía hacia él y ese “condenado
saco de plumas”, como lo llamaba, lo salvó.
—Enemigos —dijo Deneb Kaitos.
Cunningham enrojeció de furia.
Preferiría que la saeta se hundiera en su cuerpo antes que tener que
agradecérselo.
—La próxima vez, no la detengas.
El Dominio se limitó a señalar,
con el mentón, una duna por donde la supernova Betelgeuse se posaba. Varias
figuras oscuras asomaban y parecían fijarse en ellos.
Ámbar lanzó el arco de polea hacia
uno de los cruzados del Vaticano que tenía a su lado, quien lo cogió al vuelo.
“Gracias”, dijo ella sin dejar de mirar al peculiar dúo de enemigos. No
esperaba encontrarse con soldados del Hemisferio Norte en el desierto de Bujará.
La mujer se acuclilló hundiendo sus dedos en la arena y tratando de sopesar
opciones para actuar. Planeaba deshacerse de los dos vigías con saetas
tranquilizantes, al menos creía que ambos eran vigías, pero no esperaba que uno
fuera un ángel.
Diez cruzados aguardaban en el flanco
derecho y otros diez en el izquierdo, prestos a atacar en caso de que fuera
necesario, pero con un ángel en filas enemigas debía tener extremo cuidado. Uno
solo era lo suficientemente peligroso como para acabar con los treinta hombres
de su escuadrón. Además, aún no tenía idea de cuántos soldados estarían
acampando cerca.
—Atrapó la flecha con las manos
desnudas, el muy… —la mujer apretó los dientes—. ¿Qué hace un pichón ayudando
al ejército del Norte?
El comandante Alonzo Raccheli, a
su otro lado, levantó el puño cerrado para que nadie se moviera. En verdad que
pensar que un ángel estuviera aliado al ejército enemigo era algo imposible de
imaginar.
—No lo creería si no lo viera
—dijo Alonzo—. Reykō no deja de sorprenderme.
—¿Adulando al enemigo?
—¿Qué? ¿Estás celosa?
Ámbar resopló; miró el cielo
buscando al Dominio Fomalhaut. Él podría poner equilibrar la balanza en caso de
una lucha, pero había partido en búsqueda de un dragón para iniciar las
negociaciones. “Apúrate”, pensó reponiéndose. Levantó la mano, esta vez,
cerrando y abriendo el puño un par de veces; los flancos fueron acercándose a
los dos enemigos, arcos en ristre, en tanto ella bajaba por la duna junto con
sus hombres.
—¡Quietos y las manos tras la
cabeza! —gritó ella.
Deneb Kaitos acató sin pensarlo
mucho; al fin y al cabo, los conflictos entre los humanos no eran de su
conveniencia ni su interés. Cunningham, en tanto, frunció el ceño al percibir
el peculiar acento portugués de la mujer. Cuando se le acercó lo suficiente distinguió
su rostro bajo la luz de las estrellas. Tenía que ser la ex capitana de Nueva
San Pablo, Ámbar Moreira, aliada ahora a los cruzados del Vaticano. Se fijó en
ella y ni siquiera se molestó en mirar a los hombres que les arrinconaban desde
los lados.
—Cuesta quedarme quieto en tu
presencia —dijo el comandante llevando las manos tras la cabeza—. El premio por
presentar tu cabeza cercenada es el segundo más valioso en el mundo.
Ámbar, al aproximarse, se fijó mejor
en él. Era un hombre joven y con un descaro peculiar para ser un simple vigía.
—¿Segunda? ¿Quién se supone que
vale más que yo?
Alonzo Raccheli, tras la mujer, sonrió
con los labios apretados.
—Deberíais rendiros —dijo Cunningham—. Sois
solo treinta. Aquí somos un millar.
Ámbar se sorprendió al oírlo. Que
el hombre supiera cuántos eran, exactamente, levantaba sospechas de que tal vez
ya los estuvieran rastreando desde mucho antes. Si era verdad que ellos
llegaban a mil hombres, desde luego contarían con muchos más vigías y por ende
con mayores probabilidades de haberlos descubierto. Intentó disimular su
sorpresa con serenidad.
—Hablas muy suelto para ser un
simple vigía. ¿Quién eres?
—Albion Cunningham, comandante del
escuadrón “Caza dragones”.
Ámbar silbó. Era un pez gordo.
—Si crees que solo somos treinta
te llevarás una decepción.
—No. Sois treinta. Entrasteis al
Mar Radiante pensando que seríais los únicos maniáticos que iríais tras un
dragón porque tenéis un ángel de vuestro lado. Pero, como ves, yo también
cuento con uno. Y entré anticipando que no estaríamos solos.
Tras él, en el horizonte negro
cortado por dunas plateadas, asomaron cientos de soldados del Norte con sus
arcos de polea tensados. Desde las alturas se notaba el gigantesco anillo de
hombres que, poco a poco, se reducía alrededor de Ámbar y su sorprendido escuadrón.
La mujer no se lo podía creer; cualquier atisbo de admiración que pudiera
sentir por la osadía y previsión del enemigo fue enterrada bajo la abrupta
rabia que sentía.
Absolutamente todos dieron un
respingo al oír el rugido de un dragón, en las alturas; muchos miraron aquí y
allá, pero no lograban divisar al lagarto volador. Cunningham, en cambio, se
sentía eufórico al haber capturado a los rebeldes. Prefería despachar a las dos
cabezas visibles de la “resistencia dogmática” que a los dragones.
—Os estaba esperando, cruzados. Manos
tras la cabeza y de rodillas.
Deneb Kaitos no se mostraba peculiarmente
preocupado. No conocía a Ámbar y ni su posición como representante del reino de
los mortales. No obstante, percibió el súbito cambio de aura que acusó de Cunningham.
Notó que, en presencia de aquellos que él consideraba enemigos, se transformaba
en un hombre más siniestro, más oscuro.
Notó una inesperada ansia de
sangre.
—Cunningham —dijo Deneb Kaitos—. Eres
un gran hombre y estratega. Y lo seguirás siendo mostrándote piadoso con tus
enemigos.
El comandante hizo un ademán.
—Tú no pintas nada aquí. Terminemos
con esto rápido.
—¿“Terminar”? —preguntó el ángel.
El mortal asintió, extendiendo los
brazos.
—Desde luego. Estamos en el Mar
Radiante, cortesía de tu Arcángel. Estamos en la Edad Media, ¿no es así? Aquí
no hay Unión de Hemisferios ni Alianza de Naciones que meta sus narices,
entonces actuemos en consonancia. Dirigiré la ejecución.
II.
Año
1368
—¡Detenedlo de una vez, voy a
ejecutarlo!
Esa era la orden que partió del
general de los soldados afganos. Enfundado en su túnica blanca y fajín rojo con
símbolos dorados, el barbudo persa salió de su cuartel llevándose tras sí una estela
de soldados; el estruendo del cañón disparado lo había despertado y estaba
visiblemente enfadado luego de que le informaran el motivo: un Orlok se había
hecho con el control de la fortaleza, disparando contra los comerciantes sin
ningún motivo aparente.
Se dirigió a los pasillos del muro,
abriéndose paso entre sus hombres y desde allí se fijó en el terreno exterior.
Apretó los dientes al ver las volutas de humo negro ascendiendo desde donde
había impactado el disparo del cañón. ¡Qué atrevimiento!, pensó apretando la
empuñadura de su cimitarra. Kabul poseía autonomía y libertad gracias al
matrimonio entre Tamerlán y la hermana del gobernador, y le habían prometido
que, debido a su importancia comercial en la Ruta de la Seda, la ciudad sería
protegida y respetada por el Imperio mongol.
Abajo, a las sombras de la
fortaleza militar, el gentío se había arremolinado en el lugar formando una
suerte de herraje de caballo; destacaban varios monjes budistas agrupándose en
una larga y gruesa fila, una suerte de muro humano; delante de todos ellos, el
joven Mijaíl, montado sobre su caballo blanco, miraba fijamente al mariscal
mongol bajando por la cuerda.
—¡Wang Yao! —gritó el ruso—. ¿Acaso
no me habéis oído? ¡Vosotros continuad!
Buscó su pendiente de Santa Sofía
bajo la chilaba, empuñándolo con fuerza y dedicando una oración para
tranquilizarse. Tan ensimismado estaba ante lo que creía sus momentos finales
que no se percataba de los budistas engulléndolo en sus filas. Como un mero
custodio, no tenía la importancia de un hombre como el embajador. Se le hizo evidente
que el Orlok lo estaba cazando a él: lo llamó por su nombre; debía confrontarlo
porque de seguir con el anciano lo pondría en peligro.
—Oh, Dios… —se lamentó meneando la
cabeza para espabilar—. Este es. Llegó el día. ¡Hacedme un favor! Cuando
lleguéis a Koryo, mandadle una carta a mi hermano. Decidle que morí como un
hombre y que lo esperaré en el Paraíso con su espada. Y luego otra carta para
Anastasia. Decidle que…
Wang Yao no lo dejó terminar. Llevó
su montura hasta el ruso atravesando la marea de budistas y martilleó, con la
empuñadura de su espada, la cabeza del guerrero. Mijaíl perdió el conocimiento,
pero el oriental lo sujetó para que no cayese del caballo. No iba a permitir,
bajo ninguna circunstancia, que su pupilo enfrentara a semejante bestia.
Agarró las riendas del caballo y
se la acercó a uno de los budistas. Se le había hecho evidente que la presencia
de estos no era simple coincidencia.
—¿Sois los enviados de la Sociedad
de Loto Blanco?
—Mi señor —asintió el budista—. Somos
enviados del comandante Syaoran. Un gran ejército de Xin está esperando al
embajador en la entrada del corredor de Wakhan. No entrarán a Transoxiana pues
no desean crear conflictos con los afganos. Os está esperando.
—Entonces es clave que sobreviva
este muchacho —Yang Wao entregó la rienda al monje—. Durante tres meses protegió
al embajador con su vida. Confío en la honorabilidad de vuestra sociedad.
El monje reverenció y tiró de la
rienda para llevárselo. Wang Yao se giró sobre su montura y miró al embajador,
quien estaba alejado del ajetreo.
—¡Mi señor! Los budistas os
guiarán hasta el corredor de Wakhan. Procurad pasar desapercibidos. Os
alcanzaré.
El embajador hizo una mueca; no
era lo que deseaba oír. No quería perder ni al ruso ni a su sirviente, pues los
meses en compañía de ambos no pasaron en vano.
—¿Vas a enfrentarlo?
—Así es, mi señor.
—Me estás abandonando.
—Soy vuestro sirviente y cumplo
con mi misión de protegerlo. Como os he dicho, os alcanzaré.
Wang Yao desenvainó su sable y lo
ladeó para comprobar el filo. Era una espada de hoja gruesa y se robó la
admiración de los mercaderes. El sirviente estaba convencido de que la lucha sería
un “baile” brutal, pero sentía que podía ganarla.
—Todavía tenemos tiempo de huir
—insistió el embajador.
—Si huimos, nos alcanzará antes de
llegar a Wakhan. Confíe en mí. Caerá bajo mi sable y me uniré a vosotros más
adelante.
El embajador chasqueó la lengua,
frustrado de no poder convencerlo.
El Orlok saltó los últimos tramos
del muro y rodó por el suelo, levantando una espesa niebla de arena a su paso.
Se repuso rápidamente, echando un vistazo a su alrededor; se internó en el
tumulto de comerciantes y ciudadanos, abriéndose paso a empujones. Desenvainó
un cuchillo guardado en su bota y se abalanzó enérgicamente sobre un jinete
afgano que intentaba controlar a la muchedumbre; tras clavársela en el cuello,
lo derribó de un manotazo y agarró las riendas de la montura para cabalgarlo.
Se fijó hacia adelante esperando
encontrarse con el ruso, pero no lo vio; frunció el ceño al notar un auténtico mar
de monjes budistas en el sitio, imitando un incendio con esos vivos colores de
sus túnicas flameando al viento; era casi como si intentasen confundirlo. Y,
para su frustración, había perdido de vista al novgorodiense. No obstante, el “mar
de fuego” se abrió en dos, permitiendo que surgiese un guerrero oriental de
calva brillante, montando un caballo
blanco.
Wang Yao apuntó al Orlok con su
sable y rugió:
—¡Orlok! ¡Wu huang wangsui!
El Orlok se fijó quietamente en
él. Estaba al tanto de que había tres
viajeros: el ruso, el embajador y su leal sirviente. Aquel hombre debía ser el
último. No entendió el grito de guerra ni el motivo por el que lo confrontaba,
pero pensó que debía ser un completo necio para desafiarlo; preparó su sable y
también lo apuntó.
—¿Proteges al ruso? Suficiente razón para considerarte mi
enemigo.
El oriental hizo caso omiso; se
inclinó sobre su montura y galopó con velocidad, elevando su espada a un lado,
horizontalmente. El Orlok ladeó el rostro al observar la postura; se había
enfrentado a cientos de jinetes experimentados y siempre había salido
victorioso, aunque este especialmente parecía saber lo que hacía, con confianza
y soltura; espoleó su montura y se echó a la carrera mortal.
Alejado del duelo a muerte, el
embajador se retiraba cabalgando a trote moderado. En la montura cargaba a un
adormecido Mijaíl; los brazos del joven
colgaban de un lado y las piernas del otro. Juntos se abrían paso,
lentamente, entre los comerciantes que cumplían las veces de espectadores de la
lucha. Oía los casquetazos de los caballos enfrentándose y al anciano le dolía
no girarse para ver la batalla.
Un budista se prestó para acompañarlo
hasta la frontera, pero el anciano meneó la cabeza.
—Aprecio tu ayuda, pero a partir
de aquí continuaré por mi cuenta.
—Usted necesita de un guardia, mi
señor.
—No lo parece, pero este sirve
—palmeó al adormecido ruso—. No iré acompañado de budistas. Me temo que, con
vuestro pequeño telón montado para protegerme, os habéis revelado como
cómplices. El Orlok es un hombre inteligente y estoy seguro de que mandará a
cazar a todos los budistas aquí en Kabul.
El monje reverenció con quieta tranquilidad.
Todos estaban preparados para morir protegiendo al hombre que, estaban
convencidos, sería la clave para restaurar el auténtico orden en el reino Xin.
—Os cubriremos. El comandante
Syaoran os está esperando, mi señor.
El murmullo del gentío aumentaba
entre los casquetazos de los caballos que corrían el uno contra el otro; tanto
el Orlok como el sirviente se encontraron cruzándose un potente y sonoro sablazo
solo para comprobar la fuerza de uno y otro. Se alejaron a trote moderado; Wang
Yao se armó con una ballesta atada en la grupa de su montura y giró su cuerpo
para realizar el disparo. Era difícil ver al Orlok debido a la espesa niebla de
arena que levantó la carrera, pero calculó su posición por el trotar del caballo
del mongol, y disparó.
El Orlok apenas se giraba cuando
sintió el virote hundiéndose en su muslo derecho; gruñó fuerte, como un animal;
meneó la cabeza y con otro bramido esperó librarse del punzante dolor que lo martilleaba,
causando un respingo generalizado de los aterrorizados comerciantes; luego tomó
el astil con sus gruesos dedos y, girándolo a un lado y otro, se arrancó el
virote ensangrentado.
Wang Yao entornó los ojos; la
arena se había levantado tanto que se había formado una auténtica pared que
imposibilitaba saber dónde estaba su enemigo; oyó galopadas acercándose y se
sorprendió cuando vio al Orlok rompiendo el muro de polvo a su izquierda, con
su sable levantado y radiante bajo el sol. Se sintió sobrecogido; parecía que
podía cortarlo en dos sin mucho esfuerzo.
Para su sorpresa, el mongol arrojó
el sable hacia él como si fuera una lanza, por lo que el sirviente tuvo que
escudarse con su propia espada para evitar que se clavara en su pecho; Wang Yao
se tambaleó y perdió un tiempo valioso tratando de acomodarse con las riendas.
Cuando levantó la mirada, notó que el Orlok había desenfundado su arco con rapidez,
tensándolo hasta la oreja.
El embajador ya se había alejado
lo suficiente y ahora se internaba en una larga fila de comerciantes que salía
de Kabul; oyó el murmullo del gentío a sus espaldas e incluso distinguió el
lejano alarido de su sirviente cuando este recibió el flechazo mortal. Cerró
los ojos y apretó los puños. Le resultó imposible disimular su dolor por perder
a un hombre que le había hecho compañía durante tantos años.
El gentío a los pies de la
fortaleza militar exclamó de admiración cuando el guerrero mongol bajó de su
caballo, rengueando y con la pierna ensangrentada, dirigiéndose hacia el herido
Wang Yao; el oriental había caído al suelo con una flecha hundida en el centro
del pecho; no sentía las piernas y, además, el dolor del flechazo había
desaparecido por completo. El Orlok recogió su sable del suelo y se acercó.
Miró al oriental y gruñó en idioma
persa.
—¿Por qué protegías al ruso?
Wang Yao esperaba la muerte con
paciencia. Pero oyó la pregunta y sonrió pese a la sangre brotándole en la boca.
Recordó aquella mañana que, junto con Mijaíl y el embajador, partió de la fría
Nóvgorod. Hubo un hombre que se acercó a él y le rogó un favor. De hombre a
hombre. Wang Yao, un guerrero con honor, no dudó en aceptar la desesperada
petición. Porque sentía que había una nobleza innegable en ese acto.
“Se lo prometí”, pensó el
debilitado oriental. “Prometí a ese hombre que yo cuidaría de su hermano
menor”.
El Orlok prosiguió ante el
silencio.
—Sé que también protegías al
embajador de Koryo. Sois vasallos de nuestro Imperio y por ello no tenía
intención de meterme en vuestro camino; solo quería al ruso. Pero, por este
acto, yo mismo me encargaré de llevarles la muerte. Sois traidores.
El Orlok posó la punta del sable
en el pecho de Wang Yao.
—A los hombres de alta sangre de
Koryo y Xin los llaman los descendientes de los dragones, ¿no es verdad? Que
esto sea lo último que oigas, traidor. Cazaré al ruso y a vuestro envejecido
dragón. Y mearé sobre sus cadáveres.
Hundió el sable en el corazón.
III.
Año
2332
El comandante Cunningham avanzaba
entre la fila de los enemigos capturados. Estaban esposados y de rodillas,
visiblemente nerviosos. El joven silbaba una canción y pareciera que el asunto de la caza de dragones entró en un segundo plano. Tal vez era el
Mar Radiante, pensó, que los aislaba del mundo exterior y por lo tanto sentía
que tenía libertad de hacer lo que le viniera en gana. Podía incluso desarrollar
su lado más animal sin temor a consecuencias. Sonrió al considerarlo; ¡no habría consecuencias!
Deneb Kaitos nunca abandonaba su
lugar al lado del comandante. Y, en esta ocasión, a Cunningham no parecía
molestarle. Estaba demasiado animado al tener entre los capturados a las dos
personas más importantes del ejército del Vaticano como para perder tiempo con
el ángel. Esa noche, él pondría fin a lo que consideraba un oscuro capítulo de
la humanidad.
Se dirigió al frente de la fila;
todos sus hombres se habían arremolinado alrededor de los prisioneros, curiosos
ante lo que acaecía. Muchos se preguntaban si la ejecución iba en serio o solo
era una forma de torturar mentalmente a sus presas, algo que sería propio del hombre
preferido de Reykō.
El joven asintió a un grupo de
soldados de confianza y estos se prestaron a ir detrás de cada prisionero.
Raccheli y Ámbar se encontraban allí entre los capturados, también de rodillas
y esposados; esta última devorándose al joven comandante con la mirada.
Cunningham levantó la mano.
—¡Desenvainad las espadas!
Sus hombres lo hicieron. Los demás
soldados rugieron y levantaron sus armas al aire en señal de aprobación; la euforia se había desatado en el
campamento. Los prisioneros protestaron airadamente al caer en la cuenta de que
todo parecía ir en serio, pero sus protestas se perdieron en el mar de bramidos
ensordecedores. Y Ámbar, sobre todo, se exaltó al oír, detrás de ella, el
sonido de una espada saliendo del cuero de la vaina. ¡No podía ser ese su final!
Intentó levantarse, pero el soldado tras ella se lo impidió martilleando la
empuñadura en su cabeza, acto que fue celebrado con más vítores.
El comandante Raccheli inquirió
airadamente cuando sintió la hoja de una espada apretándole el cuello.
—¿Pero esta tontería va en serio?
—¿Tontería, dices? —preguntó
Cunningham, temeroso bajo la luz azulina de la supernova Betelgeuse—. Voy a
daros lo que os merecéis.
—¿Te estás escuchando, niño? ¿Qué
diantres hemos hecho para merecer esta ejecución?
—¡Y encima me preguntas por qué! ¿Así
de cegado estáis? ¡Protegéis a los ángeles y los encumbráis! ¡Pretendéis
aliaros con dragones! ¡Dragones! ¡A los mismos que nos han dejado este mundo de
mierda! Sois todos de la misma calaña. ¡Me basta con ello para ejecutaros y
descabezar vuestra ridícula secta!
—¿Secta? ¿Cómo un maniático como
tú podría estar al frente del ejército del Norte? Dragones y ángeles podrían
destruirlo todo ahora mismo si lo desean y no tendríamos la manera de
detenerlos. ¿Ves a alguno haciéndolo? ¡No dejes que Reykō te ciegue el juicio!
—¡No menciones a Reykō, maldito
anciano, es por ella que soy lo que soy! ¡Un hombre libre de dogmas!
Levantó la mano, presto a bajarla
para realizar la señal de ejecución y aquello hizo que los soldados celebrasen
como auténticos animales, alentando a su líder.
—¡Caeréis todos!
—¡Basta! —gritó Ámbar, alarmada—.
¡Tiene una hija, tiene una hija que la está esperando! ¡Piensa por un momento! Esto
no va a devolverte ni hacerte entender nada. No lo hagas, ¡piensa en las
consecuencias!
—¿De qué consecuencias hablas,
mujer? ¿Y tienes una hija, Raccheli? Esto lo vuelve mejor. Solo me apena que no
esté aquí para verlo todo.
Bajó la mano.
Ámbar cerró los ojos y agachó la
cabeza temiendo el tajo final. Una auténtica oleada avasallante de pensamientos
y emociones inundó su cabeza; no encontró paz ante la llegada de la muerte,
sino una gigantesca frustración por haber fallado con todos lo que confiaron en
ella. Oyó los sables silbando, cortando el aire aquí y allá, gruñidos y el
sonido seco de varios objetos cayendo sobre la arena. Pero ella no sentía dolor
alguno. Levantó la mirada y aún seguía allí, viva, pero se congeló cuando vio a
un lado y otro.
Los cruzados, Raccheli incluido,
habían sido salvajemente ejecutados por el sádico comandante y sus soldados. Regueros
de sangre, ennegrecidas por la noche, serpenteaban sobre la arena en tanto los
cuerpos, sin sus cabezas, caían desplomados. El corazón se le aceleraba incluso
más que hacía momentos y sus manos temblaban demencialmente; no creía el
salvajismo del que era capaz aquel enloquecido muchacho. Pero, abruptamente, se
preguntó por qué a ella la dejaron con vida.
El joven se dirigió hacia la mujer
dando espadazos al aire y pisando la sangre ya absorbida por la arena; era una
suerte de baile que era celebrado por los soldados del Norte. Pateó un par de
cabezas a su paso. Deneb Kaitos lo seguía por detrás, inexpresivo como siempre,
pero por dentro estaba bastante confundido. En verdad que Cunningham le caía
bien, pero desde que capturara a los enemigos acusó un cambio tan drástico que,
por un momento, le pareció irreconocible. Se preguntó si aquella familia que
había perdido a manos de los fanáticos, “Secta de Alas”, tenía que ver con todo
esa rabia y oscuridad que parecía emanar.
Cunningham se acuclilló frente a
Ámbar.
—He venido a sabotear vuestra
alianza con dragones, pero he conseguido algo mucho mejor. El dogma tiene los
días contados en el mundo civilizado.
La mujer tenía los ojos ausentes. Todo
había dado un vuelco tan repentino que sentía que no tenía la voluntad
suficiente para siquiera hablar. El joven le descorrió un mechón de la frente,
tratando de sacarle algunas palabras. Finalmente, Ámbar tragó saliva y dijo con
voz apenas perceptible.
—¿Por qué…? ¿Por qué no me habéis
ejecutado?
—Estoy seguro de que lo deseas.
Vosotros los creyentes esperáis reuniros con vuestros seres queridos tras la
muerte, ¿no es así? Tú tenías una hija, si mal no recuerdo. ¿Es ella en quien
piensas? Ahora que estás cerca de la muerte, respóndeme con sinceridad. ¿Realmente
crees que está en algún lugar esperándote?
La mujer empotró su cabeza contra el
rostro del comandante, quien cayó hacia atrás completamente despatarrado.
Cunningham se tomó de la nariz mientras sus hombres pedían que no la perdonara;
sangraba y el golpe le causó un mareo terrible, pero ya tenía su venganza
preparada. Miró a Ámbar y esta tenía los ojos inyectados de sangre.
—¡Eres un condenado monstruo y
esos hombres te pesarán hasta el fin de tus días!
Cunningham meneó el rostro y se
repuso ágilmente, sacudiéndose la arena sobre su uniforme.
—Que así sea. No te maté porque la
“Secta de Alas” no mataba mujeres cortándoles el cuello. Antes de inmolarse, a
las mujeres las ejecutaban de otro modo.
—¿Secta de…?
Hizo una señal con la mano elevada
y se alejó mientras una decena de hombres sujetaban a la mujer, quien, rabiosa,
daba patadas como podía, aunque poco podía hacer apresada. Jamás había sentido
tanto odio por alguien. Deseaba ir a por él y clavarle una espada en el
corazón, pero no tuvo tiempo de seguir pensando en su venganza; un hombre la
abrazó por detrás, eran brazos fuertes, y la apretó contra sí para levantarla
para algarabía de los hombres.
Ámbar estaba cegada de ira; llamó a Cunningham una y otra vez, desafiándolo a
un duelo que él no aceptaría. Pronto su voz se perdió entre la euforia de los
soldados mientras una maraña de manos
tironeaba de sus ropas con intención
de deshacerla en jirones.
Cunningham recogió su espada del
suelo y se sentó sobre un par de cajas apiladas al costado de una tienda. Se
tomó la cabeza con las manos y sintió los ojos ardiéndole; pronto se encontró
allí, solitario y llorando como un niño. Estaba completamente alienado del
campamento; nadie deseaba irrumpir en un momento delicado del hombre más
poderoso del ejército del Norte.
Nadie, salvo uno.
—¿“Secta de Alas”? —preguntó Deneb
Kaitos—. ¿Entonces es así como perdiste a tu familia?
—Aléjate —hizo un ademán.
—No esperaba este salvajismo de tu
parte. Debo decirte que me siento decepcionado.
—¿Por qué crees que me importa tu
opinión sobre mí, maldito plumero?
—¿Pretendías ganar algo
imitándolos?
Cunningham escupió a un lado,
enjugándose las lágrimas sin disimulo. Sus manos temblaban. Deseaba estar solo,
pero ya sabía que exigirle al ángel que se alejara de él sería un desperdicio
de tiempo.
—¿Qué sabrás tú de una familia?
¿Qué sabrás tú de lo que significa perder un hermano? Si lo que me contaste es
cierto, que fuisteis creados sin más, ni siquiera tenéis noción del amor de una
madre a un niño. ¿Te decepciono, dices? ¡Jamás podrás estar en mi lugar! Deja
de juzgarme y aléjate.
Ahora así, el joven hombre se
sumió en un llanto desgarrador, agachando la cabeza y abrazando sus rodillas. A
Deneb Kaitos le pareció, por un momento, un niño. Un mortal corrompido por
completo debido al mundo salvaje en el que vivía. Se preguntó si, de ser un
humano, él también se vería así de frágil. Porque era cierto lo que él le había
restregado; Deneb Kaitos no conocía los lazos de los mortales más que superficialmente.
No amaba. No temía. No vivía en un mundo como en el que el comandante había
crecido.
El ángel se tomó el pecho,
empuñando su túnica. Se preguntó si debía consolarlo de alguna manera. Un beso.
Eso tal vez. Como aquel que le dio en la cama de Reykō y que tan bien se sentía
en sus labios. Dobló las puntas de sus alas y concluyó que sería arriesgado.
—Debo decirte algo, Cunningham.
—Solo cállate por una vez porque
lo que diré no lo volveré a repetir… Tenías razón, Deneb Kaitos. ¿Lo has oído? No
hay gracia en la muerte. Esa mujer también tenía razón. Nada de lo que pueda
hacer va a limpiar esta mancha en esto que los creyentes llaman “alma”. ¿Estás
contento ahora? ¿Venías a decírmelo? ¿O vienes a regodearte de mi llanto?
—No. Cunningham. He venido a
decirte que los dragones están aquí.
Cunningham lo miró con sus ojos
húmedos, incrédulo, pero Deneb Kaitos volvió a señalarle con el mentón un lugar
detrás de él, en el horizonte poblado de dunas y estrellas. El joven se giró y
lo vio por fin, cruzando la luna llena. Gigantesco como ningún otro animal en
el mundo, oscuro como la noche más negra, dando una fuerte aleteada para
atravesar el desierto en dirección al campamento y levantando la arena a su
rasante paso.
Rugió y, del susto, Cunningham
cayó de entre las cajas.
—¡Dr…! ¡Dragón! ¡Dragón a la
vista!
Deneb Kaitos ladeó el rostro.
—¿Dragón? Observa bien, son
cientos.
Ámbar cayó tropezando sobre la
arena intentando librarse de aquellos maniáticos y violadores; había conseguido
devolver un par de puñetazos, pero tarde o temprano se vería vencida. Era
increíble pensar que hacía solo unos minutos eran hombres disciplinados y
ahora, en el Mar Radiante, se convirtieran en prácticamente animales. Un
soldado, de pie frente a ella, empuñó una espada presto a darle un tajo para
castigar su rebeldía y esperar que así dejara de resistirse; como miembro de un
escuadrón policial, Ámbar estaba preparada para enfrentar cualquier tipo de
muerte, pero morir desangrada y ultrajada era la peor de todas.
Surgió una fuerte brisa por detrás
que hizo tambalear al soldado; un gruñido paralizó a todos los hombres allí, que
se giraron y vieron con horror cómo un dragón surgía imprevistamente de la
niebla de arena que se había levantado. Abrió su gigantesca boca de incontables
colmillos y capturó al soldado que envainaba su espada; lo sacudió con saña para
luego lanzarlo aire como si este fuera un muñeco de trapo. Otro dragón, tan
rápido que solo parecía ser un fulgor negro, atravesó el cielo y atrapó al
enemigo, llevándoselo a una velocidad pasmosa.
Ámbar desencajó la mandíbula
cuando el primer dragón se detuvo frente a ella, el animal más grande que
cualquiera que había visto, ladeándose y deshaciéndose a los demás soldados por
los aires con un latigazo certero de su cola. Por un instante, notó los enormes
y atigrados ojos purpúreos de la bestia y sintió un escalofrío al saberse
observada. Tras él se oían más rugidos mezclándose con la cacofonía de gritos de
los soldados del campamento. Cuando la polvareda fue bajando, notó asombrada
cómo incontables dragones cruzaban el cielo, todo un enjambre oscuro, cayendo
en picado para arremeter contra los mortales, como una lluvia de flechas
haciendo estragos.
La mujer se repuso. Las manos aún
le temblaban debido a la horrible experiencia que aún tenía a flor de piel,
aunque era verdad que aquella bestia alada, gigantesca y oscura, viéndola
detenidamente, le resultaba temible.
—Gracias —dijo esperando que la
entendiera.
El dragón, ahora rampante,
extendió sus imponentes alas, batiéndolas para levantar vuelo y unirse a la
sangrienta cacería.
Ámbar se sujetó de las rodillas y
trató de regular la respiración. ¿Tal vez el ángel Fomalhaut consiguió pactar
la alianza con los dragones y era por eso que ahora estaban allí, ayudándola contra
sus captores? “Debe ser eso”, pensó convencida. Avanzó un par de pasos y
recogió su espada zigzagueante, apretando la empuñadura con ambas manos en un
intento de recuperar la tranquilidad.
“Alonzo”, pensó cerrando los ojos
con fuerza. Aquel “galán” había caído y se sentía la culpable directa por su
muerte. Mandó un puñetazo al suelo y murmuró decenas de “Perdóname”. Por un
momento, decidió rendirse. Se sintió fracasada. Deseó dejar de ser la
representante de los ángeles y los humanos. Deseó dejar de luchar. Deseó que el
mundo entero se terminara de una vez porque, viendo lo que tenía ante sí, pensó
que solo había una gran y larga cadena de violencia y muerte.
Pero no podía. No debía. Aunque no
le gustara, había algo dentro de ella la empujaba a seguir. Miró la supernova
en el cielo y, por un momento, se olvidó de los dragones y el ejército del
Norte. Levantó las manos apresadas y dejó que la luz se colara entre sus dedos.
Ella era la heroína de alguien.
Y cerró los puños.
El Dominio Fomalhaut descendió
frente a ella, con el rostro impasible como siempre. Podría traer la mejor de
las noticias, se dijo la mujer, y el “pichón” siempre actuaría como si fuese
una estatua. Deseó tener ese tipo de temple o frialdad en una situación como
aquella.
—Lo conseguiste —asintió la
mujer—. Trajiste a los dragones.
—No. Lo siento.
—¿Cómo que no?
El ángel se inclinó hacia ella
para partir las esposas con una mano.
—Las negociaciones fracasaron. Los
dragones no desean una alianza ni con los ángeles ni con vosotros. Han dicho,
en lengua dragontina, que no olvidan ni perdonan. Nos quieren muertos a
todos.
Ámbar enarcó una ceja.
—¿Estás seguro? Creo que no viste
a uno de ellos salvándome el pellejo.
—Sí, lo he visto. Les hablé sobre ti,
la portadora de la espada del Arcángel Miguel, la nueva representante de ambos
reinos. Esperaba que comprendieran la situación acerca de la nueva guerra
contra el Segador y la necesidad que tenemos de contar con ellos como
caballería…
—¿Y bien?
—Lo siento. Detestan a los
mortales. Detestan a los ángeles. Pero, sobre todo, odian a los Arcángeles o
cualquiera que porte sus espadas. Así que, cuando les hablé sobre ti, Nari-il,
me dijeron que te despellejarán última.
Parpadeó un par de veces,
incrédula; el Mar Radiante era, definitivamente, el peor lugar en el mundo.
Miró el innumerable ejército de dragones haciendo mella en el ejército
contrario y se preguntó cuál sería la razón de tanto odio. Para colmo aquel
aviso de que se ensañarían especialmente con ella la hizo estremecer.
Luego miró a Fomalhaut.
—Regresa junto a los tuyos y diles
que lo siento. He fracasado. Me temo que no he podido ayudaros a conseguir
vuestra caballería. Dile a la hija de Alonzo que entiendo que no me perdone. La
muerte de su padre es completamente mi responsabilidad.
A lo lejos, un de par de dragones
arrojaban su aliento incendiario sobre los soldados del campamento, en tantos
otros hombres caían del cielo, ya calcinados y dejando una estela de fuego,
como cometas; el infierno se había desatado en el desierto de Bujará y
pareciera que no había escapatoria; no obstante, el Dominio meneó la
cabeza.
—Tengo órdenes expresas de no
abandonarte.
—¿Ah? ¿Quieres asarte conmigo?
¿Quién te lo ordenó?
El fuego en el campamento se
irradiaba en sus alas plateadas y rostro sereno; el ángel desenvainó sus dos
sables sujetos en la espalda y miró a los dragones.
—Órdenes de la Querubín.
IV.
Año 1368
El Orlok silbaba una canción
mientras avanzaba por la fila de budistas apresados; eran tantos que no había
tiempo de llevarlos a los calabozos de la fortaleza Bala-Hissar, que
simplemente los agruparon a
todos en las afueras de Kabul, a la vista de los ciudadanos y comerciantes; un
claro aviso de qué les deparaba a aquellos contrarios al Imperio mongol. Los monjes estaban arrodillados y con
sus manos atadas a la espalda. Sendos soldados persas aguardaban la orden de ejecución, prestos a acatarlas con sus
cimitarras.
El barbudo general afgano
acompañaba al Orlok en su peculiar caminata.
—No os mentiré, Orlok. Me
encantaría verlo allí también, arrodillado y listo para probar el acero de mi
cimitarra.
El mongol enarcó una ceja. Era
evidente que los afganos eran guerreros orgullosos que no deseaban ser
comandados por ningún extranjero.
—Arréstame o mátame si lo deseas —amenazó
el Orlok—. Mi ejército vendrá aquí. Si no me encuentran, habrá problemas.
—¿Crees que solté la teta ayer,
mongol? Guarda tus amenazas, no asustas. Vosotros, Horda de Oro, no tenéis
potestad aquí. Si procedo a ayudarte a ti y tu ejército es porque servís al
propósito de eliminar cualquier enemigo de Tamerlán. ¿Habéis venido de Rusia para
aplacar la rebelión de los Xin, no es así?
El general hizo un ademán y, tras
él, sus soldados procedieron a ejecutar a los budistas. Una decena cayó instantáneamente,
aunque otros guerreros no fueron lo suficientemente hábiles para cercenarles el
cuello de un solo tajo. O dos. Pese a todo, ni un solo monje emitió más que
imperceptibles gruñidos ahogados.
—Debido a la rebelión en Xin, Tamerlán
dispuso vigías para proteger Kabul —continuó el general afgano—. En el “Techo del
Mundo” existen casi doscientos vigías a lo largo del Corredor de Wakhan.
Recibíamos reportes a diario. Pero, desde hace cinco días, se ha perdido el
contacto con más de la mitad de ellos. Ayer ni siquiera recibimos un reporte, Orlok, y estoy empezando a
dudar de que el explorador
que envié esta mañana vuelva. Algo enorme avanza allí.
El Orlok se detuvo.
—Son los xin —se rascó la frente y
unió cabos—. Es probable que estén buscando al embajador. Una alianza entre los
reinos de Koryo y Xin podría ser fatal para la hegemonía del Imperio.
—No eres tan necio como pareces. No
puedo permitir que esos xin sigan acercándose a Kabul. Este es el caso: tú
tienes un ejército, entonces me sirves con la cabeza puesta en el cuello.
El mongol lo miró con una mueca.
El afgano era un hombre difícil de tratar, rudo como pocos, pero debía admitir
que al menos no parecía esconder sus intenciones.
—Me caes bien. Mejor que el último
persa que conocí.
—Tú me caes como una picazón de
escorpión en los huevos, Orlok. No sé si los Xin planean invadir Transoxiana o
simplemente encontrarse con ese embajador del que hablas, pero eliminad a la
amenaza con vuestro ejército y me olvidaré de este incidente con el cañón.
Entendería si necesitas que te prestase efectivos, pero somos
pocos y tenemos orden de resguardar Kabul.
El mongol se acuclilló hacia una
cabeza cercenada que rodó hacia él. Estaba cada vez más convencido de que el
Dios Tengri estaba disponiéndolo todo a su favor. Iría al temido corredor entre
las cordilleras y allí no solo cazaría al ruso, sino que además se encargaría
de eliminar a un ejército xin, tal y como se le había ordenado.
—Cabalgaremos hacia el corredor de
Wakhan. No te preocupes, no necesito de bebedores de leche. Mi ejército será
suficiente.
Mijaíl montaba desganado en un
terreno accidentado por colinas;
cualquier vestigio del rocoso terreno desértico de Transoxiana había
desaparecido por una vegetación irregular, hierbajos principalmente, y lejanas
montañas de picos nevados tenuemente dorados por el sol del amanecer.
El ruso estaba con pocas ganas de conversar con el embajador, quien
compartía la montura con él. Era una mezcla de sensaciones extrañas la que
experimentaba a solo dos días de haber escapado de Kabul. Deseaba con toda su
vida volver sobre sus pasos y confrontar al Orlok; vengar a quien actuó como su
maestro durante los duros meses de viaje y de paso eliminar a un potencial
destructor de Nóvgorod. Pero, si ese mongol derrotó a Wang Yao, no debía ser tomado a la ligera. Sentía
respeto… y miedo.
Además, tampoco podía abandonar al
viejo embajador a su suerte.
Ya no tenían dinero ni joyas;
pensó que al menos podrían haber vendido los caballos, pero ahora ya solo contaban
con uno; demacrado, además, lento y que echaba espumarajos amarillentos al poco
de galopar. La idea de que ambos morirían antes de alcanzar Xin ya flotaba pesadamente
sobre su cabeza. El embajador, en cambio, se mostraba sorprendentemente
apacible y murmuraba una canción.
—¿Fue así de desastroso, mi señor?
—preguntó Mijaíl.
—¿El qué?
—Cuando usted partió de Koryo en
dirección a Nóvgorod. ¿Fue tan horrible el viaje como este?
—Fue mucho mejor, desde luego —rio
el embajador—. Pero tengo la esperanza de que todo mejorará. ¿Y tú, Schénnikov?
—Sigo aquí, ¿no? Con ganas de
seguir viviendo. Al menos lo suficiente para clavarle mi espada a ese Orlok…
—Y montar a una mujer oriental.
Solo te falta eso, Schénnikov.
—¡Montar a una mujer oriental!
Dio un respingo cuando oyó una
flecha cortando el aire; la notó clavándose a los pies de su caballo. Ladeó su
montura y se preparó para galopar, aunque a saber si el animal estaba en
condiciones; echó una mirada en derredor. Entonces los vio, a lo alto de una
colina, a un grupo de guerreros que asomaban delante del sol. Tragó saliva esperando
que no fueran mongoles.
Wezen lanzó el arco a un lado,
hacia su amigo Zhao, quien lo cogió al vuelo. “Gracias”, dijo sin mirarlo y
fijándose en aquel llamativo dúo de viajeros. Trató de verlos mejor. En verdad
que no se parecían ni a los mongoles ni a los afganos que solían entrar en el
Corredor de Wakhan y que rápidamente eran despachados por él y su escuadrón de
arqueros dispersos en las colinas circundantes.
—Podría ser el embajador —dijo el
budista.
—Levanta la bandera roja. Son
mongoles —asintió el guerrero xin.
—No, no lo son. Wezen, uno de
ellos es un anciano… y el jinete ni siquiera luce como un mongol…
Wezen se frotó el mentón.
—No me estoy refiriendo a ellos.
—¿De qué hablas?
Wezen señaló con un cabeceo a un
sitio más allá de los dos viajeros; en el lejano horizonte irregular, una larga
fila de sombras asomando y levantando tras de sí una gigantesca polvareda; se
acuclilló y posó la palma abierta de la mano sobre la roca a sus pies,
esperando sentir la más mínima vibración que le confirmase lo que parecía mostrarse:
millares de jinetes dirigiéndose en rápida galopada hacia su posición. Notó las
banderas, llevadas por los que deberían ser los portaestandartes, pero desde
esa distancia no podía distinguir más que el blanco y rayas de algún color
oscurecido.
—La Horda de Oro —susurró el
budista.
Wezen sintió el corazón latirle
con prisa. Apretó los puños y se repuso sintiendo una inyección de energía
repentina. ¡Mongoles a la vista! La batalla era inminente y no veía el momento
de repartir espadazos.
Aunque no pudieran notarlo, al
frente de aquel ejército se encontraba el Orlok cabalgando con velocidad
endemoniada, comandando a sus hombres a la batalla y contagiándoles de valor.
Durante dos días viajaron desde Kabul hasta la entrada del corredor de Wakhan con
apenas tiempo para descansar. Movido por su firme creencia religiosa de que
todo estaba dispuesto para su venganza, no escatimó en recursos. Su tumán
completo, diez mil jinetes, habían seguido su estela para dar caza a los
rebeldes xin y al ruso de Nóvgorod.
Wezen se repuso y tomó rumbo a su
caballo, presto a bajar por las colinas y advertir a su comandante, quien
aguardaba en el extenso campamento xin armado en las inmediaciones. Estaban
preparados para un encuentro así; era de esperar tras haber eliminado a todos y
cada uno de los vigías y exploradores que venían de Kabul.
El budista lo sujetó de la
hombrera.
—¡Wezen! No te olvides del
embajador.
—Es verdad. Enviaré a un escuadrón
para custodiar a ese anciano. Es posible que sea el embajador. La verdad es que
no podría importarme menos.
El xin montó enérgicamente sobre
su animal y tomó las riendas. Miró al budista con esos ojos amarillentos,
feroces, que parecían destellar fuego.
—Y tú no te olvides de levantar la
bandera roja, Zhao. Mostrémosles los dragones a esos mongoles. La guerra está
aquí.
Continuará.
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