Tercer capítulo. En el
reino de los mortales también se gestaban rebeliones para cambiar el curso de
los eventos.
I
Dione avanzaba a duras penas a través de la gruesa cortina de nieve,
abrazándose a sí misma y tiritando de frío mientras mascullaba insultos dirigidos
a su maestra Zadekiel, que de seguro oiría si no fuera por el ulular del viento
polar. Sacar una y otra vez el pie de entre la nieve se le estaba volviendo
cansino, y ni qué decir de la fría y fuerte tormenta que amenazaba con congelar
hasta sus alas. Definitivamente, pensaba ella una y otra vez, fue un error
haberse dejado convencer para huir hasta el reino de los humanos.
—¡Prometiste que no caeríamos en los polos, Zadekiel!
—¡Ya, ya! —Zadekiel sacudió su mano al aire—. Que haya nieve no
significa que estemos en uno de los polos, Dione. Gritando y quejándote no vas
a solucionar nada. Si no te gusta, puedes volver a los Campos Elíseos.
“Lo haría si no se me congelara hasta el alma nada más elevarme”, pensó Dione
haciendo un mohín. Miró hacia atrás para comprobar cómo se encontraba su amiga,
Aegis, extrañamente muy callada desde que llegaran. “Aunque no me iría sin ella”,
concluyó, girándose para esperarla. No obstante, pese al clima hostil, notó que
el rostro de Aegis era risueño.
—¡Aegis!, ¿cómo estás? ¿Tienes frío? ¿No te duelen las alas?
—¡No, Dione!
La otrora tímida hembra se detuvo para tomar la nieve con sus manos y
hacer una bola mientras reía. Aegis siempre había acatado las reglas en los
Campos Elíseos y resultaba imposible imaginar que llegaría un día en el que
tuviera que desobedecer las órdenes superiores. ¿Quién iba a pensar que alguien
como ella estaría ahora en el reino humano, experimentando esa sensación de
libertad que la llenaba completamente? No le importaba el frío o la tormenta de
nieve que le imposibilitaba ver más que unos cuantos pasos adelante; ahora era
una renegada y eso se anteponía a todo.
Una oscura figura, apenas visible por la ventisca, parecía acercarse a
ellas a pasos lentos y erráticos.
—¡Por los dioses! —Dione retrocedió un par de pasos para hacer escudo de
su amiga—. ¿Qué es eso?
—¡Un monstruo de la nieve! —Aegis rio divertida, lanzando la bola al
horizonte.
—No, nada de eso… —Zadekiel achinó los ojos—. ¡Oye, tú! ¡Llévanos junto
a tu líder, humano!
Steven había pasado los últimos cinco meses trabajando en un puesto
radiotelescópico ubicado en medio de la Antártida, lugar ideal para la
investigación de la radiación interestelar. La paga era buena, aunque las
condiciones laborales eran especiales y, sobre todo, muy solitarias. En un día
como aquel, con una violenta tormenta de nieve, la peor noticia era un fallo en
el suministro de energía de fusión que exigía que saliera de su cálido
observatorio y avanzara medio kilómetro hasta llegar al generador.
“Me estoy volviendo loco”, concluyó avanzando a duras penas, ayudándose
de su estaca, pues creyó ver tres oscuras figuras femeninas tras la ventisca. De
hecho juraría que una de ellas le había llamado la atención. Pero no les hizo
caso, siguió su camino rumbo al laboratorio. Era imposible que alguna mujer pudiera
estar allí a la intemperie apenas vestida con túnicas y botas de cuero.
Y alas…
—¿Alas? —se rascó la barbilla y volvió su vista hacia el trío de
mujeres.
Steven clavó fuertemente la estaca en la nieve y se retiró las gafas que
protegían su visión de la tormenta. No se lo podía creer; tres ángeles en medio
de su recorrido. Cayó la posibilidad de que tal vez abusó de su whisky o que
tal vez la soledad ya le estaba jugando malas pasadas. Inmediatamente pensó en
ofrecerles un abrigo, pues llevar solo esas túnicas parecía ser
contraproducente, aunque recordó que los ángeles tendrían una fuerza
sobrehumana y probablemente no sintieran el frío, al menos no como él.
“Y encima son bonitas”, asintió.
—¡Venimos en son de paz, humano!
—Qué va. Definitivamente, necesito descansar —No supo si le habló a
ellas o a él mismo, pero ya le dio igual, agarró su estaca para volver a su
camino.
—¡Oye, te estoy hablando, maldito mortal! —protestó Zadekiel.
El hombre se volvió a girar. Eran unas alucinaciones la mar de
insistentes, pensó. Y muy atractivas también. “Bueno… ¿Qué más da si son ilusiones?”,
concluyó con una sonrisa de labios apretados. De todos modos, necesitaba hablar
con alguien, un mero pasatiempo para combatir la soledad, necesitaba de
compañía, por más que fuera imaginación suya. Nadie se enteraría de que se
había vuelto, al menos ese día, completamente loco.
—¿Qué queréis, chicas?
—¡Tenemos muchas preguntas que hacerte, mortal!
—Pero, sobre todo, ¿no tendrías un lugar caliente y seguro? —preguntó Dione.
—¡Como un iglú! —rio Aegis.
—No tengo un iglú —dijo el hombre—. Pero podéis acompañarme a mi
observatorio, es el sitio seguro más cercano en este lugar. Por no decir el
único…
—¡Bien, bien! —Zadekiel se sacudió las alas, desperdigando la nieve
encima, y se unió a la caminata—. Se te recompensará muy bien, humano.
—¿En serio? Eso estaría bien —dijo él, apuntando el horizonte—.
Llegaremos en veinte minutos.
—Tienes mi palabra, mortal. Soy una… Arcángel…
—¿Una Arcángel? Es un honor, pues.
Dione abrió la boca para reclamar aquella vil mentira, pero lentamente
fue cerrándola mientras meneaba la cabeza. Concluyó que no sería conveniente
iniciar una disputa ahora que habían conseguido ayuda. “¡Hmm! Era de esperar de
Zadekiel”, refunfuñó ofuscada, sacudiendo sus alas. “Se aprovecha porque nadie
la conoce aquí”.
—¡Arcángel Zadekiel! —gritó una emocionada Aegis, alzando las manos y
alas al aire mientras se unía a la caminata.
El hombre se deshizo, con sendas patadas, de la basura, aparatos y
cables varios en el suelo de su laboratorio. Era un lugar pequeño y, ahora que
lo pensaba, tal vez tendría alguna similitud con un iglú. Se sentó sobre su mullido
sillón, una suerte de trono, y mirando su botella de whisky a un costado, concluyó
que lo mejor sería no beber, no fuera que aparecieran más ilusiones. Le sería
difícil administrar tantas mujeres imaginarias.
Miró de nuevo a las tres ángeles frente a él. Se ayudaban entre ellas
para limpiarse las alas, salvo la más joven, quien parecía estar acostumbrada a
ser la mimada del grupo pues dejaba que las otras acariciasen e higienizasen su
plumaje.
Fue la propia Aegis quien se inclinó para agarrar un aparato tetraédrico
de color plateado del tamaño de un puño; lo ladeó y miró curiosa. Estaba al
tanto del ingenio de los mortales, aunque su curiosidad por aquellos artefactos
e invenciones era mínima.
Steven se acarició el mentón, sonriendo de lado. “Muy, muy guapas, quién
diría que tuviera tanta imaginación”.
—¿Cómo os llamáis, chicas?
—Soy Zadekiel —asintió la seria maestra, extendiendo ligeramente sus
alas para imprimir presencia—. Arcángel… Zadekiel…
—Yo me llamo Dione —refunfuñó mientras seguía limpiando el plumaje de
las alas de Aegis, en tanto fulminaba con la mirada a su maestra—. Y soy un
ángel normal y corriente.
—¡Aegis! —chilló la emocionada joven, abrazando contra sus pechos el
aparato tetraédrico, mirando asombrada el lugar.
—Encantado de conocerlas. Me pueden llamar Steven. ¿A qué han venido
tres lindas chicas como ustedes en un lugar tan frío e inhóspito como la
Antártida?
—Venimos en búsqueda de nuestra amiga —continuó Zadekiel—. ¿No habrá
caído aquí? Es joven, cabellera roja, de esta estatura más o menos…
—¡Y tiene alas! —Aegis extendió las suyas, golpeando y dejando caer algunos
aparatos apilados tras ella.
—No he visto un ángel más que ustedes tres —Steven se encogió de
hombros—. Y créanme que, si un ángel cayera en el mundo, no tardaría en
aparecer en las noticias. ¿Sois muy conocidos, sabéis? Hay naciones que incluso
instalaron toda una red de detección en sus territorios.
Aegis, asombrada por el lugar, dejó caer el tetraedro de entre sus
brazos. Rodó por el suelo y fue capturado por Steven, quien no dudó en
levantarlo para hundir su dedo en la base del artefacto. Inmediatamente, el
objeto brilló y proyectó una imagen tridimensional que parecía ser la portada
de un periódico de su tierra natal.
Las tres hembras quedaron sorprendidas al ver la fotografía en donde un ser
de traje oscuro cargaba en sus brazos a una joven y alada pelirroja. Steven
leyó el título con un escalofrío llenándole el cuerpo. “Capturado un Éxtimus en
Nueva San Pablo”. Miró de nuevo al trío de chicas, esas que buscaban a una
pelirroja con alas. Tal vez aquellas tres frente a él no eran, después de todo,
imaginación suya.
“Tienes que estar jodiéndome”, tragó saliva.
—¡Perla! —gritó Zadekiel, dando varios pasos adelante, queriendo tocar
la imagen, pero sus dedos atravesaron el holograma.
—Ya veo —suspiró Steven, apagando el artefacto. Señaló el suelo—. De
rodillas, las tres.
—¿Cómo…? —Zadekiel frunció el ceño—. ¿¡Por qué habría de arrodillarme
ante un mortal!? ¡Muéstrame a Perla! ¡Tráela otra vez!
—¿Traerla? ¿Te refieres a que encienda de nuevo mi portátil?
—¡Lo que sea!
El hombre cayó en la cuenta de que ellas no entendían de tecnología. Si
bien le invadió un miedo al darse cuenta de que estaba frente a tres ángeles de
verdad, sabía que ahora tenía una pequeña pero importante ventaja que podría salvarle
la vida. Aunque ellas no parecían ser el prototipo de ángeles que él esperaría,
ni violentas ni armadas como para asesinar ejércitos enteros, debía mantenerse
cauteloso.
Levantó su portátil cúbico de nuevo, como si fuera alguna clase de
trofeo anhelado por aquellas hembras aladas, y de hecho así parecía serlo para
ellas pues observaban con detenimiento. Aegis era la más asombrada,
boquiabierta como estaba.
—Lo haré. Les diré dónde está su amiga… pero… Voy a ser sincero, chicas
—se acomodó en su asiento—. Todo el mundo sabe qué son los ángeles. Qué han
hecho, hace más de trescientos años. Son portadores del Apocalipsis.
—Nada de eso —Dione negó con la cabeza—. Nosotras solo nos dedicamos a
cantar. Pero entendemos que haya ciertas reticencias, humano.
—Gracias. Y yo soy un hombre pragmático. No creo que todos los ángeles
sean unos condenados demonios, no trago con todo lo que cuentan en la
televisión. Pero entiéndanme, chicas. Necesito tener la certeza de que no van a
matarme. Así que, por favor, de rodillas y quietas frente a mí… y les diré
dónde está su amiga.
II
Ámbar salió al balcón de su departamento y perdió la mirada en el
cabrilleo intenso de las luces de la ciudad. Era una auténtica explosión de
colores intensos en aquella jungla de hierro y acero, de edificios y
estructuras interminables en el horizonte. Solo la Luna y la supernova Betelgeuse
brillaban con relativa fuerza en el manto negro del cielo, generalmente opacado
por la intensidad de la luz artificial.
“Está bastante tranquilo”, pensó mirando hacia las lejanas calles,
extrañamente poco transitadas. Pese a que el gobierno no cesaba con su
publicidad de que la humanidad había vencido sus anteriores verdugos, y que ya
no había que temer, muchos empezaban a huir al saber que el ángel estaba
captivo en la metrópolis, y muy pocos se atrevían a continuar con su rutina.
Y es que, aunque la religión había perdido mella en la moderna sociedad
humana, la noticia del ser celestial caído en Nueva San Pablo había sacudido en
lo más profundo de las personas. Llegaban reportes de otras naciones en donde las
sinagogas, iglesias y templos recibían un número inusual de visitantes; trescientos
treinta años después del Apocalipsis, la llegada de un ángel no presagiaba nada
bueno en el reino de los mortales, y la humanidad parecía buscar un consuelo
espiritual ante el temor de un nuevo fin de los tiempos.
Por otro lado, los rumores apuntaban a que el gobierno de Nueva San
Pablo accedería a la venta del ángel a alguna poderosa corporación
farmacéutica, cualquiera de ellas económicamente mejor posicionadas que la
mayoría de las naciones, todas ávidas de conocer los secretos de la
inmortalidad, inmunidad y fuerza de aquellos seres celestiales. Parecía inevitable
que pronto Perla sería traslada a un moderno complejo ubicado en algún rincón
recóndito del planeta.
Ámbar se estremeció de pensar en lo que le deparaba a la joven alada,
siendo objeto de experimentaciones y privada de la vida que de seguro
disfrutaba en los cielos. “No sé por qué me preocupo”, pensó, inclinándose para
apoyarse de la baranda, recordando la noche anterior que pasó dialogando con
ella, acompañándola hasta que consiguiera dormirse.
El joven Johan salió al balcón, interrumpiendo sus cavilaciones. La
invitación a un café no terminó como ambos oficiales esperaban: la cita
prometida terminó desbocándose en una marabunta de periodistas y fanáticos que
no dudaban en acercarse a Ámbar, entre los flashes de las esferas fotográficas
y filmadoras, solicitando autógrafos o algunas palabras de la mujer que había
derrotado a un ángel. Algunos solo deseaban tocarla como si fuera alguna
especie de nuevo mesías.
Johan se sentó en una silla y, llevando las manos tras la cabeza, esbozó
una sonrisa.
—¿Te gusta tu nuevo mote, “Hija de Thor”?
Ámbar gruñó como respuesta. Las imágenes de la Capitana, desenvainando
su espada para luego desencadenar una fuerte y brillante corriente eléctrica contra
el ángel, se volvieron virales. Pronto la publicidad la llevó a ganarse
rápidamente el apodo de la “Hija de Thor”, dios de los truenos de la mitología
nórdica.
—Me guste o no, tengo que aprender a soportar este show mediático. Y la
prensa no perdona, así que habrá que medir mis pasos a partir de ahora.
Se giró hacia su subordinado, a quien parecía divertirle todo el asunto
de la prensa y la fama que la rodeaba. “Ahora que lo pienso, fue
contraproducente salir a caminar con un chiquillo como él”, meditó Ámbar,
rascándose la frente. “Espero que mañana no aparezca en las revistas como una
maldita asaltacunas”.
—Pronto anunciarán a quién decidieron vender al Éxtimus —dijo el
muchacho—. Espero que la cosan a jeringas allá a donde la lleven.
—¡Johan!
—¿Qué? Lo digo en serio. Es un ser inmortal, inmune, semidios, lo que
quieras —sacudió una mano al aire—. Soportará todo.
—Es solo una niña.
—¿Niña? Te preocupa lo que le pueda pasar, ¿no es así? ¿Qué es lo que te
ha dicho cuando charlaste con ella?
—Lo obvio. Que quiere volver —meneó la cabeza de nuevo como si ella
misma intentara apartarse de encima la creciente responsabilidad que sentía por
el ángel.
—Pues esa “niña” me rompió el brazo —insistió el joven.
—Que lo has recuperado en menos de dos horas, Johan. Y desde luego que
estoy preocupada, no soy un condenado robot, tengo un corazón que me dice que,
tenga alas o no, deberíamos anteponer el bienestar de esa muchacha antes que
los intereses económicos del Estado y los de una maldita farmacéutica.
El joven dejó su pose despreocupada y se inclinó hacia ella, mirándola
fijamente.
—Pienso exactamente lo mismo. Es decir, tampoco me considero una mera
herramienta del Estado y por ello hay veces que puedo titubear antes de acatar
una orden.
—¿Entonces estamos de acuerdo en que esa niña no merece estar encerrada?
—No me interesa el Éxtimus —Johan se levantó; aunque su corazón empezara
a apresurar latidos, se armó de valor para revelarse ante ella y dar convicción
a sus palabras—. Me interesas tú. Quiero decir… es por ti quien hice de escudo
para protegerte del ángel. El Estado quería capturar al Éxtimus vivo, pero a
costa de nuestras vidas. No lo iba a permitir.
—Deja de decir memeces —la mujer se giró y volvió a apoyarse de la
baranda—. Guarda esas frases para las chicas de tu edad. En la Jefatura hay muy
buenos partidos con las que podrías dedicar tu tiempo.
El chico negó con la cabeza; se mantenía firme, tratando de disimular
las manos temblorosas del nerviosismo, en parte por miedo a recibir alguna
paliza, después de todo Ámbar no era una mujer común y corriente, y en parte
porque ahora estaba confesando sus deseos más ocultos. Vació los pulmones antes
de tomarla de los hombros y girarla para que ahora ella viera su mirada
decidida.
—Pues no estoy interesado en ellas.
“Maldito niño”, pensó Ámbar con un escalofrío recorriéndole la espalda. “Estoy
en medio de algo importante y me sale con estas”. Apretó los dientes. Y lo peor
de todo, para ella, era que ese deseo del muchacho parecía extenderse ahora a
su propio cuerpo, contagiándolo de apetito. Después de todo su cuerpo ya
añoraba el tacto, besos y caricias. Recordó aquella mirada del joven, cuando se
encontraron en los vestidores, y volvió a estremecerse de manera avasallante al
saberse deseada.
Se remojó los labios, pero luego se los mordió en un intento de
calmarse.
—Es muy bonito todo eso —se apartó de sus manos—. Pero a mi lado seguirás
rompiéndote el brazo. Si no es un Éxtimus, seré yo quien lo haga para hacerte
entrar en razón.
—Será así, pues. Volvería a romperme el maldito brazo otra vez para que
lo entendieras.
—¡Ja! ¡Deja los clichés, niño! —posó la mano abierta sobre el pecho del
joven y lo apartó—. ¡Soy tu superior!
—¿No deseabas que te tratara informalmente fuera de la jefatura, Ámbar?
—¡Ah! Pues cuando vuelva a la Jefatura redactaré un reporte por
desacato.
El chico empalideció y retrocedió un par de pasos. Viendo cómo giraron
las tornas, él preferiría que le rompiera el brazo; lo podría recuperar en un
par de horas en el Hospital Militar.
Ámbar gruñó, empujándole bruscamente para llevarlo dentro de su
departamento. La mujer no dejaría que un subordinado llevara las riendas de
ninguna situación, una situación que ya se estaba desbordando y que ella estaba
dispuesta a apaciguar de la manera menos profesional posible.
—Te invito a un café y así me lo agradeces… —regañó la mujer tirándole
de la oreja con una mano, mientras que con la otra apagaba las luces de un
chasquido de dedos.
—¡Espera, espera, Ámbar…! ¿Lo del… reporte… iba en serio? —protestaba a
trompicones mientras era llevado hasta el sofá.
—¡Siéntate, Johan!
Soltó la oreja e inmediatamente el chico procedió a sentarse en el sofá;
ahora, había perdido todo el valor que acumuló, aunque aún necesitaba una
respuesta sobre la amenaza de la mujer. Levantó la mirada y la vio a contraluz;
la brillante ciudad tras ella dejaba adivinar el contorno de su cuerpo, esos
brazos en jarra, esa pose firme y amenazante. De seguro, pensaba Johan, ella lo
estaría fulminando con una mirada penetrante, como desaprobando su actitud e
intenciones.
Extrañamente, notó a duras penas cómo Ámbar llevaba una mano hacia sus pechos.
Sin entender el porqué, la mujer empezó a desabotonarse la camisa frente a sus
atónitos ojos.
—¿Has dicho que te romperías el brazo por mí? Es bonito y noble lo que
has dicho, Johan. ¿Acaso quieres ser mi escudo?
El muchacho tragó saliva y asintió. Ámbar sonrió por lo bajo, aunque él
no pudiera apreciarlo por la penumbra. Procedió a quitarse más botones.
—Yo fui escudo de muchas personas y compañeros —continuó Ámbar—. Durante
redadas, asaltos e incluso atentados, siempre soy la primera al frente. No temo
a la muerte, no porque tenga alojado potenciadores tecnológicos en mi cuerpo,
como Santos. Te diría que soy así por naturaleza. Pero tienes que entender que
por más nobles que sean tus objetivos, todo tiene consecuencia.
La camisa cayó suavemente al suelo y Ámbar quedó solo con un sugerente
sostén, que por la penumbra parecía negro. Avanzó unos pasos firmes y se inclinó
para tomar una mano de su subordinado.
—Estoy dispuesto a enfrentar las consecuencias, Ámbar —afirmó él con
confianza al sentir que la mano de la mujer era mansa, suave, delicada.
—Ajá. Calla. Ahora toca aquí —ordenó llevando la mano del chico hacia su
vientre. De manera casi imperceptible, Ámbar se estremeció al contacto; no
tanto por los dedos y la palma fríos del chico, sino porque hacía tiempo que un
hombre no la tocaba.
—Ya… ya veo, Ámbar —susurró él, palpando la piel, surcando suavemente, con
la yema de los dedos, sintiendo algunas hendiduras; tal vez era la misma que
había notado fugazmente en los vestidores— ¿Puedo hablar yo?
—No, sigue callado, te lo pedí claramente. ¿Sientes la cicatriz? Esta me
la hicieron cuando me ofrecí como intercambio durante una toma de rehenes en
Matto Grosso. El bastardo utilizó una navaja lo suficientemente filosa para
atravesar el EXO de aquel entonces. Aquí hay otra —subió la mano del joven y la
llevó hacia la fina línea que separaba ambos senos, en el esternón. Ladeó el
sostén y le ayudó a palpar la piel—. Esto que sientes aquí…
—¡Espera! Espera, no tienes que decirlo, Ámbar…
—¿Qué parte de “sigue callado” no has entendido? No me hagas repetirlo,
Johan, y sigue tocando. Aquí, ¿lo sientes?
Tomó ambas manos del chico y lo invitó a palpar su cintura, pues allí
encontraría otras líneas que, al tacto, y tal vez a la vista, pudieran
asustarlo. O eso pensaba Ámbar, quien tenía que enmascararse tras un rostro
serio, aunque en el fondo escocía confesarle y mostrarle sus defectos a un
hombre que, tras varios años, mostraba interés en ella. Pero la mujer, dura
como era, quería evitar decepciones posteriores. Sincerarse.
“Esto es lo que hay conmigo, chico. En serio, busca a otra mejor”.
Inesperadamente, Johan sus manos hasta la espalda de la mujer, entre los
hombros, donde, con una paciencia inaudita, logró sentir en la espalda unas
marcas, de varias líneas paralelas, como de latigazos, que confirmaban el
violento mundo en el que ambos estaban sumidos.
Ámbar se estremeció y, diríase en un acto reflejo, se abrazó al chico.
Hundió el rostro en el hombro de su subordinado, pensando que tal vez fue mala
la idea de mostrarle todo aquello. Despertaba recuerdos muy dolorosos, la
mostraba como alguien frágil, no como la mujer dura que se mostraba día a día.
—Puedes seguir, no cambiaré de opinión, Ámbar.
—Eres demasiado insistente.
—Lo digo en serio. Sigue, si esta es la única manera de tocarte, yo
encantado…
—Ajá —rio—. Te has ganado otro reporte —bromeó ella, enredando sus dedos
en la cabellera del joven mientras que con otra mano iba desprendiéndole los
botones de su camisa.
Tras todo el manto de tecnología y brillo cegador en la jungla de acero,
bajo los potenciadores y nano-componentes implantados en el cuerpo, se volvía
necesario desnudar una faceta más humana; dejarse llevar por el instinto, por
el deseo de la carne, ir allí en donde restaba disfrutar y deleitarse del sabor
de los besos, de la sensación de la piel sobre otra piel, de las manos
palpando, dibujando figuras informes sobre la desnudez de los cuerpos de los
amantes.
La mujer, sentada al borde de la cama, besaba en los alrededores del
ombligo del joven mientras que sus manos buscaban lenta pero firme quitarle el
pantalón, por donde ya se adivinaba el estado excitado del muchacho. Hacía
tiempo que Ámbar no lo palpaba, esa carne enhiesta, anhelante, que parecía
temblar de excitación aun cuando estaba capturado por sus manos, que se cerraban
como garras de un depredador.
—Tenemos que hablar sobre algo —dijo Ámbar, levantando la herramienta
para que apuntara hacia el techo. Antes de inclinarse y darle al chico un
repaso con la lengua, ella continuó—. Pero no pienses que te pediré que te unas
a mí aprovechando que estamos haciendo lo que hacemos.
Luego de la pasada de lengua por la piel de las más sensibles
pertenencias del muchacho, la mujer inició un vaivén lento pero firme sobre
aquella verga palpitante, conforme seguía saboreando. El chico, como si fuese
víctima de un extraño rayo que paralizase completamente sus sentidos, trataba
de recobrar los sentidos perdidos para escucharla.
Pensó que tal vez sí ella era, después de todo, la hija del Dios de los
Truenos.
Tras una ligera mordida que lo sacudió, Ámbar prosiguió:
—Hacemos lo que estamos haciendo porque tú y yo así lo deseamos, Johan.
No porque quiera aprovecharme de la situación. Te propondré algo que no sé si
te gustará, por lo que espero que me des una respuesta sincera. Pero respondas
lo que respondas, te prometo que esta noche terminará como tú y yo deseamos.
—Trataré —apostilló el joven entre resoplidos, incapaz de salir del
trance eléctrico.
Ámbar se sonrió al pensar seriamente lo que le decía: pretendía que el
chico usara las neuronas en un momento como aquel, tan íntimo y, a juzgar por
el rostro de su amante, tan avasallante y placentero. Se levantó y, enredando
sus dedos por la cabellera de él, lo invitó a probar sus senos.
—Perdóname. Ya habrá momento. Ahora mismo, mi cuerpo es tuyo.
Se ofreció a él, pero como si fuera alguna especie de recordatorio de
que estaba intimando con una mujer altiva, jamás dejó que el joven guiara la
situación en la cama. Era ella quien montaba encima de él, era solo ella quien
marcaba el ritmo, el meneo de la cintura, las uñas arañando suavemente o fuerte
según convenía; era ella la que apretaba su interior para que el chico gozara,
la que mordía si él se pasaba de roscas, la que besaba su pecho y lamía los
pezones como premio si lo hacía bien.
El sonido de los gemidos, de una cama chirriando y de dos cuerpos
uniéndose con pasión, rebotaban y se perdían en la ciudad como un eco en la
oscuridad.
En la noche de cielo negro, bajo la jungla de acero y luces de neón, se
gestó una alianza sellada con la unión de los amantes. Y pronto, nacería una
rebelión que sería capaz de cambiar el curso del destino. Una rebelión tan fugaz,
intensa y que sacudiría la moderna sociedad humana como un relámpago que hace
temblar tanto el cielo como la tierra.
III
Steven aún no daba crédito de tener a tres mujeres sumisamente
arrodilladas ante él. Caminaba frente a ellas, con las manos tras su espalda,
como un amo comprobando el grado de sometimiento de sus esclavas, aunque en
realidad aprovechaba la vista para ver los sugerentes escotes que le hacían las
túnicas, sobre todo a Zadekiel y Dione, Aegis no las tenía grandes como ellas.
“Al diablo con las plumas, siguen siendo mujeres”, pensó él, enmascarándose
tras un rostro serio y severo, esperando que no se le evidenciara su ansiedad.
Las hembras reposaban sus manos sobre sus regazos, sacudían ligeramente
sus alas, como esperando expectantes sus palabras. Aunque Zadekiel, por más que
estuviera en una posición sumisa, parecía que en cualquier momento se
abalanzaría a por el mortal; se había presentado como una supuesta Arcángel y
por ende pensaba que merecía un mejor trato que aquel tan degradante.
Cuando el humano pasó a su lado, la maestra empuñó ambas manos: quería
ponerlo en su lugar, pero fue rápidamente interrumpida por un codeo de Dione.
Él sabía la ubicación de Perla, las hembras no debían utilizar la violencia,
máxime conociendo la superioridad física de un ángel por sobre un humano.
Podría matarlo de un puñetazo y allí sí que estarían perdidas.
“Tener que rebajarme a esto”, se dijo la rubia, meneando la cabeza para
apartar sus deseos de lucha.
—Bien, chicas, les diré dónde está vuestra amiga. Si accedéis a tres
deseos míos, eso es.
—¿¡Y bien!? —bramó Zadekiel—. ¡Dinos, mortal!
—Arrancaos una pluma de vuestras alas y ponédmela cerca de mis pies.
—¿¡Ah, qué cosas dices!? —Zadekiel achinó los ojos.
—Las plumas de los ángeles son muy valiosas, ¿sabéis? Pero deben ser las
plumas que están debajo de las cobertoras, las más enraizadas. Obviamente, ya
casi no quedan ninguna tras el Gran Ataque, pero existe un mercado negro que
oferta mucho dinero por una pluma de ángel.
—¿Por qué querrían plumas de ángeles? —Dione hizo un mohín—. Yo creo que
estás jugando con nosotras.
—Clonación —agregó serio—. Un proyecto que nunca rendirá frutos, si me
preguntas. Yo solo quiero el dinero.
—¡Auch! —chilló Aegis, quien se arrancó una pluma de sus alas. Las que
estaban bajo las cobertoras eran duras de quitar, ocultas bajo el manto
externo. Se inclinó hacia el humano y dejó la pluma a sus pies—. Aquí está la
mía, señor Steven.
—Bien —asintió Steven—. Eres muy buena, Aegis. Me gustan las chicas
obedientes.
—¡Ya! —dijo colorada, regresando a su posición.
Con el rostro torcido de ira, Zadekiel se arrancó una pluma y la dejó en
el mismo lugar que Aegis. No tardó Dione en hacer lo mismo. El humano se recreó
de la escena durante unos segundos, contento por su victoria, y se agachó para
recogerlas. “Vaya, son relativamente dóciles…”, pensó, guardándose las plumas
en un bolsillo.
Tomó aire. Realmente ya no necesitaba nada de ellas. Si eran ángeles,
haría dinero con sus plumas. Era la única recompensa que valía la pena sin
tener que arriesgar su integridad física. No obstante, con la boca haciéndose
agua, ordenó:
—Vuestras túnicas… Retiraos las túnicas.
—¿¡Ahora nuestras túnicas!? —preguntó una nerviosa Zadekiel—. ¿¡También
queréis clonar nuestras túnicas!?
—¿O será que solo nos las quiere robar? —agregó una confundida Dione.
—¡Yo también robaría vuestras túnicas si estuviera vistiendo un abrigo
tan pesado y feo como el que tiene él! —rio Aegis.
“Estas chicas”, pensó un contrariado Steven. “No tienen la más pajolera
idea, ¿no es así?”. Pero cuando Aegis se deshizo de los tirantes de su túnica y
esta cedió, revelando unos senos coronados por unos sonrosados y pequeños
pezones, quedó inmóvil, salvo sus dedos, que parecían estirarse involuntariamente,
como queriendo reclamar los pequeños pechos de aquella ángel de rostro aniñado
y ojos plateados.
—No vas a entregarle tu túnica, ¿verdad, Aegis? —protestó Dione al ver
que su amiga quería desvestirse—. ¡Son sagradas!
—Es… eso es verdad —dijo, ignorante de que su torso desnudo estuviera provocando
al científico. Empezó a jugar con la tela de su vestido mientras agachaba la
cabeza—. Tenía a Perla en todo momento, así que acepté.
—Chicas… chicas…. —Steven se despertó del trance. Podría decirse lo
mismo de su sexo—. No voy a robarles sus túnicas.
—¿¡Y a qué viene pedirnos que nos las quitemos!? —vociferó Zadekiel.
—¡Ah! —chilló Aegis, tapándose la boca. Frunció el ceño y señaló al
asustado humano con un dedo amenazador—. ¡Quiere que nos resfriemos! ¿No es
así? ¡Te advierto que no funcionamos como los mortales!
“Madre mía, ¿en serio estás pájaras no tienen la más mínima idea?”,
pensó mientras acusaba un dolor en sus pantalones, pues algo estaba despertando
a ritmo frenético. “Supongo… que debería explicarles de otra manera”, concluyó.
—No es eso, chicas. Miren, tengo curiosidad por ver cómo es el cuerpo de
un ángel. Así que ya sabéis, que vuelen las túnicas.
—¡Las túnicas son sagradas! —volvió a insistir Zadekiel, levantándose con
un gesto indignado en el rostro. Era como si fuese la única que realmente
pillaba las intenciones del hombre—. ¡Y también lo son nuestros cuerpos,
mortal! ¡Hmm! Debería darte vergüenza.
—¿Podrías dejar de gritar tanto, Zadekiel? —agregó Dione quien también
se había desnudado el torso, revelando unos senos considerables, más grandes
que los de Aegis, que además alojaban pezones oscuros—. No pasa nada, no va a
robarse nuestras túnicas, y solo quiere ver.
Pero Zadekiel estaba terriblemente ofuscada por el asunto, por lo que se
dirigió a la puerta de salida. Era la única de las tres que sentía algo de
pudor.
—Aegis, Dione, perdonadme. Pero las esperaré afuera.
—Tal vez deberíamos… —dijo Aegis, tomando ambos tirantes de su túnica
para vestirse de nuevo—. Tal vez deberíamos ir junto a ella.
—Zadekiel estará bien —respondió Dione, levantándose para terminar de
quitarse la túnica.
Quedó desnuda salvo sus largas botas de cuero, brazos en jarra. La
hembra era imponente en sus curvas, con unos lunares que parecieran ser más
bien colocados en lugares estratégicos que al simple azar. Uno hacia su monte
de venus, otro en la cintura, además del que se hallaba cerca de la comisura de
sus labios. Los senos se veían plenos y firmes, diríase que se levantaban
orgullosos. A diferencia de Zadekiel, Dione no percibía las intenciones
verdaderas del humano, carente de deseos carnales como era.
—¿Y bien, mortal? ¿Está satisfecha tu curiosidad?
—S-señor Steven… —dijo Aegis, levantándose.
Desnuda como su amiga, la tímida hembra se robó la atención y el aliento
del hombre. Aegis empuñó sus manos y las llevó contra sus pequeños pechos. No
gozaba de curvas pronunciadas, no como las de su amiga, pero para Steven era
innegable el encanto que irradiaba con ese cuerpo que parecía tallado exquisitamente
por un dios, y ni qué decir esa actitud sumisa que le hechizaba.
—S-señor Steven, ¿cuál es su tercer deseo?
El hombre meneó la cabeza para cerciorarse de dos cosas: que no era una
imaginación y que realmente aquellas dos preciosidades eran incapaces de verle
sus verdaderas intenciones. Su respiración se agitaba conforme comía con la
mirada esos cuerpos exquisitos a su disposición.
“Ángeles… no, más bien… ¡Mujeres!”, se dijo a sí mismo otra vez,
tratando de convencerse de que no habría diferencia si terminaba enfiestándose
con ellas.
Se acercó a Aegis y se inclinó hacia sus pechos. “Quédate quiera por un
momento”, ordenó en un susurro de tónica pervertida. Acercó sus dedos índice y
pulgar a los labios de una hembra que miraba con inusitada curiosidad al
hombre; nunca ningún ángel había actuado de manera tan extraña con ella, ni en
juegos.
—Lámelos.
—¿La… lamerlos, señor Steven?
El hombre asintió. La hembra, visiblemente confundida, tomó la mano con
las suyas y acercó los dedos para abrigarlos con sus finos labios. Los ensalivó
y, notando cómo el rostro del mortal parecía arrugarse, creyó estar
lastimándolo, aunque cuando notó una suerte de sonrisa bobalicona pensó que
estaba haciéndolo bien, por lo que incluso se atrevió a usar la punta de su
lengua para terminar de humedecerlo.
—Señor Steven —dijo apartando su boca, mirando de reojo los relucientes
dedos—. ¿Se encuentra usted bien?
El humano ya no podía hablar, si algo tan nimio como aquello ya lo dejó
al borde de un orgasmo, estar con ella, dentro de ella, debería ser realmente
una experiencia celestial. Y es que, además, la ternura de la tímida ángel lo
tenía completamente enamorado.
Suavemente posó la palma abierta de su mano sobre el vientre de la
hembra, y bajando, perdió los ensalivados dedos en la pequeña mata de vello
púbico; palpó la feminidad de Aegis, tibia y suave, descarnada, la percibía exaltada
y nerviosa, mientras ella entrecerraba los ojos y abría torpemente la boca,
intentando decir algo, un simple gruñido, un simple gimoteo, pero todo intento
se perdió en un largo y tendido resoplido.
Dione, por otro lado, se erizó completamente al ver el rostro de su
amiga desfigurándose. Como ángel jardinera y miembro del coro, no estaba muy
puesta acerca de los peligros del reino humano y sobre las prohibiciones de
unirse en cuerpo a un humano, advertencias que sí conocían los guerreros de los
Serafines. Despojada de deseos carnales como era, temió por la vida de su
amiga.
—¿Eres…? —preguntó Steven, frunciendo el ceño, pues al intentar
introducir un dedo dentro de la joven hembra, notó una fina barrera que se lo
impedía. Empujó un poco más, pero no cedería fácilmente, mucho menos con la hembra
empezando a retorcerse—. ¿Eres virgen?
—¡Uf, por… por los di-dioses! —Aegis torcía la espalda y empuñaba las
manos, completamente vencida por aquel tacto. Nunca había dejado que nadie la
tocara, o sería mejor decir, nunca nadie había mostrado interés en hacerle algo
como aquello.
—¡Suéltala, mortal! —Dione tomó a su amiga de la mano, tirándola hacia
sí para apartarla. La rodeó con sus brazos, consolándola, acariciándole las alas—.
¿Qué has hecho con ella?
—¡Dione! —musitó la enrojecida Aegis—. Estoy bien…
—Pues a mí no me lo pareció. Maldito mortal, ¡dinos tu último deseo!
—Tienes un temperamento parecido al de la otra, la que salió. Por mí,
puedes retirarte.
—¿¡Y dejarte a solas con Aegis!? ¡Jamás!
—Dione —susurró su amiga, rozando sus pechos contra los de ella,
arañándola prácticamente con unos pequeños pero endurecidos pezones—. Estaré
bien.
Al ver a Aegis completamente enrojecida y embriagada de placer, Dione
sintió un algo nunca antes experimentado. Como si su cuerpo despertara y
activase algo; sintió su pecho y vientre llenarse de inexistentes hormigas. Tal
vez, al estar en un nuevo mundo, al estar estrenando su nueva condición de
ángel renegada y, sobre todo, al encontrarse expuesta en un nuevo y peligroso
mundo, Dione consiguió despertar algo enterrado dentro de sí.
—¡No digas tonterías, no te abandonaré, Aegis!
—D-Dione… —la tomó de su mano, enredando sus dedos entre los de ella—.
Piensa en Perla, por favor. Lo hacemos por ella. Lo que sea que tenga que
hacer, lo soportaré por ella.
—Qué divino —se mofó el hombre—. Allí está la puerta.
Zadekiel estaba sentada sobre una pila de cajas metálicas, en las
afueras del laboratorio, abrazándose a sí misma, dibujando, con su pie, figuras
amorfas sobre la nieve. No era el frío, al que evidentemente podía resistir
mucho más que un humano promedio, lo que la tenía así. “Maldito humano
insolente”, pensó, apretando los dientes, recordando la orden de desnudarse.
Dione salió del observatorio, acomodándose su túnica, y se acercó junto
a su maestra.
—Ese mortal es muy raro.
—Tal vez deberíamos darle una lección —Zadekiel de nuevo empuñó las
manos.
—Deseo lo mismo, pero no sería conveniente, Zadekiel. Además, la
tormenta de nieve ya terminó —Dione echó una mirada a los alrededores—. Creo
que ahora podríamos volar con comodidad.
—¿Ya habéis terminado? Así podré ir a por él…
—¿Me estás escuchando? Será mejor que no lo cabreemos si queremos saber
dónde está Perla.
Se sentó al lado de su maestra, imitándola inconscientemente, dibujando también
sobre la nieve, con los pies. ¿Qué era aquello que la había invadido dentro del
observatorio? Era un algo inexplicable para ella que exigía que no solo no se
apartase de Aegis, sino que evitara a toda costa dejarla a solas con ese
mortal. Siempre había sentido apego por su compañera de cánticos, pero ahora,
expuestas al peligro, pareciera que sus emociones se disparasen… y despertasen
sentimientos, algo que, en teoría, los dioses les habían arrancado cuando
fueron creados.
Zadekiel percibió la preocupación de su alumna, por lo que le tomó de la
mano. Con una voz mucho más afable que la que acostumbraba a hablar, la
consoló:
—Lo siento, Dione.
—¿Por qué? ¿Por ser una pésima maestra y por arrastrarnos hasta este
infierno?
—Claro que no —frunció el ceño—. Me refiero a Aegis. Tiene… tiene que
ser duro, ¿no es así? Tener que apartarte de alguien a quien profesas mucho
cariño, Dione. Yo… yo también sé cómo te sientes.
—¿Qué estás diciendo? —se soltó de su agarre.
—¡Hmm! —Zadekiel se cruzó de brazos—. Es decir, no confías en mí y
pusiste varias pegas para venir al reino humano, pero hete aquí.
—No iba a abandonar a Aegis.
—Claro. Dione, ¿nunca pensaste por qué los dioses nos dieron emociones,
pero nos prohibieron los sentimientos?
—Vaya cosas te pones a pensar, Zadekiel… —miró de nuevo hacia el
observatorio, como esperando que en cualquier momento se abriera la puerta y
saliera Aegis. Entonces, la reconfortaría con un abrazo.
—Creo que las emociones son el puente para llegar a los sentimientos —prosiguió
Zadekiel—. ¿De qué otra forma crees que Lucifer consiguió sentir aquello
prohibido?… Él amó, o eso dicen, y luego deseó la libertad de la legión para
que los demás amaran como él.
—Y le declaró la guerra a los dioses —agregó Dione.
—Evidentemente, sus formas no fueron las adecuadas —rio por lo bajo,
cerrando los ojos—. Entonces yo creo —la tomó de nuevo de la mano—, que no
tienes por qué sentirte culpable por lo que estás sintiendo. Al fin y al cabo,
somos así. Negarnos a nuestra naturaleza es negarnos a ser felices. Como seres
vivos, tenemos la posibilidad y el deber de buscar la felicidad, ¿no lo crees
así, Dione?
—Estás presuponiendo demasiadas cosas de mí —se soltó de nuevo.
—¡Ya! Eres un libro abierto, Dione, todas mis alumnas lo son —levantó
las manos y alas al aire—. ¡Uf! ¿¡O serán mis poderes de Arcángel lo que están
despertando dentro de mí, elevando mis habilidades cognoscitivas!?
—Deja de jugar a que eres un Arcángel…
—¡Necesitamos hacer una fogata, Dione! ¿Dónde está mi espada flamígera
cuando más la necesito?
—¡No eres ningún Arcángel, maldita!
Ambas hembras rodaban por la nieve en una lucha interminable de patadas,
puñetazos y aleteos varios. Dione no era el tipo de estudiante que cualquier
maestro querría, siempre altanera y conflictiva, algo esquiva en algunos
asuntos, pero qué más daba, pensaba Zadekiel, era su estudiante y aprendió a
soportarla… y conocerla. En el fondo, la conocía. Las conocías a todas.
Repentinamente, la batalla cesó entre resoplidos cansados. Quedaron
allí, la nerviosa Dione sobre una risueña Zadekiel. Dieron un respingo cuando
oyeron abrirse la puerta del laboratorio. De allí salió Aegis, vestida con su
túnica, sonriente y enrojecida mientras jugaba con sus propios dedos. Tras
ella, Steven fumaba un habano, no sin antes propinarle una nalgada de
despedida.
—¡Ah! —chilló Aegis, tocándose el trasero.
—¡Aegis! —Dione se levantó y corrió junto a su amiga para rodearla con
brazos y alas—. ¿Estás bien? —se apartó para mirarle a la cara, luego le dio la
vuelta, levantando un poco su túnica para comprobar que no le hubiera hecho
nada. Solo vio el contorno rojizo de la palma de una mano sobre su trasero.
—¡E-estoy bien, Dione! —dijo obnubilada—. N-no te preocupes… yo… te tuve
en mente en todo momento…
Dione humedeció sus ojos, sumiéndose en otro fuerte abrazo.
—¡No digas eso, Aegis!
—¡Nueva San Pablo! —gritó el humano.
—¿¡Ah!? —preguntó Zadekiel, sacudiéndose la nieve sobre su túnica—. ¿¡De
qué hablas, raro mortal!?
—Allí está su amiga. Aegis tiene mi portátil, le enseñé cómo usarlo.
Vayan con cuidado, Nueva San Pablo pertenece a una de esas naciones hostiles que
les mencioné, que pueden detectarlas.
—Ya veo. Nueva San Pablo. ¡Aegis, Dione! —llamó a sus alumnas,
extendiendo las alas—. Ya tenemos un lugar. Sigamos juntas y encontremos a
Perla antes que los Dominios.
—¡S-sí, maestra Zadekiel! —chilló Aegis, y riendo, agregó—. ¡Arcángel
Zadekiel!
La maestra se elevó ligeramente, extendiendo ambas manos hacia adelante
para esperar a sus pupilas. No tenía idea de dónde podrían estar los Dominios,
pero las hembras apenas habían llegado y rápidamente consiguieron ubicarla; tal
vez, pensaba ella, podrían llegar a tiempo y rescatarla antes de que Fomalhaut
pusiera una mano sobre su preciada estudiante.
“Aguanta, Perla”, pensó mientras Aegis y Dione se elevaban para tomarla
de las manos.
IV
Pétalos y hojas revoloteaban a lo largo y ancho del cementerio de Nueva
San Pablo, que recibía la cálida luz del sol asomando en el horizonte, todo un
telón de fondo repleto de rascacielos en donde destacaba la altísima y lejana fortaleza
militar “Nova Céu”.
Ámbar retiró del bolsillo de su gabardina un pequeño juguete, un soldado
de traje EXO que sostenía una espada radiante, y lo colocó cerca de la lápida
de su hija. Se arrodilló allí, sonriendo y cerrando los ojos, tratando de
olvidar por un momento toda la situación que se amontonaba ahora sobre sus
hombros.
—Sofía —dijo, dándole un par de golpecitos al juguete—, te encantará
saber que ahora hacen figuras de mí. Me la trajo mi vecina a mi departamento,
esta mañana. No te rías, pero ahora me dicen “Hija de Thor”, el dios nórdico,
debido a la capacidad que tiene mi espada de realizar descargas eléctricas.
No le gustaba la fama, aunque era inevitable sentir cierto orgullo por
lo que había conseguido: el reconocimiento de la sociedad, un hueco importante
en los libros de historia. Pero había llegado el momento de abandonar la figura
pública de heroína para, ahora, ser vista como todos como una traidora. Aunque
nunca nadie en la moderna sociedad sabría que Ámbar sacrificaría su estatus, su
honor, que mancillaría su nombre y su propia vida, para evitar que las
maquinaciones de las corporaciones trajeran un nuevo Apocalipsis.
Y, sobre todo, no permitiría que alguien que recordaba a su propia hija
terminara muriendo; esta vez, afrontaría el problema de frente.
—No me lo creerías, pero conocí a un ángel. Es… bueno, es un poco como
tú. Ahora que lo pienso, te sonará extraño… pero realmente creo que ambas
hubieran sido grandes amigas.
Sus ojos se humedecían, pero no lloraría allí. No frente a su hija. No
se mostraría como la destruida mujer que no supo confrontar una enfermedad
incurable. Había llegado el momento de ser la heroína que su amada Sofía
admiraba.
—Y… tal vez hoy no sobreviva, por lo que entonces iré a reunirme
contigo. Pero... mamá aún tiene que arreglar un par de cosas antes de irse, así
que espero que la perdones y, sobre todo, estés a mi lado para que seas el escudo
que nunca pude ser para ti.
“Tiene que ser duro”, pensó Johan, a varios metros detrás. No quería
entrometerse en aquel ritual de la Capitana. Pero era inevitable ponerse en la
piel de ella, en la de una mujer que tendría que sacrificarlo todo y saber que
pasaría a la historia como una traidora, a pesar de que en realidad lo daría todo
a favor de la sociedad que juró proteger. “En una sociedad donde prima la
tecnología, la humanidad es lo último que nos queda. Y si todo sale como Ámbar
planea, la sociedad se encargará de despojársela”, concluyó atrapando una hoja
de flor de gladiolo que revoloteaba en el aire.
Ámbar se repuso.
—Johan. Va siendo hora. ¿Estás listo?
—Sí —respondió él, soltando la hoja y recuperando su compostura—. Pero vamos
a necesitar motes. No me gustaría oír nuestros nombres en pleno operativo. Por
ejemplo, me gustaría que me llamaras “Égida”.
—Parece mote para mujer...
—Es así como se llama el escudo de Zeus, Ámbar…
—Está bien. Es conveniente —la mujer se giró para sonreírle—. Nunca me
gustó “Thor” como mote. Prefiero el de su padre. “Odín” estará bien.
En un mundo donde la humanidad parecía haber sido enterrada bajo una
jungla de acero y tecnología, bajo implantes y potenciadores inyectados en el
cuerpo, surgieron los héroes que habían decidido aferrarse a su lado más humano.
Y sabían que para ganar la paz era necesario hacer sacrificios que nunca antes hubieran
estado dispuestos a hacer. Aunque cada uno tuviera sus propias motivaciones, el
objetivo era el mismo.
—Está decidido —asintió Ámbar, mirando la lejana fortaleza militar—.
Liberemos al ángel.
Continuará.
Portada: Ilto Park
No hay comentarios:
Publicar un comentario