I
Gran parte de la sociedad humana enfocaba
su atención en una conferencia de prensa histórica. La corporación farmacéutica
VER.net se había hecho con los derechos de propiedad del ángel capturado, tras
intensas negociaciones con el gobierno de Nueva San Pablo. Y la cabeza visible,
la líder de la poderosa compañía, Reykō, económicamente la mujer más poderosa
sobre la faz de la Tierra según incontables medios, se preparaba para revelar
la noticia al mundo entero.
Pocos esperaban la decisión de Reykō,
de abrir por fin las puertas de su imponente centro de mando, el rascacielos
más alto de occidente, ubicado en la capital del Hemisferio Norte. Y mucho
menos esperaban que la sala de conferencias luciera como una suerte de moderno
y pomposo teatro, en donde los cientos de reporteros acreditados parecían más
bien espectadores de alguna obra que esperaban con impaciencia el inicio del
acto.
Pronto descubrirían cuánto, a la
singular dueña, le encantaba ser foco de la atención.
Irrumpió en el escenario una mujer
madura, de gran altura y envuelta con un largo y ceñido vestido negro de cola
larga y pomposa. Su cabellera era ceniza y de diseño extravagante, pues se
asemejaban a las alas de un ángel, estiradas hacia atrás; su porte y mirada
transmitían autoridad y actitud y, en algunos casos, causaba miedo e
incomodidad en los presentes.
Levantó un brazo, mostrando la
famosa espada de hoja zigzagueante del Arcángel Miguel, que durante siglos pasó
por varias manos hasta caer por fin en las suyas. Todos en el salón
enmudecieron, llámese respeto, llámese miedo, y la mujer se sonrió
completamente satisfecha.
—¡No es el dinero ni el poder lo
que controla a los hombres! —bramó, clavando la espada en el escenario—. ¡Lo
que corrompe, lo que amolda es el miedo! ¡Somos testigos de ello!; ¡durante
siglos, nuestra sociedad ha crecido y sido controlada bajo un manto oscuro de
terror!
Luego de un chasquido de dedos,
aparecieron incontables imágenes holográficas tras la mujer. Y en ellas
se veía claramente a la ya famosa Capitana Ámbar Moreira cargando en sus brazos
al derrotado ángel que cayó del cielo. Reykō, acariciando la empuñadora de la
espada zigzagueante, esbozó una apenas perceptible sonrisa de lado.
—Cuánto me alegro de que esa época
haya terminado. Hoy es el día en el que ese hombre corrompido por el miedo
extenderá sus propias alas para conquistar el mundo. ¡Hoy la humanidad
contemplará una nueva época histórica!
En Nueva San Pablo, el último piso
del edificio “Nova Céu” perdió el suministro eléctrico de manera repentina, y
los tres policías militarizados que hacían guardia, enfundados en sus trajes
tácticos, dejaron el juego de naipes sobre la mesa; observaron para todos lados
del cuarto de control esperando encontrar una respuesta a la repentina y
misteriosa pérdida de luz.
Uno de ellos apretó los dientes;
tenía una buena mano y ganaría bastante dinero. Decidió fijarse en la compuerta
que los separaba del ángel, y tragó saliva: pensaba que tal vez el ser
celestial, en cualquier momento, podría derribarla de un puñetazo, después de
todo tenían la fama de ser altamente más fuertes que los humanos. Meneó la
cabeza para vaciarse el miedo de los pensamientos, y luego de activar la visera
del casco para ver en la absoluta oscuridad, se levantó junto con sus
compañeros para salir del cuarto.
Los tres atravesaban el largo y
angosto pasillo que daba a la recepción del piso; lo hacían entre bromas,
distendidos, pensando que en cualquier momento todo volvería a la normalidad.
Hacia el final del pasaje se divisaba el enorme ventanal de la mencionada
recepción, que ofrecía una vista espectacular de la nocturna Nueva San Pablo.
Pero el trío de militares detuvo
su andar en el momento que los sistemas de sus trajes empezaron a sufrir
interferencias. Las viseras desplegaban un montón de letras y números sin
sentido, y para colmo sentían las articulaciones pesadas, como si ahora el
traje completo se apagase y por tanto perdiera sus facultades e inutilizara sus
propiedades de maximización de habilidades.
“Es una broma del Teniente
Santos”, dijo uno. “Típico de ese bromista”, respondió otro para que los tres
rieran al unísono. Pero el ambiente distendido volvió a desvanecerse como el
eco de sus risas; se les hacía obvio que, si alguien les atacara, por más
remota que fuera la posibilidad de que algo así sucediera dentro de la
fortaleza militar, sería tarea cómoda pues se habían convertido en una presa fácil.
Uno de ellos recordó una verdad
incómoda, con una gota de sudor recorriéndole de la frente.
—El Teniente Santos está de
permiso.
Difuminadas las dudas con respecto
a una broma, se armaron con sus fusiles, formando un pequeño e improvisado
círculo. Intentaron comunicarse, pero ahora notaban que sus dispositivos
cocleares habían sido desactivados.
Una fina lluvia cayó sobre los
tensos hombres; los dispositivos contra incendios estaban activados sin razón
aparente. Fuera quien fuera el culpable, pensó uno, tenía una excelente pericia
para manipular los sistemas. Avanzaban ahora sobre los pequeños charcos que
empezaban a formarse a sus pies, preparando sus armas, cubriendo cada ángulo
constantemente, aunque no pudieran ver realmente nada. Se sentirían mejor si
llegaran a la recepción, allí al menos, con la luz de la ciudad, sería mejor
lugar que aquel pasillo escondido en la penumbra.
Una sombra, imperceptible a los
ojos desnudos de los tres, los esperaba sobre ellos, sosteniéndose de las paredes
del angosto pasillo, valiéndose de manos y pies. Se soltó y, cayendo grácilmente
en medio del grupo, desató la batalla.
Destellos borrosos de una espada
refulgían por el pasillo al son de gritos y disparos de plasma que se
estrellaban por las paredes. Uno de los soldados cayó y una bota se hundió en
su rostro, rompiendo la visera. Su compañero intentó disparar a aquella ágil
sombra, pero cayó en la cuenta que su arma ya se había partido en dos; fue en
ese instante que sintió un puño hundirse en su estómago de tal manera que quedó
encorvado de dolor.
El tercero retrocedió para evitar
ser atacado, pero su corazón se encogió cuando aquella sombra clavó una espada
en el húmedo suelo. Notó entonces, a contraluz, que aquel habilidoso enemigo
vestía una armadura EXO. Por la forma que acusaba el ceñido traje, por las
curvas sinuosas, supo que se trataba de una mujer.
Todo intento de advertencia se
perdió en el fugaz instante en el que dicha espada, con un brillo intenso,
desató una poderosa descarga eléctrica que se expandió en el pasillo, ayudada
por el agua, dibujando un círculo repleto de garras que no tuvieron piedad a la
hora de atrapar y lanzar por los aires a los tres aturdidos guardianes.
Segundos después, sin que nadie en
el edificio se diera cuenta, el último piso del “Nova Céu” volvió a recuperar el
suministro eléctrico.
La Capitana elevó un brazo,
capturando en el aire un naipe de los varios que revoloteaban. Tiró de la espada
para desclavarla del suelo. Se molestó al descubrir que aquellos oficiales jugaban
a las cartas durante sus turnos; podría redactar un reporte luego de su
operativo, si es que conseguía salir viva, pero concluyó que mucho castigo ya
había sido haberlos electrocutado hasta la inconciencia.
Su dispositivo coclear emitió un
suave sonido.
—Me alegra que el Teniente Santos
no esté allí —era Johan.
—¿Por? —preguntó ella, guardando
su espada en la funda—. ¿Crees que yo no podría contra él?
—Lo digo porque imagino que sería
difícil tener que someter a un amigo…
—Bueno, yo podría darle una buena
paliza y no me entraría remordimiento alguno —respondió sin hacerle caso, avanzando
hacia el cuatro de control donde tenían encerrado al ángel.
Se tranquilizó de tener a Johan de
su lado. Gracias a él y sus conocimientos informáticos, podría manipular
fácilmente los sistemas de detección, los trajes tácticos e incluso los
nano-componentes implantados en los cuerpos de los oficiales. Si todo marchaba
bien, podría liberar al ángel y no tener siquiera que preocuparse por ser
descubierta.
Perla estaba agotada y, tras
varias horas de vagar por su habitación, se acostó en la cama esperando dormir.
Agarró el par de almohadas y las apretujó entre sí un par de veces. Reposó su
cabeza allí, esperando encontrar de nuevo esa calidez que había experimentado
en los pechos de aquella mortal que la había abrazado.
Pero, desde luego, las almohadas
no eran lo mismo. Necesitaba, ahora, una mano que acariciara su cabellera y esa
voz suave que le dijera que todo estaría bien. Necesitaba de ese confort
distinto al que recibía de parte de sus guardianes, sus “hermanos”, o incluso
del propio Trono, un “abuelo” según qué nociones humanas. Entonces la joven
Perla recordó a la legión de ángeles que buscaban consuelo de sus desaparecidos
hacedores; ahora los entendía un poco más.
Cerró los ojos, pues el cansancio
ya había ganado terreno.
—Despierta, niña.
La Capitana se inclinó hacia la
cama y toqueteó un pequeño panel holográfico que se desplegó en el collar del
ángel; este cedió, abriéndose en dos partes que inmediatamente fueron retiradas
por la mujer. Se detuvo un momento para observar a la joven, completamente
dormida.
—Cuánto tiempo, “Égida” —susurró
ella.
—Siete minutos —respondió Johan.
La mujer suspiró. Era recordada
constantemente, durante la preparación, que tendría veinte minutos para el
rescate, antes de que el sistema se reseteara. Replegó la visera de su casco
para ver al ángel con sus ojos desnudos. “Parece que en cualquier momento me
rogará que la deje dormir un rato más”, pensó con una pequeña sonrisa,
apartándole un mechón de la frente.
La sacudió suavemente, del hombro,
y Perla despertó poco a poco, primero abrió los pesados párpados, luego estiró
brazos, piernas y alas entre gruñidos. Aunque, inesperadamente, la joven se
arropó completamente bajo la manta, formando un bulto llamativo debido a las
alas, y le dio la espalda.
—Por… los… dioses —bostezó—.
Déjame dormir un poco más.
—Niña —insistió Ámbar, tirando
ligeramente de la manta—. No es momento para dormir.
En la exhausta mente de la joven se
arremolinaban pensamientos y voces, una mezcla informe de los últimos sucesos
vividos en el reino de los ángeles y en el de los mortales, pero al reconocer
la voz de aquella humana, destacando entre todas, abrió los ojos y tensó sus
alas. Se giró y cuánta fue su emoción al verla allí de nuevo.
—¡Ámbar! —se hizo a un lado en la
cama; sutilmente alisó un espacio, como invitándola a sentarse o tal vez
acostarse a su lado. Entonces, ella aprovecharía para reposar su cabeza entre
sus confortables pechos—. Á-ámbar… ¿Vienes para hacer más preguntas? Aquí hay
lugar para ti.
—No. Es hora de que vuelvas a
casa.
Perla abrió más sus adormecidos
ojos. Se palpó el cuello y comprobó que ya no tenía el collar. Mordiéndose los
labios, miró a quien fuera su captora. Era libre, lo deseaba, pero entonces le
surgía otra cuestión que ni ella misma sabía cómo confrontar.
—¿Volver?
Ámbar asintió, ofreciéndole la
mano.
Ángel y humana avanzaban por el
pasillo; Perla amagó preguntar qué hacían esos tres hombres desparramados en el
suelo, en un charco de agua y naipes a su alrededor, pero perceptiva como era,
rápidamente llegó a la conclusión de que Ámbar estaba yendo a contraorden para
rescatarla. Después de todo, ya le había dicho que su liberación no era algo
que la Capitana pudiera decidir.
Mientras, el discurso de Reykō rebotaba
como un tímido eco en el pasillo, y al llegar a la recepción, la joven Perla se
fijó en uno de los proyectores que transmitían la conferencia.
—¿Quién es ella?
—Ella es una de las razones por la
que te estoy liberando —respondió desenvainando su espada. De una caricia en el
mango, la hoja se dobló sobre sí misma y reveló una apertura que se asemejaba a
la de un fusil—. Palabras más, palabras menos, si no nos apuramos, podría ser
tu dueña.
—¿Dueña? —preguntó Perla, doblando
las puntas de sus alas.
Ámbar accionó su espada y disparó
al ventanal; todo se deshizo en incontables pedazos de vidrio esparciéndose por
el aire; el viento entró sin piedad para azotarlo todo. La joven Perla dejó de
prestar atención al holograma, no le agradaba la imagen de esa extraña humana
ni su estrafalario discurso, por lo que se dirigió hacia el borde del
destrozado ventanal. Frente a ella se extendía la brillante y aparente infinita
metrópolis, y le invadió de nuevo ese vértigo al mirar hacia abajo, en las
lejanas calles.
—No tenemos mucho tiempo, así que
extiende las alas y huye —Ámbar señaló el edificio frente a ellas—. Tengo un
aliado conmigo, él desactivará los sistemas de detección cada doscientos metros,
por lo que serás indetectable mientras huyes. Vuela sobre los edificios. Sabrás
que el sistema está desactivado porque las luces del edificio inservible se
apagarán por completo. No vueles hacia adelante a menos que el edificio delante
de ti esté sin luces, ¿me has entendido?
Pero Perla empezó a jugar con sus
dedos, completamente nerviosa, mirando alternativamente a Ámbar y luego el
paisaje. Había una palabra que la tenía en ascuas.
—¿Volar? ¿Volar, has dicho?
—Eso es lo que los ángeles sabéis
hacer, ¿no?
—S-sí… ¡Sí! —empuñó sus manos y asintió.
Se volvió a inclinar hacia el borde para mirar el precipicio. Lejano y mareante
precipicio. Lentamente retrocedió y agarró una de sus alas para alisarla.
—No tenemos mucho tiempo, niña. ¿O
acaso quieres estar a merced de esa mujer?
Ámbar señaló, con su espada, uno de
los hologramas desplegados en la sala. Allí, Reykō seguía con su discurso con
una pasión desmedida que asustaba a los periodistas y a la propia muchacha
alada.
—¡El ángel capturado en Nueva San
Pablo es real y ahora nos pertenece! Nuestra investigación sobre estos seres
semidioses, inmortales e inmunes, nos llevarán a una nueva época. Imaginaos un
mundo sin enfermedades, un mundo con una esperanza de vida que os hará
desorbitar los ojos, imaginaos un mundo en donde la humanidad no crezca bajo el
dominio del miedo, sino libre de yugos y desplegando todo su potencial. ¡Ahora
es nuestro turno de ser quienes extiendan las alas!
—Escúchame, niña —continuó Ámbar—.
Cuando llegues a determinada altura, ya no habrá forma de localizarte. El sistema
solo limita la detección en la metrópolis hasta diez kilómetros sobre el nivel
del mar, una vez que hayas avanzado al menos tres edificios de distancia, alcanza
esa altura lo más rápido posible.
—Ám-Ámbar…
—Te estoy explicando algo y creo
que no me escuchas. ¿Qué diantres pasa contigo?
—¡Lo siento! —la joven soltó su
ala y agarró la otra, volviendo a acariciarla—. Volar lo más alto posible,
¡e-entendido!
La Capitana miró a Perla, luego
desvió la mirada hacia la infinita ciudad expandida en el horizonte. Se volvió
parar observar las alas de la muchacha, achinando los ojos. Recordó cuando se
encontró con ella por primera vez, cuando las extendió, pero por alguna razón
se negó a huir de la azotea. Por último, miró a la joven y enrojecida muchacha.
—Niña…
—¿S-sí?
—Dime que sabes volar…
La huida se había complicado y el
silencio sería sepulcral si no fuese por el fuerte ulular del viento que todo
lo vapuleaba en la recepción. Para colmo de males, Reykō seguía vociferando con
fuerza a través de los transmisores, desanimando el peculiar dúo.
—¿Es por eso que no podías volver?
—frunció el ceño—. ¿Un ángel que no sabe volar? ¿Qué sucede contigo? ¿Le tienes
miedo a las alturas o algo así?
—N-no, claro que no… —respondió
mirando para otro lado.
Ámbar suspiró al pillarle la
mentira. Miró de nuevo la maraña de edificios brillantes, tratando de cotejar
posibilidades. “Ahora la humanidad aprenderá a volar”, había dicho Reykō desde
los transmisores. “Volar”, susurró la Capitana, caminando por la recepción, eso
es lo ahora que necesitaban ambas. “¿Pero, ¿cómo?”, se preguntó. Apretó los
dientes y activó la hendidura de su casco para desplegar la visera, haciendo
cálculos rápidos, midiendo las distancias entre el piso y la azotea vecina,
mediante el sistema de su traje.
Para sorpresa de la joven Perla, la
Capitana avanzó unos pasos hacia el ventanal y se arrodilló de espaldas al
ángel.
—Súbete. Sobre mi espalda.
—¿Subir?
—El traje táctico manipula la
gravedad. Intentaré… —miró hacia adelante, hacia la azotea próxima—.
Intentaremos llegar a él juntas. Saldremos de la ciudad, en la frontera no
existen sistemas de detección.
—¿E-estás segura?
—¿Quieres volver a tu hogar? Pues
no hay otra. Súbete a mi espalda, cierra fuerte los ojos y piensa en los condenados
prados y copos de nubes que te esperan allá arriba.
Perla dudó. Y volvió a dudar. Echó
una última mirada hacia el holograma en donde Reykō, su “dueña”, anunciaba la
compra. No le agradaba la imagen y la sola aura que parecía emanar aquella
mujer. Pero volver a los Campos Elíseos tampoco parecía producente, necesitaba
una garantía de que al regresar no sería recibida como un enemigo.
Liberó su ala del agarre de la
mano; concluyó que, si la Capitana arriesgaba algo, ella también debía hacerlo.
Inspirada en su valentía, y teniendo en mente a sus guardianes y su maestro, se
envalentonó y decidió que debía sortear sus propios miedos para volver.
No sería más una niña cobarde,
asintió, apretando los puños.
—Muchos se preguntan —continuaba
Reykō—, si nuestro proceder es el adecuado. Hay quienes sugieren que deberíamos
liberar al ángel como un acto de paz entre las dos especies. Hay quienes dicen
que deberíamos negociar algún tipo de sociedad con ellos. Ay, queridos, a veces
me sonroja la ingenuidad del hombre. ¡Echad la mirada hacia atrás, en la
Historia! ¡No hay, ni habrá ningún tipo de alianza entre nosotros! ¡Esta es la
única vía! ¡Redención a través del sometimiento! ¡Y luego, evolución!
La ciudad frente al peculiar dúo parecía
brillar con más intensidad, como si las esperase y alentase. Ámbar se repuso,
cargando a Perla en su espalda, confirmando de nuevo sus sospechas de cuando la
cargó en sus brazos: los ángeles eran exageradamente más livianos que los
humanos.
La joven atenazó sus piernas en el
torso de quien una vez fuera su captora; cerró los ojos con fuerza y hundió el
rostro sobre el hombro de la Capitana, rodeándola con sus brazos. Ella también
confirmó sus sospechas con respecto a Ámbar: el mero hecho de estar con ella se
sentía bien, esa calidez sobrecogedora que la tranquilizaba de una manera distinta
a la de sus guardianes o el Trono.
Ámbar se estremeció al sentir cómo
la muchacha parecía depositar toda su confianza, su propia vida, a ella. Se
aclaró la garganta, buscando un tono consolador en su voz. Lo último que
necesitaba era transmitirle el agobio y miedo que ella misma sentía.
—Niña —dijo—. Pase lo que pase, no
mires hacia abajo.
—Lo sé.
—¿Ya habías hecho esto antes?
—Con Curasán lo hice muchas veces.
—¿Croissant?
—No, Curasán. Es mi ángel
guardián.
—Una última cosa. Extiende las
alas cuando sientas que empezamos a caer, no llegaré a la azotea a menos que me
ayudes.
—¿Extenderlas? Te he dicho que no
sé volar…
—Y no vas a volar, no me dejas
terminar mis frases. Vamos a planear, lo acabo de calcular. Solo… solo mantén
las condenadas alas firmes cuando grite “Ya”.
La joven Perla volvió a dudar,
pero ahora estaba imbuida de valentía y confort, por lo que, tragando saliva,
asintió y extendió, lenta y paulatinamente, sus blancas y radiantes alas, como
preparándolas para el gran momento.
Ámbar retrocedió unos cuantos
pasos, midiendo la distancia de nuevo por enésima ocasión, observando
constantemente el suelo y el edificio vecino. El trecho era monumental. Cuando el
traje vibró en su espalda, supo que era hora; vació sus pulmones y corrió hacia
el ventanal para dar un gran salto. El corazón estaba a punto de desbocarse,
pero no había marcha atrás.
Aún se podía oír, aunque fuera
ligeramente, el discurso de la pletórica Reykō mientras las botas de Ámbar hacían
crujir el vidrio roto y desperdigado por el suelo.
—¡Que se arrodillen los cielos
para contemplar este glorioso día! ¡Ahora es nuestro turno de mostrarles cuán grandioso
puede ser esta sociedad que ha resucitado de sus cenizas tras aquel fatídico
Gran Ataque! ¡Que se arrodillen, pues un ángel jamás podrá discernir la
aspiración de este grandioso mundo, de la misma manera que un mísero pájaro
jamás conocerá la grandeza del vuelo de un fénix!
—¡Recuerdas extenderlas, niña!
—¡Por los dioses, las extenderé,
las extenderé!
Y saltó. Saltaron al vacío,
diríase impulsadas por sus deseos de alejarse del discurso. El traje ayudó a
que el brinco describiera un gran arco, pero ahora todo dependía de Perla para
llegar a la azotea. Las extendió a la señal de la Capitana. Le dolía, el frío
aire atizando su plumaje como filosas cuchillas, la espalda queriéndose
encorvar ya que las alas recibían el furioso embate del viento. La joven hizo
un esfuerzo postrero en poner la espalda tan recta como le fuera posible, en
tanto que tensaba cada centímetro del plumaje. Cerró los ojos, apretó los
dientes y chilló tan fuerte que, de no ser por el dispositivo coclear de Ámbar,
esta hubiera terminado con el tímpano zumbándole.
En las calles de Nueva San Pablo,
eran cientos los que detenían su rutina por un momento para ver la conferencia
de prensa de Reykō, que se desplegaban en hologramas dispuestos en cada rincón
de la ciudad. Pero fueron pocos los que, al estar cerca del edificio “Nova
Céu”, levantaron la mirada hacia el último piso de la fortaleza militar, solo
un momento, y se preguntaron qué era aquello pequeño y oscuro que cruzaba los
cielos, primero delante de la luna, y luego delante de la supernova Betelgeuse,
para luego desaparecer en la maraña de rascacielos.
—Alegraos, pues —continuó una ya
debilitada pero sonriente Reykō—. Porque hoy comienza una nueva historia.
Ámbar cayó suavemente en la azotea
del edificio, con las rodillas ligeramente flexionadas, siempre cargando firme
al ángel sobre su espalda. Varias plumas revoloteaban entre ellas mientras aún
trataba de asimilar lo que acababa de hacer.
La joven Perla abrió los ojos
lentamente, abrazándose a Ámbar en todo momento. Echó la mirada hacia atrás y
contempló por primera vez el alto edificio donde había permanecido captiva.
Luego, inmediatamente, miró el suelo, comprobando que estaban en una azotea.
Tardó varios segundos en darse cuenta de la proeza que habían realizado.
Hinchó el pecho, orgullosa, y
levantando el puño cerrado, bramó:
—¡Lo conseguimos!
Ahora la mujer era quien se giraba
para comprobar la distancia recorrida. Aunque apenas perceptible, sus piernas
sufrían un ligero temblor debido a la experiencia vivida. Pero pronto, humana y
ángel, empezaron a cortar el ulular del viento con estruendosas carcajadas.
—Debería bajarme para recoger mis
plumas…
—Pero, ¿hablas en serio, niña? No
tenemos todo el tiempo del mundo.
—Bueno, sé que aún queda mucho —miró
el lejano horizonte y volvió a extender las alas—. Pero… es solo que… es de
mala educación dejar las plumas tiradas…
—No hay tiempo para ponernos a
recoger unas condenadas plumas. Ya lo dijiste, tenemos mucho camino por delante
—cabeceó hacia adelante, señalando la vía que debían recorrer sin que fueran
detectadas. Tras unos segundos de espera, el siguiente edificio se sumió en una
completa oscuridad; Johan hacía su parte desactivándolo y marcando el camino a
seguir.
Iniciando otra corrida, Ámbar se preparó
para dar un nuevo salto hacia la siguiente azotea.
—¡Vamos, mantenlas firmes a la
señal!
—¡Qué vergüenza, se me caen las
plumas por doquier!
II
Dione descendió sobre una gruesa
rama de un árbol perdido en medio de una gigantesca selva, guiada únicamente
por las luces de la Luna y Betelgeuse, que hacían que la noche no fuera tan
oscura. Estaba cansada. A diferencia de los extensos bosques de Paraisópolis,
el clima le parecía excesivamente húmedo, incómodo y, sobre todo, volar a baja
altura le resultaba difícil ya que terminaba chocando contra todo tipo de
insectos.
Miró hacia abajo y sonrió al notar
un gigantesco lago. Era similar al que tenían en Paraisópolis, donde la legión
iba a bañarse, aunque el de los Campos Elíseos era mucho más grande aún. Pero
había otra diferencia: este lago brillaba, eran diminutas esferas de luces
azuladas, esporas fluorescentes que flotaban sobre el lago, provenientes de las
setas que crecían en los alrededores húmedos.
—Es precioso —dijo, inclinándose
hacia adelante, como si quisiera darse un zambullido y desparramar las esporas.
—Mycenas… chlorophos —pronunció
torpemente Aegis, a su lado, manipulando el trapezoedro que el científico le
había regalado. Había aprendido a utilizarlo y le fascinaba el nombre que los
mortales daban a absolutamente todo.
—Parece un lugar seguro —asintió Dione,
levantándose y plegando las alas—. ¿Qué dices para descansar aquí, Zadek…?
Zadekiel estaba a un par de
árboles detrás de ellas, pero ya acostada boca abajo sobre una gruesa y larga
rama, los brazos y piernas de la rubia cantante colgaban; había decidido antes
que las demás que aquel sitio era el ideal para dormir. Aegis rio por lo bajo,
pues no quería despertar a su maestra, mientras que Dione aprovechó para
descender a orillas del lago y, luego de quitarse las botas, sentarse para meter
los pies en el agua.
Aegis también descendió, pero en
el centro del lago y dando un fuerte zambullido, salpicando a Dione. Se irguió,
riéndose, no era un lugar muy profundo y avanzó por el agua conforme se
retiraba la túnica y botas en movimientos torpes, dejando una estela de esporas
azulada a su paso. Quería darse un baño y no veía la hora.
Se giró, desnuda, y extendió ambas
manos hacia su compañera:
—¡Dione! ¡Ven!
Dione dio un respingo. De nuevo
sintió ese hormigueo en su vientre y parecía aumentar mientras veía el cuerpo
de su tímida amiga ahora rodeado de incontables puntos azulados que flotaban en
el aire. Aegis jugaba con el agua, la lanzaba al aire y, extendiendo brazos y
alas, daba vueltas y vueltas mientras las gotas caían a su alrededor y las
esporas parecían danzar en torno a ella.
—¡Mira lo que has hecho, Aegis!
—reprendió Dione—. ¡Tráeme tu túnica, que ya la has mojado!
Aegis lanzó su túnica y las botas
hacia la orilla, cerca de Dione, y luego se escondió bajo el agua. Dione meneó
la cabeza, desde que llegaran al reino de los humanos, su amiga era la única
que parecía no afectarse por estar en medio de un nuevo y peligroso mundo.
Estiró el brazo y agarró la túnica, enrollándola para quitarle el agua. Miró en
derredor, en búsqueda de alguna rama para poder colgarla. Con suerte, estaría
seca para el amanecer.
Pero se asustó cuando Aegis surgió
de debajo del agua, muy cerca de la orilla, y esta se abalanzó para tumbarla. La
antes tímida ángel reía, juguetona, pero su amiga estaba extrañamente seria.
—¿Qué te pasa? ¡Te dije que
vinieras! —chilló Aegis, e inmediatamente le quitó las tiras de su túnica—. ¡Ropas
fuera!
—Dime —respondió Dione, parca como
pocas veces. Miró para otro lado, hacia unos uakaris jugando entre los
árboles—. ¿Qué es lo que te ha hecho ese mortal? Cuando quedaron solos, digo.
—Bueno —se tocó la barbilla y miró
hacia las estrellas. Luego, cerró los ojos y rio—. ¡Sexo!
Dione se desarmó completamente. Ahora
sentía agruparse otro montón de nuevas sensaciones en su estómago. Pero lo que
más primaba por sobre todo eran: celos. Porque sabía lo que era el sexo. La
unión de cuerpos que les fuera prohibida a los ángeles pues solo debían afecto
y amor a sus creadores. Su eterna amiga, su tímida y consentida Aegis se había
unido con otra persona, y en el fondo, si bien desconocía sobre esas lides,
empezaba a desear ser ella quien diera junto con Aegis esos pasos vedados.
Después de todo, eran amigas y
juntas lo hacían todo. Recolección de frutas, jardinería, cánticos. Incluso,
durante la guerra contra Lucifer, habían servido a la legión curando a los
ángeles heridos. Siempre juntas. Y aunque Dione odiaba cantar, no tuvo más
remedio cuando Aegis se inscribió para estar bajo la tutela de Zadekiel.
Entonces sentía un apego e incluso cierto sentido de pertenencia. Aegis era
“suya”, en cierto modo.
—¡Está prohibido! —gritó Dione,
tomándola de la muñeca.
—¡No lo hice! —Aegis se soltó del
agarre—. Le dije que no tenemos permitido unirnos a un mortal. Se rio, pero me
lo respetó.
—¿Y entonces?
—Pues hice otra cosa —volvió al
agua, tocándose lentamente su cintura—. ¡Fue una tontería, a decir verdad!
—Y fuera lo que fuera, lo
disfrutaste… —“Con él y no conmigo”, pensó, tumbándose de nuevo, mirando las
estrellas.
—Bueno… lo disfruté porque, como
te dije, te tuve en mente todo el tiempo —chapoteó el agua para que la mirase—.
Es así como siempre fue, ¿no? Siempre estabas a mi lado. Entonces… ¡Dione! Me
preguntaba cómo reaccionarías si fuera tu cuerpo y no el de él, y entonces me
reía, cosa que al señor le molestaba.
—¿Reaccionar? ¿Reaccionar a qué?
Aegis se volvió a acercar a la
orilla, y de cuatro patas, con esos nimios senos que se mecían de un lado a
otro tenuemente, se hizo lugar sobre una sorprendida Dione. Tomó las tiras de
su túnica e intentó desnudarla, pero esta rehusó, más por caprichosa, pues aún
seguía visiblemente molesta. Pero bastó un tirón insistente para que la ropa
cediera y revelara un seno de la voluptuosa y celosa hembra.
—¡He besado! Pero no como los
besos que damos, es… Hmm —Aegis cerró los ojos y trató de buscar una palabra
adecuada. Se palpó suavemente su propio sexo, remedando lo que el hombre había
hecho con ella, y se deleitó de la sensación—. Dione, es algo más especial.
—A ver si en realidad no te has
golpeado la cabeza…
—¡No! Cuando das ese beso, todo lo
demás desaparece —extendió sus alas y con ella se sirvió para rodear a Dione—
Los Campos Elíseos, el reino de los mortales, incluso toda esta situación
parece desaparecer. No es que quiera olvidar a Perla, pero se siente bien darse
un respiro.
Imitando al científico, Aegis
depositó un beso en la oscura areola de la brava Dione. Apretujó el pezón con
sus labios y su lengua se encargó de endurecerla a base de estimularla. Imbuida
por ese intenso placer recientemente estrenado, dio un mordisco y tiró un poco.
—¡Aegis! —chilló Dione.
La celosa hembra se erizó y perdió
el control de sus manos y alas, conforme la otrora tímida ángel luchaba para
quitarle la túnica y así besar su vientre, su ombligo, a veces volvía a los
pezones; eran picos húmedos, a veces mordía entre gruñidos, porque se estaba
perdiendo en medio de la excitación. Seguían cayendo los besos, ahora en el cuello,
luego en ese lunar que Dione tenía en la comisura de los labios y, por último,
esa boca fogosa se perdió abajo, más allá de la fina mata de vellos.
—¡A-aegis! —se encorvó, torciendo
alas y espalda.
Dione se apartó, toda enrojecida,
mirando su cuerpo repleto de mordiscones. Aún intentaba recuperar la razón
cuando levantó la mirada. Aegis volvía al agua, extendiendo sus manos de nuevo
hacia ella, invitándola.
“Entonces es cierto…”, pensó Dione,
arañando la arena, luego tocándose allí donde su amiga había mordido,
humedecido. Empezaba a despertar a una hembra deseosa. “Realmente, el mundo ha
desaparecido”.
En el lago, las dos ángeles
exploraron el cuerpo con sus bocas, con sus dedos, en medio del baile de
esporas fluorescentes a su alrededor. Dione, en contra de lo que se pudiera
esperar, tenía mucho más miedo debido a que entraba en un terreno nunca antes
explorado. Los besos eran tímidos, duraban poco, pero venían cargados de
curiosidad; sus dedos temblaban cuando posaba la palma abierta sobre los senos
de Aegis, quien reía, extasiada, coqueta.
Todo era tan nuevo y seductor para
ambas; la atracción y el deseo se veía incrementado conforme las piernas y alas
se rozaban. Era de esperar que el miedo a tocar fuera dilucidándose hasta el
punto que el tacto fuera ya tan desvergonzado que haría desmayar de susto a los
dioses.
Los ángeles estaban orgullosos de
volar, de ver el mundo como sólo ellos podían hacerlo, pero ahora era
inevitable sentir envidia de los mortales, de esa manera de vivir y amar, esa
simple libertad que les fuera prohibida desde su creación pero que ahora
empezaban a experimentar.
Tal vez no fue, después de todo, una
pérdida de tiempo venir al reino de los humanos, pensó Dione mientras su boca devoraba
ansiosa a “su” Aegis; esta tomó la mano de su compañera y la llevó hacia la
entrepierna, invitando a hundir los dedos dentro de su húmeda gruta. Incluso se
atrevió a sugerirle que agitara, porque aquel humano lo había hecho y a ella
terminó encantándole.
No muy lejos, Zadekiel observaba
sentada sobre la rama que le había servido de cama. Estaba durmiendo, pero los
chillidos la hicieron despertar. Viendo cómo sus alumnas parecían pasar un rato
íntimo y especial, decidió callarse los regaños.
“Tenías razón”, pensó la maestra,
mirando la gigantesca Luna y dejándose invadir por unos recuerdos tan gratos
como lejanos. “Al final, las semillas que plantaste en la legión, terminaron
floreciendo”. Se abrazó a sí misma, humedeciendo sus labios, como si en
cualquier momento llegaría su amante para reclamarla y unir sus cuerpos sobre
la hierba humedecida de los Campos Elíseos.
“Semillas. Es tal como me lo
dijiste. Solo había que regarlas, Lucifer”.
III
Ámbar se sacudió ligeramente sobre
la azotea de uno de los edificios, con una emocionada Perla en su espalda. Habían
saltado de rascacielos en rascacielos durante una treintena de minutos. Aún quedaba
mucho trecho para salir de la ciudad, lejos de los sistemas de detección, pero
no habían sufrido ningún altercado por lo tanto se sentían con la confianza de
que la huida podría salir perfecta.
A la joven ángel le encantaba cómo
había logrado deshacerse de su miedo a las alturas para conseguir el escape. A
veces, mientras planeaban, abría los ojos apenas, viendo las lejanas calles, y
trataba de controlar su vértigo. Empezaba a sentir que era un miedo que, al
menos en compañía, podía vencer.
—“Égida” —dijo la Capitana. Miraba
el siguiente rascacielos. De momento, sus luces no se apagaban, por lo que era
necesario esperar.
—Dame tiempo, “Odín”, no es tan
sencillo —respondió el joven subordinado.
—¿“Égida”? —preguntó Perla—. ¿Es
la persona que nos está ayudando?
—Sí. Fue mi compañero cuando tú y
yo nos encontramos por primera vez.
—Ah, ya veo —susurró, apretando
sus labios, pues recordó que se trataba del humano a quien ella atacó al llegar
al reino de los mortales. Acercándose al oído de la mujer, y doblando las
puntas de sus alas, confesó por lo bajo, como esperando que el muchacho no la
escuchara—. Dile que lo siento mucho.
—No lo hago por ella —respondió
rápidamente el joven al oír las disculpas; no podía olvidar la paliza que
recibió.
—Hmm —gruñó la Capitana—. Dice “Égida”
que tiene sus motivos para hacerlo.
—¿Y los tuyos? —preguntó Perla—.
¿Por qué lo haces?
Ámbar volvió a mirar el
rascacielos, esperando que se apagara pronto, pero aparentemente el chico
seguía con problemas. Luego levantó un poco la cabeza para mirar a la supernova
Betelgeuse, y reacomodó a Perla sobre su espalda.
—Me gustaría decirte que lo hago
por un bien mayor. Que tal vez a nuestro mundo nos convenga devolverte junto a
los tuyos, no sea que se desate otra batalla aquí. O tal vez debería decirte
que como miembro de esta sociedad no me gusta la idea de que seas objeto de
experimentaciones.
Perla notó que la mujer miraba
algo en el cielo. Levantó también la mirada y vio, por primera vez, aquella
brillante supernova. Era extraño, no había algo así en los Campos Elíseos,
aunque la Luna fuera idéntica, salvo que desde el reino de los humanos lucía un
poco más pequeña. “Es hermosa”, pensó, admirando la fuerte luz azulada. Cerró
los ojos y volvió a recostar su cabeza sobre el hombro de la humana.
—Entonces, ¿por qué lo haces?
—Lo cierto… —Ámbar levantó una
mano, y dejó que la luz de la supernova Betelgeuse se colara entre sus dedos—.
Lo cierto es que simplemente lo hago porque me la recuerdas.
—¿A quién?
—Mi hija —sonrió, volviendo a
prepararse para un nuevo salto, pues el rascacielos frente a ellas empezaba a
apagarse—. Me recuerdas a mi hija.
Perla abrió los ojos cuanto pudo.
Entonces supo que ella era una madre. Y esperó que, de tener una madre, esta también
fuera humana porque de seguro encontraría el mismo confort que sentía en
presencia de Ámbar. Si los humanos podían proveerle esa sensación de calidez,
bien que valdría la pena dejar por un momento sus prejuicios y protegerlos,
concluyó.
Ámbar echó la mirada hacia atrás nada
más oír unos rugidos, de motores de helicópteros, y su corazón dio un vuelvo. Al
menos tres naves se acercaban velozmente hacia ellas, sorteando los rascacielos
aledaños. Eran escuadrones de la policía militarizada que, de alguna manera,
lograron detectarlas. Si a ella la descubrieran escapando con el ángel, desde
luego toda una vida dedicada a la policía se acabaría y la mujer terminaría
sepultaba bajo un estigma de traidora de la nación. Por más que ya se había
hecho con la idea, el experimentarlo la hizo titubear.
Perla tragó saliva al ver aquellas
extrañas naves que utilizaban los mortales, y notar a la mujer completamente
paralizada no ayudaba a su tranquilidad. Pero meneó la cabeza para quitarse el
congelamiento; ya suficiente tuvo con dejarse vencer por el miedo en varias
ocasiones; extendiendo las alas, se armó de valor y chilló fuerte para
despertar a la mujer del trance:
—¡Ámbar! ¡Vamos!
—¡S-sí! —confirmó ella, girándose
para iniciar su corrida a por la siguiente azotea.
El salto no fue tan elevado como
en anteriores ocasiones, tal vez el nerviosismo y el cansancio empezaban a
jugar malas pasadas. Ámbar sabía que por mucho que planeasen, no alcanzarían la
siguiente azotea y terminarían dándose de bruces contra el ventanal de alguna
oficina. Desenvainó su espada y volvió a doblar la hoja, presta a realizar un
disparo, esta vez para reventar el ventanal por el que inexorablemente pasarían.
El dúo cayó sobre una suerte de
mesa de reunión sumida en la oscuridad. Ordenadores, sillas y tazas de café
fueron desperdigados por el viento mientras Perla, aferrada a ella, veía
asombrada el revoloteo de hojas, faxes y gráficos a su alrededor.
El rugido de los helicópteros
aumentaba y para colmo su visera empezaba a sufrir interferencias. Ámbar intentaba
entablar contacto con Johan, tal vez él podría interferir los sistemas de los
militares que la importunaban, pero al no recibir respuestas, supo que quienes
estaban interfiriendo tanto la comunicación como su sistema eran precisamente
los de la patrulla que la perseguía.
Lanzó el casco a un lado y,
mientras el viento mecía su cabellera, levantó su espada.
—¡Niña, agárrala! —ordenó—. Y no
la sueltes.
Perla no dudó en tomarla. Era una
espada mucho más liviana que su sable y la hoja parecía resplandecer debido a
su perfecto acabado.
De un salto, Ámbar bajó del
escritorio y se adentró en la maraña de sillas, escritorios y fotocopiadoras
dispersas en los pasillos delimitados por incontables cubículos. Sabía que del
helicóptero bajarían soldados para perseguirla y que no podía permitirse perder
más segundos.
—¡En la empuñadura verás un
detector de huellas dactilares! ¡Pon tu dedo sobre el detector!
—¡Empuñadura! —asintió Perla,
mirándola detenidamente—. ¡Sé lo que es eso, pero no lo demás!
—¡Maldita sea! —Ámbar saltó sobre
un escritorio, viendo de reojo una fugaz bola de plasma blanca estrellándose
contra una silla. Las estaban disparando desde el helicóptero, o tal vez los
soldados ya habían entrado al piso, pero girarse hacia atrás para comprobarlo
no era prioridad—. ¡La fina línea azul! ¡Pon tu índice sobre la condenada línea
azul por diez segundos!
Tras derribar otra puerta,
llegaron al otro extremo del piso. Era una oficina espaciosa, probablemente la
del jefe de aquel departamento, con otra desorbitante vista de la ciudad. Perla
echó la mirada hacia atrás y vio apenas, entre la oscuridad, a varios soldados
corriendo hacia ellas, sorteando de la misma manera los cubículos y escritorios.
De una caricia al mango, la muchacha
consiguió que la hoja se doblara sobre sí misma; Ámbar inició una veloz carrera
directamente al ventanal conforme le ordenaba que disparase para abrirles un
camino. La joven extendió el arma y, con otra caricia sutil, consiguió disparar
una bola eléctrica hacia adelante, donde la reluciente metrópolis las aguardaba
para continuar la huida.
Los soldados llegaron a la misma
oficina y no dudaron en dar un gran salto hasta el edificio frente a ellos. Un
par consiguió estrellarse contra uno de los pisos más altos, mientras que otros
se dieron de bruces contra los ventanales de pisos más inferiores.
Ámbar se colgaba, con una sola
mano, de la cornisa del piso. No saltaron al siguiente rascacielos y, quietas
como estaban, vieron uno por uno a los soldados saltar por encima de ellas. Perla
levantó la espada al aire en señal de victoria al ver que ninguno las
descubrió, pero Ámbar estaba intranquila. No saltar y dejarse caer fue una
buena estrategia, pero la realidad es que ya estaba cansándose.
Resopló, viendo el horizonte. Sabía
que faltaba mucho para salir de la ciudad.
Tan agotada estaba que no vio
venir una bola de plasma estrellándose directo en la cornisa. Sin nada de qué
sostenerse, cayeron inexorablemente hacia las calles.
III
Zadekiel despertó y cayó
bruscamente al suelo, entre los matorrales. Se repuso rápidamente, escupiendo
algunas hojas, e inmediatamente miró el cielo perlado de estrellas. Algo en su
cuerpo había entrado en alerta. Sentía una corriente extraña en el aire, la
noche se había vuelto rara, como el momento que precede a una tormenta.
Vio una estrella fugaz. O tal vez
no era una estrella. Se abrazó a sí misma mientras negaba con la cabeza.
Aegis estaba durmiendo a orillas
del lago, al lado de Dione, pero se repuso al oír la caída de su instructora de
cánticos.
—Maestra, ¿te encuentras
bien?
—¡No, no, no! —chilló la maestra.
No era a Aegis a quien respondía, sino que se trataba de un grito a los
cielos—. ¡Tiene que ser una broma!
Dione también despertó. Al
principio no le dio mayor importancia a los gritos de Zadekiel, pero luego la
vio completamente aterrorizada y supo que algo grave estaba pasando. Vino a su
mente, inmediatamente, la imagen del Dominio en quien su tutora desconfiaba.
—¿Qué sucede? —preguntó,
levantándose bruscamente—. ¿Es Fomalhaut? ¿Acaso lo sientes?
Zadekiel extendió las alas y,
mirando a sus alumnas, bramó:
—¡Vamos, ni un segundo que perder!
IV
La avenida era angosta, aunque
completamente libre de tránsito. Ámbar pensó que tal vez se debía a las altas
horas de la noche, o tal vez porque la población era escasa en Nueva San Pablo,
alarmados como estaban los ciudadanos que preferían huir al saber que un ángel
estaba captivo allí en la metrópolis.
Se repuso y, por sorprendente que
pareciera, aún cargaba a Perla en la espalda. Si no fuera por ella y sus alas,
la caída la habría matado. Pero había caído suavemente y estaban a salvo,
aunque la alegría no duró mucho cuando un grupo de helicópteros se posición
frente a ellas y las cegó con sus luces. Pronto, la escena se llenó de esferas
de vigilancia, así como de al menos una veintena de militares enfundados en sus
trajes, y desde luego, apuntándolas con sus rifles de pulsos plásmidos.
La Capitana retrocedió un par de pasos.
“Tranquila”, dijo, pues notaba cómo Perla parecía apretar el abrazo. Acomodó su
visión y notó a un militar avanzando con la mano en alto, ordenando a los demás
soldados que bajaran las armas.
Su traje EXO era distinto. Tenía
líneas zigzagueantes azuladas, hacia los hombros, y otras líneas de igual forma,
de color amarillo, hacia el pecho. El diseño en zigzag era una referencia a la
espada flamígera del Arcángel Miguel, y propia de la milicia privada de
Reykō. El traje parecía tener más
revestimientos, se veía más grueso, más imponente; más moderno.
El soldado retiró la visera. Ámbar
se sorprendió, bajó la guardia por un instante, pero rápidamente volvió a ponerse
en alerta. Era el Teniente Santos. No esperaba encontrarse con él, había
planeado la liberación porque sabía que él no estaría de guardia. Y de seguro,
pensaba ella, lo último que él esperaba era descubrirla liberando al Éxtimus y,
con ello, rebelándose al Estado.
—Reykō nos hizo un trato —dijo él,
severo en su tono—. Quiere contratar a los tres que capturamos al Éxtimus. Nos
quiere liderando su ejército privado.
—Dile que rechazo humildemente su
proposición.
—¿Por qué lo haces? —cabeceó
despreciativamente hacia Perla.
—¡Tengo mis razones!
—¡Me gustaría oírlas! —ahora su
tono se había vuelto más brusco—. ¿Y dónde está Johan? ¿Acaso lo has manipulado
para conseguir esto?
—¡No he manipulado a nadie!
—Por favor, el chico te seguiría
hasta el fin del mundo y lo has aprovechado. ¿No estás contenta con destruir tu
vida, que también quieres arruinársela a él?
—¡Deja de decir memeces, Santos!
—¿Acaso la muerte de tu hija no
significa nada para ti? Osteosarcoma, ¿no es así? ¿Era eso lo que ella tenía? ¡La
humanidad está muriendo a cada paso que damos y tú decides cargarte la
oportunidad que tenemos de encontrar una cura!
La mujer titubeó. Por un momento,
perdió su motivación completamente. Casi soltó a Perla, recordando a su hija.
Era cierto: entregando al ángel, millares de personas en situación idéntica a
la de su hija, podrían salvarse. O al menos eso aseguraba la farmacéutica.
Pero la volvió a sostener fuerte,
gritando a todo pulmón:
—¡Lo sé! ¡Pero esta no es la
manera!
—¡No somos quiénes para discutir
eso!
—¡No te la entregaré! —gritó, levantando
la mano para que Perla, que sostenía su espada, se la devolviese.
Aquello enervó al Teniente. Esa
complicidad entre la mujer y el ángel. Para él, eran seres despreciables y bien
que lo confirmó en la azotea donde la capturaron. Por más que Ámbar fuera una
figura que había respetado, no podía dejarlo pasar.
—No titubearé si planeas atacarme,
Ámbar —extendió ambos brazos—. Me apena decirlo, pero frente a mí solo veo una
traidora. ¡Prueba, pues, atácame! ¡O lanza al pajarraco que proteges y la
someteré yo solo! ¡Comprobará que ahora somos nosotros los invencibles!
Las luces de la ciudad se
desvanecieron en un fugaz instante. Fue un parpadeo que duró pocos segundos.
Algunos edificios recuperaron las luces, pero otros no. Tanto un bando como el
otro pensaron inmediatamente en Johan, quien de seguro estaría manipulándolo
todo con tal de proteger a la Capitana. Santos no despegó la mirada de la
mujer, aun cuando tras él empezó a oír el crujir del acero y el grito de sus
propios camaradas.
Los helicópteros perdieron el
control de los motores de antimateria y cayeron violentamente a los lados de la
avenida. Las esferas de vigilancia se apagaron y también impactaron contra el
pavimentado, rodando para todos lados con sus partes saliéndosele y chispeando.
Cuando una de estas se detuvo a los pies de Santos, este lo pisó.
—Johan es muy hábil —dijo aplastando
la esfera con fuerza y rabia.
“No creo que sea Johan”, pensó la
Capitana, viendo cómo el fuego ahora engullía los helicópteros. Retrocedió lentamente.
Su subordinado no haría algo que pudiera acabar con la vida de los militares.
Cuando un gigantesco haz de luz
rodeó al escuadrón, el Teniente Santos no tuvo más remedio que girarse. Vio con
espanto cómo algo oscuro y amorfo cayó de los cielos en medio de sus hombres,
con tal fuerza que el pavimento quedó convertido rápidamente en un cráter.
Fuera quien fuera el ser que había llegado, era tan fuerte que bastó un
puñetazo al suelo para que una onda expansiva arrojara tanto a sus soldados como
a él mismo por los aires.
Aunque Ámbar se había alejado, también
terminó siendo arrojada varios metros. Lentamente se repuso de entre los
escombros, ayudada por la fortaleza que otorgaba su traje. Miró en derredor en
búsqueda de Perla, pero no la encontraba. Luego observó cómo la avenida había
quedado convertida en un auténtico campo de batallas; soldados inconscientes
por doquier, helicópteros ardiendo, la propia carretera hecha añicos,
convertida en un montón de escombros desnivelados alrededor del extraño recién
llegado.
Por otro lado, la joven Perla
había resistido la onda expansiva. Avanzó unos pasos tímidos rumbo al recién
llegado. Notó en el suelo cómo todo había quedado atravesado por un montón de
estrías. Se inclinó para palparlas; fuera quien fuera, tenía una fuerza
descomunal. Tragó saliva y volvió a levantar la mirada.
“Otro ángel”, pensó la Capitana,
viéndole a contraluz mientras el extraño agitaba sus gigantescas alas. Pero
algo le causaba una curiosidad inaudita: era la primera vez en su vida que veía
a uno con seis alas…
El Serafín más fuerte creados por
los dioses, aquel cuyos puños partían la tierra y el cielo a su paso, había
llegado al reino de los humanos.
—¡Rigel! —gritó Perla, avanzando un
par de pasos más—. ¿Qué sabes de Curasán? ¿Y Celes? ¿Y…? —se detuvo.
Había algo raro en él que le
impedía correr para abrazarlo. La mirada severa, el porte, su sola aura, las
alas extendidas a cabalidad. Frente a ella no parecía haber un amigo, sino más
bien un enemigo presto a batallar. Meneó la cabeza, tal vez se le metían ideas
raras en la cabeza, y procedió a avanzar otros pasos.
Repentinamente, el Serafín
extendió a un lado su brazo, e invocó el arma que le fuera regalada para cazar
a Lucifer. Era un tridente dorado que relucía con intensidad; clavó sus filosos
dientes sobre el pavimento con tal fuerza que creó más escombros y estrías.
—¡Ri… Rigel! —chilló Perla, con
los ojos humedeciéndose. Entonces apeló por su lado más sentimental, llamándolo
por el apodo que ella misma le había puesto, esperando que en cualquier momento
él la llamara “Pequeña Perla” con su voz jovial—. ¡Titán!
Pero el gigantesco Serafín no
mostraba señal de afecto alguno. Miró a Perla y sentenció con una voz potente,
gruesa, intimidante. Una voz que rebotaría hasta el último rincón de Nueva San
Pablo.
—¡Suficiente! —apretó la
empuñadura de su tridente—. ¡He venido a darte caza, Destructo!
Congelada, la joven Perla cayó de
rodillas, negando enérgicamente con la cabeza. Su cuerpo completo pareció ser
avasallado por aquellas palabras profesadas con un odio profundo; perdió
esperanzas, pues uno de los ángeles que más la protegía, que más la amaba y que
más la consentía, había bajado de los cielos para llamarla con ese nombre que
ella detestaba.
Ámbar avanzó a duras penas, haciendo
caso omiso a su cansado y adolorido cuerpo. Recogió su espada del suelo mientras
se sacudía el polvo del traje. No entendió el idioma que habló el gigantesco
Serafín, pero era más que obvio que no venía a rescatar a la niña; ni el tono
ni su mirada le agradaba, así que apuró el paso hasta quedar frente a la joven para
servirle de escudo.
Oyó un suave sonido en su
dispositivo coclear y supo que Johan había vuelto a recuperar la comunicación.
—Ámbar —dijo él—. Dime que el
sistema se ha vuelto loco.
—Dímelo tú. Frente a mí tengo a un
bastardo bastante grande y de seis alas que ha borrado de un plumazo a un
escuadrón de élite.
—Según la detección de voz, dijo
“Destrucción” y “Caza”. Es… Sumerio… Habló en Sumerio.
—¿Sabes? Empiezo a creer que la
niña en realidad estaba huyendo de su hogar… —se giró hacia Perla y frunció el
ceño—. Tú y yo vamos a tener que hablar luego de esto.
—Dime que huirás —insistió el
subordinado.
—Por favor —respondió ella, volviendo
a mirar al Serafín. Estaba agotada, pero la adrenalina se disparó en su cuerpo
ante la amenaza de una nueva batalla. Esa sensación poblándole el cuerpo le
encantaba, era como si ella sola cargase el aire de estática y se convirtiera
en una suerte de diosa de la guerra.
Y sonrió al imponente Serafín.
—¡Piensa, Ámbar! —gruñó el
subordinado—. ¿Qué te hace pensar que podrías contra él?
—Hazme un favor —la Capitana
activó su espada para que cabrillease de electricidad—. Dime cómo se dice en sumerio
“Bienvenido a Nueva San Pablo”.
Continuará
Portada: Marat Arslanov
No hay comentarios:
Publicar un comentario