Segundo capítulo. En los Campos Elíseos se desató una pequeña rebelión
que, tal vez, sería la más grande de todas.
A lo largo de la orilla del Río
Aqueronte, bajo las luces centelleantes de las estrellas, varios de los
estudiantes del Serafín Rigel vigilaban celosamente, ya sea vuelos en
escuadrones en formación “V” o caminando en solitario, para cerciorarse de que
ningún ángel de la legión escapara al reino de los humanos. Aunque el Serafín
Durandal ni sus alumnos habían mostrado interés en abandonar los Campos Elíseos
tras la huida de Perla, Rigel no se confiaba. Tarde o temprano, pensaba él,
Durandal aprovecharía para reclamar su anhelada libertad.
Aegis avanzaba agachada, dando
pasos cortos entre los oscuros arbustos, no fuera que la descubrieran
infiltrándose en uno de los lugares, ahora, más celosamente resguardados de los
Campos Elíseos. Su amiga Dione la seguía detrás, igual de cautelosa, oteando
constantemente en derredor. Estaban nerviosas, ¿cómo explicarían tal desacato
si las pillaban? Unas simples miembros del coro angelical no pintaban nada en
un lugar como aquel.
—Aegis —susurró Dione—. Deberíamos
volver.
—N-no —respondió insegura, siempre
avanzando a hurtadillas—. La vi venir por aquí.
Dione sonrió por lo bajo, no era
usual ver a la tímida Aegis mostrando ese lado rebelde. Su amiga nunca había
quebrado las normas, nunca había contrariado a nadie, odiaba las disputas y las
bromas pesadas, bien que lo supo tras una tarde en la que le ató las alas con
una cuerda y la retó a un vuelo sin que ella supiera de las ataduras. Pero
parecía que Aegis se había envalentonado al ver cómo cambiaron las tornas con la
huida de Perla.
No obstante, Dione temía por su
amiga, por lo que la sujetó de una de sus ala y tiró hacia sí.
—Pues yo solo veo a los
estudiantes del Serafín Rigel, y están por todos lados –dijo levantando la
mirada hacia la cala. Pero enarcó las cejas al comprobar que, paradójicamente,
no había nadie vigilando el sector donde observaba.
—¿P-piensas detenerme, Dione? —preguntó
sacudiendo su ala para soltarse del agarre—. Nadie te obliga a seguirme. Si no
me vas a ayudar… pu-puedes volver a Paraisópolis.
—No seas necia, Aegis, no te voy a
abandonar. Pero… ya te dije que no tiene sentido que Zadekiel haya venido aquí.
—Pero vino, yo la vi. Y vino sola.
¿Por qué no nos pidió ayuda?
Ambas sintieron un frío correr sobre
sus espaldas en el momento que una fémina y reconocible voz bramó en la orilla
del Aqueronte.
—¿¡Pero qué cosas os ponéis a
decir!? ¿¡Para qué yo querría pedir ayuda!?
Aegis y Dione dieron un respingo
de sorpresa. Asomaron la mirada por encima de los arbustos y observaron hacia
el río a una hermosa ángel, por delante de la gigantesca Luna. De larga
cabellera dorada que era mecida por la húmeda brisa del Aqueronte, su maestra
Zadekiel las miraba con el ceño fruncido, como si de alguna manera estuviera a
punto de regañarlas por haber desafinado la voz durante las prácticas.
—¡Maestra! —Aegis salió de los
arbustos y se acercó lentamente para darse cuenta de que su instructora pisaba
a un ángel tumbado sobre la arena. Empuñó sus manos y las llevo hacia sus
pechos, aspirando tanto aire como le fuera posible—. ¡Ah! ¿L-lo has matado?
¿Has matado a un ángel?
—Claro que no –Zadekiel lanzó, a
un lado, una rama gruesa que sostenía en la mano—. Solo le he dado un golpe muy
fuerte.
—¿Adónde vas, Zadekiel? –Dione
también salió de entre los arbustos en búsqueda de respuestas.
—¿No es obvio? ¡Voy a rescatar a
mi alumna! ¡Perla está sola en el reino humano!
—Maestra –suspiró Aegis, doblando
las puntas de sus alas—. Así que lo decías en serio. Eso es admirable.
—Y lo haría si cualquiera de mis
alumnas pasara por lo mismo –afirmó caminando hacia el río. En el momento que
pisó el agua, se giró para revelarles su rostro preocupado—. Además, no confío
en Fomalhaut.
—¿Fomalhaut? —preguntó Dione,
recordando al Dominio a quien su maestra le había regañado durante la tarde—.
¿Cuál es tu problema con él?
—¡Ya les dije que tengo mis
razones!
—Eso no nos sirve, Zadekiel.
¡Dínoslo de una vez!
—¡Hmm!… Fomalhaut es el único Dominio
que va a nuestras noches de coro. Es por eso que dudo de él. ¿Estáis contentas?
Un largo silencio se hizo presente
en el Aqueronte, solo cortado de vez en cuando por el sonido de la brisa. Las
dos alumnas miraban confusas a su maestra, sin saber qué decir.
—Esa es… —Dione hundió el rostro
entre sus manos—. Esa es una razón de lo más estúpida para dudar de él.
Pero Aegis sabía que su maestra
nunca bromeaba cuando hablaba de cánticos y coros. Aunque, al igual que Dione,
no entendía cómo algo tan inocente como presentarse para oír los cánticos
angelicales pudiera ser considerado como sospechoso o que generase
desconfianza. Después de todo, prácticamente toda la legión asistía a los
coros.
—Maestra… ¿Qué tiene de malo?
—¿No es obvio? Los Dominios no
sienten emociones. No temen, no sufren. Solo analizan y actúan. ¡Hacen lo que
consideran correcto sin remordimiento alguno! ¡Meras herramientas! —empuñó sus
manos—. Es por eso que los han enviado a buscar a Perla, porque no actuarán
como los ángeles que, guiados por sus emociones, quisieron matarla la noche que
huyó. ¿Qué os digo siempre sobre la responsabilidad que tenemos como coro
angelical?
—“Los cánticos influyen en el
cuerpo y la mente de la legión. Canalizan las penas de los ángeles, alivian los
pesares e incrementa la alegría en el alma” —Aegis repitió el usual discurso de
su maestra.
—Tal cual. Ningún Dominio va a
nuestros coros porque no necesitan aliviar una angustia que no sienten ni
sentirán. Pero Fomalhaut… él siempre está allí para escucharnos, sentado sobre
una rama del árbol cerca del escenario.
—Ahora que lo dices —concluyó Aegis,
tocándose la barbilla—. Es verdad que era usual verlo durante los cánticos.
—¿Y entonces qué? —preguntó Dione—.
¿Crees que Fomalhaut puede experimentar emociones?
—¡No lo sé con certeza, Dione!
Pero si siente emociones, ¿cómo crees que actuará si encuentra a Perla? ¡Era
uno de los guardianes del Trono! ¿Tal vez querrá vengar su muerte? Es por eso
que he decidido ir al reino humano. Así que, ¿me vais a delatar?
—Jamás –Aegis negó con la cabeza—.
Yo iré contigo, Zadekiel.
—¿En serio?
—Sí –asintió con los ojos
cerrados—. Perla es una amiga. Además, sola no podrás encontrarla. Mejor cuatro
alas que dos.
—Supongo que mejor seis alas que
cuatro –suspiró Dione, sacudiendo su mano al aire. En el fondo no quería
abandonar a su amiga Aegis. El imaginarla sola en el reino humano le causaba un
agobio insoportable—. Hacedme un lugar en vuestra pequeña rebelión.
—Eso es, somos tres –la maestra asintió
decidida—. No os preocupéis, la encontraremos y volveremos para practicar
nuevas canciones.
—¿Por qué estás tan segura? –preguntó
Dione—. Entraremos al Aqueronte y caeremos en quién sabe dónde. En el desierto,
en el mar, o peor, ¡en los polos! ¿Sabremos a dónde ir y qué hacer para
encontrarla antes que los Dominios?
—Confía en mí –tranquilizó Zadekiel,
acercándose para tomar la mano de Aegis, extendiendo la otra hacia Dione, quien
seguía dubitativa—. Escúchame, Dione, me conocen como el ángel con la voz más
hermosa de la legión, pero muchos olvidan que también soy un Dominio, sé
rastrear.
—No, no lo eres… —gruñó Dione.
—¿¡Y qué más da que no lo sea!? –se
acercó para tomarla de la muñeca—. ¡Venga, vamos!
—¿A qué ha venido decir que eres
un Dominio?
—¿Ibas a venir conmigo sabiendo
que no tengo habilidades de rastreo, Dione?
—No lo sé –se encogió de hombros—.
Pero no voy a seguir a una mentirosa…
—¡No caeremos en los polos, necia!
Y tirando de la mano de sus
alumnas, Zadekiel se adentró en el Río Aqueronte. Ninguna sabía qué les
deparaba en búsqueda de su amiga, allá en ese ignoto reino de los mortales,
pero era mejor que esperar sentadas, mejor que ser meros testigos del avance
inexorable del tiempo sin ser capaces de reclamar un lugar en la historia. No
eran las más fuertes, ni siquiera tenían condiciones físicas como las de los
guerreros de los Serafines, pero entraron a las frías aguas entre chapoteos, risas
y esperanzas de encontrar un final mejor que el que las profecías dictaban.
Se forjó, en la noche del Aqueronte,
una pequeña y torpe rebelión que, tal vez, sería la más grande de todas. Se
pactó una promesa que parecía tener la fuerza de dar un golpe triunfal al
propio destino.
—¡Nunca temas al lado de un Arcángel,
Dione! —gritó Zadekiel.
—¡No eres ningún Arcángel,
maldita!
—¡Pero podría serlo, nadie ha
reclamado ese cargo!
—¡No creo que eso funcione así!
II
Ámbar avanzaba por los pasillos
blanquecinos y opacos del Hospital Militar de Nueva San Pablo. Guardó las manos
en los bolsillos de su gabardina e intentaba, de una manera u otra, pasar
desapercibida entre el gentío y los médicos. “Habitación 709”, pensó, agachando
la cabeza. Pero era imposible que no la notasen; siempre había uno que la
felicitaba al reconocerla y pronto le seguían más. Nunca había experimentado la
fama y le parecía agobiante.
Avanzaba. Y aguantaba los embates
de doctores, enfermeras y algún que otro periodista que logró colarse entre el
gentío y personal médico, quienes lanzaban al aire sus esferas fotográficas
para captar cuanta imagen fuera posible, aunque bien estos rápidamente eran
abordados por los agentes de seguridad.
“¿Qué le dijo el Éxtimus,
Capitana? ¿Qué le respondió usted?”.
“Capitana, es un honor tenerla por
aquí. Muchos pacientes han preguntado si su visita aquí era cierta, ¿podría
acompañarnos, tal vez, más tarde, para saludarlos?”.
“¿Nos permitiría una foto,
Capitana?”.
“¿Ha pensado en publicitar su imagen para
productos de belleza? Piénselo, su rostro en un pote de gel. Án-gel. ¿Lo pilla?
Án-GEL.”
Cuánto logró cambiarlo todo una
fotografía que algún periodista, desde un helicóptero civil, logró obtener
cuando ella capturó al Éxtimus en el Mirante do Vale. Su pose de mujer fuerte
sosteniendo en los brazos a un ángel derrotado, significaba no solo un salto a
una fama que ni esperaba ni le agradaba: ahora, sin ella quererlo, representaba
el triunfo de la humanidad sobre lo sobrenatural. El triunfo de la tecnología
sobre seres que otrora habían destruido la civilización. Ámbar era ahora la
cara visible de una nueva época en donde los hombres y mujeres se deshicieron
de un miedo latente y clamaron a los cielos su independencia.
Y lo odiaba.
Entró a la habitación 709 y se recostó
contra la puerta, vaciando sus pulmones.
—¿Capitana? —preguntó Johan desde
la cama donde reposaba.
El joven subordinado estaba en
observación debido a la paliza que recibió de parte del ser celestial, pero
todo apuntaba a que pronto saldría. Con una escayola en el brazo partido que, eso
sí, se la retirarían esa misma noche.
La mujer se inclinó hacia el muchacho
y posó el dorso de la mano sobre su frente.
—¿Cómo estás?
—Mucho mejor ahora —respondió con
el rostro iluminado—. Gracias, Capitana.
—Hmm —gruñó, meneando la cabeza—.
Déjate de formalidades y dime “Ámbar”. Ahora estoy de civil.
La mujer se sentó al lado de la
cama; en la pared frente a ellos se proyectaba un holograma en donde veían las
noticias del día. Ámbar estaba cansada de mirar los telediarios: si no hablaban
del ángel capturado, narraban la dura vida que tuvo la mujer que la capturó.
“Todo este show mediático montado a mi alrededor. Tenía que haberlo supuesto…”,
pensó suspirando; cerró los ojos mientras hundía el rostro entre sus manos.
—¿Estás bien?
—Quieren mi foto para ponerlo en
un pote de gel.
—Vaya, eso es… Oye, Ámbar —el
joven levantó levemente su brazo roto—. ¿Me firmas la escayola?
La mujer echó a reírse. Era la
primera vez en todo el día que lo hacía y desde luego necesitaba quitarse la
tensión acumulada. Johan, por dentro, se sintió orgulloso de haberle arrancado
aquella risa, de haberle levantado el humor y ese rostro alicaído de aquella
Capitana tan brava. No era algo al alcance de cualquiera.
—Me has hecho reír, así que te lo
concederé, chico —dijo retirando un rotulador láser, acercándose para
firmársela—. ¿Quieres alguna frase en particular?
—Pon un bonito “Para mi fan número
uno”.
—¡Ja! Gracias. No por lo del fan
—meneó la cabeza con una sonrisa de lado mientras firmaba la escayola—. Eso es
ridículo. Sino por protegerme allá en el Mirante do Vale.
—Ni lo menciones —se acomodó en su
cama, mirando el techo—. Quedé como un imbécil.
—Nada de eso. Aprecio lo que
hiciste, no lo olvidaré. Siempre soy yo quien se pone al frente y a todos les
parece bien. Todos tienen una madre, una pareja, un hijo, una hermana… y yo
comprendo que quieran anteponer eso cuando surge el peligro. Pero fue
reconfortante tener a alguien que, por un momento, se olvide de sí mismo y se
ofrezca como el escudo de una.
—¿En serio? Para ser sincero,
pensé que me caería un reporte de tu parte…
—Bueno, por esta ocasión se queda
entre nosotros. Luego de que termine esto, me gustaría invitarte a un café.
¿Qué dices?
—“Cuando termine esto”. ¿Qué pasa?
¿Aún hay más?
Ámbar lo miró a los ojos y confesó
con preocupación:
—El Éxtimus está en un cuarto de
máxima seguridad, en uno de los últimos pisos del “Nova Céu”. Entraron dos soldados en trajes EXO, por
precaución, para interrogarla. Pero se niega a hablar.
—Pero contigo sí habló…
—Es precisamente por eso que me
pidieron que vaya y hable con ella. Si me preguntas, ni siquiera sé la razón de
por qué lo hizo conmigo allá en la azotea…
—¿Lo harás?
—¿Qué pasa, chico? ¿Te preocupa lo
que me pueda pasar?
—Bueno… —se rascó la barbilla—.
Claro, me preocupa lo del café. Espero que el casco del traje EXO que lleves no
tenga problemas como el que tuvimos cuando la confrontamos. ¿Ya lo revisaron?
Ámbar abrió los ojos cuanto era
posible. Recordó el momento en el que, cuando enfrentó al ser celestial, tuvo que
desplegar su visera debido a una falla en el sistema informático del traje táctico
EXO. Un par de chispas saltaron en su cabeza.
—Johan… —dijo con la mirada
perdida—. Eso es… Ese maldito casco…
—¿“Maldito… casco”?
En medio de la jungla de acero
destacaba uno de los edificios más altos, el “Nova Céu”, de luces azuladas que sobresalía
del resto de rascacielos de brillo blanquecino. Rodeado constantemente de
esferas de vigilancia que iban y venían a su alrededor, artefactos que en su
momento detectaron la intrusión del ángel en la metrópolis, se trataba de una
auténtica fortaleza militar, propiedad del gobierno y a disposición de la
policía estatal de Nueva San Pablo.
Cualquiera que caminara en las
inmediaciones detenía su rutina y levantaba la vista por unos momentos para
mirar a lo alto, entre los últimos pisos, pues era sabido por todos que allí
tenían apresado al Éxtimus capturado. Y estaría así hasta que el Estado de
Nueva San Pablo anunciara a quién había decidido venderla para su traslado y
estudio. Según las corporaciones farmacéuticas, las experimentaciones con un
ser inmune a todas las enfermedades humanas facilitaría el desarrollo de nuevas
curas y por ende se vislumbraba un futuro utópico para la sociedad.
Muchos se preguntaban si aquello
era lo adecuado. Si el ser celestial siguiese apresado, o incluso si muriese
siendo objeto de experimentos, tal vez despertase la ira de un ejército
celestial. Pero la humanidad aún estaba eufórica celebrando la victoria de los
suyos sobre los ángeles y no temían a ninguna amenaza externa.
El cuarto donde la habían
encerrado no era muy espacioso; de un blanco pulcro y brillante, en donde solo
había una fina cama adherida a la pared y un taburete frente a esta. Tan solo
rompían con el monótono blanco las cámaras y altavoces desperdigados en cada
esquina.
La vigilaban constantemente,
aunque ella no estuviera al tanto. Del otro lado de la habitación, tras la
pared, se apostaba todo un cuarto de control con cámaras y medidores varios. Era
un equipamiento básico y rudimentario; no había científicos, solo militares
que, con el correr de las horas, observaban con aburrimiento al ser celestial.
—Me pregunto qué tipo de música le
gustará al pajarraco —se preguntó el Teniente Santos, dándole un mordisco a un
bastoncillo de papa frita.
El comentario arrancó alguna risa
suelta en el grupo. Él estaba frente a uno de los hologramas que se desplegaban,
en donde se la veía sentada al borde de la cama, cabizbaja, como si estuviera
pensando en algo. Bajo la cama guardó sus botas de cuero y, de vez en cuando,
caminaba por la habitación para recoger algunas plumas que se desprendían de
sus alas. Tenía el mismo collar que le habían cerrado en el cuello; si
realizara cualquier acto hostil la pondrían a dormir, pero hasta el momento se comportaba
serena.
—Luce joven, tal vez le guste un
grupo esos de adolescentes —sugirió un soldado.
—Pero si esos son terribles, nada
como los músicos de mi época —agregó otro.
—No te dejes guiar por su apariencia,
podría tener decenas de miles de años —Santos apuntó, con la patata, a la
imagen del ángel en el holograma—. Tal vez le guste la clásica.
Estuvo a punto de poner algo de
música a través del altavoz, acto curioseado por los aburridos presentes, pero
todos dieron un respingo del susto cuando la Capitana entró al cuarto de
control abriendo las puertas de par en par. Inmediatamente, Santos escondió el
cono de cartón de comida rápida, entre los proyectores, no fuera que la mujer
le regañara.
Ámbar estaba aún de civil,
gabardina y pantalón elegante. Buscó por Santos, con la mirada, mientras hacía
caso omiso a las felicitaciones de los hombres allí apostados. Notó que alguien
se levantó de su asiento para hacerle una reverencia a modo de broma.
—Es un honor tener a la mujer más
famosa del momento, jefa.
—Déjate de memeces, Santos, voy a
entrar.
—¿Sin el EXO?
La mujer se acercó a la compuerta
que daba al cuarto del ángel; la vio de arriba abajo. Estaba fabricada con una
aleación más fuerte que el titanio y de un considerable grosor, sin manija ni
mecanismos a la vista, salvo por las varias barras horizontales que la sellaban.
Solo cedería con una aprobación.
—Entraré sin el EXO. Ábreme la
condenada puerta, te lo acabo de pedir claramente.
—Espera, jefa, no te sigo…
—El ángel reaccionó cuando
desplegué la visera de mi casco y vio mi rostro. Fue por eso que me habló.
Necesita un rostro humano, o mejor dicho un rostro que le resulte familiar, no
soldados armados. ¿Tengo que pedirte de nuevo que la abras o quieres que
solicite una renovación de tus implantes cocleares?
—Espera… Jefa, sin traje EXO te
expones a morir de un golpe. ¿No opinaría lo mismo Johan, ahora en el Hospital?
Sabes más que nadie cuán fuerte es ese pajarraco.
—¿Los jefazos quieren que ella
hable? La haré hablar pues… —se detuvo y miró un cono de cartón medio escondido
entre los proyectores—. ¿Qué tienes ahí? —lo agarró rápidamente—. ¿Papas
fritas?
—No me mires así, no he comido
nada desde lo de anoche.
—Esto no es un maldito comedor,
Santos. Voy a entrar —dijo mostrándoles las papas—. Ábreme la puerta si no
quieres un reporte por esto.
Tras un suspiro de parte del
hombre, pronto las varias barras gruesas empezaron a ceder para dejar libre la
compuerta. “Me pregunto si me recordará”, pensó Ámbar mientras veía el acceso abrirse.
Y si la reconociese, ¿querría revancha? Después de todo Santos tenía razón; sin
la protección de su armadura táctica, el Éxtimus podría matarla en un suspiro.
“Aunque no dejan de llamarme la atención…”, vació los pulmones mientras entraba.
“Aquellos ojos suyos, a punto de llorar”.
Luego de avanzar, se enmascaró tras
un rostro impertérrito y pose despreocupada, mientras la compuerta tras de sí
se cerraba.
—El jefazo nos va a colgar, Ámbar
—continuaba insistiendo Santos desde los altavoces—. Hay protocolos que
cumplir.
—Pues ponle al día si pretende
hacerlo. Somos héroes nacionales. Hasta mundiales, Santos. No se atrevería a
colgarnos.
—Y tienes mis papas…
—Lo sé —levantó el cono de comida
rápida a la cámara—. Me sé de alguien que tampoco habrá comido desde lo de
anoche.
Perla creyó reconocer la voz femenina
y levantó la mirada. Tal como sospechaba, se trataba de la misma mujer con la
que había dialogado en la azotea del edificio donde cayó. Y desde luego, al ver
un rostro familiar, que por más que fuera humana no poseía ninguna diferencia
al de los ángeles, se tranquilizó. Estaba nerviosa, se sentía abandonada y
necesitaba hablar con alguien.
“Híbrido”, pensó la joven por un
momento, recordando la frase que aquél ángel de alas y túnica negras le había
dicho en los Templos del Trono. “Entonces, ¿tengo una madre o un padre
humano?”, se preguntó, viendo arriba abajo a la mujer.
—Libérame —dijo la muchacha alada
en un perfecto portugués, tocando su collar. Aquello causó un respingo
generalizado en el cuarto de control; se trataba de las primeras palabras que
pronunciaba el Éxtimus desde que fuera capturado.
—Esa no es mi área, ángel. No me
corresponde decidir eso.
—Mi sable.
—¿Tu sable? —la Capitana se sentó
en el taburete frente al ser celestial—. Es una espada muy bonita, pero
extraña. Las pruebas con carbono 14 indican que tiene una antigüedad de más de
mil años, y la frase en dialecto jalja indica que probablemente era de algún
soldado del ejército mongol.
—Es mía —dijo por lo bajo,
acomodándose en el borde de la cama.
—¿Acaso se la robaste a Gengis Kan?
—¡Es mía! —gritó apretando los
puños y extendiendo sus alas, como un recordatorio de que estaba dialogando con
un ángel, un ser superior.
—Tranquila, mi culpa —la voz de
Ámbar era calma, aunque su corazón se quería desbocar. No debía dejarse
amedrentar. Si la enervaba, probablemente acabaría muerta, tal y como Santos
temía—. Necesito que me ayudes.
—¿Qué es lo quieres de mí?
La Capitana se tranquilizó al ver
la actitud predispuesta de la joven. “En cierta forma me la recuerda”, se dijo
por dentro, recordando a su hija y los arrebatos que solía tener. Una relación
que ayudó a que Ámbar supiera qué tono utilizar durante el interrogatorio. Hablaría
distendida, como una amiga. “O, más bien, como una madre…”, concluyó.
—¿Cómo te llamas, niña?
—¡Hmm!
Perla se cruzó de brazos; no era
una niña, era un ángel, un ser inmortal, ella, por esa naturaleza, se decía a
sí misma que estaba por encima de cualquier humano; no permitiría que nadie
llevara las riendas de ninguna conversación. En cierta forma, aquella Querubín,
aquella niña altanera que fue, aún salía de vez en cuando a relucir.
—Dime primero el tuyo, mortal
—hizo énfasis en la última palabra.
—Ámbar Moreira.
“Es bonito”, pensó fugazmente
Perla. Pero no iba a darle el gusto, por lo que, haciendo un mohín, sacudió sus
alas y afirmó:
—Tienes un nombre raro.
—¿Estás segura de que no quieres
papas fritas? ¿O los ángeles no coméis?
—No quiero nada de eso —sacudió
una mano al aire y ladeó su rostro para otro lado—. Yo no como, pero hay
quienes sí lo hacen.
—¿Hay ángeles que comen? —fue
inevitable sonreír por lo bajo—. ¿Y entonces… los ángeles…? Ya sabes… ¿vais
al…?
—¿Los ángeles cagáis? —resonó por
el megáfono. Ámbar se había olvidado que del otro lado había un montón de
hombres curioseando la conversación. Santos el que más.
—¡Por los dioses! —Perla
enrojeció, volviendo el rostro ahora para el otro lado, incapaz de mirar a la
mujer—. ¿Esto es lo que habéis venido a hacer? ¿Preguntar tonterías?
—¿Podrías no entrometerte, Santos?
—reclamó la indignada Capitana.
—¡“Santos” también es un nombre
raro y tonto! —gruñó Perla, mirando a los altavoces.
Meneando la cabeza, Ámbar se
levantó del taburete y dejó el cono de papas en la cama del ángel, quien apenas
le prestó atención. Relajó las alas cuando la mujer salió del cuarto. “Seguro
irá a regañarlo”, pensó la pelirroja. “¡Qué atrevimiento!”, se sonrojó,
doblando las puntas de sus alas. Miró entonces el cono de cartón e, imposible
de negarse a su naturaleza curiosa, tocó fugazmente la punta de una papa.
“Papas… fritas…”. Revoloteó la
mirada por todo el cuarto, tratando de interesarse en algo más, pero poco
atrayente como era la habitación de blanco impoluto, fue inevitable volver a fijarse
en el cono de cartón. “¿Olerá mal?”, pensó inclinándose para olisquearlo.
Luego de un par de minutos de
ausencia, Ámbar volvió.
—Perdona, ángel. Ya no nos
volverán a molestar.
—Epfero que fí.
La Capitana sonrió al verla masticar
lenta y torpemente. “¿Acaso desconfía de nuestra comida?”, se preguntó. “¿O
simplemente no está acostumbrada a comer?”. Pero se hizo lugar de nuevo en el
taburete; era hora de tener respuestas que medio mundo exigía.
—¿Por qué estás aquí y no arriba,
ángel?
De nuevo, Perla se enfrentaba a una
pregunta que la incomodaba demasiado. Degustó toda la papa y se limpió las manos.
Le había parecido deliciosa, mucho mejor de lo que esperaba de algo cultivado
por los “débiles y mortales seres del reino humano”. Miró de reojo el paquete
de cartón en donde había más de aquella comida.
—Caí aquí por accidente
—lentamente dirigió su mano a por otra papa.
Santos no pudo evitar su deseo de
intervenir a través de los altavoces:
—¿Saltabas entre copos de nube y
te resbalaste?
—¡Santos! —gruñó Ámbar, pasándose
la mano por la cabellera—. Mira, si caíste aquí por accidente, nos gustaría saber
si bajarán para buscarte.
Perla agarró el cono de papas con
ambas manos. Recordó a todos ángeles que se abalanzaron a por ella en el
Aqueronte. No le resultó una imagen muy agradable de rememorar, esos gritos,
esa desesperación y odio que percibió de la legión hacia ella. Arqueando sus
alas, confesó en un susurro casi inaudible:
—No lo sé…
—¿Cómo que no lo sabes? No me digas
que allá arriba no hay alguien que te extraña.
La alada asintió tímidamente.
“Espero que los que me estén extrañando sigan vivos”, pensó apretando el cono,
recordando a sus dos ángeles guardianes, además de su maestro, quienes la
protegieron durante su huida.
—Y entonces, ¿no crees que ellos
bajarán para buscarte?
Perla cerró los ojos y ladeó de
nuevo el rostro. Cuando cayó al reino de los humanos, los esperó en la azotea del
edificio durante largo rato, pero nadie bajó de los Campos Elíseos para rescatarla.
La idea de que sus tres protectores habían perecido durante la revuelta se
hacía cada vez más probable.
“Si no me hubiera acobardado como
una maldita niña”, se reprochó mientras sus ojos empezaban a arder.
Cuánto deseaba regresar, pero no podía,
al menos no hasta que supiera volar. Pero si supiera, ¿cómo la recibirían? Se
le acumuló todo de nuevo, su debilidad, la impotencia de no poder proteger a
sus allegados, su incapacidad de cruzar los cielos por el miedo a las alturas,
su verdadera naturaleza. El sollozo fue inevitable, aunque casi imperceptible.
“¿Acaba de… hipar?”, pensó Ámbar,
achinando los ojos. Se inclinó hacia el ángel como si no terminara de creérselo.
Creció gran parte de su vida con la idea de que aquellos seres celestiales carecían
de emociones, sentimientos y sin aprecio por la vida; no tenían más parecido
que los humanos que el aspecto físico. Pero desde que vio a la joven varios de
sus mitos personales empezaron a derrumbarse.
—¿Estás llorando?
—N-no, claro que no…
Ámbar pilló la mentira debido al
balbuceo y miró hacia atrás, hacia las cámaras, esperando alguna sugerencia de
parte de sus compañeros. No tenía forma de saber que, del otro lado del cuarto,
todos estaban tan desconcertados como la mujer. Más que un extraño ser cuya
raza había destruido la civilización siglos atrás, parecía anteponerse la
imagen de una joven sumergida en un nuevo mundo, sufriendo tal como lo haría un
ser humano. Santos dejó el aire bromista y adquirió un gesto más serio, pero a
diferencia de los demás hombres en el cuarto de control, no iba a dejarse
afectar; no olvidaba el violento ataque que le propinó a su camarada.
La Capitana suspiró al volverse
hacia el ángel. No era buena con el rol de policía conciliadora. ¿Debía
sentarse a su lado? ¿Tal vez acariciar esas grandes y radiantes alas? Cuando
pretendía pedirle que se tranquilizara, Perla levantó el rostro y la miró a los
ojos: Era solo una joven, una niña a los ojos de una conmovida Capitana, no una
amenaza ni menos una cobaya dispuesta para infinidad de experimentaciones a
manos de las corporaciones farmacéuticas.
Pero, sobre todo, era un rostro
demasiado similar al que ella recordaba de su hija; de alguien cuyos ojos
enrojecidos y húmedos imploraban consuelo ante la desesperanza.
—Sofía —susurró Ámbar, extendiendo
una mano hacia el ángel, como si por un momento fuera su hija quien estuviera
allí.
—¿Vas a burlarte de mí? —preguntó
Perla, enjugándose las lágrimas fugazmente.
“¿Vas a burlarte de mí, mamá?”,
resonó en la cabeza de la Capitana. Por un momento, abandonó el cuarto del
ángel y su mente viajó varios años atrás, durante una noche de luna llena que
iluminaba una plaza vacía, en los suburbios de Nueva San Pablo, y en donde solo
se oía el murmullo lejano del tráfico.
Ámbar bajó de su coche, viendo a
lo lejos a su joven hija sentada sobre uno de los tantos columpios de la plaza.
Cabizbaja, parecía columpiarse de manera apenas perceptible. La piel de la
muchacha había palidecido en aquellos días, cuando la variante del osteosarcoma
aún no la había debilitado excesivamente, obligándola a estar en cama.
En silencio, la madre se sentó en
el columpio a su lado.
—Me tenías preocupada.
—Solo deseaba salir un rato de
casa, mamá.
—Podrías avisar. Yo entiendo.
—Lo dudo —dijo la muchacha, cabeceando
hacia la constelación de Orión—. No salgo porque me aburra ni quiera escapar de
nada. Verás, dicen que cualquier día de este mes podría estallar la estrella
Betelgeuse y convertirse en una gran supernova que podría verse a simple vista.
—Hmm —gruñó la mujer, negando con
la cabeza. La niña era parecida a ella, pero su afán e interés por la
astronomía los heredó de su padre—. Debí haberlo supuesto.
—¿Qué? ¿Vas a burlarte de mí, mamá?
—¿Quién puede usar humor con estos
ánimos? —Ámbar se encogió de hombros—. No hay día que desee tener a tu padre
con nosotras. Creo que él sabría hacer las cosas mejor que yo.
—No —meneó la cabeza débilmente,
dibujando, con el pie, figuras sobre la arena—. Estamos bien así.
Ámbar hundió su rostro entre sus manos.
No había vivido algo como aquello jamás en su vida. Una enfermedad que consumía
la vida poco a poco y cuya cura era imposible aún con la tecnología disponible.
Era una mujer fuerte, valerosa, de fama contrastada entre sus colegas porque
todo lo combatía de frente, porque todo mal cedía con su insistencia, porque
toda batalla era ganable. Pero cuando miraba a su hija, esa que tanto la
admiraba, el panorama se volvía desolador. No habría victoria, no existía
escudo capaz de protegerla de las garras de la muerte y la mujer fuerte y
valerosa que todos conocían se derrumbaba, incapaz de hacer frente a la
situación.
Despojada de su fortaleza, se
hacía difícil mirar a los ojos de quien la tenía como heroína.
—Sé que no he sido la madre
perfecta —continuó la mujer—. Pero permíteme… déjame quedarme contigo.
—Bueno, vine aquí porque quería
alejarme de ti…
—No digas eso, niña —Ámbar sintió
una daga en el corazón y clavó sus uñas en su vientre—. ¿Tan mal lo he hecho?
—Mamá… —la joven la miró a los
ojos y, con esos labios pálidos, esbozó una sonrisa—. Estaba bromeando. Contigo
hasta el final.
Ámbar no supo cómo reaccionar.
Alguien que tenía por delante solo días contados estaba sonriendo y dándole
ánimos. Tal vez, se decía a sí misma, aquella niña era más sabia de lo que
parecía, percibiendo cuánto sufría la mujer. Acercó una mano hacia su madre y,
levantando el meñique, la invitó a engancharlo con el suyo.
—¿Qué decías del humor con estos
ánimos, mamá?
Pero la mujer se abalanzó hacia
ella para rodearla con sus brazos.
—¡Ah! ¡Ma-mamá! ¡Es-espera! —reía
la muchacha.
Aunque todo el cuerpo de la
muchacha se paralizó al percatarse de un extraño brillo azulino que poblaba la
hierba de la plaza, lenta y paulatinamente. Sus ojos se abrieron como nunca
antes al darse cuenta del hecho histórico que empezaba a acaecer en el manto
negro del cielo.
—¡N-no me lo creo! ¡Espera, déjame
un rato, solo un rato! ¡E-e-está reventando, e-está sucediendo!
La estrella Betelgeuse, tal como
habían pronosticado los astrónomos, estalló en el cielo para convertirse en una
supernova y, con su brillo azulino tan fuerte como una segunda luna, tiñó la
noche de la jungla de acero; un brillo que se perpetuaría durante un par de
años e iluminaría la moderna sociedad humana como una hermosa postal del
universo, pero al mismo tiempo un recordatorio de que nada era duradero.
—No llores —susurró la hija, sin
apartarse del abrazo. Elevó la mano hacia el cielo y pareció acariciar la
brillante supernova—. Incluso las estrellas tienen que morir, mamá.
—Pero… ¡Por los dioses!, ¿qué
estás haciendo? —protestó la Querubín cuando la mujer la rodeó con sus brazos.
Perla luchó apenas unos breves
segundos para apartarse del abrazo, pero no duró mucho; extrañamente, sintió un
algo cálido y apacible cuando, a base de un tirón de Ámbar, su cabeza se hundió
entre los pechos de quien fuera su captora. Era una sensación avasallante y reconfortante
que parecía calmarle el alma, un algo nunca antes experimentado en su vida en
la legión que hizo que todo su cuerpo se relajara. Algo diferente al consuelo
del Trono, al consuelo de los guardianes.
—No llores —dijo Ámbar—. Puede que
no entienda tus problemas, pero sí creo saber cómo se siente.
Tras un respingo, las enormes y
radiantes alas de Perla se extendieron lentamente para luego elevarse; aquello
causó algún susto en el cuarto de control, pero todo se relajó cuando notaron
cómo el plumaje, como si fuera un manto, rodeó completamente a ambas. La joven ya
sabía que eran observadas, por lo que necesitaba algo de privacidad. Aunque en
el fondo también quería devolver el afecto y consuelo recibido, pues no
esperaba encontrarlo en el violento reino de los humanos.
—Perla —susurró el ángel.
—¿Qué?
—Ese es mi nombre.
—Es un nombre muy bonito.
—Ám-ámbar… Escúchame, Ámbar… —su
voz era aún más baja, aunque ya no se percibía triste.
—¿Qué sucede? —susurró cómplice.
—¿Tienes…? Ámbar, ¿tienes más
papas fritas?
III
El sol estaba en lo alto del cielo
cuando los tres Dominios llegaron al reino de los humanos.
Hidra se inclinó para palpar el
suelo marmóreo de la azotea de forma cupular donde descendieron y, levantando
la mirada, notó en la lejanía un agolpamiento de casas a un lado, repartidas
ordenadamente hasta donde la vista alcanzara mientras que un extenso prado se
extendía al otro extremo.
—Se parece a Paraisópolis —dijo
él, plegando sus alas, pues en los Campos Elíseos había una división similar,
entre la ciudad angelical y el gran bosque adyacente, aunque allí la
repartición de casonas era caótica.
—Antes de continuar —interrumpió
Fomalhaut. Agachándose, palpó la figura de un Querubín de mármol tallado cerca
del borde de la cúpula. No se atrevía a mirar a sus compañeros—. ¿Realmente
estamos dispuestos a acatar las órdenes del Serafín Rigel?
—¿A qué te refieres? —preguntó
Nyx, otro quien admiraba el paisaje, pero tuvo que girarse. Era una pregunta
inesperada—. Los tres estuvimos de acuerdo.
—¿Os debéis al Serafín? ¿Nyx,
Hidra? —insistió Fomalhaut.
—¿A qué viene esa pregunta?
—protestó Hidra, quien tampoco entendía las interrogantes de su camarada—. El
Serafín Rigel es el de mayor rango ahora. Nos debemos a él.
Fomalhaut suspiró como respuesta
y, tras sacudirse las alas, lentamente dirigió ambas manos a su espalda para
tirar de las correas de sujeción de los dos sables. Agarró las empuñaduras y
las desenvainó. Sus dos congéneres ladearon el rostro, incapaces de entender los
motivos por el cual las empuñaba.
—Enváinalas —ordenó Nyx.
Fomalhaut se giró hacia ellos.
Había algo en su mirada salvaje, muy distinta a lo que se podría esperar de un
Dominio, asociados a la apatía y falta de emociones. Friccionó las hojas de sus
sables, como un carnicero afilando sus cuchillas, y sus dos compañeros supieron
que la misión encomendada por el Serafín Rigel peligraba.
—¿No has oído? ¡Envaina! —mandó
Hidra, quien avanzó un paso firme hacia él, ya con su brillante espada empuñada
en la mano. “Se debe a algún traidor”, concluyó viendo los ojos de su ahora
irreconocible camarada. Los Dominios eran fríos y calculadores, pero ese ángel
frente a ellos, amenazante y altivo en sus gestos, se rebelaba a su propia
naturaleza.
“¿O acaso alguien lo está
manipulando?”, pensó Nyx, justo en el momento en el que Fomalhaut se abalanzaba
velozmente hacia el espadachín.
El choque entre la espada contra
los sables fue tan fuerte como veloz; apenas un borroso refulgido; ambos
ángeles se alejaron luego del encontronazo, sosteniendo firmes sus respectivas
armas. Hidra no iba a admitirlo, pero sus brazos temblaban debido al violento
choque y parecía que en cualquier momento su espada se le resbalaría.
Fomalhaut estaba al tanto de la
desventaja de luchar contra dos. Ante todo, necesitaba comprobar la fuerza de
Hidra, quien de seguro prefería una lucha cercana, a diferencia de Nyx, quien
querría alejarse cuanto antes y usar su arco de caza aprovechando la distancia.
Todo buen arquero buscaría alejarse, pensó, y todo buen espadachín estaría
ansioso de aproximarse y mostrar sus habilidades.
Inesperadamente, el envilecido
Dominio extendió sus alas y se elevó sobre la cúpula. Apuntando a Hidra con uno
de sus sables, lo invitó a una lucha en el aire que sabía no podría rechazar.
—Ven a por mí, carroña.
La batalla estaba servida.
En la Plaza de la Rotonda, ciudad
del Vaticano, decenas de personas detuvieron su rutina y se fijaron en el
repentino baile de sombras que empezaba a vislumbrarse sobre el pavimento.
Levantaron la vista y contemplaron, muchos con el corazón en la garganta, otros
haciendo la señal de la cruz, la violenta lucha que acaecía sobre la mismísima
Basílica de San Pedro.
Habían vuelto. Los ángeles habían regresado
tras más de trescientos treinta años después del último Apocalipsis, y de nuevo
iniciaban una sangrienta lucha.
Fomalhaut voló en círculo
alrededor de un inexpresivo Hidra, que había subido y aceptado la invitación a
la batalla. Blandía sus sables de un lado a otro, a veces los volvía friccionar
con fuerza. E Hidra, impávido como estaba, lo seguía con la mirada, atento a
cualquier ataque repentino, apretando la empuñadura de su espada.
Imprevistamente, una saeta rozó el
ala de Fomalhaut, y él supo que Nyx, desde la cúpula de la Basílica, tensaba su
arco y buscaba así un mínimo descuido para eliminarlo.
—Preferimos ser carroña a ser
traidores de la legión —dijo el habilidoso arquero.
Tan rápido que parecía un
relámpago plateado, Fomalhaut fue directo a por Hidra, quien ya levantaba su
espada. Otro choque de armas que hizo saltar chispas; otra vez Hidra tambaleó.
Pero observó de refilón un hilo de sangre que corría en el brazo derecho de
Fomalhaut; consiguió rasgarle y darle con ello un aviso.
Aquello le dio confianza a Hidra,
quien entró a fondo para asestar al corazón de Fomalhaut de una vez por todas,
pero este desvió la hoja con su sable para luego propinarle un codazo al rostro,
tan fuerte que lo dejó atontado. Fue cuando el pérfido Dominio atizó un sablazo
tras otro, tan rápidos que parecían borrones relucientes, y a los que el
conmocionado Hidra desviaba como buenamente podía.
Cuando ambos se alejaron, Hidra
estaba resoplando, cansado, herido, un par de gruesas líneas de sangre
adornaban su túnica mientras que Fomalhaut se sacudió, sonriente, volviendo a
friccionar sus sables de manera amenazante.
—¿Qué sucede? —preguntó Fomalhaut,
apuntándolo de nuevo con su sable—. Te veo lento.
En el tercer intercambio de espadazos,
a Hidra ya se le notaba débil. Más que atacar, se dedicaba a defenderse de los
sablazos mientras la sangre empañaba de manera más evidente su túnica,
abandonando su cuerpo y debilitándolo poco a poco. Fomalhaut lo sabía;
cualquier ángel fatigado y herido dejaba caer más plumas de lo normal. Por más
que Hidra se enmascarase tras un rostro impasible, las plumas revoloteando a su
alrededor no mentían.
Repentinamente, el pérfido Dominio
volvió al asalto; lanzó sus dos sables como si fueran lanzas, pero Hidra los
desvió hábilmente, aunque no tuvo tiempo de reaccionar ante el puñetazo que le
encajó en el estómago. Se encorvó de dolor y sus reservas de fuerza se le
agotaron; no pudo reaccionar cuando Fomalhaut lo agarró de sus alas y lo usó
como escudo contra la nueva saeta que Nyx había lanzado desde la cúpula de la
Basílica.
El alarido de Hidra fue largo, con
la saeta enterrada en su corazón.
Sobre la Basílica, Nyx apretó los
dientes, no esperaba que Fomalhaut usara de escudo a su propio compañero. Notó
cómo el cuerpo de Hidra, que ya no reaccionaba, era lanzado violentamente hacia
él.
Nyx soltó su arco y rápidamente lo
atrapó entre sus brazos. Hidra estaba frío, inmóvil. Sintió la sangre
escurrirse entre sus dedos, vio el rostro inerte de quien fuera su eterno
aliado de batallas. Por un fugaz instante, deseó llorar, deseó sufrir, cuánto
le gustaría simplemente sentir algo porque lo había visto decena de veces: el
llanto, las lágrimas de los demás ángeles que cedían a sus emociones. Era una
manera de demostrar afecto, pero él carecía de sentimientos.
Era una simple herramienta, una
mera carcasa creada por los dioses.
Cuando Nyx levantó de nuevo la
mirada en búsqueda de Fomalhaut, este ya había desparecido del cielo. Acostó al
derrotado Hidra sobre la cúpula y volvió a hacerse con su arco, mirando en
derredor, pues el traidor podría salirle de cualquier lado. En el momento que
tensó la cuerda de su arco, Fomalhaut descendió rápidamente frente a él y
hundió los sables en su estómago.
—Los dioses —dijo Fomalhaut,
tirando de sus enrojecidos sables para recuperarlos—, si ves a los dioses,
diles que no somos sus herramientas.
Nyx cayó de rodillas, ahora
sintiendo cómo manaba la sangre de él mismo. Y vio por un momento sus plumas
plateadas abandonar sus alas, meciéndose perezosamente en el aire. Levantó la
mano débilmente y atrapó una de sus propias plumas. La fuerza y velocidad de
Fomalhaut rayaban lo salvaje y, tal vez, ni siquiera entre varios Dominios podrían
contra él, pensó a orillas de la muerte.
La sangre de los dos derrotados
ángeles, a esa altura, ya era abundante y corría en varias líneas que bañaban
la otrora esfera de tónica dorada de la cúpula.
Mientras Fomalhaut posaba las
hojas de sus sables a ambos lados del cuello de Nyx, presto a darle una muerte
rápida, el moribundo ángel intentó comprender a qué se debía aquella traición
tan sorprendente como violenta.
“Herramientas”, eso eran ellos según
sus hacedores. Mas uno se había rebelado a su propia naturaleza; parecía estar
experimentando emociones y sentimientos, lo primero era algo que privaron a las
Dominaciones, lo último era un don solo regalado a los humanos. Por más que
fuera una traición deleznable, aquello significaba que una Dominación había
encontrado una manera de desobedecer a los designios de sus creadores.
Y entonces, por primera vez, Nyx experimentó
un sentimiento de envidia hacia su compañero.
—¿Qué te impulsa, Fomalhaut? —
preguntó sintiendo las frías hojas de los sables mordiéndoles el cuello—.
¿Acaso es ese amor del que he oído hablar? ¿O tal vez el odio?
No hubo respuesta.
—Puede que allá a donde vaya,
también pueda sentir lo mismo que tú, Fomalhaut.
“Buscar y destruir”. Esas palabras
retumbaban en la mente del pérfido Dominio mientras daba el tajo final. Sin
inmutarse de ver a sus dos compañeros muertos sobre la cúpula, cerró los ojos y
levantó el rostro para sentir ese fuerte sol sobre él, dibujando en su mente
aquella que una vez fue la Querubín para la legión de ángeles. Extendió sus
alas plateadas y levantó vuelo mientras un auténtico pandemónium se desataba en
la Santa Sede.
La sintió, la percibió en el aire;
la localizó con aquella habilidad natural que le fuera otorgada por los dioses
a los que ya no se debía.
—Te tengo —susurró, guardando sus
sables en las fundas de su espalda.
La otrora esfera de tónica dorada
de la Basílica de la Santa Sede, ahora enrojecida, teñida de sangre de ángeles,
marcó el comienzo de una nueva insurrección celestial que sacudiría el moderno
reino de los mortales.
Fue así como el Dominio enviado
por los cielos iniciaba la caza.
Continuará.
Portada: ChaosDrive “Michelle”
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