Primer capítulo. Un ángel cayó del cielo, desatando
un auténtico pandemónium en el moderno reino humano.
I. 2 de enero de 2332
Ámbar
estaba absorta, viendo la sucesión de pequeñas imágenes tridimensionales que
proyectaba el dispositivo de transmisión holográfica sobre el escritorio. Su
oscuro cuarto se teñía de los colores de las fotografías conforme estas se
sucedían una tras otra a cada pulsación de su dedo índice. Sentada en un
mullido sofá, se inclinó hacia adelante, como si quisiera observar mejor los
detalles.
Un
paseo en el parque con su niña, una visita al lago en donde su esposo perseguía
a la sonriente pequeña. Prosiguió una tanda de su hija, ya joven, cocinando
para el cumpleaños de su padre. Luego sobrevino una larga serie de imágenes en
el hogar de su suegra; sonrió con los labios apretados, recordando el embate de
críticas que solía recibir cada vez que la visitaba. Ámbar no era buena cocinera
ni la madre ideal con la que soñaba aquella mujer; de hecho, no era alguien que
anduviera entre sonrisas y tratos delicados.
Pero
era inevitable ser diferente al prototipo ideal y dulce que su suegra deseaba:
ser Capitana de la policía militarizada de una de las ciudades más violentas
del mundo terminó amoldándola.
Un
suave sonido se oyó desde el dispositivo coclear implantado dentro de su oído
derecho, interrumpiendo sus recuerdos. Lo odiaba: el aparato y las
interrupciones. Faltaba un par de semanas para sus vacaciones y no veía la hora
de quitárselo. Aumentaba su capacidad auditiva en el momento que entrara en
algún antro silencioso de mala muerte y la reducía considerablemente durante
los tiroteos. Aquello le había salvado la vida en más de una ocasión, pero
últimamente se le hacían insoportables las constantes interrupciones.
La
madrugada no era precisamente su horario, por lo que solo podría tratarse de
alguna emergencia. Suspiró, apagando el dispositivo holográfico.
—¿Qué
sucede? —preguntó ella, recostándose en su sillón mientras ideaba alguna excusa
para no presentarse.
—Capitana
—la voz juvenil de su subordinado, Johan, la hizo apretar los dientes. Fuera lo
que fuera la emergencia, decidió que ese chico lo iba a solucionar mientras
ella se echaba a dormir—. No me lo va a creer.
—Prueba
a llamarme por mi nombre cuando no estoy en la Jefatura.
—Señora
Ámbar…
—Solo Ámbar…
—Ámbar…
La necesitan en la Jefatura. Un… un Éxtimus ha caído en Nueva San Pablo. Los
sistemas lo detectan en la azotea del edificio Mirante do Vale.
Enarcó
las cejas, pero inmediatamente se relajó. Podría ser una broma. Los estudiantes
hacía rato se habían dejado de amenazas de bombas y ahora estaban acostumbrados
a llamar a la Jefatura con advertencias de: “Hay un ángel en el colegio” para
que las clases se suspendieran y un escuadrón militar se presentara. Pero no
había clases de madrugada, y era la primera vez que el propio sistema del
Estado había detectado la intrusión de un ente que los científicos habían
bautizado como Caelum Coelestis Éxtimus.
—Debe
ser un error, ¿lo has cotejado? —preguntó ella. Más de trescientos años pasaron
desde que los ángeles trajeron el Apocalipsis, o Gran Ataque, y el temor había
disminuido lentamente con el paso del tiempo.
—Lo
he hecho varias veces… El problema es que lecturas no son del todo
concluyentes. Sí le aseguro que hay algo ahí y no es humano… y el jefe la
necesita, Cap… Ámbar.
Ámbar
echó la cabeza hacia atrás y echó a suspirar, pensando en cuántos días quedaban
para sus merecidas vacaciones.
—Seguro
que es un error…
El
Teniente André Santos entró en la atiborrada jefatura y todos alrededor le
abrieron paso. Para los que lo observaran, se trataba del oficial más respetado
de la policía militar de Nueva San Pablo y, con certeza, el más apto para el
escuadrón que rápidamente se forjaba de madrugada para contactar con el primer Éxtimus
detectado tras más de trescientos años de su misteriosa aparición.
Era
un hombre de aspecto fiero e intimidante, ayudado por su mirada intensa y el
corte mohicano de estilo militar. Se diría que su heroica actuación durante los
atentados terroristas en Matto Groso, Minas Gerais y Goiás habrían terminado
forjando una personalidad fría y calculadora; que los implantes tecnológicos
que estimulaban y maximizaban sus sentidos habían creado una persona
deshumanizada, inmune al constante espectáculo de la muerte, pero pocos
creerían que en realidad se trataba de un hombre apacible y de buen humor.
Percibió
en el rostro de todos cuanto lo miraban una suerte de miedo e incertidumbre. No
era para menos, el temor a un nuevo Apocalipsis se extendió rápidamente en la
Jefatura. Santos sonrió, elevando una mano al aire.
—Soy
del Control de Plagas. Vengo a eliminar un pájaro que está causando problemas…
Las
carcajadas empezaron a surgir espontáneamente, algún que otro aplauso también.
Ahora avanzaba y recibía palmadas en la espalda en medio de un ambiente más
distendido. Todos lo necesitaban, a él y ese humor para apaciguar el miedo.
—¡Teniente!
—un joven apuró el paso entre los policías para llegar hasta él—. La Capitana nos
está esperando.
—¿“Nos”?
¿Qué pasa? ¿Tú vienes con nosotros, Johan? —preguntó al verlo, dándole un suave
coscorrón.
—¿Bromea,
Teniente?
La
sola idea de participar en un momento histórico opacaba los peligros de su
misión. Johan no era hábil como la Capitana Ámbar Moreira ni el Teniente Santos,
pero con el traje protector de combate táctico EXO que le aguardaba en el
vestidor, poco tendría que temer. Las habilidades de ofensiva y el rendimiento
físico mejoraban considerablemente una vez se hiciera con el ceñido y oscuro traje
fibra de carbono, que además alojaba dispositivos tácticos y nano-componentes
tecnológicos. Con aquello, tendría al menos la fuerza de diez hombres.
—Ya
decía yo que tenía que caer un pajarraco del cielo para que por fin te
levantaras de ese escritorio. ¿Será tu primera vez con el EXO, Johan?
—Espero
que no la última…
—¡Ponle
actitud! Y recuerda actuar de forma normal.
—¿Actuar
norm…?
Cuando
accedieron a los vestidores contemplaron a la Capitana Moreira, desnuda,
luchando por colocarse el ceñido traje militar. Ámbar no se lo había puesto
durante un par de meses y al parecer había subido algún que otro kilo que le
decía, muy por dentro, que con el traje no iba a estar del todo cómoda. Ni
siquiera se molestó en saludar o hacer algún gesto desde que notara a sus dos
compañeros; tan solo deseaba que la moderna armadura le quedara perfecta como
antaño.
—Jefa
—asintió Santos, cerrando la puerta y dirigiéndose hacia un lado del vestidor
para hacerse con su traje.
Johan
quedó inmóvil ante la visión de lo que creía ser una auténtica diosa. Se recreó
por un rato en su fina mata de vello púbico, luego en sus senos que bamboleaban
ligeramente al contonearse ella en su lucha contra el traje. Incluso una
pequeña cicatriz en la ingle, blanquecina y apenas visible a la vista, le pareció
sensual. Pero por un momento, mientras una erección peligraba, pensó que tal
vez se trataba de algún regalo del destino antes de su muerte: tal vez el
encuentro con el Éxtimus no saldría como cabría esperar.
Ámbar
levantó la vista, sonriente; el traje había pasado por sus caderas. Tal vez no
había engordado como pensaba y, aunque lo hubiera hecho, un par de kilos no se
notarían en el ajustado traje. Se topó con la mirada del joven subordinado y no
pudo evitar fruncir el ceño.
—Apúrate,
Johan.
El
muchacho dio un respingo, dirigiéndose al otro extremo del cuarto para hacerse
con su traje.
—¿Cuántos
años tienes?
—Veintidós,
Capitana.
“Demasiado
poco”, pensó ella, recordando su edad, metiendo sus brazos en las mangas del
traje. Miró al muchacho, quien parecía haberse autocastigado con la mirada clavada
en la pared mientras se desvestía. Era delgado, lo notó cuando se retiró la
camisa. Pero al ver cuando se bajaba rápidamente el pantalón, notó que tenía un
trasero agradable para su vista.
—Soy
demasiado vieja para ti —dijo sacando pecho para terminar de colocarse el
traje, esperando que la mirase. Pero solo se oyó una estruendosa carcajada
proveniente del otro lado del cuarto.
—¡Llegará
el día en que todas querrán estar a los pies de Johan! —Santos, desnudo y
brazos en jarra, se acercó a la Capitana, quien no intentó siquiera mirar el
sexo colgante de su camarada, aunque sí podía apreciar su atlético cuerpo de
refilón. No era la primera vez que ambos se veían desnudos para algún operativo,
pero Santos no podía ver siquiera a Ámbar como probable compañera sexual. A sus
ojos, ella era la superior al que se debía, al que confiaba su propia vida.
Guiñándole
el ojo, prosiguió:
—Si
no haces algo ahora, más adelante te arrepentirás, jefa.
La
Capitana, ya enfundada, palpó su cuerpo con las manos, comprobando
compulsivamente que la carne estuviera bien sujeta. Sin hacer caso a Santos, se
dirigió hasta el joven subordinado, quien ya se estaba cubriendo sus piernas
con el traje.
—Esperemos
que ese día llegue, ¿no, Johan? —le dio la vuelta para tenerlo cara a cara, y
le ayudó a ponérselo, escrutando su mirada. El chico palideció; ladeó la mirada
al no poder sostenerla, pero la Capitana tomó de su mentón y obligó a que se
mirasen—. Hoy no pienso perder ningún hombre.
—Sí,
Capitana —dijo el joven quien, obnubilado, dejó que su superior le terminara de
colocar el traje. Cómo no embobarse cuando el traje mismo destacaba y realzaba
las curvas de la mujer.
Ámbar
se decía a sí misma que debía asegurar cada rincón del traje. Todas las fibras
debían ceñirse al cuerpo para que este obtuviera un rendimiento óptimo; aquello
implicaba palpar o alisar cualquier burbuja de aire que quedara. Y estaba casi
perfecto, excepto por una pequeña bolsa de aire que quedó demasiado cerca de la
entrepierna del joven. Podría ordenarle que él mismo se la ajustara, pero tragó
saliva y aplastó su palma allí, sintiendo ligeramente el sexo abultado del
chico. Subió por el vientre para alisarlo del todo.
La
Capitana se levantó y tomó de nuevo el mentón del muchacho para que la mirase. Aunque
fuera dura, no podía negarse a cierto instinto maternal que despertaba cuando se
topaba con los más jóvenes de la jefatura.
—Escúchame,
Johan. Suceda lo que suceda, estate siempre detrás de mí.
—Oye,
oye, ¿a mí no me vas a ayudar, jefa? —al otro lado del cuarto, Santos extendió
los brazos.
Aún
estaba desnudo.
El
motor del helicóptero rugía en la madrugada de la ciudad que nunca dormía. En
el momento que la compuerta se abrió, iluminando la cabina de golpe, los tres
miembros del Escuadrón Policial tragaron todo el aire puro que los cascos de
sus trajes les permitían. Los edificios brillaban con intensidad salvo el más
alto de todos; el Mirante do Vale acobijaba en su azotea al primer Éxtimus
visto desde hacía más de trescientos años.
Alrededor
del imponente rascacielos, incontables helicópteros vigilaban la escena.
Ámbar
se sacudió, comprobando constantemente la espada guardada en su espalda, en una
funda de acero y cuero negro. Era un arma especial: de una caricia en el mango,
la hoja se doblaba sobre sí misma y revelaba una apertura por donde salía
disparada una fuerte descarga eléctrica. O si lo deseaba, podría usarla a la
vieja usanza y activar la descarga eléctrica en el momento que la hoja se
hundiera en la carne del enemigo. Meneó la cabeza, tal vez la violencia era
necesaria en su ciudad, pero sería contraproducente usarla contra un ángel.
—Santos,
Johan —dijo acuclillándose, inclinándose hacia afuera; quería comenzar cuanto
antes con su operativo. Mientras, una vibración se hacía presente en la
espalda, pues unos pequeños motores instalados en la espalda del traje se
encendían y permitirían, a los tres, manipular la gravedad para realizar
grandes saltos—. ¿Quién de ustedes ha puesto música en nuestros implantes?
—Pensé
que fue usted, Capitana —el joven rápidamente toqueteó el borde iluminado de su
casco, desde donde operaba los sistemas, intentando localizar el problema.
—¿Mozart?
—Santos preguntó divertido.
—Escuchen
—resopló la mujer—. Las noticias corren rápido. Diecisiete naciones además de nueve
corporaciones farmacéuticas ya están al tanto de esta situación, y ahora están
presionando a nuestro gobierno para que capturemos al ángel vivo y luego lo negociemos…
—se detuvo unos instantes para pensar aquello. Muchos evitaban decir “ángel” debido
a las connotaciones religiosas. En aquel nuevo mundo, la religión perdió
bastante fuelle tras el Apocalipsis—. Éxtimus. Por lo que sabemos, podríamos
enfrentarnos a un guerrero semidios, inmortal e inmune a todas las enfermedades
humanas, no me extraña el interés despertado. Pero mi prioridad nunca se ha regido
por los deseos de las multinacionales ni los gobiernos. Mi prioridad sois
vosotros.
Santos
la tomó del hombro y asintió decidido.
—Confío
en vosotros —continuó ella—, y por eso estáis aquí conmigo. Preparaos por si el
Éxtimus extiende las alas y huye, no permitiré que escape; créanme cuando les
digo que no deseo quedar registrada en los libros de historia como la mujer que
dejó huir al primer ser celestial visto desde el Gran Ataque, ¿me habéis oído?
—Entendido,
jefa —Santos levantó el pulgar.
—Oído,
Capitana.
—Por
cierto… Esta música no está nada mal—concluyó ella, pues parecía que había
acompañado su breve discurso.
Recordó
a su difunta hija mientras el helicóptero se inclinaba ligeramente hacia la
azotea y la luz de la cabina se tornaba de roja a verde. Tal vez de haber
renunciado a su peligroso cargo sería lo mejor, habría pasado más tiempo con
ella en sus últimos días. Pero el riesgo era su terreno natural y siempre había
mostrado seguridad y confianza en sus instintos, al menos hasta que la fatídica
enfermedad se la arrebató. Era inevitable pensar en ella cada vez que el
peligro asomaba.
Vaciando
sus pulmones, esperó concentrarse en la misión. Al grito de “¡Vamos!”, saltaron
del helicóptero para descender en la azotea del Mirante do Vale. El traje manipularía
la gravedad para que cayeran suavemente.
II
Cuando
la rubia Zadekiel abrió la puerta de su casona en Paraisópolis, sus adormecidos
ojos se dieron de bruces contra la luz del sol. No estaba de buen humor, ¿cómo
iba a estarlo si la despertaron golpeando violentamente la puerta? Tras un largo
y tendido bostezo, levantó una mano para rascarse la punta de una de sus alas,
en tanto que con la otra trataba de reacomodar su desmadejada cabellera; no era
precisamente la imagen que alguien esperaría del ángel de voz más agraciada de
los Campos Elíseos, tal vez incluso una de las hembras más hermosas de la
legión.
Aegis
y Dione, sus dos alumnas del coro que llamaron a la puerta, amagaron saludar,
pero Zadekiel carraspeó.
—Elijan
bien vuestras palabras, ¿eh? —las fulminó con la mirada—. Porque serán las
últimas que Pronunciéis. Mira que interrumpir el descanso de un Arcángel.
Aegis
era tímida, de rostro aniñado, larga cabellera castaña y ojos plateados. Estuvo
a punto de pedir disculpas por interrumpir la hora de sueño de su maestra,
hasta que la altanera Dione torció su gesto. De cabellera corta y oscura, además
de un llamativo lunar cerca de la comisura de los carnosos labios, avanzó un firme
paso al frente.
—Zadekiel
—gruñó, mirándola detenidamente—. Tú no eres ningún Arcángel.
—¿Y
qué más da? Soy vuestra maestra, vuestra superior. Es casi lo mismo. Solo pido
un poco de respeto a mis horarios.
Dione
blanqueó los ojos. Zadekiel solo era un ángel de rango menor, exactamente como
ellas, simples encargadas de los jardines y recolección de frutas, con la
salvedad de contar con una voz extraordinaria que le permitió fundar el coro
angelical, de la cual se convirtiera en directora. “Maestra”, como ella
ordenaba a sus alumnas que la nombraran.
—Discúlpanos,
maestra —se lamentó Aegis, ocultándose detrás de las alas de su amiga Dione—.
Pero es algo urgente.
—¿Ur…
gente? —bostezó Zadekiel.
—Eres
una completa vaga —sentenció Dione—. Hace una hora que salió el sol y aún no te
has despertado del todo. Tenemos a la peor instructora de los Campos Elíseos,
me da vergüenza que me vean contigo en esas condiciones.
—Me
da igual lo que pienses, Dione —la maestra volvió a entrar a su casona—. No volváis
a despertarme si no es algo importante.
—Yo
en tu lugar no pasaría tanto tiempo durmiendo —Dione se encogió de hombros—. Tu
voz últimamente desafina mucho. Va siendo hora de que practiques más…
Ambas
hembras rodaban por el empedrado de la calle en una lucha de puñetazos, plumas,
patadas y aleteos varios. Zadekiel era un ángel orgullosa de su voz; celosa, de
hecho, y bien que lo sabía Dione porque criticándola era la única forma de
espabilar a su maestra. En un momento en el que la pelea pareció detenerse
entre resoplidos cansados, ya que ninguna de las dos tenía el estado físico de
un ángel guerrero, la tímida Aegis se acercó hasta ambas dando pasos cortos.
—Discúlpanos,
maestra —empuñó sus manos y las llevó hacia sus pechos, doblando las puntas de
sus alas—. Pero… esto es una emergencia y teníamos que decírtelo.
—¿¡Ah!?
¿¡Emergencia!? —preguntó montada sobre Dione, escupiendo un par de plumas.
Zadekiel
se sentó en las escaleras que daban a la entrada de su casona cuando recibió la
impactante noticia de parte de sus estudiantes. El Trono había muerto, Perla
había huido al reino de los humanos y, para colmo, se trataba del temido ángel
destructor que, según las profecías, traería el Apocalipsis.
La
rubia se abrazó las rodillas, incapaz de mirarlas a los ojos.
—¿Perla?
—se preguntó.
No
podía negarlo, la que fuera la Querubín era una de sus estudiantes preferidas.
¿Cómo no serlo si creció frente a sus ojos y con ello percibió en primera fila
la asombrosa evolución que podría tener una voz? Los ángeles no envejecían, por lo que nunca
había vivido un desarrollo vocal como el que la Querubín acusaba.
—Anoche,
todos los ángeles guerreros vieron la profecía —Aegis se inclinó hacia a su
maestra y la tomó de las manos—. Muchos la llaman Destructo sin dudar, ¿te lo
puedes creer?
—Pero
nosotras no vimos nada —agregó Dione—. Tal vez por eso siga siendo Perla para
nosotras. ¿Tú qué piensas, Zadekiel?
—Es
demasiado repentino, ¿saben? —suspiró, incapaz de levantar la mirada—. ¿Y qué
harán los Serafines al respecto?
—¿Cómo
vamos a saberlo? Tan pronto lo supimos, vinimos a informarte.
—Yo…
he… oído… —apretando los dedos de su maestra, Aegis plegó sus alas—. Esto…
Parece que luego del funeral del Trono, los Serafines decidirán quién irá a
buscarla.
—¿Buscarla?
—Zadekiel torció el gesto, soltándose del agarre de su estudiante—. ¿O…
cazarla?
Aegis
dio un respingo del susto.
—¿Por…
qué…? ¿Por qué querrían cazar a Perla?
—¿No
es obvio? ¡Piensa, Aegis! —Dione dio un coscorrón a su compañera—. Si dicen que
Perla es Destructo, no creo que vayan a pedirle que vuelva aquí… ¿O sí?
Zadekiel
se levantó, tomando de las manos a sus alumnas para tirar de ellas y así llevarlas
por la calle, rumbo a los jardines del Templo donde se celebraba el entierro.
Ambas callaron y se dejaron guiar. Sabían que la noticia no era fácil de
digerir y sospechaban cuánto Zadekiel sufría por dentro, ni siquiera ellas
mismas creían que su dulce amiga pelirroja del coro pudiera ser el mismísimo
ángel destructor. Tal vez los guerreros, aquellos que vieron la profecía la
noche anterior, estaban seguros, pero ellas se negaban a aceptarlo.
—¿Adónde
vamos, maestra? —preguntó Aegis.
—Al
funeral. A hablar con los Serafines. Necesito respuestas.
—¿Estamos
en condiciones de pedir respuestas? —preguntó una sorprendida Dione. Por lo
general, y salvo en el coro, Zadekiel era un ángel despreocupada. Su propia
imagen desmadejada, recién despierta y con su túnica arrugada, era prueba de
ello. Pero ahora parecía conocer una nueva faceta de su maestra de cánticos.
—¡Claro
que sí! —bramó la maestra, extendiendo las alas—. ¡Apúrense!
El
sol asomaba sobre el extenso jardín adyacente al Gran Templo e incontables
pétalos de flores revoloteaban entre los rayos de luz del amanecer; a cualquier
ángel que prefiriese caminar por allí se le hundían los pies en el colorido mar
de hojas y pétalos. No obstante, pese al paisaje y el perfume embriagador, el
clima era lúgubre. Muchos de los que no habían estado presentes en la batalla
en el bosque despertaban y chocaban contra la dura realidad.
En
el centro del lugar, los Dominios enterraban el cuerpo del Trono a la vista de
prácticamente toda la legión de ángeles. Algunos se acercaban para verlo, solos
o acompañados, ya sea para despedirse para siempre o simplemente porque no
terminaban de creerse el macabro suceso. Otros preferían observar desde la
distancia, suspendidos en el aire o en las afueras del gran jardín.
Sin
embargo, aunque estuvieran cerca del entierro, los tres Serafines estaban
demasiado preocupados sobre el asunto de Destructo como para siquiera prestar
atención a lo que sucedía alrededor, a los llantos, a los lamentos, incluso a
los pétalos a sus pies que de vez en cuando eran levantados por la brisa. Hablando
por lo bajo, pues no querían llamar la atención o interrumpir el acto, trataban
de decidir cuanto antes un asunto demasiado urgente:
—¿Y
bien? —susurró Durandal, siempre observando el entierro—. ¿Quién irá a por
Perla?
Irisiel,
en medio de los tres, era probablemente quien más seguía afectada por la muerte
de su líder. Pero era justamente aquella palabra: “Líder”, la que la tenía en
ascuas. Ahora, la responsabilidad de los Campos Elíseos recaía sobre los tres
Serafines. ¿Un triunvirato entre ángeles tan dispares como ellos sería
conveniente? ¿No tendría acaso un desenlace similar al que sufrieron los tres
Arcángeles? Para empeorarlo todo, era evidente que la primera y más difícil
decisión que tenían que tomar era sobre Perla.
Suspiró,
ajustándose la coleta de su cabellera.
—Tenemos
dos problemas. El primero es convencer a la legión de que no se abalancen a por
Perla para cuando la traigamos de nuevo. El segundo… Bueno, ¿quién irá a
traerla? ¿Acaso piensas ir tú, Durandal?
—Él
no cruzará el Río Aqueronte —susurró el enorme Serafín Rigel, brusco en su
tono. Pensaba que, o Durandal iría para escapar al reino humano y no volver, o
en todo caso, escapar para asesinar a la joven Perla… y luego no volver.
—¿Por
qué te pones así? —el severo Serafín esbozó una ligera sonrisa—. ¿Crees que
huiré? Juraría que me conocías mejor, Rigel. No iré a ningún lado. Al menos, no
hasta que solucionemos este asunto. Será mejor que nos mantengamos unidos hasta
que la amenaza sea erradicada.
—¿Amenaza?
¿Acaso piensas en Perla como una amenaza? —preguntó Rigel, cruzándose de
brazos.
“Con
amenaza no me refería a ella…”, pensó Durandal, pero prefería no entablar una
discusión allí en un momento tan delicado. Tal vez la epifanía de aquella joven
pelirroja matándolo lo confundió hasta el punto de sentirse amenazado, pero con
el amanecer sobrevino la tranquilidad: concluyó que era imposible que Perla
pudiera poner un dedo encima a cualquiera de los ángeles debido a su forma de
ser, rayando entre inocente y tímida. En ese aspecto, pensaba que Nelchael había
hecho bien al criarla en el seno de la legión.
—¿No
teníamos una lucha pendiente, Rigel? —devolvió Durandal—. Terminemos el asunto
de una vez, bien lejos de aquí.
Irisiel,
en medio de la disputa, extendió sus seis alas para apartarlos.
—No
tenéis solución. Ni siquiera sois capaces de disimular vuestro odio a la vista
de toda la legión. ¡Controlaos!
El
viento aulló y levantó incontables pétalos al aire. Aún no eran oficialmente
reconocidos como los nuevos líderes de la legión, pero ya estaban sufriendo
problemas de organización. Irisiel se preguntó cuánto tardaría en desmoronarse
todo el orden por el que tanto luchó Nelchael; nunca fue buena intentando
mediar entre los dos Serafines. Tal vez necesitaba eso, mediadores, por lo que
inmediatamente vinieron a su mente las Potestades, los sabios ángeles que
custodiaban la Gran Biblioteca en Paraisópolis.
Imprevistamente,
tres guerreros de alas, cabelleras y ojos plateados, se les acercaron,
obligándolos a recuperar la compostura.
Los
Dominios Nyx, Hidra y Fomalhaut interrumpieron la improvisada pero tensa reunión.
Los guardianes del Trono no se encontraban particularmente afectados, al menos
en sus rostros serios no se percibía emoción alguna. Fue así como fueron
creados por los dioses; simples herramientas que debían desempeñar una sola
misión: proteger al líder, misión que, imprevistamente, ya no podía llevarse a
cabo.
Nyx
avanzó un paso.
—Iremos
nosotros.
—¿Ir?
—preguntó Irisiel—. ¿De qué estás hablando?
—Perla
—agregó fríamente.
—Ah,
ya veo. Queréis ir al reino de los humanos. Comprendo que vuestro dolor por la
pérdida de Nelchael os impulse a decidir lo que acabáis de decidir. Pero es por
eso que no creo que sea conveniente…
—¿Dolor?
—interrumpió Hidra, ladeando el rostro con curiosidad—. ¿Ves una expresión de
dolor en nosotros? Porque yo sí veo trazos de dolor en ti, Serafín Irisiel, en
tu rostro, en tus movimientos, en tu habla. No en los nuestros.
—¿Trazos
de…? —Irisiel ladeó la cara, tratando de limpiarse disimuladamente el rostro.
Pensó que seguramente quedó algún rastro de las lágrimas.
—Iremos
nosotros —insistió Nyx—. Porque vuestro dolor fue lo que impulsó a toda la
legión de guerreros a abalanzarse a por Perla, provocando su huida. Vuestra
inestabilidad emocional comprometerá cualquier misión que esté relacionada a
ella.
La
Serafín percibió el regaño y apretó los puños. En cierta forma, Nyx tenía
razón, de hecho, Irisiel no se perdonaba a sí misma el haber cedido a la
desesperación durante la noche que huyó la Querubín. Pero, altiva como era, no
iba a permitir que una Dominación, de menor rango a ella, la analizara de esa
manera tan fría. “¿Me acaba de llamar emocionalmente inestable?”, pensó de
nuevo, apretando los dientes.
—¿Podrías
repetírmelo, Dominio?
—Me
da igual todo esto —interrumpió Durandal, alejándose de la reunión—. Pero creo
que es una buena idea que vayan los Dominios, ¿no lo creéis así, Irisiel,
Rigel? Harán lo que les pidáis y lo harán rápido. No bajarán para matarla, como
teme Rigel. La traerán de regreso.
La
idea no les parecía mala, después de todo, los Dominios tenían una excelente
habilidad de rastreo que haría que la búsqueda y localización de Perla fuera
más rápida. Además, la evidente ausencia de emociones en los tres no comprometería
de alguna manera la misión. Acatarían las órdenes de los Serafines y cumplirían
al pie de la letra lo exigido. Eran meras herramientas, diríase meras carcasas,
a las órdenes de los superiores.
—Supongo
que sí —Irisiel meneó la cabeza para deshacerse de la furia, y también se
apartó de la reunión, yendo para otro lado—. Os esperaremos al atardecer en el Río
Aqueronte. Nyx, Hidra y Fomalhaut, traedla de regreso. Luego veremos qué hacer.
—Se
hará, Serafín Irisiel —asintió Nyx.
Rigel
supuso que ambos Serafines se habían alejado para dialogar con sus respectivas
legiones. De hecho, él también debía hacerlo. El que todos los estudiantes se
abalanzaran a por Perla durante la madrugada fue una de las causas que provocó
la huida de la joven al reino de los humanos. Los Serafines debían tranquilizar
a sus pupilos y, sobre todo, asegurarse de que no volvieran a cometer desacato.
El
enorme Serafín atrapó una hoja de tonalidad blanquecina que revoloteaba en el
aire, y miró a los tres Dominios que seguían allí inamovibles.
—¿Sabéis?
El Trono pidió un campo de flores cerca de sus aposentos. Estas eran sus
preferidas. Una vez me dijo que el día que tuviera que morir, le gustaría que
le enterraran aquí.
—Flores
de gladiolos —susurró el Dominio Fomalhaut.
—Sí.
Ese fue el día que le prometí que primero caería yo antes que él.
—Lo
sentimos, Serafín Rigel —afirmó Hidra, más bien un acto o frase protocolaria
que unas palabras dichas desde el corazón. Los Dominios estaban decepcionados
por todo lo acaecido, desde luego, pero no experimentaban en sus corazones el
agobio de los demás.
Rigel
lo sabía perfectamente.
—Fui
el primer Serafín creado por los dioses. Soy superior a Irisiel y Durandal.
—Estamos
al tanto, Serafín Rigel —asintió Nyx.
Era
conocido por todos que, durante la rebelión de Lucifer, cuando la guerra estaba
perdiéndose, los dioses crearon cuanto antes a un ángel cazador y de fuerza
titánica para que la balanza de la guerra empezara a equilibrarse. Fue así como
crearon al Serafín Rigel, el ser más fuerte de los cielos.
—Os
tengo una orden. Necesito saber si cumpliréis o no.
—Depende
—Fomalhaut imitó a Rigel y atrapó otra hoja de gladiolo que volaba hacia él—. Haremos
todo lo que sea para el bien de la legión. Dinos, Serafín Rigel, cuál es tu
propuesta.
III
La
joven Perla se sentía perdida, desorientada, abandonada en un paraje desolador;
una oscura jungla de hierro y acero. Cuando levantó la mirada, vio a dos
extraños seres de traje negro y ceñido que cayeron del cielo. No tenían alas, pero
hubiera jurado que aminoraron la caída de alguna manera. Hacía rato que
intentaba encontrar una manera de huir, pero con el miedo a las alturas sumado
al hecho de no saber volar, había concluido que lo mejor sería esperar a que
alguien viniera a por ella.
Pero
prefería que fuera un ángel. Tal vez Curasán. Tal vez Celes.
La
Capitana cayó grácilmente, sentada sobre una rodilla y con la mirada fija en el
Éxtimus. Extendió su brazo derecho hacia un lado para evitar que Johan, tras
ella, hiciera alguna tontería. No quería perderlo. Era demasiado joven y tenía
futuro en la jefatura.
—Recuerda.
Detrás de mí, Johan.
—Entendido,
Capitana.
Su
implante coclear volvió a emitir un suave sonido, apaciguando el ensordecedor
rugido de los helicópteros rodeándolos. La jefatura solicitaba un reporte
inmediato debido a que la cámara alojada a un costado de su casco no emitía
señal alguna. Los informes que recibían acerca del ángel, y que ella podía ver
desplegándose en la visera de su casco, tenían considerables errores acerca de
su composición química y molecular. Los resultados arrojaban que no era ángel
ni tampoco humano.
Ámbar
evitaba a toda costa realizar algún movimiento brusco. Lentamente dirigió su
mano hasta la parte posterior de su casco y, tras presionar una hendidura, la
visera se retiró. Si el sistema operativo del Estado no podía decirle qué había
frente a ella, sus ojos desnudos sí podrían.
—¿Qué
ves, Ámbar? —preguntaban desde la jefatura, un motón de oficiales amontonados y
clavando sus ojos en la pantalla gigantesca que transmitía estática, mientras que,
en otras pantallas, varios canales de noticias transmitían en vivo y en directo
desde la lejanía.
Perla
vio el momento en el que aquel extraño casco cedió, revelando un rostro
femenino. Frunció el ceño, eran humanos. No perdería el tiempo con ellos más
del necesario. Sabía que la legión completa se debía a la humanidad creada por
los dioses, pero ella se preocupaba más por los suyos que por unos seres a quienes
nunca había conocido. Para ella, eran despreciables, solo guerras y conflictos
habían empañado sus libros de estudios y había desarrollado un desprecio que
despertó en el momento que vio el primer humano.
“Aunque…
si ella tuviera alas, pasaría perfectamente por un ángel”, concluyó, llevando
lentamente la mano hacia la funda en su espalda, buscando la empuñadura de su
sable. Cerró los ojos cuando no lo sintió; probablemente lo perdió entre todo
el trajín de los Campos Elíseos.
—Es
solo una niña —susurró Ámbar con los ojos abiertos como pocas veces había
estado. Pensaba que encontraría algún ser amenazante que no dudaría en atacar
nada más verlos, pero ahora su instinto maternal parecía exigirle no lastimarla.
Volvió a escuchar el murmullo de la jefatura y tuvo que menear su cabeza para
volver a concentrarse—. Quiero decir… Es de sexo femenino y es joven. Y tiene…
tiene alas. No parece peligrosa.
—Coincido
con la Capitana —Johan hizo el mismo gesto y se deshizo de la visera. Estaba
harto de intentar comprobar los datos. Los cuerpos de los ángeles caídos en el
último Apocalipsis habían arrojado una compleja secuencia del genoma, pero
reconocible en todos los cadáveres alados que encontraron. Aquella disposición
no coincidía con la joven pelirroja que tenían enfrente.
Repentinamente,
Perla extendió las alas.
—¡Atención,
unidades siete y nueve, puede huir hacia su sector! ¡Encendiendo de nuevo el
impulsor, trataré de seguirla y marcarla!
Se
había agitado el ambiente. Pero pasaban los segundos y aquella joven solo había
retrocedido un par de pasos, mirando el precipicio, para luego volver a su
lugar usual a pasos lentos. Ámbar se extrañó, pensó que si quisiera volar ya lo
hubiera hecho. “¿Acaso se lastimó las alas al caer?”, se preguntó, levantando ambas
manos en señal de paz; tal vez el diálogo podría tranquilizarla.
—¿Quién
eres?
Perla
no entendía el idioma. Pero estaba consciente de que la legión tenía la
habilidad de acomodarse a todas las lenguas habladas por los humanos. Por un
momento percibió las intenciones que cargaban esas extrañas palabras mientras
que, en su interior, se acomodaban lenta y paulatinamente esos sonidos que poco
a poco parecían tener sentido.
“¿Quién
soy?”, se preguntó finalmente, plegando sus alas, como si quisiera de alguna
manera esconder lo que se le había revelado acerca de su verdadera naturaleza.
De todas las preguntas que podrían haberle hecho, aquella era la peor. ¿Qué
debería decirle a aquella humana? ¿Que era un ángel destructor expulsada de su
reino? ¿O debería ir por lo seguro y decir la verdad a medias? No le gustaba
estar allí, no le gustaba hablar con seres inferiores que para colmo no
parecían temerle como debieran.
—¿¡Quién
eres tú!? —preguntó Perla con valor y en un perfecto portugués. Era a ella a
quien debían temer.
Extendió
su brazo y, para sorpresa de los dos oficiales, agarró la empuñadura de un
sable resplandeciente que había aparecido en el aire. Perla sonrió por lo bajo,
era la primera vez que invocaba su arma. Al menos, su arma completa. Recordó
que la tarde en que su maestro intentó enseñarle fue infructuosa. Como mucho,
solo logró invocar el mango mientras la hoja daba peligrosas vueltas por el
aire.
“¡Lo
hice!”, pensó orgullosa, dando un sablazo al suelo para marcar una línea.
El
corazón de Johan se había desbocado. En el momento que vio el arma, preparó su
fusil de impulsos plásmidos y se adelantó varios pasos para proteger a su
Capitana. No le importaba capturarla viva o muerta, esos extraños compuestos
moleculares seguirían allí, ni le importaba la presión de su gobierno y la de
prácticamente medio mundo; aquella mujer que admiraba estaba en peligro y no
dudaría en tirar del gatillo.
—¡Johan,
te he dicho que te quedes atrás! —Ámbar tomó la empuñadura de su espada en el
momento que vio al ángel correr hacia ambos.
La
joven Querubín aún estaba frustrada por no haber sido capaz de proteger al
líder de la legión. No era una guerrera nata, lo sabía, y tal vez por haber
estado en una pelea de ángeles se había acobardado. Pero enfrente solo había un
par de humanos; demasiado inferiores, demasiado débiles, perfectos juguetes
para desquitarse y demostrarse a sí misma que era hábil. No sentiría
remordimientos si les hiciera recordar su lugar.
De
un tajo, la muchacha partió en dos el arma de Johan. Le agarró la muñeca para
tirar de su brazo, mientras que con el mango del sable martilleó, de arriba
abajo, el brazo del joven. Un terrible crujido se oyó junto con un largo
alarido. De una patada al estómago, la Querubín alejó violentamente al muchacho,
quien cayó a varios metros de distancia, retorciéndose en el suelo.
Ámbar
desencajó la mandíbula. El traje les daba fuerza de diez hombres, eso era una
certeza. Los ángeles tenían aproximadamente la fuerza de doce hombres, aquello
era solo una aproximación teórica debido a los análisis. Se sintió como una
hormiga miserable bajo el escrutinio de un ser que probablemente, visto lo
visto, triplicaba sus fuerzas.
Desenvainó
su espada y la usó para protegerse del violento sablazo que la muchacha había
pretendido asestarle. Apretó los dientes y forzó cada músculo del cuerpo para
no ceder; aquella aparente joven era demasiado fuerte para ser verdad. Parecía
que en cualquier momento su espada se rompería, por lo que activó la descarga
eléctrica en su máxima potencia.
Desde
lo lejos, todos contemplaron el fugaz brillo blanquecino que causó la espada,
similar a un relámpago desplegando sus garras para rasgar al enemigo angelical.
—Sigues
en pie —dijo Ámbar, viéndola retroceder varios pasos—. Un ser humano habría
terminado inconsciente.
—¡Necesito
volver! —gritó Perla con una mirada feroz que alojaba ojos húmedos.
—Pues
lo siento mucho —respondió la mujer, guardando su espada en la espalda.
La
joven sintió una garra fría ceñirse en su cuello. Alguien tras ella había
lanzado lo que parecía ser un collar metálico y la fuerza del tirón hizo que
diera varios pasos hacia delante; soltó su sable para agarrar la extraña argolla
que se cerraba perfectamente. Su sangre empezaba a hervir al entender que
trataban de capturarla como a un animal salvaje. Pero antes de girarse para ver
quién había osado tratarla así, se desplomó sobre el suelo y sus ojos solo
vieron oscuridad.
El
Teniente Santos saltó del helicóptero y cayó en la azotea del Mirante do Vale, sujetando
una bayoneta de acero, adornada con luces y visores varios a lo largo del arma.
Miró al ángel, pero no le prestó demasiada atención y caminó hasta su camarada
que había quedado herido. Estaba preocupado, si el helicóptero se hubiera
posicionado mucho antes en el lugar correcto, nada de aquello hubiera sucedido.
No obstante, sonrió en el momento que comprobó que, salvo el brazo doblado
horrorosamente, el chico estaba bien.
—Venga,
arriba —dijo agachándose para tomarle de su brazo sano.
—¿El
Éxtimus? —preguntó Johan con la voz jadeante.
Ámbar
se inclinó hacia el ángel y apartó los mechones rojos que cubrían la frente
perlada de sudor de la muchacha. A sus ojos, era solo una niña, pero poseedora
de una ferocidad inusitada. Notó que a Johan solo lo había desarmado y varias
dudas la asaltaron. ¿Por qué querría perdonarle la vida y deshacerse solo del
arma? ¿Acaso pretendía hacer algo similar con ella? Por lo que sabía, los
ángeles no tendrían piedad de nadie, pero lo que vio en aquella azotea del edificio
contrastaba con lo que conocía.
—Unos
segundos más y no habríais sobrevivido —aseveró Santos.
—¿Tú
lo crees así? —se preguntó ella, activando la hendidura del casco para desplegar
su visera.
—Bueno…
no me parece precisamente una paloma mensajera de amor —protestó el subordinado
Johan, arrancando una carcajada de Santos.
—Lo
que creo —continuó Ámbar— es que, si ella hubiera querido, estaríamos muertos desde
el momento que saltamos del helicóptero. Es más fuerte de lo que hubiera
imaginado.
—¿No
te habrás encariñado con el pájaro, jefa? —preguntó Santos.
No
respondió, sino que agarró al vuelo una pluma que revoloteaba frente a ella. “De
todos los lugares en los que podrías haber caído, has tenido que parar justamente
aquí”, se lamentó, guardándola en su puño. “Bienvenida a la jungla, ángel”.
Se
sentó sobre una rodilla para cargar en sus brazos a la muchacha alada: era
liviana, más de lo que hubiera esperado; tal vez volar se le diera fácil de esa
manera, concluyó, levantando la mirada hacia el helicóptero que se acercaba.
Volvió
a escuchar el suave sonido del aviso de sus superiores, quienes esperaban un
reporte cuanto antes.
—Jefatura,
tenemos al Éxtimus. La estamos llevando inmediatamente.
IV
Atardecía
en la cala de un atestado Río Aqueronte donde no cabía ni una pluma más. Si
antes fueron los extensos jardines los que estaban a rebosar de ángeles, ahora
todos los miembros de la legión, guerreros o no, fueron al lugar para observar
a los tres Dominios elegidos para la tarea encomendada por los Serafines:
localizar y traer de vuelta a Perla lo más rápido posible.
Los
ángeles le abrieron un pasillo para dar camino a Nyx, Hidra y Fomalhaut,
quienes se enfilaban rumbo al Aqueronte con sus rostros serios y poco
expresivos. Cada uno portaba el arma con la que mejor se desenvolvían: Nyx llevaba
en su espalda un arco de caza, Hidra tenía enfundada una espada en su cinturón
mientras que dos sables cruzados refulgían en la espalda de Fomalhaut. Muchos se
preguntaban, al ver al trío de ángeles plateados, si al menos sus corazones no
apresuraban latidos. Abajo había un reino inexplorado y desconocido para ellos;
además, abajo, probablemente, les aguardaba el temido ángel de las profecías.
Irisiel
se había sentado sobre una alta rama de un árbol, alejada de la cala y rodeada
de algunos de sus estudiantes. Estaba inquieta viendo cómo los Dominios
avanzaban inexorablemente. Se inclinó ligeramente hacia adelante como un halcón
que desea levantar vuelo; cuánto deseaba, muy por dentro, ser ella quien bajara
para buscar y encontrar a Perla. Necesitaba hablar con ella, tal vez pedirle
disculpas, tal vez, ahora que su maestro había desaparecido, ofrecerse como su
tutora.
“Emocionalmente
inestable”, se repitió para sí misma. Tal vez debía trabajar en eso también,
pensó. Ella y el resto de la legión.
—Encontradla
rápido —susurró. Se mordió los labios pues, ¿qué haría cuando la trajeran? Ni
ella misma lo sabía, pero le parecía infinitamente mejor tenerla en los Campos
Elíseos antes que en el reino de los mortales. Temía por ella… y temía por los
humanos.
—Me
pregunto en qué pensarán —dijo Durandal, suspendido en el aire, en otro extremo
del lugar. Rodeado de algunos de sus estudiantes, experimentaba cierto nivel de
celo viendo a los tres Dominios. Deseaba ser él quien atravesara el río para ir
allá, a ese reino libre que tanto anhelaba.
Achinó
los ojos al ver que tres hembras se interpusieron en el camino de los Dominios.
La
rubia Zadekiel extendió sus alas y brazos para llamar la atención de aquellos
ángeles de rostros impasibles. La sorpresa fue mayúscula, todos alrededor se
preguntaron qué hacía la cantante principal del coro angelical
interrumpiéndoles la misión. Para colmo con un rostro no muy amistoso. Tras
ella, sus dos alumnas, Aegis y Dione, se ocultaban tras las alas de su maestra.
—¡Fomalhaut!
—gritó Zadekiel.
—¿Qué
deseas? –preguntó Fomalhaut, confundido, tanto como Nyx e Hidra.
—Cuando
encuentres a Perla… —Zadekiel tomó respiración y lo fulminó con la mirada—.
¿Qué harás cuando la encuentres?
—¿Por
qué me lo preguntas?
—¡Se
trata de mi alumna! ¡Tengo la potestad de saberlo!
—Controla
tus impulsos, ángel —interrumpió Nyx al notar el estado alterado de la hembra—.
Estamos bajo las órdenes del Serafín Rigel.
—¿Ves,
maestra? —susurró la tímida Aegis—. Si Rigel ha ordenado esto, no tenemos por qué
temer. Él aprecia a Perla…
—Sí,
mejor dejémosles continuar su camino —susurró Dione—. Que suficiente vergüenza
estamos pasando a la vista de todos…
—¿¡Y
qué harás tú, Fomalhaut!? —insistió Zadekiel.
—Pero,
¿cuál es tu problema con él? —le
reprendió Dione—. ¡Hay otros dos Dominios también!
—Me
debo al Serafín Rigel —Fomalhaut asintió seriamente.
—Ábrenos
el paso, debemos continuar —agregó Hidra.
Pasaron
a su lado, pero las dos alumnas podían sentir la tensión en el aire cuando
Fomalhaut y Zadekiel se miraron brevemente a los ojos. Indiferente él,
penetrante ella. “Te equivocas”, pensó la maestra, “si crees que me cruzaré de
alas sabiendo que vas a por mi alumna”.
Los
tres Dominios extendieron sus alas nada más pisar el agua y cronométricamente
se elevaron sobre el Aqueronte mientras toda la legión los observaba con
detenimiento. Tal vez, pensaban muchos, aún había tiempo para recomponer las
cosas. Tal vez, pensaban otros, esto no era sino el comienzo de un gran
problema.
Como
saetas, los Dominios bajaron a velocidad frenética para entrar al río y
desaparecer en un fugaz chapoteo.
—Maestra…
discúlpame, pero… —Aegis dobló las puntas de sus alas mientras se armaba de
valor—. ¿Por qué no confías en Fomalhaut?
—¡Hmm!
Tengo mis razones, Aegis. Volvamos.
—No
te ha convencido, ¿no es así?
—¡Para
nada! ¡Dione, Aegis! Créanme cuando les digo que no me voy a quedar con las
alas quietas.
Poco
a poco los ángeles en la cala se dispersaban para volver a sus actividades, mientras
que los estudiantes del Serafín Rigel descendían en la orilla para cerciorarse
de que nadie cruzara el río. Durandal, a lo lejos, sonrió; se le hacía evidente
que toda la seguridad montada era por él. Irisiel, al otro extremo, extendió
sus seis alas para levantar vuelo y dirigirse a la gran biblioteca de las Potestades;
debía hacer fuerzas para enfocarse en la legión que ahora dependía de los
Serafines.
—No
seas insensata, Zadekiel —se preocupó Dione, agarrando el ala de su maestra—. ¿Qué
pretendes hacer?
La
rubia se giró para mirar a sus dos preocupadas alumnas. Su ceño fruncido no se
lo iba a quitar ninguno de los dioses, pensaban ellas. La maestra se acercó y,
luego de mirar en derredor, les susurró:
—Voy
a ir.
—¿A…
adónde?
—¿A
dónde más? Al reino de los humanos —asintió decidida—. Así que, ¿estáis
conmigo?
Continuará.
Portada: Benlo
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