Tercer capítulo. El ejército mongol entrenaba para una feroz batalla en el desierto. Y en los albores de una nueva época, la Querubín buscaba sostener su primera espada.
I
Aunque una
rebelión empezara a gestarse en el seno de los Campos Elíseos, se trataba de
una realidad solo sospechada por un reducido grupo. El Trono prefería el orden
y el control sobre la legión de ángeles antes que desatar el caos y el
desconcierto debido a una amenaza que bien podría desvanecerse con las acciones
adecuadas, mientras que el Serafín Durandal optaba por las sombras y el silencio
para ganar poco a poco adeptos a su causa de libertad. Ajena a todo, la pequeña
Querubín, quien parecía ser la causante de la insurrección de un grupo de
ángeles, solo tenía en mente un objetivo: encontrar al guerrero mongol angelizado
para que este la entrenara. Ser fuerte era su meta, pero su verdadera
motivación aún era un misterio.
La noche caía
sobre una cala paradisiaca y en el cielo centelleaba una infinidad de estrellas
alrededor de la fulgurante luna llena. Saliendo de un sendero rodeado de
palmeras, el joven ángel Curasán llevaba a la Querubín de la mano, quien
parecía temer a la oscuridad o simplemente a algo oculto entre los matorrales. Cuánto
deseaba subirse de nuevo a la espalda de su protector, se sentía segura allí, aunque
también sabía que lo mejor era armarse de valor y aparentar valentía, no fuera
que el desconocido guerrero mongol la tomara por débil y rechazara instruirla.
—¿Cuánto falta?
—preguntó Perla, apretando fuerte la mano de su guardián.
—Oye, no te
preocupes, enana —zarandeó juguetonamente su mano al notar su nerviosismo.
—Pero si
estamos en el Aqueronte —protestó.
A la vista, el
oscuro Río Aqueronte rayaba entre mágico y misterioso, envuelto por completo en
una azulada bruma nocturna que a Perla le causaba cierta incomodidad. No era
para menos, pues cualquier ángel de la legión sabía que se trataba de uno de
los lugares más importantes de los Campos Elíseos. Era, nada más y nada menos, el
punto desde donde podían acceder al reino de los humanos con tan solo
sumergirse en el agua. Acto, desde luego, prohibido por el Trono.
—Tranquila. Quien
vigila este lugar es mi colega.
—Tu colega, el
mongol —susurró, tragando saliva—. Y... ¿cómo es ese hombre?
—Algo… extravagante.
Se convirtió en ángel al morir, pero aunque respeta al Trono como líder, se recluyó
aquí porque sus creencias entran en conflicto con el resto de ángeles, así que
no creo que lo veas por Paraisópolis o el templo.
—¿Conflictos?
Una fría brisa
recorrió las palmeras tras ellos. En el preciso instante que la peculiar pareja
pisó la cala, una figura oscura cayó sobre el dúo y tomó violentamente el
cuello de Curasán. Aquella bestia oscura y alada era veloz, de movimientos
salvajes como los de un cóndor pero silencioso como un águila. Un batir intenso
de alas, manotazos y patadas se hicieron lugar en la negrura de la noche; el
extraño enemigo levantó al ángel guardián para inmediatamente tumbarlo en la
arena con la fuerza de un solo brazo.
Varias plumas
revoloteaban alrededor de ambos, entre el polvo levantado y los quejidos
desesperados de Curasán.
—¡Por los
dioses! —el protector de Perla se retorcía de dolor en el suelo, arañando la
arena—. ¿¡Podrías al menos preguntar antes de atacar como una puta cabra!?
—¡Ja! Débil
como siempre. —El desconocido ángel poseía una voz fuerte, casi amenazante.
Pisó el pecho del joven, quien en un santiamén, había quedado reducido de
manera humillante—. ¡Deshonras a los tuyos!
—Serás un… —Curasán
abrió lentamente los ojos y vio ese rostro de facciones duras, los largos
mechones de esa cabellera se mecían con la brisa al son de sus alas y túnica; de
ojos rasgados e intensos, era el ángel mongol que había estado buscando. En ese
preciso instante sintió una fuerte presión en el pecho—. ¡Daritai, por todos
los dioses, basta!
—Demasiado
tarde para pedir clemencia. Pensé que había quedado claro al ordenarte que no
volvieras a pisar este lugar —el mongol angelizado sacudió sus alas para que la
arena salpicara el rostro de su presa.
—¡Suéltalo, lo
estás lastimando! —gritó la asustada Perla, escondida detrás de una palmera
frente a ellos. Era la primera vez que estaba sintiendo en carne propia cómo
uno de sus seres más queridos, si no el que más, sufría visiblemente. Sus
alitas se extendieron y la piel se le erizó; la impotencia y rabia luchaban en
su cabeza, tratando de decidir si ir directamente a por el enemigo, o retirarse
para buscar algo puntiagudo.
—¿Quién es
ella? —preguntó el guerrero, aumentando la presión sobre el pecho de Curasán.
—Es la… ¡Es la
Querubín, Daritai!
—Interesante.
¿Qué es lo que quieres?
—Esto… —Curasán
sonrió nerviosamente, luchando por apartar la pisada del ángel—, ¿cómo te lo
digo sin que te cabrees, Daritai?
—¿Ese es tu
colega?—la pequeña salió de su escondite, bastante aliviada al saber que se
trataba de la persona que habían venido a buscar—. ¡Señor Daritai! Hemos venido
porque le debes un favor a Curasán, ¡así que suéltalo ya!
—¿Un favor?
¿Eso es verdad? —volvió a pisar fuerte el pecho del joven—. No recuerdo que te
debiera un favor. Yo conseguía mi sable, tú te paseabas por el mundo de los humanos
en su búsqueda, eso era todo.
—¿¡Podrías
dejar de pisarme, por lo que más quieras!?
—¡Entréname
para ser fuerte, señor Daritai!
El mongol la
observó de arriba abajo, soltando una pequeña y despreciativa risa. En su antigua
y lejana vida como guerrero nunca vio a una niña pedirle semejante favor. Fuera
una broma, fuera en serio, recordó que los ángeles no estaban del todo
acostumbrados a su cultura, así que debía dejarles las cosas claras cuanto
antes. Retiró el pie del pecho del atormentado Curasán y se acercó a la pequeña.
—Eres muy
graciosa pidiendo que te entrene. Lo cierto es que en Mongolia empezábamos
desde pequeños, pero desisto de la idea.
—¿Por qué me
rechazas?
—¿Por dónde
comienzo? En Mongolia, las mujeres no pensaban en luchar sino en contentar al
hombre. Eso deberías hacer tú —se acarició el mentón y achinó aún más los ojos—,
o mejor dicho, deberías hacerlo cuando esas pequeñas piernas sean más largas.
—¿Pero de qué
hablas? —preguntó confusa, imitando su achinar de ojos.
—A eso me
refería con “sus creencias entran en conflicto con la del resto de ángeles…”
—masculló Curasán, quien desde el suelo, apenas podía respirar.
El joven ángel
conocía a Daritai y cuán hombre de costumbres y cultura era, por lo que tiempo
atrás le ofreció un trato irrechazable: si Daritai hacía la vista gorda y permitía
que Curasán fuera al reino de los humanos, le conseguiría lo que más extrañara
de sus tierras. Tras meses de búsqueda, de idas y vueltas, de descripciones y
fallos, el joven ángel volvió con un resplandeciente sable escondido en los
montes de Kyushu, Japón, lugar donde el mongol murió a manos de los samuráis,
incontables siglos atrás. Obtenida la espada, los escapes diarios de Curasán
pasaron a mejor vida.
—Escucha, Daritai
—el guardián se levantó con dificultad—, ¡lo dijiste alto y claro cuando la
traje impoluta! ¡“Te debo una”!
—¡He cambiado
de parecer! —cortó el mongol, agitando una mano al aire—. A diferencia de ti,
soy un hombre de honor, haberle fallado a la confianza del Trono permitiéndote
ir al mundo humano es algo que prefiero olvidar.
—¡Pero por
favor, maldito maniático, qué conveniente que lo digas ya habiendo recuperado
tu sable!
—¡Suficiente!
¡El Río Aqueronte está prohibido salvo orden del Trono! ¡La próxima te pisaré
el rostro, maldito insolente!
Daritai se
alejó caminando hacia la playa, rumbo a una casona de madera añeja que siglos
atrás, cuando llegó a los Campos Elíseos, construyó como su particular refugio.
Aunque rápidamente fue alcanzado por la pequeña, quien se interpuso en su
camino. La Querubín extendió sus alitas y los brazos para que se detuviera, y
esta vez, sacando a relucir su peor lado:
—¡Entréname,
te lo ordeno!
—¿Me lo
ordenas? ¡Ja! Los mongoles tenemos la costumbre de no lastimar ni a mujeres ni
a niños. Pero tú —se acuclilló frente a ella—, tú me das ganas de romper las
costumbres.
—¡No te tengo
miedo! ¡Entréname… —Perla se calló un par de segundos y pensó detenidamente qué
iba a decir. Se armó de valor y dejó a un lado su actitud de “ser superior de
la angelología”. Era su última oportunidad y casi podía sentir cómo se le
estaba escurriendo de entre los dedos; ser la Querubín no le había servido en
nada sino para causar gracia. Si pretendía obtener fuerza, tal vez podría
intentar una alternativa más humilde—. ¡Te lo ru-ruego, por favor!
Curasán estaba
llegando a duras penas hasta donde ambos discutían; conocía a Daritai y temía
que castigara físicamente a la Querubín en caso de volverse demasiado
irritante. Por un lado, sabía que el mongol no tenía demasiada paciencia, y por
el otro, Perla tenía una facilidad asombrosa para ser irritante. “Mala
combinación”, pensó, apurando el paso.
—¡Por el Dios
Tengri! La verdad es que haces mucho ruido, granuja. ¿Para qué quieres
entrenar?
La niña abrazó
con fuerza la pierna del mongol, y casi en un tono de llanto, confesó algo que
dejó paralizado al guerrero por algunos segundos. Además, en ese instante, él percibió
algo en sus ojos. Un chispear. Una declaración de intenciones en forma de un
brillo fugaz en esa mirada aniñada. Había algo demasiado familiar en esos ojos
verdes que, por unos segundos, cobijaron valor y firmeza.
—¡Proteger!
¡Quiero entrenar para proteger!
—¿Proteger?
—se calló por breves segundos mientras se rascaba el mentón—. Oye, pequeña, ¿eres
como esos ángeles que han prometido arriesgar su vida para defender a esa
humanidad allá abajo?
—¿Humanos? A
ellos no.
—Hmm —gruñó
con un cabeceo afirmativo. Levantó la pierna y comprobó que Perla lo tenía bien
atenazado—. ¿Pero entonces a quién quieres proteger?
—A… a Curasán
—le susurró.
—¿A mí?
—Curasán, tras ambos, no comprendió la respuesta. No obstante, una sonrisa
bobalicona se esbozó en su rostro.
—Sí. Es
demasiado torpe. El día que Destructo venga, meterá la pata seguro. Y… también
deseo proteger a Irisiel.
—¿Quieres
proteger a la Serafín? —insistió Daritai, que estaba tan desconcertado como el
guardián de la Querubín—. Escucha, la Serafín no necesita que alguien la
proteja.
—¿Lo dice
quién? ¿Quién cuidará de los que irán a la batalla? Lo he decidido y no dejo de
pensar en ello en cada paso que doy: proteger a los que nos protegerán el día
que Destructo se levante contra los Campos Elíseos.
Daritai bajó
la pierna y observó por un rato a la Querubín, quien bravamente consiguió no
derramar ninguna lágrima pese a que su voz delataba que estuvo, en algún
momento, a punto de quebrarse. La nobleza no era algo que pudiera encontrarse
fácil, y menos aún en una niña tan pequeña. Pese a su corta edad, era atrevida,
tenía un motivo noble y parecía priorizar a sus compañeros antes que a ella
misma; la reconoció.
Aun así, disfrazó
su admiración con trivialidad.
—Gritas muchas
tonterías, pero me gustas. Aunque ya es muy tarde, deberías volver junto a tu
guardián.
El ángel
mongol volvió a retomar su camino, rumbo a su casona. La pequeña quedó
arrodillada allí ante nada, completamente descorazonada. Arañó la arena sin
saber qué más debía hacer para que la escucharan; lo que para los ojos de todos
era simplemente una tontería producto de una mente aún infantil, para ella
representaba una forma de agradecimiento para la legión de ángeles que la acogió.
Si bien abusaba de su condición de Querubín, solo deseaba que la dejaran de
observar como a una niña frágil y que la reconocieran como algo más; tal vez
como al ser superior de la angelología, o tal vez como a un ángel fuerte que
los protegería a todos de una amenaza.
“Creo que fue
un error haber venido aquí”, pensó Curasán, viendo a su peculiar protegida
completamente abatida. Algo le decía que, en esa ocasión, ni un abrazo o
algunas bromas servirían para consolarla. Se acercó a ella, plegando sus alas,
pensando en alguna frase para levantarle el ánimo.
—Escucha,
pequeña —Daritai, sin detener su andar, rompió el silencio de la noche—. Te
esperaré mañana de día.
—¿Qué? —la
niña levantó el rostro para verlo—. ¿Mañana?
—Mañana
—levantó su pulgar al aire en señal de aprobación, cortando la luna—. Para
comenzar a entrenar.
II. 8 de junio
de 1260
El sol
mañanero se asomaba tímidamente en el horizonte y las calles de Damasco empezaban
a adquirir vida. Pero lejos del ajetreo y comercio diario, en un rincón alejado
de la caballería del Kan, una veintena de jóvenes guerreros mongoles se
apostaban tras el vallado de un peculiar corral improvisado para entrenar.
Admiraban y temían en partes iguales a su nuevo comandante, quien acababa de
tumbar a un soldado al suelo. Risas y quejidos se mezclaban entre el movimiento
diario de los jinetes cabalgando a los alrededores.
—Vamos, arriba
—Sarangerel ofreció una mano al joven guerrero. En el fondo nunca quiso aceptar
el comando, pero hecho lo hecho, tener a un grupo de jóvenes guerreros
dispuestos a escucharlo y seguir sus pasos le daba una motivación inesperada.
Los entrenaría tal como su padre había hecho, tal como algún día haría con su
hijo—. ¿De dónde eres?
—¡Karakórum!—el
muchacho se repuso, aunque el dolor en la espalda era bastante evidente por el
gesto en su rostro torcido—, soy de Karakórum, comandante.
—¿Ya has
combatido alguna vez?
—Aún no,
espero hacerlo pronto, comandante.
—Eres
demasiado flaco. No es un defecto, lo puedes usar a tu favor contra alguien más
grande como yo —sonrió, dándole un coscorrón a la cabeza—. Necesitas ser ágil
como una gacela y astuto como un lobo para poder tumbar a alguien que te gana
en tamaño —pese a que sus palabras iban dirigidas al muchacho, todos los
soldados alrededor lo escuchaban atentamente. Había algo en sus palabras y su
mirada cargada de ferocidad que hacía que se ganara rápidamente la atención y
el respeto—. Y durante la guerra, cuando el enemigo descanse, necesitarás ser
silencioso como un leopardo para asestarles un golpe sorpresa.
—¡Al diablo! Son
demasiado jóvenes, demasiado inexpertos —se quejó Odgerel, sentado sobre el vallado,
pasando trapo a su sable—. Pierdes el tiempo, Sarangerel.
—Claro que son
jóvenes y débiles. Como tú y yo alguna vez fuimos —desenfundó su nuevo sable,
un regalo de sus superiores por asumir el comando, y apuntó a su camarada—. Si
nuestros predecesoresno nos hubieran bendecido con su sabiduría, hoy ni
siquiera tendríamos el don de blandir un sable. Eres el segundo al mando,
Odgerel, depón esa actitud salvo que quieras pasar el día ordeñando la mula allá
al fondo.
—¿“Depón esa
actitud”? Pasaste tantos días con esa francesa que ya tienes una lengua de alta
alcurnia. Pero bueno, ¡consígueme una felatriz, amigo, una de muchas curvas, eso
haría “deponer mi actitud”! —carcajeó, mirando a sus nuevos pupilos—. Escuchen,
las prostitutas de los barrios de Gálata no son nada comparadas con las mujeres
que pueden encontrar en territorio mameluco, lo dicen los mismos francos. ¿Quieren
ganar esta guerra? Piensen en las mujeres que repartiremos como botín. ¿No es
eso suficiente motivación, perros?
—¡Menos
mujeres, jala-barbas! Vamos, ¿¡quién es el siguiente!? —preguntó Sarangerel,
extendiendo los brazos, esperando que alguno de sus nuevos guerreros quisiera
probar fuerzas contra él. Aunque, quien se abrió paso entre los mongoles y
saltó la valla fue la persona que menos esperaba.
—¿Pero qué…? —se
sorprendió Odgerel, desatando una ola de risas entre los jóvenes guerreros—. ¡Ja!
¡Esto alegra el corazón de cualquiera!
Vestida con
una añeja camisa, pantalones raídos y botas sucias, Roselyne no lucía
precisamente como una dama bañada en agua de rosas. Pero la escudera del nuevo
comandante de la legión mongola no necesitaba de preciosas apariencias; su
objetivo estaba más que claro desde el momento que entró al corral, con un
sable en una mano, y con la espada de su hermano en la espalda, inclinada, sostenida
mediante correas.
—¿Qué sucede,
escudera?—sonrió Sarangerel—. ¿Has venido para entrenar?
—Sarangerel,
aquí tienes tu sable —dijo arrojándolo hacia el mongol, quien hábilmente lo
cogió del mango. Podrían pasar todas las espadas por sus manos, pero el
guerrero solo quería sostener una, la misma con la que había partido para
conquistar el califato abasí y el sultanato mameluco, la misma con la que
deseaba volver a Suurin—. Está radiante, como te prometí.
—¿No me diga,
comandante, que piensa probar la fuerza de esa mujer? —preguntó un sonriente
soldado, en dialecto jalja, esperando que la muchacha no lo entendiera.
—¿Por qué no?
—preguntó ella, mirando a los ojos al joven guerrero que ahora ya no sonreía
tanto. Desconocían que Roselyne entendía y hablaba jalja, lo cual era un
misterio incluso para sus dos habituales compañeros. También ignoraban que una
mujer pudiera ser tan altiva—. ¿Vosotros consideráis una mujer como un mísero
botín?
—El Kan Hulagu
no está presente—interrumpió Sarangerel, adelantándose al pensamiento de todo
el grupo—, pero nos ordenó respetar las culturas y costumbres de nuestros
aliados. Si alguien quiere probar fuerzas y entrenar, no soy quién para
negarlo.Ven, Roselyne, te convertiré en guerrero mongol.
Aún pese a las
férreas palabras de su nuevo comandante, era imposible detener las risas de los
jóvenes. Pero poco a poco la curiosidad ganó terreno. Una atención y un
silencio inusitado cayeron sobre todos los soldados alrededor del corral: no
estaban acostumbrados a ver una mujer desafiando a un guerrero; no todos los
días se veía a un zorro deseando entablar batalla contra un lobo.
Sarangerel
comprobó el brillo de su sable, cabeceando ligeramente en señal de aprobación. Lo
enfundó en su cinturón, para luego empuñar en la otra mano aquel sable que le
habían regalado. “Es un arma preciosa, más liviana que la mía”, pensó. “Pero no
la necesito. Sé quién será la dueña perfecta”. Se alejó hacia el lado opuesto
del corral, y acto seguido clavó el arma hasta la mitad de la arena.
—Vosotros os
reís, jóvenes, pero la vida me ha enseñado que las mujeres también tienen
orgullo. Roselyne, a partir de ahora eres un soldado a mis órdenes, y estos
perros alrededor son ahora tus hermanos. Deshazte de esa espada que llevas.
—Es de mi
hermano, Sarangerel, lo sabes.
—Pues guárdala
en otro lugar. Yo te enseñaré a rajar con un sable, no pienso usar ese juguete
que tienes enfundado —las risas volvieron a poblar el lugar, aunque a Roselyne no
parecía afectarle en lo más mínimo pues solo tenía oídos para su nuevo y
flamante tutor—. Escucha, he decidido regalarte este sable que me han obsequiado
mis superiores. Pero tendrás que venir a reclamarlo.
Se acercó a
ella y, cruzando los brazos, afirmó tajantemente.
—Pasa sobre mí
y reclámala. Si caes al suelo, retrocederás para volver a intentarlo.
—¿Me lo dices
en serio?
—Te he hecho
una promesa, te enseñaré a blandir un sable. Pero cuando logres reclamarla.
Ella lo
entendió en la mirada del mongol. A su alrededor solo había sonrisas y alguna
que otra carcajada, pero Sarangerel era distinto; la estaba tomando en serio.
Ahora, Roselyne ya no era aquella amante de quien había gozado una noche en el
desierto, y varias noches en su yurta a orillas del río Barada, ahora aquella
muchachaera una igual, una guerrera. Un soldado a sus ojos.
—¡Debes ser rápida
como una gacela! —gritó Odgerel, levantando su sable al aire—, y astuta como un
zorro. Solo así se vence al lobo. Mis ojos te reconocen, hermana Roselyne, demuéstrales
a estos todo tu talento…
—Bien… —susurró
ella, acuclillándose para sentir la arena en sus dedos.
—Usa tus
piernas con astucia —aconsejó Sarangerel—. Como es tu primera vez no seré rudo.
Muéstrame qué es lo que sabes hac…
Roselyne se
levantó y pateó la arena hacia el rostro de Sarangerel, apurándose rápidamente
hacia el arma semienterrada. El mongol se repuso a tiempo y la tomó de la
muñeca, aunque la muchacha respondió lanzándole un puñado de arena que tenía
guardada en la otra mano, y de un rápido manotazo, se soltó del agarre del
guerrero.
“¿¡Pero qué
mierda acaba de suceder…!?”, pensó Sarangerel en el momento que tragaba tierra
y soltaba a su presa; fugaz reflexión similar a la que todos en el corral
parecían concluir boquiabiertos.
Pero cuando la
francesa se encontraba a solo pocos pasos de agarrar del mango del sable, cayó
bruscamente al suelo. Sarangerel había vuelto a extender su brazo para aferrarse
al pie de la mujer, tumbándola. Roselyne estuvo cerca de conseguirlo, pero ya lejos
de las burlas, de las risas y de las miradas de desprecio, los soldados
mongoles observaban sorprendidos cómo una aparentemente sencilla mujer casi
había superado el desafío de su comandante en el primer intento.
—¡Mierda!
—Roselyne golpeó el suelo. Se levantó a duras penas, limpiándose la arena
repartida por su ropa.
“Sí, mierda, esta
mujer me acaba de avergonzar ante todos”, pensó Sarangerel, escupiendo la arena
metida en la boca.
Roselyne se
acercó a Sarangerel, quien aún yacía tirado y perplejo; se acuclilló para
limpiarle la arena en la mejilla de manera suave. Estaba más que claro que
ahora la francesa había aceptado su rol de soldado, nadie debía tomarla a la
ligera pese a sus apariencias. Pero, viendo la dulzura con la que trataba a su
comandante, era evidente que tampoco ignoraba su condición de amante.
—Sarangerel
—susurró ella, acariciando el labio del sorprendido mongol—. Intentémoslo de
nuevo.
III
Sentada sobre
un tronco caído cerca de la cala del Río Aqueronte, la joven Celes disfrutaba
del ambiente paradisíaco que ofrecía la naturaleza; el sonido del río, la brisa
húmeda y los tibios rayos del sol colándose entre las hojas de las palmeras
tras ella proporcionaban un gran efecto relajador.
—¡Uf! —se
desperezó, extendiendo alas y brazos al aire —. No sé por qué quieren una
segunda protectora para Perla, pero me alegra que me hayan nombrado a mí.
Aunque la verdad es que me siento mal, verás, creo que estoy fallando a la
confianza del Trono…
—¿A qué te
refieres? —preguntó Curasán, sentado a su lado. A lo lejos, hacia la playa, la
Querubín parecía dialogar con el mongol para iniciar su primer día de
entrenamiento.
Habían
obtenido el permiso del Trono para estar en el Río Aqueronte, con la condición
de que no despegaran la vista de la pequeña. Si bien, al principio, Nelchael se
negó a permitir que Perla entrenara debido a los peligros a los que se podría
exponer, el viejo líder de la legión parecía haber encontrado cierto gusto en
contentar y mimar los deseos de la niña, quien se abalanzaba a por él para
agradecerle con besos por doquier.
—No sé… ¿Cómo
decirlo? —Celes retorció sus muslos y alas solo de recordar lo que su pareja le
había hecho en el bosque, momentos antes—. ¿No crees que deberíamos detener esto
que hacemos ya que ahora somos guardianes de la Querubín? Deberíamos ser
ángeles ejemplares.
—¿Estamos
lastimando a alguien, Celes, solo por meter mi cabeza entre tus piernas? ¿Ves a
alguien herido por nuestra culpa?
—Bu-bueno, supongo
que no… —balbuceó sonrojada, jugando con
sus dedos—. Escúchame, Curasán… estaba pensando que si Perla va a comenzar a
entrenar, necesitará una túnica mejor que la que tiene. No creo que le dé mucha
movilidad la que ahora viste.
—¿Vas a
confeccionarle una túnica nueva a la enana?
—¡Es tu
protegida, no deberías llamarla “enana”! Y ahora es la mía también, así que no
consentiré que llames despectivamente a la Querubín… —posando sus manos sobre
su regazo y doblando las puntas de sus alas, se mordió los labios—. Pero
también lo hago porque… a ver, cómo lo digo… esta mañana, ella no pareció muy
emocionada cuando le dije que yo también sería su guardiana, así que pensaba
que tal vez me gane su cariño si le hago una túnica.
—Lo he notado.
No es sencillo ganarse su corazón —meneó la cabeza, mirando a su protegida.
Aunque a
Curasán no le gustaba la idea de dejar a Perla sola, pues los cinco años que
estuvo con ella a su lado no pasaron en vano, la orden del mongol estaba más
que clara. La niña entrenaría únicamente con Daritai y sin interrupción de
ningún tipo. Observarla desde la distancia era la única alternativa del ángel
protector. De todos modos, Daritai le había dejado las cosas claras al verlo
preocupado: “No te alarmes, a diferencia de ti, la niña me cae bien”.
—Bueno, Curasán
—continuó Celes—, tú la conoces mejor que nadie, dame una idea para que yo le
caiga bien…
—Ya. Puede que
sepa algo… —tomó de su mano, levantándose—, pero tendrás que sacármelo en el
bosque.
En la playa,
la pequeña Querubín observaba con cierto recelo a sus dos guardianes, que ahora
volvían a esconderse en la espesura del bosque. Ver a Celes al lado de Curasán
le causaba una sensación desagradable en el cuerpo, bastante similar al que había
sentido cuando Daritai tumbó a su guardián al suelo la noche anterior. De
hecho, verla tan pegada a su protector hacía tensar sus alitas como pocas
veces.
Aunque fuera
su primer día de entrenamiento y sabía que debía estar concentrada, deseaba que
el joven ángel estuviera a su lado en el caso de que algo saliese mal, para
animarla, o simplemente confortarla con su sola presencia.
“Definitivamente,
están pasando demasiado tiempo juntos”, pensó, achinando sus ojos.
—Oye, pequeña,
presta atención —interrumpió Daritai, frente a ella. Había traído su sable, guardado
en una funda en la espalda, entre sus enormes alas. A diferencia de la niña, el
guerrero mongol sí estaba bastante animado por comenzar el entrenamiento. Más
allá de que Perla fuera una niña, se trataba de alguien que depositaba toda la
confianza y admiración en la sabiduría y fuerza del mongol. Era un honor,
pensaba él, que un ángel, que por lo general se desinteresaban de él, se
mostrara entusiasta por aprender de su vasta cultura.
—S-sí, señor
Daritai. Anoche apenas dormí de la emoción —empuñó sus manitas—, pero… creo que
Curasán debería estar aquí conmigo.
—Yo era un
poco más pequeño que tú cuando empecé a entrenar. Ninguno de los niños con
quienes compartí mis tardes tenía algo parecido a un ángel protector que nos
vigilara. Teníamos a los adultos alentándonos, eso sí. Yo asumiré ese rol.
—Pero Curasán
es mi guardián…
—Suficiente. Escucha
con atención, no eres varón ni eres mongol, por lo que no eres tan especial
como crees. Sería una tontería esperar fuerza bruta de ti —tras desenvainar su imponente
espada curva, dibujó una gruesa línea en la arena entre ella y él—. Deberíamos
aprovechar otras habilidades que pudieran ser útiles. Tus actividades
consistirán en caza, pesca, recolección de frutas y remodelación de mi casona.
—¿Remodelar tu
cas…?
—¡Agilidad,
velocidad, reflejos, inteligencia! Esas son habilidades que puede desarrollar
una niña como tú.
—No hagas como
que no me has escuchado, ¿qué fue eso de remodelar tu cas…?
—¡Como regalo
por tu primer día, te obsequiaré uno de mis sables!
—¿En serio?
“Esa enorme
espada…”. Perla observó fascinada el sable de acero del mongol, que parecía
ladearla para deleite de sus ojos. Brillaba e hipnotizaba. Había una
inscripción a lo largo de la hoja, pero no comprendía la letra. “Ahora es mi espada…”,
concluyó con una pequeña sonrisa. Pero por más que estuviera emocionada por
comenzar a blandir su nuevo regalo, era evidente que no tenía la fuerza para
sostenerla. “Aunque… no sé cómo…”, se dijo a sí misma, viendo sus manitas, “no
sé cómo haré para levantar eso…”.
—¡Mírame a los
ojos cuando hablo, pequeña!
—¡S-sí!
—¿Por qué
miras tus manos? ¿Ya estás pensando en sostener este sable?
—N-no, claro
que no…
—Te diré algo
—se alejó varios metros y hundió la espada en la arena hasta la mitad—. Participé
en la invasión mongola al imperio japonés, hace incontables siglos. Este sable mató
a varios samuráis, unos de los enemigos más feroces contra los que tuve el
honor de luchar. El sable es tuyo porque me caes bien, ya que me recuerdas a
cuando yo era un guerrero: quieres luchar para proteger a los seres que quieres,
no a los seres a quienes se te ha ordenado proteger.
—Bueno, no sé
cómo haré para proteger a alguien que está en otro lado… —se quejó, mirando
hacia el bosque.
—Escucha, había
chicos muy jóvenes en mi grupo, éramos muy unidos y nos considerábamoscomo
hermanos. Yo era uno de los estrategas más importantes durante la invasión, pero
los japoneses eran muy hábiles, nunca tuvimos oportunidad de conquistar su
imperio. Cuando estábamos perdiendo la batalla en la isla de Kyushu, los
superiores ordenaron a mis soldados que retrasaran el avance enemigo para que
yo pudiera huir hacia las barcazas, pero decidí cambiar de planes. Lo
importante a esa altura ya no era la conquista, sino salvar la vida de los más
jóvenes. Mis soldados huyeron sanos y salvos, yo perdí la vida retrasando a los
samuráis. Pero mi sacrificio valió la pena; es nuestro deber proteger el camino
de los seres que apreciamos. Eso es lo que hacen los hermanos.
La niña
repentinamente quedó boquiabierta y fascinada. No solo por estar en presencia
de lo que parecía ser un héroe, sino porque las palabras del mongol parecían
venir cargadas de emociones y vida propia. Como si el sol brillara con más
intensidad cuando hablaba; era la primera vez que escuchaba una historia tan
emotiva y desde luego le había afectado.
—Continuemos
—sonrió Daritai, había logrado su cometido de que la Querubín dejara de pensar
en su guardián—. Niña, si bien este sable es tuyo, solo lo llevarás de aquí el
día que seas capaz de pasar sobre mí para reclamarlo, y créeme que para eso
pasará mucho tiempo. Estoy al tanto de que, a diferencia de los demás ángeles,
tú creces, así que será cuestión de tener paciencia contigo.
“¿Qué? ¿Me lo
ha dicho en serio…?”, pensó Perla, tragando saliva, viendo al imponente ángel guerrero.
Su sola sombra atemorizaba. “¿Cómo voy a pasar encima de él?”.
—Eres libre de
usar cualquier método que consideres necesario para pasar sobre mí e intentar agarrar
tu sable —avanzó hacia ella—. Pero a la mínima que te tumbe al suelo, deberás
volver detrás de esta línea para comenzar de nuevo. Te daré tres oportunidades
al día para obtener tu sable, generalmente luego de que termines las
actividades de entrenamiento.
—¿Vas a tumbarme?
¿Al suelo?
—¡Será
divertido! Al menos para mí… solo
necesitaré un dedo para someterte. Tendrás que poner en práctica todo lo que
vayas aprendiendo. Planeaba comenzar cuanto antes con las otras actividades, el
día es bonito para ir a pescar, pero tengo curiosidad por ver qué es lo que sabes
hacer. ¿Por qué no intentas pasar sobre mí para reclamar tu espada?
—¡Puf! ¿Sinceramente?
—la Querubín se cruzó de brazos y arqueó los ojos—, esto no es precisamente mi
idea de entrenar. Con este tipo de cosas mi túnica se ensuciará e incluso se
echará a perder. No tengo muchas, ¿sabes? Encima me pides que remodele tu
hogar, el Trono dice que yo estoy en la cima de la angelología, y esta no me
parece la forma adecuada de tratar a alguien que es un superior.
—Impresionante.
Es tu primer día y ya deseo renunciar —suspiró el guerrero, frotándose la
frente. ¿Tal vez se había equivocado con ella? ¿Tal vez no se trataba de
alguien tan noble y decidida como había creído? Se alejó gruñendo acerca de
haber aceptado entrenar a una completa perezosa y consentida. Aunque, en el
preciso instante que se apartaba para buscar a Curasán y reñirle, notó de reojo
que la niña en realidad se había apresurado para correr hacia la espada,
aprovechando la distracción.
—¡Esa espada
será mía a toda costa!
—¡Pequeña
granuja!
IV. 8 de junio
de 1260
La noche había
caído en Damasco, y dentro de una gran tienda de paja, lonas de lana y
entramados de madera, armada a orillas del río Barada, Sarangerel se encontraba
arrodillado, despojado de su armadura, recibiendo un cálido masaje de una mujer
que, durante el entrenamiento de esa mañana, lo humilló frente a todos sus
guerreros. Si bien Roselyne no pudo reclamar la espada, pues cayó en todos los
intentos, el respeto poco a poco se lo había ganado en el grupo de jóvenes mongoles,
probablemente en detrimento del respeto que había perdido Sarangerel.
—¿Qué sucede?
¿Te encuentras bien? —preguntó ella, con sus manos sobre los hombros del
guerrero, pegando su cuerpo contra la espalda del guerrero. Con los días la
mujer había aprendido a aceptar su nuevo rol de amante de un hombre, lejos de
las nociones cristianas a las que había vivido aferrada; se dejaba llevar por
su nuevo espíritu, siempre ansiosa de probar los secretos de la carne—. Te noto
tenso, Sarangerel.
Si no era un
puñado de arena, Roselyne lo había esquivado mostrando una misteriosa velocidad
y agilidad utilizadas inteligentemente; incluso propinó golpes y patadas
efectivos para dejarlo tambaleando ante la atónita mirada de sus guerreros, y
ante la sonrisa y ojos burlones de Odgerel. Pese a que ya habían pasado horas
de aquello, en la mente del comandante aún se oía claramente las risas y
expresiones de sorpresa al ver que una mujer ponía en aprietos a un mongol.
—Eres fuerte
—masculló Sarangerel, mirando el baile del fuego de las velas sobre una mesa. No
obstante, le perdonaba a la mujer debido a su habilidad para calmar y destensar
sus músculos con sus finos dedos, también ayudaba ese perfume embriagador, su
cuerpo pegándose al suyo de una manera sensual y que poco a poco despertaba una
erección; un recordatorio constante de los placeres que le aguardaban cada
noche—. También eres rápida e inteligente, Roselyne, pero no lo suficiente.
—Es un honor
recibir esas palabras del comandante más fuerte de la legión —besó un hombro;
sus manos bajaron hasta la cintura, presta a meterlas bajo la tela del pantalón—.
Ya tendré otras oportunidades para reclamar ese sable. Si me permites, me
gustaría reclamar algo que también es valioso.
—Suficiente
con las burlas —cortó secamente. Pese a que Sarangerel estaba disfrutando del
momento, no dejaba de sospechar que Roselyne era algo más que lo que realmente
aparentaba—. Dominas nociones de lucha y sabes cómo y dónde golpear —se tomó de
su quijada, abriendo dolorosamente la boca, recordando el puñetazo que ella le
había propinado—.Tú has entrenado en algún lado.
—¿Tanto te
duele? —cual zarpa, sus finos y cálidos dedos tomaron de su sexo palpitante
bajo el pantalón—. Lo siento, permíteme resarcirme.
—Responde —el
guerrero no estaba de humor.
—Bueno…
—iniciando un vaivén lento, demostrando que también tenía otras dotes a parte
de la lucha, susurró un par de secretos a tan solo centímetros de su oído—.
Sarangerel, he aprendido a ser rápida y a saber dónde golpear porque de otra
manera, no sobreviviría en este mundo. He estado huyendo los últimos dos años, sufrí
muchas penurias pero aprendí a sobreponerme. Puede que no lo aparente, pero la
vida me ha hecho fuerte.
—Hmm —gruñó.
Suspiro luego, disfrutando de la manualidad—. ¿De qué parte de Francia
provienes? Es decir, ¿por qué has tenido que huir?
—De dónde
provengo ya no es importante, ahora estoy contigo.
—De dónde provienes
es importante. Sabes árabe, jalja, y quién sabe qué más. Responde.
—He aprendido
árabe porque los comerciantes de las caravanas con los que he convivido estos
años me lo enseñaron para mercadear en tierras musulmanas. También domino jalja
porque hacía trueques con los mongoles. ¿Está satisfecha tu curiosidad?
—Aún no —dio
un respingo pues la mujer apretó fuertemente su sexo—. Sería humillante para
nosotros los mongoles tener que romper un tratado con los francos por tener en
nuestras filas a una mujer del reino de Francia, hija de alguna casa importante
y declarada como desaparecida.
—¿Hija de
alguna casa importante? —rio Roselyne, abandonando la manualidad—. ¿Es eso lo
que sospechas de mí? No digas necedades.
—Confiesa. Por
algo has tenido que huir, esto no es ningún juego. Nosotros no rompemos tratados
por culpa de una mujer.
—¿Es que acaso
parezco de la realeza? —la francesa se levantó para arrodillarse frente a él.
Las miradas de
ambos chocaban con intensidad; pero dentro de la mente del guerrero había un
conflicto intenso; quería arrancarle las ropas a aquella mujer sensual y
hacerla suya, pero su orgullo exigía que ella hablara y justificara la paliza
que le había propinado esa mañana.
—Parece que
cuando pierdes el orgullo también pierdes la cordura —continuó la francesa,
acercando una mano para acariciar la mejilla de su amante, mas Sarangerel ladeó
la mirada. Él notó entonces, a un costado de la tienda, la espada de la mujer.
Observó de nuevo el escudo estampado en el pomo del arma.
“Seis barras,
rojas y blancas”, pensó para sí, tratando de recordar dónde la había visto.
—¿Deseas que
te traiga algo de beber? —se inclinó para besar en la comisura de los labios
del guerrero, acariciando su firme pecho, deseosa de calmarlo cuanto antes para
llevarlo a la cama.
—“Coucy”
—interrumpió Sarangerel, provocando que Roselyne diera un respingo.
—¿Di-disculpa?
—El escudo que
tienes grabado en el pomo de tu espada —lo señaló con un cabeceo—, pertenece a
los Seigneurs de Coucy. Son conocidos por sus desavenencias contra el rey Luis;
desaprobaban el aumento de los impuestos en vuestro reino. Aumento destinado
para reforzar la Cruzada Cristiana.
—¿Pero cómo es
que lo sabes, Sarangerel?
—No me
subestimes, mujer, soy emisario. He estado presente en casi todos los tratados
del Kan Hulagu. Antes de aceptar nuestra alianza con los francos, hemos hecho
averiguaciones acerca de vuestro rey, de vuestros conflictos internos y
vuestras alianzas con los ingleses. Los Seigneurs de Coucy, representados en
ese escudo de seis rayas, fueron los principales detractores del rey Luis.
—S-se la robé
a un guerrero moribundo —se excusó.
—Pues sería
bueno que recordaras dónde has visto a ese guerrero moribundo. Es información
importante para los francos saber que aún andan sueltos enemigos del rey. Estoy
seguro de que nos darán bastante oro o armas a cambio de tan valiosa…
—De la casa de
los Seigneurs de Cousy, me llamo Roselyne de Cousy —interrumpió la francesa,
quien rápidamente tomó las manos de su amante—. Mi familia era dueña de grandes
extensiones de tierra en Francia, no es que fuéramos como los barones ingleses,
pero teníamos poder. La rama a la que yo pertenecía vivía en Périgueux, hasta
que el Rey Luis decidió ofrecer toda la ciudad, nuestras tierras incluidas, al
reino de Inglaterra.
Cayó el silencio
en la tienda. La mujer había confesado ser de una facción rebelde del reino con
quienes los mongoles tenían forjada una alianza. Ella representaba un serio
peligro para las relaciones del Kan Hulagu con los francos comandados por Luis
IX, paradójico por otro lado, pues a los ojos de Sarangerel una mujer no podría
tener tal notoriedad o importancia. La guerra era terreno de los hombres; pero
de nuevo, él aprendió que con aquella francesa las nociones no eran como en sus
tierras.
—He oído de
los incidentes. Suena rastrero que el rey entregue sus propias tierras y
exponga a sus habitantes a los peligros de otro reino —tomó la mano de la mujer
y la besó en los nudillos—, “su majestad”.
—¡No soy de la
realeza, Sarangerel! El rey Luis marcó a nuestra familia desde que mi tío, Enguerrand
de Cousy, protestara
contra los altos impuestos, asesinando a tres de los escuderos de la realeza. El rey ofreció nuestras tierras al reino
inglés no solo para calmar el conflicto que mantenía con Inglaterra, sino como
venganza contra los Seigneurs de Coucy. Toda… —se mordió el labio inferior,
buscando consuelo en la mirada del guerrero—, escucha, toda mi familia cayó
muerta defendiendo nuestras tierras de los invasores ingleses.
—¿Toda tu…? ¿Entonces
no hay ningún hermano esperándote en Acre? —Por más que Roselyne estuviera
abriéndose y mostrándose frágil, varias preguntas asaltaban la mente del
guerrero y apremiaban una respuesta rápida—.¿Por qué ibas allí entonces? ¿Estabas
buscando al Rey Luis? —soltó las manos de la mujer—.¿Acaso cruzaste medio mundo
para vengar a tu familia?
—¡Baja la voz,
por favor! —protestó ella, tomándolo de los hombros y acercándose para besar su
pecho, aunque rápidamente el guerrero tomó un puñado de su cabellera para
apartarla. Pareciera que la rabia contenida en el guerrero haría que la tienda
terminase derrumbándose en cualquier momento—. ¿Qué queríais que os dijera a ti
y a Odgerel? ¿Qué yo iba a Acre para asesinar al mismísimo rey francés con el
que los mongoles tenéis un tratado de paz y cooperación? O se reían de mí o me mataban
sin contemplación.
—Así que
terminaste tomando el mismo camino que dos emisarios mongoles e incluso te
acostaste con uno para tener techo y cobijo aquí en Damasco —soltó su cabellera
bastante ofuscado—. Has venido hasta aquí para que te entrenara con la espada,
¿no es así, escudera?
—¡Fui escudera
de mi hermano, no creas que he mentido! No creas que cada beso que te he dado
ha sido por conveniencia, no dudes de cada caricia que te he dado con todo mi cariño—volvió
al asalto, con la voz rota y las manos temblándole, buscando enredarse sus
dedos con los del guerrero—.Te he admirado desde el primer día, en el momento
que me protegiste, cuando me hablaste de tu hijo, cuando me contaste de tus
tierras, cuando me tocaste en el lago y me hiciste disfrutar como ningún otro
hombre.
Ahora no
fueron las manos sino las palabras quienes relajaron al tenso guerrero. A su
pesar, dejó que la mujer se acercara para acariciarle la mejilla, para que
volviera a besarlo con intensidad. Pero el sendero de la venganza era un camino
que Sarangerel reconocía perfectamente, pues en su vida alguna vez lo recorrió
y sabía de sus efectos: angustia, tristeza, noches de contantes pesadillas que
amenazan con llevarlo a uno a la locura. Era un sendero en el que ahora
Roselyne se encontraba, uno en el que Sarangerel se sentía obligado a
advertirle de sus peligros.
Oyó
repentinamente una lejana carcajada, probablemente era Odgerel compartiendo
tragos con el grupo de jóvenes guerreros en alguna fogata cerca de su tienda.
“Ese perro”, pensó él, “si se entera, seguro me preguntará cómo se siente
encamarse con alguien de la nobleza”.
—Yo sé que asesinar
al rey no me devolverá nada —continuó ella, incapaz de sostener la mirada del
hombre a quien había mentido. A Roselyne ya no le quedaban tierras, ni
familias, ni dignidad ni honor. Lo había perdido todo en el camino, y había
probado los sinsabores de la vida tanto de manos de soldados inglesescomo de
comerciantes. Su vida ahora solo era movida por su firme deseo de venganza—. Simplemente…
quiero ver a ese hombre sufrir. Así que,¿qué vas a hacer, vas a entregarme?
—¿Entregarte?—tomó
del mentón de ella y levantó el rostro para observarla a los ojos. Era una
mujer fuerte que había sufrido demasiados castigos. El orgullo del guerrero ahora
se sentía culpable al ver los surcos de lágrimas, esos ojos enrojecidos, esa
boquita entreabierta de labios que temblaban.
Sarangerel
suspiró.
—Escúchame,
Roselyne. Frente a mí veo a una persona con tanto orgullo como un hombre, que
ha cruzado medio mundo para vengar la muerte de sus seres queridos. Como yo lo
hice cuando mi mujer cayó muerta a manos de un clan rival. Me recuerdas a mí
mismo. Veo tu sufrimiento y recuerdo el mío propio. Te he cobijado como uno de
los nuestros. Los mongoles no entregamos a nuestros hermanos.
Recibió el
abrazo y luego el llanto silencioso de la mujer. Susurros de “gracias” llenaron
la tienda, en donde poco a poco la calma ganó terreno, permitiendo que tomara
relevancia las caricias y luego los besos entre uno y otro. Y otra vez la mano
femenina se buscó un camino bajo el pantalón, otra vez las armas se endurecían dispuestas
a firmar las paces.
“Supongo que
ahora mismo no es conveniente pensar en ella como una hermana”, pensó él,
acariciando su cintura, levantando poco a poco la túnica para revelar a sus
ojos aquel precioso cuerpo femenino que arrebataba su aliento y la razón.
V
Atardecía
cuando, sentada en un tronco caído a orillas del Aqueronte, Perla pasaba trapo
a uno de los tantos sables que Daritai le había apilado a un costado. Lo hacía
a regañadientes y de forma torpe, pues no estaba acostumbrada a tales labores.
A veces, miraba a lo lejos su sable semienterrado en el mismo lugar de siempre, y suspiraba.
Habían pasado varias semanas y aún no podía reclamarla.
—Oye, ¡oye!, límpialo
con cuidado —ordenó severo su instructor, sentándose a su lado. Había dispuesto
una fogata frente a ellos para recibir la noche.
—¡Hmm! —gruñó
mientras proseguía con la limpieza.
—Fue divertido
cómo te tropezaste sola en el segundo intento —se mofó.
“Se le van a quitar todas las ganas de reírse
cuando reclame mi sable”, pensó Perla, girando la espada para limpiar el otro
lado de la hoja curva.
—¿Acaso tienes
un problema, granuja? —su maestro notó que la Querubín
aplicaba una presión excesiva y temió que un desliz lastimara su manita.
Extendió su brazo para arrebatarle el arma—. ¡Suficiente por hoy!
—¡Perfecto! —tiró
el trapo a un costado—. Porque tengo un montón de cosas que decirte —refunfuñó
mientras se levantaba del tronco para pararse detrás de su maestro. Empezó a
tomar algunas de sus largas trenzas para arreglarlas, había aprendido a
hacerlas y le encantaba recomponerlas; nunca había visto algo similar en ningún
ángel de la legión.
—Me pregunto
qué desvarío me vas a contar ahora —resopló, frotándose la frente.
—Daritai —la
pequeña iba incorporando partes del cabello a la trenza—, cuando estaba
persiguiendo a esa liebre en el bosque, encontré a Curasán y Celes… A ver
—tensó sus alitas—, no creo que lo que sea que estuvieran haciendo esté
permitido.
—¡Ja, no me
digas! —carcajeó el mongol. Mil imágenes obscenas desfilaron en su cabeza,
esperando que la niña no hubiera visto más de la cuenta—. Ese completo idiota
ha sido descuidado al dejarse pillar.
—He estado
pensando. Si le informo al Trono de lo que acabo de ver, Celes dejará de ser mi
guardiana. Entonces las cosas volverán a ir por el sendero que deben ir.
—¿Podrías
repetírmelo? —esbozó una sonrisa—. Creo que tengo arena en el oído. ¿Soy yo o
la mismísima Querubín está celosa?
—¡Ya! ¡Curasán
ha estado conmigo desde hace cinco años, no solo debería prestarme más
atención, es que esa muchacha está robándome a mi guardián!
—A ver…
—Daritai llevó su brazo para atrás y tomó de la mano de la Querubín. Lentamente
la trajo delante de él para así poder tomarla de sus hombros. Sonrió con los
labios apretados; no deseaba dar consejos sentimentales, no era un rol con el
que se sintiera cómodo ni con el que tuviera mucha experiencia, ¿pero quién más
iba a hacerlo?—. Por cómo suenas no parece que consideres a Curasán simplemente
como un guardián.
—¡Claro que no
es “solo un guardián”, por el Dios Tengri! —Perla se cruzó de brazos, mirando
para otro lado para no revelar su sonrojo; estaba completamente alterada.
—¿Y entonces
qué es? ¿Tu mejor amigo? ¿O tal vez lo ves como a un hermano?... ¿O alguien que
en un futuro lo quieres a tu lado?
—No responderé
a eso, no tiene nada que ver con mi entrenamiento —se sentó sobre la arena, de
espaldas a él, ahora era su turno de tener una trenza como las decenas que
tenía su maestro.
—Pues será
mejor que decidas qué es ese ángel para ti —Daritai tomó un puñado de la
cabellera rojiza y empezó a separarla en tres largos hilos—. Noto cómo lo miras
cuando se va a caminar con tu guardiana. No estaré siempre para llamarte la
atención, así que será mejor que resuelvas esto si no quieres que afecte tu
concentración durante los entrenamientos.
—¡Hmm! —gruñó.
—Déjalo
respirar, lo cierto es que a veces te vuelves irritante —uno tras otro, los
lazos de su cabello se entrecruzaban para crear una larga y fina trenza en la
parte posterior de la cabeza, y que iba cayendo como una cascada hasta entre
sus hombros—. A diferencia de ellos, no soy un ángel puro, sino que fui humano,
pero algo me dice que lo que ellos dos sienten el uno por el otro no es algo
muy natural en los de su especie, y por ende, se podría considerar como algo
bastante peligroso a los ojos de los demás ángeles de la legión.
—Exacto,
alguien debería hacer algo, y pronto.
—No seas
tonta. Cuando él camina junto a ella, sonríe y es feliz. Yo no destruiría ese
camino que recorre, sino que lucharía por protegerlo también. Eso es lo que
hacen los hermanos, ¿o ya no lo recuerdas? Así que madura un poco, granuja, y
decídete.
—¡Puf!
—Listo, ahí
tienes la trenza que querías.
Perla se
levantó, agarrando su recién estrenada trenza. Aunque no podía verla, sentirla
a través de sus dedos la hizo sonreír. Ahora era como su maestro, a quien, con
los días y sus historias, aprendió a admirar. Después de todo, por más rudo que
pareciera, era un héroe que había demostrado tener un corazón de oro.
—Ten, niña, un
regalo para ti —apilado a un costado del tronco donde se sentaba, Daritai le
entregó lo que parecía ser un cubo hecho de papeles unidos por un aro de bambú
en la base.
—¿Ah? ¿Qué es
eso?
VI. 8 de junio
de 1260
—Es un farol
volador —sonrió Sarangerel, entregándoselo en las manos a la francesa. Sentados
a una fogata de las miles que se extendían alrededor del río Barada,
disfrutaban de la noche, probablemente una de las últimas que se teñía de
fiesta, pues la guerra estaba asomándose poco a poco, y pronto los ejércitos
empezarían a mover sus efectivos.
—¿Qué? ¿Esto
vuela? —rio Roselyne, tomándolo delicadamente.
—Por supuesto.
Se enciende la vela que está aquí, en la base. Dale tiempo, y cuando quiera
volar, pides un deseo y lo dejas ir.
—Bueno, espero
que funcione —lo ladeó curiosa, nunca había visto ni oído hablar de algo así—. Es
decir, espero que vuele y que el deseo se cumpla.
—¡No se
cumplen, ya te digo! —masculló Odgerel, pichel en la mano, quien se sentó a la
fogata de la pareja para hacerles compañía—, en su momento he deseado fornicar
con la esposa del Rey Luis. Pero mira que ni siquiera me ha devuelto mi sonrisa
durante las reuniones a las que asistí.
—Primero deberías
desear dejar de ser tan feo, perro —rio Sarangerel, tomándolo del hombro para
zarandearlo.
—¡Ya!, bueno,
me pregunto cómo será trincarse a alguien de la nobleza—murmuró, bebiendo del
pichel.
A lo lejos, en
las otras fogatas repartidas a lo largo del río, los mongoles poco a poco
soltaban los faroles para que estos se elevaran al cielo. La sonrisa de
Roselyne fue bastante visible cuando vio aquello; tres, cuatro… cinco lámparas
que subían a paso lento y rompían la negrura de la noche con su tenue brillo
naranja.
—Escucha,
Roselyne —Sarangerel acercó una vara de madera a la fogata—. Es una costumbre
de los Xin. Utilizamos los faroles para elevar nuestras plegarias y deseos al
Dios Tengri. Eres un guerrero mongol ahora, así que él también te oirá.
Acercó la vara a la vela del farol para encenderla, mientras más lámparas
escalaban por el cielo, en lo que se había convertido en una lenta y preciosa
danza que rompía la monotonía de la noche. Deseos, añoranzas, anhelos subiendo
y refulgiendo en la oscuridad de la noche tal estrellas portadoras de esperanzas.
Poco tiempo después, su farol reclamaba un lugar en los cielos, junto a
los cientos que ya poblaban la noche de Damasco.
—Sarangerel
—susurró ella, imposibilitada de despegar la mirada del farol que se hacía
lugar entre los demás—. ¿Has deseado algo? Es decir, ¿has deseado volver a
encontrarte con tu hijo, no es así?
—No —sereno, tomó de la mano a la mujer—.
Espero que encuentres un mejor motivo
para caminar tu sendero. Comprendo tu deseo de vengar a tu familia, aunque será
triste el día que consumas tu venganza y no tengas otro motivo para vivir.
“Como siempre,
a Sarangerel le gusta sonar bien pidiendo lo imposible”, pensó, apretando sus
dedos entre los de él. Desde que perdió a su familia solo había un objetivo en
su mente. Los sacrificios que había hecho, luchando contra sus propias
creencias arraigadas, marcados por un sendero de sufrimiento y soledad, era
algo que no lo podía aparcar de un día para otro; sus deseos de venganza le
habían dado la fuerza necesaria, pensaba, y desligarse de aquello no estaba en
sus planes.
No obstante,
motivada por la nobleza del guerrero, decidió probar un deseo más fácilmente
alcanzable.
—Sarangerel, yo
he deseado reclamar ese sable cuanto antes. No veo la hora en que me entrenes
con el sable.
—Interesante…—cabeceó
con una sonrisa forzada, volviendo a torturarse con los recuerdos de las risas
de sus pupilos.
—¿Pero habláis
en serio? —preguntó un borracho Odgerel—. ¿Tenemos una guerra en ciernes y esto
es con lo que salís, par de campesinos?
—¿Y qué es lo
que has deseado tú, perro?
El cielo era
único. Las estrellas fueron reemplazadas por miles de faroles que se elevaban a
paso lento. Odgerel era un caso especial; sabía que tarde o temprano se
encontraría con sus seres queridos, por lo que no tendría mucho sentido orar
por un deseo de esa índole a su Dios Tengri. Mejor disfrutar la vida, o lo que
le quedaba de ella, antes de que la guerra le robara para siempre los días de
goce. Era, para él, una obviedad tan clara que ni la borrachera se lo impedía
ver.
—He deseado
trincarme a la reina de Francia, por supuesto.
VII
—¡Funciona!
—se emocionó Celes en el momento en que Perla soltó el farol para que pudiera
elevarse sobre el Río Aqueronte. Junto con Curasán, había llegado a la fogata y
ayudó a la Querubín tanto a encender la vela como a sostenerlo, aunque la niña
quiso hacerlo todo sola.
—No está nada
mal, oye —Curasán observaba atentamente el farol—. ¿Y bien, enana? Daritai ha
dicho que al soltarlo debes pedir un deseo. ¿Qué has deseado?
—Que me
preguntes qué es lo que he deseado, eso he pedido… —los celos de la niña
estaban sacando su peor lado.
—Ajá… Se te
están pegando unas costumbres de Daritai que no me agradan lo más mínimo. ¿Te
estás olvidando de quién tiene que traerte aquí todos los días cargándote en su
espalda?
—Ya conozco el
camino, sé venir a pie —infló sus mofletes y miró para otro lado.
—¡Buena suerte
con eso, ja! —Curasán se alejó visiblemente enfadado.
Celes,
aprovechando que estaban solas, vio el momento adecuado para hablar con la
pequeña. Tenía un pedazo de tela doblado en las manos, de un blanco radiante.
Se acuclilló a su lado, plegando sus alas, observando que la túnica que llevaba
Perla, de una sola pieza y de diseño entubado, estaba sufriendo los rigores de
los entrenamientos.
—Perla, te he
traído un regalo.
—¿En serio?
—preguntó, mirándola fijamente, pues la palabra “regalo” robó su atención.
—Es una túnica
nueva para ti, la he hecho yo —sonrió, desplegándola sobre su regazo—. Es de
dos piezas, a diferencia de tu túnica. Esta es la camisa, de tiras largas para
que no molesten tus alas. Es bastante liviana y flexible. Esta otra pieza es
una falda —la desdobló frente a su atenta mirada—. Tiene un corte diagonal por
accidente… —rio—, pero la verdad es que me gusta cómo queda, así que lo arreglé
un poco y lo dejé así, te dará mucha movilidad.
Perla quedó
encantada desde el momento en que lo vio y lo palpó con sus manitas. Aquello
era bastante distinto a lo que acostumbraba a observar en Paraisópolis, desde
luego; fuera el diseño, el bordado o el contacto suave de la tela en su piel,
la pequeña inmediatamente se imaginó con ella puesta, en su pequeño mundo de
fantasías, en donde ahora, más que derrotar a un ángel corrupto, arrebataba las
miradas de toda la legión.
—Cuando
soltaste el farol, yo también he deseado algo… —Celes dibujó figuras informes
en la arena, luego miró de nuevo aquella lámpara en el aire—. Es difícil
explicarlo. Verás, siempre me han fascinado los lazos que forjan los humanos
entre ellos. A sí que, ¿cómo lo digo? —preguntó, jugando con sus dedos y
mordiéndose los labios—, he deseado tener una hermanita a quien cuidar.
—¿Una hermana?
—Aunque Perla manejaba el concepto y tenía vagas nociones acerca de la
hermandad, debido a las charlas con su maestro, no era algo con el que ni ella
ni nadie en la legión estuvieran muy familiarizados.
—Sí —Celes la
miró—, eso me haría muy feliz.
Perla suspiró,
mirando detenidamente el precioso bordado de su nueva túnica. Era pequeña pero
no tonta, sabía perfectamente que algo había entre ella y Curasán, aunque era
evidente que la pareja prefería dejarlo como un secreto, estaba segura que era
por miedo, pues como le había advertido su maestro, aquello no era natural ni
estaba visto con bueno ojos.
Decidió entonces
levantar la mirada para ver la lenta subida de su farol y revelarle a Celes un
pequeño secreto.
—Más vale que
eso del farol volador funcione, Celes, porque he deseado obtener ese sable
cuanto antes.
—¡Oye! Me
parece un deseo muy bonito. A Curasán le hubiera gustado oírlo…
—Bueno… quiero
obtener ese sable para que en la legión me vean como alguien fuerte —miró para
atrás, viendo a Curasán discutir airadamente con Daritai—. Pero por sobre todo
quiero hacerlo porque me gustaría proteger el camino por donde tú y Curasán
camináis.
—¿Proteger el camino
por donde Curasán y yo caminamos? —preguntó, sospechando en el fondo que tal
vez ella sabía de la relación secreta.
—Sí —Perla
abrazó su nueva túnica—, supongo que eso es lo que hacen los hermanos.
Un repentino
viento elevó con más fuerza al farol, que aguantaba estoicamente los embates y
seguía su subida. Desde Paraisópolis podía observarse cómo lo que parecía ser
una estrella de tonalidad naranja escalaba lentamente por el cielo negro;
algunos ángeles detuvieron sus actividades y conversaciones solo para
observarlo por un momento y preguntarse qué era aquello.
—Durandal,
eres todo un espectáculo aparte —dijo la Serafín Irisiel, en la azotea de una
casona de la gran ciudadela—. Me fascina tu manera de ver las cosas, en verdad
que sí.
—Solo te he
preguntado cuál es tu perspectiva acerca del asunto, Irisiel.
—Llámeme
ingenua o como gustes —se acomodó su coleta, mirando de reojo el lejano farol—.
Yo sí creo en la vuelta de los dioses y me niego a perderme en fantasías de
libertad. Además, tenemos a la Querubín, prueba irrefutable de que están vivos.
Gástate toda la perorata que quieras, Durandal, conmigo no va a funcionar.
—Esa niña
crece, Irisiel —hizo contacto visual con ella—. Me pregunto cómo será llamar
“Querubín” a alguien que pronto será tan grande como los demás ángeles.
—Se te ve un
brillo raro en los ojos —se acercó para acariciar la mejilla del Serafín. Eran
iguales, o al menos en algún momento lo fueron, luchando lado a lado, pero
ahora los senderos de ambos estaban visiblemente separados. Libertad uno,
lealtad a los dioses la otra—. Te diré algo, por si acaso —la Serafín extendió
sus seis alas y levantó vuelo—. Si le haces aunque sea solo un rasguño a la Querubín,
yo seré la primera en la línea de frente para darte caza.
—No pienso hacer
nada. Entiendo que muchos ángeles depositan sus esperanzas en ella, como tú, y
no planeo poner a nadie en mi contra por ello. Es por eso que resultará
interesante ver vuestros rostros cuando la niña crezca. Verás, si ella crece,
es más probable que entonces envejezca e inevitablemente muera. Estaré allí
para ver vuestra reacción cuando vuestra preciada Querubín y enviada por los
dioses se vaya de los Campos Elíseos sin haber dado ninguna respuesta acerca de
su procedencia.
—La Querubín
nos dirá algún día dónde están los dioses, ya verás que sí lo hará —sonrió,
señalando el farol que se elevaba—. ¿Ves ese puntito naranja que sube lentamente?
Es una lámpara china, la usan para desear cosas, seguro que es de ese ángel
mongol que vigila el Aqueronte.
—No me digas
que vas a desear algo, Irisiel.
—Ya lo he
hecho —le guiñó el ojo—, acabo de desear que los dioses vuelvan.
Preferentemente antes de que Destructo se levante contra los Campos Elíseos.
—Supongo que
se te puede llamar ingenua.
—Tú y tu deprimente
forma de ver las cosas.
El Serafín esperó
a que Irisiel se retirase para fijarse con detenimiento en aquella estrella
naranja y flotante. “Farol chino”, pensó. Le parecía una tontería confiarle un
deseo a algo tan primitivo, pero no podía negarse a ese lado ingenuo presente
en todos los ángeles, en ese lado noble que los hacía ver la luz aún en la
oscuridad más absoluta. Que les hacía ver un mínimo resquicio de esperanza allí
donde la angustia ha ganado terreno. Durandal tenía ese lado pese a ser un
ángel distinto, pues los dioses hacía rato dejaron de ser prioridad en su
corazón.
Extendió sus
seis alas y levantó vuelo.
—Deseo volver
a verte, Bellatrix —susurró, mirando fijamente aquella lejana lámpara.
Continuará
Portada: Wlop
Destructo: Te necesito para elevarme hasta aquí by ChVieri is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 4.0 Internacional License.
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