Segundo capítulo. Los emisarios mongoles aún debían atravesar un severo desierto para llegar a Damasco. Y en los albores de una nueva época, una rosa creció con demasiadas espinas.
I. 4 de junio
de 1260
El sol del
mediodía caldeaba un silencioso pueblo a orillas del río Damietta. A simple
vista, al-Akhmiyyin distaba del tamaño, la majestuosidad, nivel de comercio y
ajetreo de El Cairo, pero ofrecía alimentos y descanso para los viajeros
fatigados, lo que lo convertía en un auténtico oasis en medio de las severas
condiciones del desierto; un lugar en donde beber agua dulce se asemejaba a
recibir una bendición, y en donde probar de una jugosa fruta se convertía en
una experiencia valedora de miles de monedas de oro.
La reciente declaración
de guerra del Sultanato mameluco al Imperio mongol se había extendido
paulatinamente y las órdenes para los guardias estaban más que claras: ni los mongoles ni los cristianos eran
bienvenidos. Solo les depararía la muerte si osaban pisar las sagradas tierras
musulmanas.
—Tártaros,
cristianos y saqueadores —se quejó un guardia conforme cabalgaba lentamente por
una polvorienta calle—, me pregunto quiénes serán los siguientes.
—Como los
escorpiones, salen de hasta debajo de las rocas —respondió su compañero,
cabalgando a su lado—. Pero no les temo. Todos terminarán como esos tres emisarios
mongoles que fueron a El Cairo, sus horribles cabezas están colgando a lo alto
de las torres de Bab Zuweila.
—¿Entonces ya
lo oíste? Un mensaje muy claro para cualquiera que venga a desafiar al Sultán. He
oído que dos de esos mongoles lograron escapar, pero es bueno saber que los
capturaron y cortaron sus cabezas.
Una mujer
vestida con un desgastado hiyab grisáceo se interpuso en el camino de los
guardianes. Solo sus hermosos ojos atigrados destacaban de su rostro oculto por
el niqab. Ambos se detuvieron admirando las curvas que resaltaban tímidamente de
su túnica.
—¿Habéis dicho
que la cabeza de tres mongoles están colgadas a lo alto de las torres Bab
Zuweila?
—Te lo puedo
responder más tarde, en privado —sonrió uno—. Ahora apártate del camino, mujer.
—Has oído bien
—aclaró su compañero—. No temas, yo te protegeré en caso de una invasión
mongola.
—¿Y si invadiesen
ahora? —preguntó ella con cierto temor—, ¿cuántos guardias custodian este
pueblo?
—No los
suficientes. Desde que el Sultán Qutuz hiciera el llamado hace dos días, casi
la totalidad de los guerreros y esclavos fueron a la capital. No consideran al al-Akhmiyyin
como un punto importante, por lo que solo la estamos custodiando una decena.
—De todos
modos, mujer, dudo que invadan pronto. Apártate del camino.
Un anciano con
capucha y larga túnica desgastada que se arrastraba por el polvoriente suelo,
se acercó lentamente al grupo. Era jorobado y se ayudaba de un bastón para
apoyarse en su caminar. Por su voz quebrada parecía estar desesperado ante lo
que acababa de escuchar:
—¿He oído
bien? —las manos el anciano temblaban mientras se sujetaba del bastón—. ¿Solo
diez guardias en este lugar? ¿Qué pasa en la cabeza de nuestro honorable
Sultán?
—Oye, viejo,
estás en el camino también.
—No tiembles, anciano.
Esta cimitarra cortará unas cuantas cabezas de esos ojos rayados antes de que
pongan un pie en el pueblo.
—Así es, y
luego purificaremos sus espíritus con una meada sobre sus cadáveres —carcajeó
su compañero.
—Por el Dios
Teng… —tosió el anciano—. ¡Por Alá!, qué bueno oír eso.
—¿Pero cuándo
vais a salir del camino? Estamos de guardia, nos hacéis perder el tiempo.
El silbido de
la flecha surcando el aire fue fugaz; la saeta atravesó el casco de uno de los
guardianes, quien cayó desplomado de su montura, muerto inmediatamente. Las
pocas personas presentes en la calle huyeron despavoridas al ver el macabro y
silencioso asesinato; su compañero, en tanto, aún no había conseguido
reaccionar cuando el anciano, utilizando su bastón, golpeó su pecho para
desequilibrarlo. Por otro lado, la extraña mujer apuró el paso para darle una
fuerte palmada a la grupa del caballo y así enervarlo.
—¡Por el Dios
Tengri, repite lo que acabas de decir, parásito! —el anciano retiró su capucha
en el momento que el guardia caía al suelo y su animal se perdía velozmente en
las calles. El guerrero musulmán, preso del dolor y la confusión, le vio los
ojos rasgado al supuesto viejo y supo que había caído en una trampa.
—¡Mongol! —gritó,
revolcándose en el suelo, buscando su cimitarra.
—¡Tártaro! —La
muchacha, retirándose el velo, observó nerviosa a Odgerel—, ¿¡tenías que gritar!?
—¡Solo son
diez guardias, Roselyne! —el guerrero desenvainó su sable y rápidamente asestó
un tajo al cuello del enemigo. Sangre y gritos desparramándose por la arena; su
mirada feroz, de lobo salvaje, lo decía todo; aquello era su hogar natural—. ¡Hala!
Bueno… ahora solo quedan ocho.
—¡Perro
imprudente! —gritó alguien tras la columna de madera de un negocio, tensando un
arco—, ¿¡es que quieres atraerlos a todos!?
—¡Que vengan,
Sarangerel, mi sable ansía sangre!
—¡Pues el mío
no, jala-barbas!
—¡Dime,
Sarangerel! —tras secársela de la sangre, Odgerel enfundó su espada—, ¿has
escuchado la conversación?
—Una de esas
tres cabezas colgadas en El Cairo es la de nuestro comandante. —Sarangerel
salió de su escondite y tomó una manzana de un tablero de frutas para darle un
mordiscón—. Me pregunto de quiénes serán
las otras.
—Probablemente
usaron las cabezas de algunos prisioneros para tranquilizar a los egipcios —la
francesa se inclinó hacia el cuerpo del soldado musulmán para rebuscar algo
entre sus ropas—. Como sea, al contrario de lo que habéis supuesto, no hay
muchos guardias en la ciudad. Y además, nadie sospecha de que hay tártaros
escapándose, por lo que nadie saldrá a vuestra caza. Apuremos el paso hasta
Damasco sin miedo.
—Si no nos
buscan, no veo motivo para apresurarnos, Roselyne —Odgerel sonreía,
acariciándose el barbudo mentón—. Olvidémonos de aprovisionarnos. ¿Qué tal si
descansamos por aquí? Buscaré una habitación solo para nosotros dos.
—Consíguete
una puta, tártaro —respondió ella, entregándole las monedas que había
encontrado en el cadáver. Sarangerel, guardándose el arco en la espalda,
carcajeó al ver cuán rápido la francesa se había adaptado a la constante
insistencia de su camarada.
La huida hasta
Damasco llegaba a su tercer día y el miedo de ser perseguidos se había disipado
al alejarse del Nilo y el Damietta. Sus caballos respondían bien a las
condiciones del desierto, cabalgaban firmes y vigorosos, y el grupo se
encontraba mejor aprovisionado que nunca. Aunque, al contrario que en otras
ocasiones, Odgerel parecía estar más callado que de costumbre. El silencio era
un lujo con el que Sarangerel no contaba a menudo, por lo que, quitándose el
casco, aprovechó que el clima desértico se mostrara plácido y se dedicó a disfrutar
de la tímida y cálida brisa del desierto que mecían las largas trenzas de su
cabellera.
No obstante,
fue Roselyne quien empezó a preocuparse.
—Guerrero
tártaro, me odio al tener que decir esto, pero mis oídos zumban por el
silencio. ¿Se puede saber a qué se debe que estés callado?
—Escúchame, Sarangerel
—Odgerel no hizo caso a la mujer y paró la lenta cabalgata—. Cuando lleguemos a
Damasco, y sepan que nuestro comandante ha muerto, es probable que te ofrezcan
el comando a ti.
Sarangerel
detuvo su cabalgar. El comando representaba uno de los más altos honores que podría
recibir un guerrero del Imperio mongol. Aquello lo haría liderar su propio
ejército de cien guerreros, o incluso mil como el caso específico de su
asesinado comandante. Aceptarlo implicaba responsabilidades que entraban en
conflicto con sus deseos: en plena guerra, no obtendría el retiro que buscaba
ni mucho menos el ansiado reencuentro con su hijo desde que partiera para
conquistar el Califato abasí y el Sultanato mameluco.
Tras un tendido
silencio en donde no hubo gestos de parte de ninguno, Sarangerel volvió a retomar
su camino, rumbo a Damasco, ante la atenta mirada de su compañero.
—Será un honor
aceptar el comando del Gran Kan, Odgerel. Prosigamos.
—¿¡Podrías no
disimular conmigo, amigo!? Tú no quieres volver a Damasco para aceptar el comando.
Tú quieres volver a casa, a Suurin.
“Es allí donde
está su hijo”, pensó rápidamente la mujer, quien se interesó inmediatamente en
la conversación.
—Mi mente
siempre está en Suurin —giró levemente su cabeza para sonreírle—, en cada paso
que doy, Odgerel.
—Escúchame,
Sarangerel. Permíteme volver a Damasco por mi cuenta. Diré que el comandante y
tú habéis caído, que vuestras cabezas cuelgan en las altas torres de El Cairo.
—¿Qué pasa,
perro? ¿Es que tú quieres asumir el comando?
—No me vendría
mal, al frente otra vez, a ver si de una buena vez consigo morir con dignidad.
Y tú, amigo, podrás ir a Suurin junto a tu hijo.
“Es una idea astuta
para venir de un hombre que suele pensar con el nabo”, pensó Roselyne. Ella,
más que nadie, comprendía el valor de los lazos forjados de una familia. No en
vano estaba cruzando el desierto con su hermano presente en sus pensamientos.
“Y ese otro tártaro me recuerda a mí; yo también tengo a alguien en mis pensamientos.
Es tal como lo dice él, lo tengo presente en cada paso que doy”, recordó.
—Aprecio tu
preocupación, Odgerel. Pero voy a Damasco, lo tengo decidido desde el momento
que derribaron a nuestro comandante.
—¿Acaso no
habías dicho que tu hijo era lo más importante en tu vida? —Odgerel desenvainó
su sable y tensó las riendas de su caballo—. Tal vez con un brazo roto o una
pierna cercenada las cosas te queden más claras, amigo.
La francesa
abrió los ojos cuanto pudo al ver aquello, por lo que decidió intervenir. Eran solo
tres personas en pleno territorio enemigo; se necesitaban mutuamente para
sobrevivir, que estallara un conflicto en el grupo derrumbaba cualquier
esperanza de supervivencia.
—¿Has perdido
la cordura, tártaro? ¡Baja la espada, no hay necesidad de pelear el uno contra
el otro!
—¡Estoy lo
suficientemente lúcido, Roselyne! —Odgerel mordía cada palabra—. No le darán el
comandado del Kan a un desmembrado, no les quedará otra que devolverlo a casa.
Le he hecho una promesa, que haría lo posible para que se reuniera con su hijo.
¡Pienso cumplirla!
La tensión en
el aire era insoportable. Una sensación desagradable revolvió el estómago de la
francesa, quien recordó momentos ingratos vividos en sus tierras. Impotencia,
debilidad, ser una mera espectadora del espectáculo cruento de la muerte asomándose.
Apretó los dientes y amagó agarrar el mango de su espada para impedir una lucha.
—Pues yo tengo
un amigo —respondió Sarangerel, sereno como siempre, retomando su lenta
cabalgata—, que me ha enseñado que no habrá paraíso para los hombres sin honor.
El Dios Tengri no me dejará vivir con dignidad si huyo de mis camaradas y del imperio
al que me debo. No habrá hijo si renuncio a quien soy, Odgerel.
—¿“Un amigo”?
¡Jo! ¡Eso me suena, cabrón! —Odgerel sonrió. Era la primera vez que su compañero
de batallas hacía mención de sus palabras—. Supongo que así están las cosas,
Sarangerel.
—Pues no te
entiendo, tártaro —la mujer suspiró de tranquilidad—. ¿No deseabas volver a ver
a tu hijo? Fingir tu muerte para volver a tu valle es un buen plan.
—¡Deseo volver
a verlo, mujer, cada día, cada noche! Pero también quiero que mi hijo me vea
con orgullo al ver que le he rendido honor a nuestro imperio, estoy seguro de
que tú también comprendes eso, Roselyne.
—¿Por qué
habría de comprenderlo? Nunca me sentí ligada a tierra alguna. Reinos, imperios, el deber y el honor.
Nada de eso tiene significado para mí. Solo te arrastrarán por un centenar de batallas y cortarán los lazos que te unen a tu familia,
tártaro.
—Entonces
procuraré sobrevivir ese centenar de batallas.
Roselyne observaba
atentamente cada gesto del mongol. Había algo en él que hacía que lo quisiera escudriñar
por largo rato. Cada movimiento, cada palabra, cada acto de aquel guerrero lo
hacía cuidadosamente pensando en los lazos que lo unían con su hijo. “Más allá
de sus ridículas motivaciones, en el fondo es un buen hombre”, concluyó.
—¿Sobrevivir un
centenar de batallas? Eso suena admirable pero no es realista, tártaro.
—¡Ja, esa
forma de pensar es lo que nos hace invencibles, mujer! —carcajeó Odgerel, quien
parecía haber recuperado el brío. Con una sonrisa como no había esbozado en
días, guardó su sable y señaló el horizonte—. ¡Apuremos el paso! ¡A Damasco
hasta las últimas consecuencias!
II
—¿Podrías apurar el paso, enana?
Cargando dificultosamente unos cuantos libros,
la pequeña Perla avanzaba junto con Curasán por las calles de Paraisópolis, el extenso
poblado de los Campos Elíseos. Varios ángeles, sentados sobre las azoteas de
las incontables casonas agolpadas alrededor del camino empedrado, dedicaban un
par de segundos para observar curiosos a la Querubín, quien parecía estar
sumida en sus pensamientos.
—Perla, ¿me estás escuchando?
Habían pasado cinco años desde su llegada, y
la pequeña ya no era tan pequeña, sino que estaba acusando un crecimiento
inusitado para los ángeles. “Los ángeles no crecen”, decían algunos entre
murmullos, observándola cuando caminaba por las calles, siempre en compañía de
su particular guardián. “Pero en el caso de Perla, va siendo hora de que le busquen
una túnica más grande…”.
—Enana, despierta —Curasán sospechaba en qué
andaba metida su protegida. Pero había responsabilidades que ella debía cumplir
antes que fantasear en batallas contra dragones y ángeles perversos—. Oye, ¿en qué estás pensando?
—Esto… —se despertó del trance, tratando de
mantener el equilibrio pues los libros eran varios—. ¡E-en tonterías, nada más!
Durante los cinco años en los que creció en el
seno de la legión, Perla había mostrado un interés inusitado por la profecía de
Destructo, el ángel destructor que se levantaría contra los Campos Elíseos y
desataría el apocalipsis sobre la humanidad. Aquella profecía era la razón por
la que día a día los ángeles entrenaban arduamente, comandados por los tres
Serafines, con la esperanza de hacerle frente. Tal como Lucifer había desafiado
a los dioses hacía milenios, todos creían que tarde o temprano, Destructo
llegaría para sembrar el caos.
—Ajá… ¿tienes un examen de historia humana
dentro de un rato pero prefieres ponerte a imaginar que vas de heroína salvando
a todo el mundo, no?
—N-no, claro que no… —mintió, mirando para
otro lado. Lo cierto es que había dado en el clavo, pero aunque Perla le tenía
estima a su guardián y por lo general se mostraba sincera, no estaba dispuesta
a verlo enfadado con ella.
—A ver qué cara te pone el Trono cuando se
entere de que no has hecho los deberes. Mis alas están en juego si fallas,
¿sabes? ¿Podrías, por favor, concentrarte un rato?
—¡Hmm! Bueno…
El silencio cayó sobre la caminata del
peculiar dúo, momento aprovechado por la pequeña para armarse de valor.
“¿Debería decírselo ahora?”, pensó, apoyando su mentón sobre la pila de libros, mirando
a su ángel guardián con detenimiento.
“¿O tal vez luego del examen? Es que… tengo que decírselo… Ya está cabreado,
y encima no he hecho los deberes… Me va a decir que no, pero… entrenar suena
tan emocionante”, concluyó, tragando saliva.
—¿Puedo decir algo, Curasán?
—¿Habrá diferencia si digo que no?
—Estaba pensando que tal vez deberíamos
asistir a una de las clases de entrenamiento de algún Serafín. Así, el día que
venga Destructo, nosotros dos también estaremos preparados…
Su guardián la miró seriamente; estaba
acostumbrado al tema preferido de la Querubín, pero era la primera vez que la
niña mostraba un interés en mover cartas en el asunto. Ahora deseaba entrenar y
dejar a un lado sus fantasías en donde derrotaba al ángel enemigo en medio de
una horda de dragones. Pero era imposible que uno de los tres Serafines
aceptara entrenarla, pensaba él, no solo por tratarse de una niña sino porque ella
era la Querubín, el ser más importante de los Campos Elíseos, la enviada por
los dioses. Arriesgarse a que se lesionara sería inaceptable.
—Te vas a lastimar, Perla —sentenció—. Me lincharán
si te algo te sucediera. Y, oye, yo tampoco podría vivir conmigo mismo si
resultases herida. Los entrenamientos no son precisamente un paseo sobre el
bosque.
—Pues para eso estás tú, señor guardián.
Cu-ra-sán —mordió dulcemente cada sílaba, acercándose a él. Ella también
conocía bastante a su ángel protector, y desde luego sabía perfectamente sus
puntos débiles—, ¿qué me dices? Me gustaría ver los entrenamientos de tiro de
Irisiel, ¿me puedes llevar?
—¿Irisiel? —miró de reojo su ala izquierda, a
la que le faltaban unas cuantas plumas—. No creo que sea sano para nuestra
salud física y mental ir a las clases de Irisiel.
—Bueno… Celes me dijo que el Serafín Rigel
suele ir hacia la gran fuente de agua a estas horas, antes de ir a las islas
para entrenar a sus estudiantes. ¿Quieres ir un rato a verle?
“¿Celes?”, se preguntó el guardián. Levantó la
mirada, observando el lento paso de las nubes a través del cielo. Él arrastraba
sus propios problemas en su día a día, cuestiones y aprietos peculiares que lo
tenían en ascuas y entraban en conflicto con la imagen que se esperaba de él.
Curasán ni creía en la profecía de Destructo ni le gustaban los entrenamientos
y, sobre todo, sentía un deseo irrefrenable por su compañera Celes. El romance
que ambos vivían intensamente era un secreto, pues los sentimientos que tenían
el uno por el otro eran innaturales en los ángeles. Vivir ocultando aquello
durante cinco años lo tenía preguntándose constantemente si debía continuar o
no el idilio.
Después de todo, era el guardián de la
Querubín, debería ser un ángel ejemplar. Por más que él mismo supiera que la
imagen de ángel responsable y virtuoso era completamente falsa, era lo que se esperaba
de él.
—Curasán, ahora tú eres el que está soñando
despierto…
—¿Eh? N-no, claro que no —meneó la cabeza—. Mira, Perla,
puedes poner todas las vocecitas que te gusten, la realidad es que ni siquiera
eres capaz de llevar un arco o una espada. No pienses que haré como el Trono y
te consentiré todo lo que desees, ¿queda claro?
“No me
queda otra”, pensó la pequeña. “Perdón, Curasán…”.
—Antes
que pensar en entrenar deberías aprender a volar, es lo mínimo. O tal vez
podrías, no sé, preocuparte por el examen que tienes dentro de un rato. No desperdicies
toda la noche en vela que pasamos ayer… Oye… ¿Perla?
Cuando bajó la vista, solo vio un montón de
libros esparcidos sobre la calle, y un par de pequeñas plumas revoloteando
sobre ellos…
Por los pasillos del sagrado Templo de los
Campos Elíseos se percibía un movimiento inusual. Una decena de ángeles
avanzaba por los pomposos pasajes, guiados por el Serafín Durandal, rumbo a los
aposentos de Nelchael, Trono y líder de la legión de ángeles.
La mirada del Serafín era intensa. Aquel ángel
de un envidiable aspecto atlético era considerado por todos como el espadachín
más habilidoso, además de ser reconocido por su personalidad fría y calculadora
que lo destacaba del resto de ángeles. Su espada cruciforme, enfundada en el
cinturón, poseía un elegante diseño de alas en los gavilanes, forjados en oro.
Eran horas muy tempranas y el propio Cygnis,
consejero del Trono, se sorprendió al verlo mientras este recién llegaba al
lugar.
—¡Durandal! —gritó, apurando el paso para
alcanzarlo—, ¿a qué se debe esta interrupción? No recuerdo haberte organizado
una reunión con nuestro líder.
—No te interpongas, Cygnis —respondió el
Serafín, sin detener su avance en lo más mínimo.
—¡Cuánta insolencia! ¡Típico de los Serafines!
El Trono es un ángel muy ocupado, ¿no lo sabes? ¡Claro que lo sabes! Además,
hoy es un día importante…
—Entonces estamos de acuerdo, Cygnis. Hoy es
un día especial.
Abrió las puertas de los aposentos del Trono
de par en par, ante la mirada atónita de Cygnis, quien simplemente no daba
crédito ante la falta de respeto mostrada por parte de un ángel de tanto nivel
como el Serafín. Durandal sacudió sus seis alas y vació los pulmones.
En el fondo del cuarto, el viejo Nelchael
observaba el poblado de Paraisópolis desde su gigantesco ventanal. Parecía que
ni la reciente interrupción lo quitaba de sus adentros.
—¡Nelchael! —el Serafín avanzó por el cuarto,
conforme los demás ángeles, Cygnis incluido, se arrodillaban al estar en
presencia de su Trono y líder—. ¡Cinco años! ¡Ya han pasado los cinco años que me
prometiste!
—¡Perdóneme, mi señor! —se excusó Cygnis, sin
atreverse a levantar la mirada—, pero me fue imposible detenerlo.
—Durandal —el Trono prefería observar la
infinidad de casonas agolpadas en el horizonte. Mirar a uno de sus ángeles más
queridos a los ojos era algo que en ese instante no podía. Sabía perfectamente
a qué se refería con los “cinco años”, y la respuesta que le tenía preparada no
iba a agradarle—. Hace tiempo que no te veía.
Durandal desenvainó su espada y la clavó
violentamente en el suelo. Acto seguido se sentó sobre una rodilla, mordiéndose
los dientes, agarrando la empuñadura de su espada. Después de todo, el Trono
era su líder y le debía respeto.
—¡Nelchael, hoy se cumplen cinco años desde
que llegara esa niña, esa supuesta enviada por los dioses, y no hemos obtenido
respuesta de ninguna clase!
—¿Te refieres a Perla? Es verdad. Me haces
recordar que debo tomarle un examen.
—¡Déjate de necedades! —el Serafín apretó con
fuerza el mango de su espada—. ¿¡Cuánto tiempo más vamos a continuar con esta
farsa!? ¿¡Cuánto más hasta que os despertéis y observéis la cruda realidad!?
¡Los dioses están muertos, Nelchael, no hemos sabido nada de ellos ni lo
sabremos! ¡Esa niña no sabe absolutamente nada, ni siquiera recuerda cómo llegó
aquí! Me prometiste cinco años y que
encontrarías la respuesta en esa Querubín. ¿Y bien? ¿Dónde están Andrómeda,
Artemisa, Apolo, Zeus? ¿Lo sabes, Nelchael?
—¡Por el amor de todos esos dioses! —Cygnis, inmóvil
en su posición, empuñó sus manos temblorosas—. ¡Tranquilízate, Serafín! ¡Todos
estamos afligidos por la ausencia de nuestros creadores! ¡No culpes de ello al
Trono ni a la Querubín!
—¡Respóndeme, Nelchael! Si los dioses están
muertos, ¿¡por qué insistes en tenernos a todos encadenados aquí en los Campos
Elíseos tal perros guardianes de los humanos!? ¿¡Viviremos encerrados aquí por
la eternidad!? ¿¡Ese es tu magnífico plan!?
—¿Y qué es lo que propones, Durandal? Me
interesa averiguarlo —preguntó el Trono, girándose para verlo. ¿Acaso había un
mejor plan que no fuera esperar el regreso de los dioses? ¿Proponer que ahora
eran seres libres no sería admitir implícitamente que sus hacedores estaban
muertos o desaparecidos? ¿La libertad de la legión de ángeles no desataría la
anarquía en los Campos Elíseos, y con ella, un nuevo Lucifer, el temido
Destructo que asaltaba en los sueños del Trono?—. ¡Si vamos al reino de los
humanos sin intervención de los dioses, sembraremos caos! ¡Entre ellos y entre
nosotros!
—¿¡Qué ha hecho tu preciada humanidad por
nosotros para que le rindas ese respeto!? ¡Al diablo los humanos, al diablo los
dioses! —Durandal se tomó el pecho, hundiendo sus dedos. Sus estudiantes
estaban preocupados, nunca lo habían visto en esas condiciones—. ¡Ya no somos
los peones de nadie!, ¿¡por qué seguir cargando esta ridícula misión de
entrenar para proteger a esa humanidad!? ¡En el reino de los humanos, seremos
los nuevos dioses, Nelchael!
—¿Acaso te crees un dios, Durandal? ¿¡Quién es
el que ahora dice necedades!? No tengo un plan perfecto, pero me ha servido
para sobrevivir hasta el momento. La llegada de esa Querubín me dice que tal
vez aún hay esperanza de que los dioses vuelvan. Yo, y toda mi legión,
seguiremos esperando aquí. Te agrade o no, eres parte de esto.
—¿Me lo dices en serio, Nelchael? ¿Aún crees
en ella? ¡Esa niña es una broma andante!, solo ha traído falsas esperanzas —quitó
su espada del suelo, encendiendo las alarmas de todos los ángeles en el salón—.
La Querubín representa ese lado ingenuo que tenéis vosotros esperando que los
dioses vuelvan, ese lado patético del que hay que desprenderse.
—¡Suficiente, Serafín! —gritó Cygnis, golpeando
el suelo de mármol—. ¿¡Acaso te estás escuchando!?
Durandal se levantó y comenzó a retirarse. Tal
como temía, encontró decepción en su breve reunión: más allá de sus deseos de
ver a los ángeles libres, en el fondo esperaba hacerlo en compañía de Nelchael.
Era un amigo, aunque sus convicciones chocaran contra sí; ambos, a su manera,
buscaban el bien de la legión. Era un sendero en el que, sentía y deseaba,
debían caminar juntos.
—Yo que tú desistiría de esos ideales,
Durandal —insistió el
viejo Trono—. La libertad que sueñas traerá anarquía, la misma que
acabó con los tres arcángeles, la misma que acercará la llegada de Destructo.
Lo mío será toda la dictadura que quieras, pero el orden y nuestra sociedad
estarán a salvo. Nada es perfecto, ni aquí ni a donde vayas.
—Tienes razón —se detuvo aunque no se atrevió a mirarlo—. Pero
tus designios hace tiempo que carecen de significado para mí. A veces me
pregunto, Nelchael, por qué los sigo.
Sin esperar réplica alguna, Durandal se retiró
de los aposentos mientras, poco a poco, sus estudiantes se reponían para
seguirlo. El ambiente empeoró a pasos agigantados en el cuarto; el viejo
Nelchael prácticamente había sido testigo del nacimiento de una posible
rebelión en los Campos Elíseos, algo que no había sucedido desde que Lucifer se
rebelara contra los dioses en los inicios de los tiempos. El mayor miedo del
líder estaba asomando lentamente, pero haría lo posible por mantener el orden
en su preciada legión.
—¡Por los dioses! —Cygnis se repuso—. ¿Va a
dejarlo irse tras lo que acaba de decir, mi señor?
—¿Detenerlo y convertirlo en mártir, desatando
una rebelión? —se frotó la frente—. Escucha, Cygnis, ordena al Principado para
que lo vigile. También ordena un guardián más para la Querubín, aunque no
menciones nada de lo que aquí ha sucedido. Lo último que necesito es
desestabilizar a la legión con sospechas de una rebelión.
—Se hará, mi señor.
—Por cierto, Perla ya debería estar aquí para
tomar su examen —el viejo Trono se giró de nuevo para mirar por el ventanal—. ¿Tienes
idea de dónde está?
La única respuesta que halló por parte de su
consejero fue un encogimiento de hombros. ¿Cómo iba a saber él que la pequeña
Perla quería ser entrenada y que para ello había ido en busca del tercer
Serafín? Una inocente decisión que tendría sus consecuencias para todos los
habitantes de los Campos Elíseos.
El Serafín Rigel destacaba no solo por sus
seis alas o su rostro de facciones gruesas, sino por su imponente contextura
física, poco disimulada por su túnica angelical. El considerado por todos como
el ser más fuerte de los Campos Elíseos, se encontraba sentado como todos los
amaneceres en un banquillo frente a la gran fuente de agua, una pomposa
estructura de mármol y madera, adornada con figuras pedregosas de ángeles. Con
los ojos cerrados y oyendo el sesear del agua, no había quien le quitara de sus
adentros.
Hasta que oyó un gruñido peculiar…
Levantó la mirada y esbozó una ligera sonrisa
al ver a la Querubín frente a él. La pequeña estaba parada sobre la estructura
de la fuente, más precisamente sobre un ángel de mármol que tensaba un arco
hacia el cielo. Ella lo miraba desafiante, con los brazos cruzados. Lejos de su
guardián, Perla se transformaba en una auténtica fiera que utilizaba
indiscriminadamente su título de Querubín para obtener lo que deseaba.
Pero, aunque intentara generar temor o respeto,
al Serafín solo le causaba gracia y ternura a partes iguales. “Será todo el ser
superior de la angelología que quiera”, pensó, “pero también es una niña”.
—¡Pequeña Perla! —se rio el Serafín, de voz
gruesa y fuerte, levantándose para acercarse y sacudir la cabellera de la Querubín—.
¡Es un honor verte por aquí!
—¡Rigel!—respondió, agarrando su mano con
fuerza—. ¡Entréname para ser fuerte como tú, te lo ordeno!
Varios ángeles que estaban de paso habían
escuchado la peculiar petición y las risas generalizadas fueron inevitables,
aunque nada cambiaría la expresión seria de la niña. Perla era probablemente la
única que a esas alturas se tomaba en serio su posición de “Ser superior del
linaje angelical”. Pero tras cinco años, a los ojos de los demás, se había
convertido no solo en una enviada de los dioses, sino en una niña algo
caprichosa a quien debían prestar atención para que no terminara lastimándose.
—¿Me lo dices en serio? Oye… Perla, eres muy
pequeña para entrenar.
—¿A quién llamas “pequeña”? ¿Te parece esto
una forma de responder una orden de tu superior?... ¡Ah! ¿¡Qué haces, Rigel!?
El enorme Serafín la tomó de la cintura para
levantarla y hacerla sentar sobre sus hombros. Enrojecida y avergonzada como
estaba, la niña no encontraban lugar donde posar la mirada, o en la decena de
ángeles que reía a su alrededor o en el lejano suelo que parecía marearle.
Extendió sus pequeñas alas sin poder controlarlas bien.
—¡Perla! ¿Ya sabes volar o aún te dan miedo
las alturas?
—¡N-no es asunto tuyo!
—Me acuerdo de cuando recién habías llegado y
siempre querías estar a mi lado. ¿Por qué te avergüenzas ahora?
—¡Rigel! ¡Quiero bajar!
—¿En serio? ¡Pero si antes no te querías
apartar de mí porque decías que yo era el más grande y fuerte! Y tenías un
apodo para mí… ¿Cuál era?
—¡Ya lo olvidé!
—Pequeña mentirosa. ¿Quieres bajar?
—¡Te he dicho que… ! —la volvió a bajar al
suelo entre el torpe batir de sus pequeñas alas—. ¡Ah, con cuidado!
—Deberías volver junto a tu guardián, pequeña
Perla —la tomó de la
barbilla—. Las islas donde entrenamos no es el lugar más
adecuado para la Querubín más bonita de los Campos Elíseos.
—Como si hubiera otra —se apartó de sus
manos—. ¿Entonces no me vas a entrenar?
—El Trono me colgará del cuello si algo te
sucediera. Ahora, dame un beso antes de que me vaya. Aquí, en mi mejilla, para
la suerte.
—¡No te daré nada, Rigel! ¡Me voy!
Entonces él lo vio. Un chispear en esos ojitos
verdes, una extraña fiereza en su mirada aniñada que le hizo estremecer. Tal
vez fue su voluntad lo que se transmitió, o tal vez fue una señal de alguno de
los dioses, después de todo la Querubín era el ser más cercano a ellos. Aunque
entrenarla estaba descartado, el Serafín pensó que tal vez podría darle algo
útil; Rigel siempre había sentido un cariño especial por la niña pues había
revitalizado a los Campos Elíseos con su llegada, a él sobre todo.
La tomó del hombro antes de que se girara, y
apartándole un mechón en la frente, le habló con un tono serio lejos de aquel
bromista con el que acostumbraba dirigirse a ella:
—Es gracioso, pero en tus ojos infantiles veo
decisión, algo que falta a veces en muchos ángeles.
—¿Ah?
—Dime, ¿por quién peleas, Querubín?
—¿Qué?
—Escúchame, pequeña Perla, la clave para el
éxito durante un combate es la motivación —la niña no daba crédito al cambio de
actitud del Serafín. Salvo su ángel guardián, sus deseos, anhelos y miedos eran
tratados con risas entre los demás ángeles, pero por fin alguien más la estaba
tomando en serio, por fin alguien había dejado de verla como a una niña. Tragó
saliva y escuchó atentamente—. Imagina el peor escenario que puedas encontrar.
—Destructo —se mordió el labio inferior y
empuñó sus manitas—, esto, Destructo, rodeado de dra-dragones —completó,
recordando su peculiar fantasía.
—¿Destructo? Perfecto. Cuando te concentras en
aquello que quieres proteger, desaparecerán los gruñidos, el fuego y los
dragones a tu alrededor, y podrás dar un golpe certero que podría darte la
victoria. Te convertirás en un ángel tan fuerte como yo si encuentras la
motivación adecuada, si la tienes presente en cada paso o aleteo que das. Pero
yo que tú no perseguiría fuerza bruta, Querubín, sino una respuesta adecuada. Por
eso, ¿por quién peleas?
—En cada paso que doy —susurró para sí, con la
mirada perdida. Luego la fijó en los ojos del enorme Serafín—. Rigel, ¿y así
podré hacer grietas como cuando tú golpeas el suelo?
—¿Todo esto solo porque quieres hacer grietas
o qué? Te he dado un consejo sincero, pequeña, más no me exijas. ¿Vas a darme
ese beso? ¿O es que quieres destrozarme el corazón?
—¡Puf! Señor Serafín, ¿es necesario este
chantaje?—infló sus mofletes. Pero al menos había obtenido algo de Rigel, mucho
más de lo que habría soñado. Aunque el rostro molesto de la niña no lo
aparentara, en el fondo sentía que había avanzado un paso importante—. En fin, supongo
que puedo darte un beso. Estarás orgulloso de recibir tal honor… —masculló
sonrojada, arrancando una pequeña carcajada en el Serafín. Y empuñando sus
manitas, se acercó para darle un beso en la mejilla, susurrándole el apodo que
con cariño le había puesto tiempo atrás—. Muchas gracias… “Titán”.
III. 5 de
junio de 1260
La imponente luna
resplandecía en el cielo nocturno. Las infinitas dunas y la gruesa arena del
desierto habían quedado atrás; la tierra dura, los altos árboles, el viento
fresco y el agua empezaban a ser una constante en el viaje, propiciando mejores
condiciones para el descanso.
Sarangerel se
encontraba sentado bajo la copa de un grueso árbol, a orillas de un lago por donde
se deformaba la luz intensa de la luna. Aparentemente fue el único de los tres que
no podía conciliar el sueño, por lo que se tomó un tiempo para disfrutar de la
brisa húmeda. El guerrero juraría que podía sentir las manos de su pequeño hijo
jugando con sus largas trenzas al son del viento; cerraba los ojos y estaba en
su hogar; casi sintiendo en la yema de los dedos ese rocío que bañaba la hierba
de Suurin. “Pronto estaré allí”, pensó, “te lo prometo”.
—No me cansaré
de agradecer la comida y la protección que me habéis dado —interrumpió la
francesa, quien quitándose sus botas, se acercó para meter los pies al agua—.
¡Uf! ¡Frío!
—Con cuidado
—Sarangerel sonrió—. Los cristianos son nuestros aliados, y los francos en
especial nos han ayudado a conquistar
Alepo y Damasco. Solo hacemos lo que debemos hacer.
—Aún así…
—Llegaremos a
Damasco al atardecer de mañana. Deberías tomar la primera caravana cristiana
que veas.
—Claro —dijo
levantando su desgastada túnica para entrar un poco más al agua—. ¿Y dónde me
quedaré mientras espero? No conozco a nadie más que a ustedes dos.
—No quiero
sonar como Odgerel, pero te ofrezco mi tienda mientras dure tu estadía, mujer.
—¡Ja! Suenas
como todo un caballero. Tu amigo lo diría con sorna y tocándose la entrepierna.
Gracias por ofrecérmela, tártaro, suena más cómodo que dormir en las calles. ¿Pero
dónde dormirás tú mientras tanto?
—Me gusta el
sonido del agua, por lo que probablemente vaya a pasar las noches a orillas del
río Barada, que cruza en medio de Damasco. Muchos mongoles pasan la noche allí
cantando y tocando instrumentos alrededor de fogatas. Estar allí es como estar
en Mongolia, casi al lado de mi hijo.
—Mongolia. Pensaba
que al salir de mi reino encontraría cosas diferentes a las que he vivido, pero
me he topado con lo mismo: batallas y guerreros con motivaciones ridículas que
no traen sino muerte. Pero tú eres especial. Siempre tienes presente a tu hijo
en todo lo que haces, creo que es lo que te da la fortaleza que admiro —Se
apartó un mechón de su pelo y miró al hombre que atentamente la escuchaba—. Guerrero
tártaro, he estado pensando, mientras dure mi estadía en Damasco, que tal vez
pudiera hacer de tu escudera. Para aligerarte la carga.
—¿Mi escudera?
—Sí. Alguien
que lleve tu escudo y espada —sus pies jugaban tímidamente con el agua—. ¿No
tenéis escuderos en vuestra legión?, alguien que te cargue las armas y las
mantenga limpias. Además, esos revestimientos de acero sobre el pecho de tu armadura
deberían brillar también. Si vas a comandar un ejército como tu amigo ha dicho,
necesitarás que tanto armas como armaduras resplandezcan.
—Pensaba en
pedir algún novato —se levantó para desperezarse, comprobando con la mirada que
su armadura ligera necesitaba de varias pasadas de trapos engrasados para que
los revestimientos de acero volvieran a resplandecer como antaño, como cuando
se despidió de su hijo. Sus armas, apiladas a un costado del árbol,
probablemente también necesitaban limpieza—. ¿Este repentino ofrecimiento tiene
algún motivo?
—Tártaro —se
acercó hacia dónde él la observaba con extrañeza, siempre en el agua. Estaba
nerviosa, ahora se la notaba insegura pues le costaba sostener esa mirada antes
atigrada—. Por favor, déjame seguir a tu lado y entréname para ser fuerte como
tú.
Tal vez en
otra ocasión se hubiera reído de la peculiar petición, pero notó algo en los
ojos de aquella francesa cuando le rogó aquello. Un algo que le costaba
describir. Como un destello fugaz de ferocidad, de un fogoso deseo bullendo;
había una firme decisión en esa mirada; hacía tiempo que no había visto unos
ojos que cobijaran tanto valor y decisión, que casi lo convencieran en un
chispazo.
No obstante,
las costumbres del guerrero estaban muy arraigadas.
—En Mongolia
admiramos a las mujeres fuertes —entró al agua para tomarla de la muñeca. El
brillo de la luna se desparramaba por el lago; la mujer se asustó, mas
Sarangerel sonreía—, pero ustedes no están hechas para los sablazos. He visto
cómo agarras esa espada de tu hermano, lo haces mal y te cuesta sostenerla en
alto.
—¡Pues
enséñame a sostenerla! —apartó su muñeca.
—¿Por qué
querría una mujer entrenar? —volvió a tomarla, mostrándole ferocidad y una
curiosidad inusitada; Roselyne se estaba revelando contra varias de las
costumbres que él conocía. “Esta mujer”, pensó, volviendo a comprobar la
ferocidad en sus ojos. “Me recuerda a alguien”.
—¡Porque
necesito aprender a proteger! Porque estoy harta de ser espectadora, porque no
hay día que tenga remordimientos por ser débil.
Y esa mano
fuerte del guerrero tomándola, trayéndola contra su cuerpo... era un salvajismo
distinto el que ahora sentía Roselyne sobre ella. Algo avasallante que le hizo
erizar la piel en el momento que se escrutaron las miradas. Si bien ella
también tenía arraigadas sus creencias y costumbres que le hacían aflorar una
sensación de culpabilidad ante los sentimientos de deseo carnal, deseaba seguir
tocando al guerrero.
—¡Necia!
—masculló Sarangerel, trayéndola más contra sí—. Deberías buscar a un hombre
que haga ese trabajo por ti.
—Guerrero
tártaro —puso su mano en su pecho y lo apartó, comprobando la firmeza y
suspirando—, ¿tienes deseo de luchar? ¿O es que acaso ansías algo más?
La religión de
la muchacha hacía mella en su conciencia; el sexo extramatrimonial era tabú
aunque debía hacer sacrificios en pos de obtener lo que deseaba para cumplir
con sus objetivos. Aunque ese “sacrificio” parecía agradarle en demasía;
admiraba a Sarangerel más de lo que hubiera creído, en esa noche lo deseaba
como a ningún hombre en su vida.
Roselyne se
alejó del mongol con una sonrisa, y para desconcierto del guerrero, tomó de su túnica
para quitársela ante su atenta mirada. Aquella perla que había resplandecido en
la ribera del Nilo bajo el sol, se revelaba nuevamente pero ahora brillando por
la luz azulada de la luna que se replicaba en cada gotita y cada surco del agua
en su cuerpo, en cada una de esas curvas que atontaban a Sarangerel.
Extrañamente, tras
haberle ofrecido un regalo a sus ojos, la mujer entró al lago para zambullirse
y huir de esa mirada cargada de lujuria.
“¿A qué ha
venido eso?”, pensó el mongol, quitándose lo que le quedaba de ropa y tirándola
a la orilla; quería entrar al lago en su búsqueda.
Roselyne emergió del agua justo frente a él, pasando los brazos por su
cuello, quedando los dos juntos frente a frente, lo que le permitió poder
abrazarlo y atraerlo hacia sí, sintiendo cómo sus pechos se recargaban en el
suyo. La erección del hombre se hizo imposible de ocultar.
—Por favor, tócame
si lo deseas, guerrero tártaro.
Y las grandes manos del guerrero se ciñeron rápidamente en la pequeña cintura,
no fuera que Roselyne volviera a zambullirse. Los gruesos dedos comprobaron la
firmeza de aquel trasero, los hundió en su piel y arrancó un suspiro en la
muchacha.
“Menuda mujer
más brava, hermosa como una rosa”, pensó probando de sus finos labios, dulces
del agua. Roselyne mordió fuerte la boca del mongol para apartarse con una
sonrisa de lado. Tomó la mano del guerrero y lo arrastró hasta la orilla.
Sarangerel observó
con especial detenimiento las redondeces de ese trasero que endurecía hasta el
hierro más pobremente templado. Se palpó la herida que le dejó en el labio y
notó un pequeño rastro de sangre en la yema de un dedo. “Por el Dios Tengri, es
hermosa, pero está repleta de espinas”.
El brillo de
la Luna perlaba cada gota esparcida por los dos amantes que empezaron a unirse
en la orilla. Uno era inmenso, fuerte como un lobo pero hábil en los
movimientos, grácil como un leopardo. La otra era una pequeña rosa de aspecto
frágil aunque escondía varias espinas dolorosas al tacto inmediato; uñas que se
hundían en la espalda del hombre y dejaban surcos. Cuando el guerrero comprobó
la estrechez y humedad de la francesa, primero con sus dedos, acariciando los
suaves pétalos de su sexo, el aire cambió alrededor; el hombre se volvió
delicado, no fuera a lastimarla, y la mujer dejó a un lado sus espinas para
invitarlo a probar más, para abrirse de piernas y atenazarlo con fuerza.
“Esto es bastante bueno”, pensó ella, sintiendo
perfectamente el contorno del duro miembro de aquel guerrero abriéndose paso en
su prieto interior, recordando sus anteriores experiencias. Ninguna había sido
tan buena como esa, todo fue a la fuerza. “Demasiado bueno, para ser sincera…”.
Boqueó al sentir un inesperado envión que sacudió su pequeño cuerpo.
—¡Ah! ¡Con cuidado! —protestó.
Cruzó la luna
a través del cielo, tras los árboles, y nunca asomó algún atisbo de las
desgracias que a ambos los tenían atormentados. Acostados sobre la arena, a
orillas del lago, encontraron en cada uno un consuelo a esas heridas que la
vida les había asestado.
“Esta mujer”,
pensó Sarangerel, acariciándole la caballera mientras ella besaba su pecho. “Ya
sé a quién me recuerda”.
—Tártaro, por
favor, mi hermano era el caballero de armadura más brillante en toda su legión —los
besos bajaban y bajaban y la concentración amagaba con abandonar de nuevo al
guerrero—, permíteme ayudarte a ser el hombre que más brille de todo tu
imperio.
—Suena bien —suspiró,
sintiendo cómo esos finos labios llegaban a destino para abrigar con fuerza su
palpitante sexo—, pero si vas a ser mi
escudera, deberías llamarme por mi nombre.
—¡Se llama “Sarangerel”!
—gritó Odgerel, sentado bajo la copa del árbol junto al lago, con un odre de
airag negro en una mano—. Significa “Brillo de la Luna”. Pronúncialo bien,
mujer, porque el idioma mongol es el más dulce del mundo.
IV
—La Luna está preciosa esta noche, ¿verdad,
Curasán?
Sentados en el borde de una azotea, perdidos
en el montón de casonas de Paraisópolis, la pequeña Querubín y su particular
guardián observaban el horizonte, adornado por la luz azulada de la luna.
Aunque Curasán consiguió encontrar a su protegida hacia la gran fuente de agua,
terminaron llegando tarde al templo. No obstante, el examen se llevó a cabo con
éxito.
—Mira, Curasán, lo siento mucho —la Querubín de
voz dulce había vuelto, y esta vez, subiéndose al regazo de su hastiado guardián,
olvidándose por momentos cuánto había crecido.
—Menos mal aún no sabes volar, perseguirte
sería una tortura —masculló él. Aunque, a su pesar, la rodeó con un brazo,
estrechándola contra su pecho.
—Puede que un pastel te haga feliz esta noche.
Celebraremos ese examen aprobado —respondió, levantando una mano hacia la
enorme ala de su guardián, tirando de una pluma que estaba a punto de
desprenderse—. Vamos, te lo prepararé…
—¡Jo! Lo cierto es que no me puedo negar a un
pastel.
—Me alegra que hayas recuperado el humor —se
levantó torpemente y tomó de la mano de Curasán—. ¿Qué te parece si mañana
hablamos con Irisiel para que me entrene?
“Esta enana”, pensó, viendo cómo la Querubín
le sonreía inocentemente, “no va a parar de esquivar sus responsabilidades
hasta que consiga lo que quiere. Encima odia los estudios, le repelen las
clases de coro y suele soñar despierta…”. Suspiró, levantando la mirada hacia
las estrellas. “La he cagado a base de bien, cabrones, he convertido a vuestra
enviada, al ser más importante de los Campos Elíseos, en el vivo reflejo de mi
persona”.
Pero Perla, además, estaba creciendo, algo
innatural en los ángeles. Y el temor de su guardián era justamente aquello: que
tarde o temprano la Querubín dejara de necesitarlo ya sea para pedir una mano
para alcanzar un libro a lo alto de una estantería, un par de alas para saltar entre
azoteas, o simplemente consuelo cuando le asaltaba el miedo a las alturas.
Temía que el sendero por el que ambos caminaran llegara a abrirse en cualquier
momento, y que cada uno debiera tomar su propio camino.
“Los ángeles no crecen”, decían todos cuando
veían a la Querubín por las calles. “Pero Perla crece”, pensaba Curasán para
sí, riéndose del sobre esfuerzo de la niña para tirar de su mano y levantarlo. Lo
decidió en ese instante, en que él la acompañaría en el camino que quisiera
recorrer, no abandonarla. Ignorar los deseos de ella sería traicionarse a sí
mismo, a su vivo reflejo.
“Resuelto entonces. Al diablo con el falso
ángel virtuoso y ejemplar”, sonrió para sí. Con los ánimos renovados, el
guardián se levantó para sacudir la cabellera de su protegida.
—¡Por los dioses! Eres una auténtica rosa con
espinas, Perla. Algo me dice que seguirás dando la tabarra con el tema de
entrenar hasta que lo consigas.
—¡Suéltame, me despeinas!
—Perla, ¿por qué la fijación en entrenar?
—Bueno… —desvió la mirada hacia las casonas—.
Eso es privado…
—Ajá, ya veo, pues es una pena porque no creo
que ninguno de los Serafines puedan ayudarte.
—Y que lo digas… —suspiró.
—Levanta el ánimo. Conozco a alguien —dijo
tomando la barbilla de la niña con sus dedos, ladeando su rostro
amistosamente—. Aunque no sé, es mucho problema, deberías dedicarte a lo que se
te ha ordenado y ya.
—¡Curasán! —se apartó de su mano—, ¿hay alguien
que me puede entrenar?
—Pues tengo un viejo amigo que me debe un
favor. Si has estado estudiando a la historia de los humanos, supongo que
sabrás lo que es un guerrero mongol, ¿no es así?
—¿Hay un… guerrero mongol… en los Campos
Elíseos? —preguntó sorprendida—. ¿Me estás diciendo que hay un guerrero mongol
angelizado? ¿¡Aquí!? ¿Cre-crees que habrá conocido al mismísimo Gengis Kan? ¿O
habrá conocido algún Sultán famoso?
—¿Sultán? No me parece que fuera de esa época,
creo que más bien conoció a algún emperador japonés, pero no lo recuerdo bien
—se desperezó, extendiendo brazos y alas—, ¡uf!, ¿por qué no se le preguntas
tú? ¡Recoge tus plumas y vayámonos ya!
—¡Se-seguro que ese mongol sabe un montón de
cosas! ¡Sobre todo de peleas!… ¡Eh, eh! ¡Curasán, espérame!
A solo un par de casonas de distancia, el
Serafín Durandal observaba cuidadosamente al dúo desde una terraza. Antes de
que la Querubín llegara hacía cinco años, en la legión de ángeles poco a poco
era aceptada la idea de que los dioses ya no regresarían al mundo que crearon,
fuera porque habían muerto o fuera porque simplemente decidieran abandonarlos.
El sueño del Serafín, de abandonar los Campos Elíseos y vivir en libertad, poco
a poco estaba siendo aceptado por la legión… hasta que la niña llegó y las
esperanzas de que los dioses regresaran comenzó a surgir de nuevo.
“¿Cómo es posible?”, pensó, apretando fuerte
el mango de su espada, viendo a la Querubín escalando dificultosamente sobre la
espalda de su guardián. “¿Cómo es posible que esa pequeña granuja, que ni
siquiera es capaz de volar, haya elevado tanto la moral de los Campos
Elíseos?”.
Uno de sus estudiantes más habilidosos, Orfeo,
descendió suavemente del cielo para para hacerle compañía, sentándose sobre una
rodilla ante su presencia.
—Maestro Durandal, estuve buscándolo toda la
tarde. Sus estudiantes estamos preocupados por la suspensión de las clases,
pero los que lo han acompañado en el Templo nos han puesto al día acerca de su
reunión con el Trono.
—¿Acaso vienes a darme un sermón por haberle
faltado respeto al Trono, Orfeo? Recuerda tu posición en la angelología si
piensas hacerlo.
—No es eso, Maestro Durandal. Sus estudiantes
lo hemos discutido y lo tenemos decidido. No está solo en su lucha contra esta
opresión. Estamos de su lado en este sendero que quiere recorrer.
El Serafín se reconfortó con la idea de tener
de nuevo consigo una cantidad considerable de ángeles decididos a seguirlo.
Supo que sus ideales empezaban a geminar de nuevo, y que no estaba tan
desencaminado como el Trono había sentenciado. Pero faltaba mucho aún. Para
quitarse de encima lo que él consideraba “la ingenua esperanza de la vuelta de
los dioses”, debía quitarse de encima a la Querubín, quien se había convertido
en la amenaza de cumplir sus sueños de libertad.
Extendió sus seis alas, levantando vuelo.
—Nos espera un largo camino, Orfeo, plagado de
decisiones difíciles por un bien mayor.
—Estaremos con usted, Maestro Durandal. En
cada paso del camino.
V. 7 de junio
de 1260
Las estrellas refulgían
con intensidad a orillas del río Barada, Damasco. Reunidos en una fogata, los
más altos mandos del ejército mongol recibieron a Sarangerel, el segundo en
mando de la misión diplomática de El Cairo. Alrededor de la reunión, varios
hombres y mujeres llenaban la noche con dulces sonidos de flautas y tambores
que retumbaban al ritmo del crepitar del fuego.
Era la primera
vez que Roselyne, que observaba a lo lejos, recostada en un árbol, escuchaba el
khoomii; fuertes
reverberaciones de las gargantas de los mongoles que, para ella, se asemejaban
a alguna canción primitiva y de tonalidad violenta. Era sobrecogedor oírlos.
Odgerel, a su lado, seguía tímidamente la canción con su voz, con un pichel de
aguamiel en la mano.
—Cantáis raro
—dijo ella.
—¡Ja! Te diré algo,
Roselyne. He atravesado medio mundo y sé que la música de Mongolia es la más
hermosa.
—¿Qué está
pasando allí? —señaló con su cabeza la fogata en donde varios hombres rodeaban a Sarangerel.
—Le están
ofreciendo el comando—suspiró, antes de beber.
El fuego se
agitó con fuerza conforme Sarangerel se arrodillaba para rendir respeto a sus
superiores.
—Tu retorno
demuestra tu valía como guerrero del imperio del Kan —uno de los superiores del
círculo, el cristiano nestoriano Kitbuqa Noyan, tomó del hombro a Sarangerel—. Has
demostrado que eres un auténtico guerrero.
—Estoy
agradecido por vuestras palabras, General Kitbuqa.
—Dime, ¿cómo
ha muerto mi querido hermano? —le acercó un cuenco repleto de kumis, la
particular bebida tradicional de sus tierras. Leche fermentada y alcohol. Se
desprendía de allí ese olor que le recordaba el hogar, los prados y ríos. Sarangerel
cerraba los ojos brevemente y estaba en Mongolia.
—Murió con
honor, General Kitbuqa —respondió,
aceptando el cuenco con ambas manos y bebiendo de ella un gran sorbo, antes de
continuar—. Murió cumpliendo el deber del Kan, como un héroe. Tomo la
responsabilidad por su muerte.
—No seas
necio, Sarangerel.
Al terminar la
bebida, miró a los ojos a su general.
—Mi deseo de
volver a casa es fuerte, General Kitbuqa.
—Aún no es momento
de volver, Sarangerel. Hay una misión más importante ahora que la guerra ha
comenzado. Nuestro Kan te ofrece el comando para guiar a sus soldados en
batalla. Conoces el rostro del enemigo mejor que nadie.
—Saif ad-Din Qutuz —afirmó, recordando al Sultán que traicionó la
confianza de la misión diplomática.
—El Kan pone
en tus manos a cien guerreros, Sarangerel, que a su vez estarán comandando,
cada uno, otros diez. Acepta el Mingghan, y guíalos a la victoria contra Qutuz
y los mamelucos.
El sonido de
cientos de gargantas llenó la noche a orillas del río en Damasco. En los ojos
de Sarangerel se agolparon recuerdos y epifanías; guerras, sangre, gritos y sablazos
sobre la arena. “Tal como dijo Roselyne, me quedan cien batallas por delante”,
pensó. “Pero volveré a casa, te lo prometo”.
La guerra
apenas estaba comenzando, y el ejército invencible se estaba preparando para la
más cruenta de las batallas en el desierto. El fuego crepitaba con fuerza; las
voces reverberaban en la noche de estrellas centelleantes, ocultando con
belleza los peligros que les aguardaban.
—Esto es otro
mundo para mí —susurró Roselyne, sintiéndose ajena a los cánticos y rituales—.
A veces pienso que ha sido un error haberles rogado un lugar entre
ustedes.
—No digas eso—Odgerel
tomó del hombro de la francesa—. Sarangerel y tú caminan juntos el mismo
sendero. Llevan a los vivos en todo momento y creo que eso es lo que los vuelve
fuertes en batalla. Los seres que más amo ya no están aquí, por lo que no temo
en dar nunca el primer paso para atacar. Pero ustedes dos siempre van con
cautela. Lo he notado en El Cairo, y lo he notado en al-Akhmiyyin.
Levantó la
mirada al cielo, viendo el intenso brillo de las estrellas alrededor de aquella
preciosa luna. Odgerel, tal como experimentaba su camarada, cerraba los ojos y
sentía por breves momentos estar de vuelta en casa. Sentía la brisa y juraría
que su esposa y hermanas le acariciaban la mejilla.
—Yo también iré
con cautela a partir de ahora, pues le he prometido a mi amigo que lo ayudaría
a reencontrarse con su hijo. Mi mujer y mis hermanas tendrán que esperarme en
el cielo hasta que cumpla con mi palabra. Sé que me comprenderán… es decir, ¿tú
lo comprenderías, no es así?
—Me empiezas a
caer bien… Odgerel —Roselyne le codeó amistosamente.
—¡Es sobrecogedor
escucharlo! Lo tengo decidido desde que pisamos Damasco. Te guste o no,
Roselyne, a partir de ahora ustedes dos estarán en mi pensar —le ofreció su
pichel con una sonrisa—, en cada paso de este largo camino.
Continuará.
Portada: Chukairi
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