Quinto capítulo. En Acre, la alianza franco-mongol se tambaleó de manera
misteriosa. Y en los albores de una nueva época, una rebelión celestial se desató
en los Campos Elíseos.
I
Tras el coro, la noche en Paraisópolis se volvió fría, pero la joven
Perla no lo sentía en absoluto mientras caminaba por las vacías calles de la
ciudadela. Estaba metida en sus adentros, observando su sombra extenderse por
el empedrado del suelo; variaba de forma y tamaño durante su caminar, transformándose
constantemente por la luz de la luna sobre ella.
La sombra había menguado y parecía proyectar a la niña que fue una vez.
Aquella Querubín que había traído esperanza con su llegada, que pronto daría
una respuesta a los miles de ángeles de la legión, una respuesta que no tenía
ni le importaba no tener. Aquella que saboreó el poder que conllevaba ser el
ente superior de la angelología, que abusaba de su estatus porque aún no era
capaz de percibir la responsabilidad que venía con el cargo. Siempre
consentida, siempre altanera.
Dobló una calle y la sombra de su figura, ahora alta y atractiva, se
proyectaba en las paredes de las casonas. Creció, pero descubrió que su estatus
implicaba un compromiso demasiado grande. Se había convertido en una joven que
poco a poco era consumida por el estigma de ser una Querubín sin respuestas,
una enviada que ahora sentía el peso de las miradas afligidas de los ángeles.
Pero ahora notaba que en la sombra destacaba la hoja de su sable. Creía
fervientemente que se había convertido en un ángel poseedora de la fuerza
necesaria para vencer a cualquier enemigo que se le cruzara. Ahora podría
derrotar a Destructo, pensaba, y consolar con ello esas miradas afligidas de
los ángeles de la legión.
“Cuando Destructo venga, seré quien deba ser”, concluyó.
Perla había llegado a una peculiar fragua montada en las afueras de
Paraisópolis. Repleta de ángeles yendo y viniendo, entre el humo y el olor a
acero templado; era extraño tanto movimiento de noche, pero tenía la certeza de
que cierta persona estaría allí, seguramente reparando armas o aconsejando a
otros sobre el uso de espadas.
—¡Durandal! —gritó, abrazando con fuerza su sable. “Ya sé quién seré”,
sonrió para sí. Ahora tenía entre sus pechos un filoso motivo para alegrar a la
legión y, por sobre todo, para alegrarlo a él, el esquivo y severo ángel a
quien admiraba. Tal vez, pensaba ella, si Durandal notara que ahora Perla era
capaz de defenderlos de Destructo, entonces la vería con otros ojos.
En la fragua, en medio del humo y de los estudiantes que se giraron para
verla, se encontraba el Serafín. Algunos susurros se oyeron entre sus pupilos,
pues no esperaban que alguien como la Querubín, todo un símbolo de la facción
contraria, se presentara. No obstante, Durandal hizo caso omiso al murmullo
generalizado: Perla no sabía nada de rebeliones ni de facciones, por lo que,
apartando a sus propios estudiantes, se acercó al encuentro.
—Buenas noches, ángel —cabeceó como saludo, observando ese sable que
abrazaba tontamente.
—Durandal, te busqué por la plaza, ¿acaso no has ido al coro para escucharme?
—inmediatamente los murmullos tras él aumentaron. A la joven Perla no le
importaba las voces, pero aquella inocente pregunta derrumbó, a los ojos de los
estudiantes, un par de mitos acerca de la regia figura del Serafín.
—¿En serio ha ido al coro de esta noche, maestro? —preguntó uno de sus
pupilos.
Durandal giró la cabeza para observarlos. Orfeo se encontraba entre
ellos, algo disgustado en su gesto; su estudiante más aventajado no comprendía
por qué el Serafín dialogaba con la Querubín. Los demás lucían entre divertidos
y confundidos, pues no era común ver a adusto maestro charlando amenamente con
un ángel, como si no hubiera una rebelión en cuestión de horas.
—¿No tenéis nada mejor que hacer? —protestó el Serafín.
—La verdad es que no, maestro —respondió otro, reprimiendo una
carcajada.
—Durandal —insistió Perla, avanzando un tímido paso—. Prometiste que
irías.
—¡Oh, lo ha prometido! —clamó otro ángel en la fragua.
—Os estáis tomando demasiada confianza con vuestro maestro, ¿no es así? —Durandal
volvió a protestarles.
—¿A qué has venido? —preguntó Orfeo, algo brusco en su tono, mientras
posaba una espada sobre un yunque para martillearla con destreza. A diferencia
de Durandal, Orfeo aún veía a la Querubín como la causante del retraso de sus
planes de libertad. Pero ahora, tras varios años de su llegada, ya poco
importaba, esas cadenas que una vez les ligaron a los dioses, pronto se
romperían.
Perla abrió la boca, pero se había olvidado completamente para qué había
caminado hasta allí; sentirse a merced de aquella dura mirada del Serafín la había
superado completamente.
—Esa no es forma de llevar un sable, ángel —Durandal ladeó el rostro,
esbozando una ligera sonrisa.
Perla abrió los ojos cuanto pudo y retrocedió un paso; aquello era un
gesto idéntico al de Curasán cuando Celes le ofrecía sus pechos durante sus
furtivos encuentros en el bosque. Esa media sonrisa, esos ojos pícaros, esos
labios que, tal vez, tan pronto la desnudara, aprisionarían fuertemente uno de
sus pezones. “Me… ¿me los está mirando?”, pensó entre confusa y vanidosa, pues creía
estar resaltando atributos que le atraían al Serafín.
Sus senos, en comparación a los de su guardiana, no eran tan grandes, y
ese varón que admiraba no tendría mucho por dónde agarrar. Tragó saliva y
sacudió levemente su cabeza; era imposible que el Serafín estuviera haciendo
algo tan perverso como observarla de esa manera, por lo que en un fugaz
destello, recordó para qué había ido hasta la fragua.
—¡Ah! ¡Funda! He venido a por una funda, Durandal —apartó su arma de
entre sus pechos para mostrársela.
—¿Acaso es tuya? —la arrebató de sus manos, levantándola al aire,
ladeándola para ver la inscripción—. Es una espada preciosa. No hay muchas
hembras que blandan una, por no decir ninguna. Todas prefieren la arquería con
Irisiel, o se alejan de los combates y prefieren el coro, la recolección de
frutas o la jardinería.
—¡Es mía! —afirmó hinchando el pecho, extendiendo ligeramente sus alas
en una acto de orgullo—. Con mi maestro he entrenado esgrima, pero hace poco
que reclamé ese sable. Durandal… mi deseo es calmar vuestra angustia con esta
espada.
—Ya veo. “Destructo”, ¿no es así? —recordó que la joven deseaba derrotar
al ángel de las profecías. Pero el peso de proteger a la legión recaía sobre
los Serafines y sus estudiantes, no era algo que precisamente le correspondiera
a Perla; no obstante, decidió callárselo para no desanimarla, pues estaba al
tanto de que ya había sufrido bastante de su estatus de Querubín—. Es un motivo
noble. Te buscaré una funda.
Durandal volvió a la fragua con el sable en su mano, rebuscando en la
mesa de trabajo alguna funda para espada curva, con correas y asas de sujeción.
Fue en ese momento cuando Orfeo dejó sus instrumentos para acercarse al
Serafín, apartando a sus compañeros de en medio.
—Maestro, esa hembra es a quienes los otros ángeles llaman Querubín.
—Yo veo un ángel común y corriente, Orfeo —midió una de las tantas
fundas con el sable de Perla. Era un arma muy grande, por lo que siguió
buscando otra—. ¿O tú no la ves así?
—Maestro, de todos los días que podría haberlo hecho… —insistió en voz
baja. A sus ojos, la Querubín era la única en toda la legión que no conocía el
dolor que sintieron ellos ante la muerte de sus camaradas en la rebelión de los
Arcángeles. Alguien como ella, viva imagen de la esperanza de la vuelta de los
dioses que él detestaba, no merecía ningún tipo de atención; menos cuando ya
estaban templando las últimas espadas para armarse—. ¿Cree conveniente hablar
con ella en una noche como esta?
—Tranquilízate, Orfeo —lo tomó de un hombro para serenarlo—. Solo desea
una funda.
Volvió junto a la joven Perla, enfundando el sable frente a sus
sorprendidos ojos verdes; era una vaina de cuero de largos lazos de sujeción.
—Hay muy pocas que le queden bien a tu espada, es algo grande, pero esta
le va perfecta. Si no te gusta el diseño puedo buscarte otra. Lamentablemente
no tendremos tiempo de confeccionarte una.
—Me encanta —dijo agarrándola fascinada, volviendo a abrazarla—. Muchas
gracias, Durandal.
—No vuelvas a abrazarla —ordenó, tomándola de los hombros para girarla.
Notó que la túnica de la Querubín era distinta a las de diseño entubado que
solía ver en los demás ángeles; llevaba una camisa de tiras que desnudaba una
espalda atractiva y sugerente. Y enmarcada por una falda de corte diagonal,
notaba una cintura de tímidas curvas que por un momento le recordaron a
Bellatrix. Entonces, apartó delicadamente sus alas, presto a hacerle un lugar a
la funda.
Perla se había paralizado sintiendo la cálida mano del Serafín. Al sentirlas
sobre sus hombros dio un respingo de sorpresa, pero cuando esas manos
acariciaron suavemente sus alas, la joven fue invadida por ese calorcillo en el
vientre que tanto placer le causaba. “¡Mi-mis… mis alas!… ¡Está tocándome mis
alas!…”, pensó nerviosa, acariciándose sus labios con la yema de sus finos
dedos, sorprendida como pocas veces había estado.
—Esta funda tiene dos correas —Durandal apartó de su mente aquellos
recuerdos del cuerpo de su amada, y continuó con la labor—. Esta primera es
para llevarla aquí —hábilmente rodeó dicha correa en su cintura. Se recreó,
contrario a lo que se pudiera esperar, de las curvas de la Querubín, levantando
ligeramente el borde de su camisa para rozar esa suave y cálida piel. Solo para
recordar, solo para revivir por un breve segundo cómo era aquella sensación de
palpar a una hembra.
—Pe-pensarás que soy torpe —susurró suavemente ella, llevándose un
mechón de pelo tras la oreja para dejarle ver su cuello, imitando a conciencia
a su guardiana Celes.
—Ya te acostumbrarás —atenazó la pequeña cintura con sus brazos para
asegurar la correa mediante la hebilla. Fue breve, pero bastó para deleitarse
del dulce aroma que desprendía su cabellera. “Probablemente…”, pensó Durandal,
cerrando los ojos. “Probablemente se bañe en ese lago en las afueras de
Paraisópolis”, concluyó, recordando aquel mismo lugar donde se reunía con su
antigua amada.
—S-sí… es… cuestión de practicar… —Perla había quedado completamente
demolida. Sentía la respiración del Serafín, tibia pero ardiente, sobre su
expuesto cuello, y esos fuertes brazos rodeándola, ajustando el cinturón cerca
del vientre, parecían aumentar el calorcillo. Ni en sus más tórridas fantasías,
en la privacidad de su casona, imaginó posible algo tan tenso y excitante.
—Esta otra correa la debes cruzar sobre uno de tus hombros —Durandal
luchaba por aparentar serio. Al cruzarle la correa, la volvió a girar para
ajustarlo todo a la hebilla del cinturón. Levantó la mirada y notó esas
mejillas sonrojadas, esa sorprendida mirada de ojos verdes, esos finos labios
humedecidos que le resultaban atractivos. Para colmo, la correa se hacía lugar
entre sus tímidos senos, apretujando la tela y resaltándolas.
Parecía que Perla en cualquier momento encendería aquella mecha que solo
Bellatrix fue capaz de prender en el Serafín.
—¿Has… —Perla acarició su cuello, palpando la zona donde Durandal había
entibiado sin querer con su respiración—, has ido al coro o no?
—He ido—susurró, aprovechando el cercano sonido de acero hirviendo
entrando al agua, no fuera que sus alumnos lo escucharan.
Pero la sonrisa de la Querubín lo delató a sus pupilos. Se alisó su
camisa, ahora demasiado ceñida debido a la correa, avanzando otro tímido paso
hacia el Serafín; el ser más esquivo de los Campos Elíseos había cumplido su
promesa y parecía que al menos era posible forjar una amistad. Con los ojos
cargados de ilusión, Perla preguntó:
—¿Te ha gustado mi canción?
Durandal giró disimuladamente la cabeza para ver a sus alumnos, pues no
estaba cómodo con su papel de Serafín sensible. Absolutamente todos escuchaban
atentos; desconocían ese lado de su maestro y la curiosidad les carcomía.
Aunque, huérfanos de deseos carnales como eran, no podían verle otras
intenciones. Orfeo, solo él, seguía trabajando en la fragua, pues no soportaba
la sola presencia de Perla.
—Durandal, he estado practicando muchísimo. Yo… incluso sé otras
canciones.
—Estoy seguro de que gustarán a la legión. Tienes una gran voz, ángel.
—Llámame Perla —agregó sin poder disimular su sonrisa, levantando
juguetonamente una rodilla—. Practico en el lago, con mis amigas. Podrías…
podrías venir una tarde…
Segundos. Lo sabía él. Solo bastaban unos pocos segundos más viendo esos
ojos, esa boca entreabierta de labios húmedos, ese aroma de hembra que
recordaba su pasado; solo unos segundos y volvería a abrirse esa grieta dentro
de su corazón que dejaba colar deseos que despertaría su cuerpo de varón como
antaño. Lo sabía él, anhelaba volver a experimentarlo, pero esa noche
apremiaban otras acciones más importantes.
—Perla. Tienes una gran voz, y también una funda que te queda perfecta
entre tus alas. Pero si me permites, tengo que volver.
La joven había experimentado tantas sensaciones nuevas en tan poco
tiempo que no deseaba que él se alejara. No le importaba estar rodeada de
ángeles, era la primera vez que se encontraba tan ensimismada que le pareció,
durante ese breve lapso junto a él, que los Campos Elíseos habían desaparecido
por completo. Deseaba aferrarse a esa sensación que la tenía hirviendo, que
exigía que metiera su mano bajo su falda… “O tal vez su propia… su propia mano”,
pensó resoplando, imaginándose desnuda a orillas del lago mientras el Serafín
palpaba suavemente todos sus secretos.
—¡Durandal! —insistió, avanzando un paso firme hacia adelante—. ¿Vas a
algún tipo de entrenamiento nocturno? ¿No… no te gustaría que te acompañe?
Era evidente que ella no estaba al tanto de la rebelión. Esa noche no
habría clases de ningún tipo, sino que se reuniría con su legión en las islas
para huir juntos de los Campos Elíseos. No obstante, Durandal imaginó cómo
sería tenerla en sus filas, a aquella que una vez fue Querubín a los ojos de
toda la legión, a aquella a quienes muchos ángeles la seguían viendo como la
esperanza de la vuelta de los dioses. Si Perla lo seguía hasta el reino de los
humanos, probablemente muchos ángeles también se les unirían. “Me ganaría la
confianza de otro tercio de los ángeles, seguramente”, pensó. “Aunque estaría
usando ese título de Querubín que tanto desprecia ella”.
—Creo que deberías volver con tu guardiana, Perla.
—¿Mi guardiana?
—Tu guardiana —Durandal se volvió junto a sus alumnos en la fragua,
despidiéndose con un gesto de mano al aire—, la que está tras la columna de
aquella casona, espiándonos desde que viniste. Te deseo unas buenas noches.
Completamente alicaída por la despedida, se palpó por última vez el
cuello, sintiendo esa tibieza que dejó la respiración del Serafín sobre su piel.
Suspirando, y algo enrojecida, retrocedió hasta llegar a la columna donde Celes
aguardaba pacientemente con un gesto de incertidumbre.
Desde su improvisado escondite, la guardiana había notado los gestos de
Perla; el alisarse la cabellera, el mojarse los labios, ese levantamiento de
rodilla, los susurros y el mostrar cuello; le parecía que su protegida estaba
imitando sus propias armas de seducción. Aún desconocía que la joven tenía por
pasatiempo espiarla en el bosque, durante sus ardientes encuentros con Curasán.
“Debo estar imaginando cosas, ¡es solo una niña!”, concluyó, viéndola
acercarse.
—¿Has oído todo, Celes? —preguntó Perla, quien al llegar, buscó la mano
de su protectora para enredar sus dedos entre los de ella.
—Bu-bueno, un poco de todo, mi niña —con la otra mano, Celes apartó
algunos mechones de su protegida que cayeron hacia la funda—. Es un regalo
precioso el que te ha dado, pero creo que va a ser mejor que te corte un poco
el cabello. Va a ser molesto sacar y meter el sable si se meten mechones en la
funda.
—Está bien. Daritai no dirá nada, pero seguro que le sabrá mal si me
quito la trenza, así que se queda.
La guardiana notó que el rostro embriagado de su pequeña hermana no
cedía; dedujo que la charla con el Serafín había ido mejor de lo que esperaba.
Tirando de su mano, volviendo a Paraisópolis, intentó sacarla de sus
adentros.
—Ahora que tienes una funda preciosa, ¿por qué no vamos a mostrársela al
Trono luego del corte de cabello?
—No es mala idea. ¿Qué crees que dirá Nelchael cuando me vea con este
sable?
El líder de la legión nunca había mostrado mucho apoyo a la idea de que
la Querubín entrenara desde tan pequeña, pero estaba acostumbrado a consentirle
absolutamente todo para martirio de Curasán y Celes. Fuera el entrenamiento,
fuera una casona propia cuando había crecido. El viejo Nelchael se excusaba con
el hecho de que al ser superior de la angelología no se le podía negar nada,
aunque sus guardianes sospechaban que mimarla y contentarla era la debilidad
del Trono.
—¿Crees que Nelchael aceptaría un duelo contra mí, Celes? —se apartó
para desenvainar su sable torpemente, peleando contra la funda y sus alas, pues
aún no estaba acostumbrada.
—Esto… —empezó a jugar con sus dedos, viendo que a su pequeña hermana
aún le faltaba algo de práctica en el manejo del sable. Además, el Trono no fue
creado para luchar, sino para liderar legiones; habilidades de lucha no las
tenía en exceso, y menos con un cuerpo como el que poseía el viejo líder—. No
creo que el Trono sea ese tipo de ángel, Perla. Pero primero ese corte, que lo
llevas largo.
II. 3 de Septiembre de 1260
El viaje fue largo y poco placentero como era de esperar. Soportando el
calor abrasador y alguna tormenta de arena, los dos emisarios representantes
del ejército mongol llegaron hasta las afuera de la ciudad de Acre, del Reino
de Jerusalén, desde donde ya se notaban las mezquitas resguardadas celosamente
tras las grandes murallas, además de los francos de la Séptima Cruzada Cristiana
quienes patrullaban diligentemente por donde sea que mirasen Sarangerel y
Roselyne.
Aunque fueran dos enviados, a la vista de muchos soldados y transeúntes se
trataban más bien de un emisario mongol acompañado de una enigmática mujer de
cabellera dorada como el sol. Aun en las afueras, cabalgando a paso lento entre
las caravanas y comerciantes que iban y venían de la urbe, el guerrero sentía una
infinidad de miradas posarse sobre la pareja, pero no le parecía precisamente
por tener de compañía a tan llamativa acompañante. Fuera la poca amabilidad en
el trato por parte de los francos o los murmullos que oían al pasar, el
ambiente no era precisamente el que Sarangerel esperaba.
Tal vez Roselyne hubiera percibido algo si no fuera porque todos sus
sentidos estaban enfocados en la reunión con el Rey Luis IX de Francia, que
tendría lugar en el Castrum, el palacio de los barones de Acre. Estaba consciente
de que para lograr su objetivo debía alejarse de Sarangerel cuanto antes, no
fuera que su deseo de asesinato, de lograrse, fuera visto como un complot de los
mongoles.
Pero tan ensimismada estaba en sus pensamientos que no notó que
Sarangerel había detenido su caballo ya desde varios metros atrás, con la
mirada perdida hacia un costado de las murallas exteriores de Acre.
—¿Qué sucede, Sarangerel? ¿No vamos a entrar a la ciudad?
—Es como si en cualquier momento Odgerel fuera a venir para decirme que
el aire está viciado. Aunque no soy de darle la razón porque todo lo exagera, lo
cierto es que aquí tengo la misma sensación que tuve cuando fuimos a El Cairo
para reunirnos con el Sultán Qutuz.
—Si te preocupan los murmullos de los soldados francos, te confieso que
han estado comentando y preguntándose cómo es posible que un guerrero mongol
esté acompañando de una occidental. Tierra Santa está llena de necios. Haz
oídos sordos.
—Escúchame, mujer, la armadura de cuero te sienta bien, pero ahora que
tendremos la protección de las murallas de la ciudad sugiero que te la quites.
—¿Acaso ya deseas tocarme? —preguntó haciendo una mueca cómplice.
—Mantente serena. No hay motivos de peso para creer que seremos
recibidos con hostilidad, es una precaución. Ponte una túnica y guarda
distancias conmigo.
—Admiro tu deseo de protegerme, pero creo que estás preocupándote
demasiado. La comodidad de la ciudad nos reanimará, estoy segura.
Pero Sarangerel se encontraba intranquilo. Notó una cantidad
considerable de tiendas montadas hacia un costado de las murallas exteriores de
Acre, de confección beduina; rectangulares, bajas pero extensas, con pelos de
camello como cobertores; sin duda pertenecían a los mamelucos puesto que eran visiblemente
diferentes a las tiendas que solían montar los francos en las afueras de
Damasco, que además no dudaban en engalanarlo todo con los símbolos del
cristianismo.
¿Pero cómo era posible ver montado todo un campamento mameluco en las
afueras de Acre, cuando sus más acérrimos rivales eran los cristianos que
ocupaban dicha ciudad? Aquello debería causar un revuelo entre los cruzados y
los ciudadanos, situación que no se daba de ninguna manera. Para colmo, los
francos de la Cruzada parecían más bien incómodos ante la presencia del mongol
que de aquel asentamiento mameluco.
—Cambio de planes, Roselyne—Sarangerel retomó la cabalgata—. Volvamos a
Shomrat.
—¿Ese pueblo? ¿Acaso sospechas de que habrá problemas en el Castrum?
—Te cambiarás de ropa allí y me seguirás desde lejos. Perderemos un par
de horas como mucho. Mejor que perder la vida.
—¿Per…? ¿Perder la vida, has dicho? ¿No estás siendo exagerado? —preguntó,
siguiéndole la cabalgata. “Y pensar que ya estábamos por entrar”, se lamentó.
A casi doscientos leguas de distancia, hacia el este de Acre, tras
cruzar del Río Jordán, el ejército mongol acampaba en la llanura de Esdrelón,
entre las montañas Gilboa y las colinas de Galilea, por orden del general
Kitbuqa Noyan, quien percibía en la mayoría de los rostros de su vasto ejército
el cansancio, efecto del fuerte sol. La ciudad de Jerusalén estaba a solo dos
días, y antes de que cayera la noche ya deberían llegar los francos para unirse
al batallón.
Incontables tiendas empezaban a ser armadas a lo largo y ancho del valle
de Ain Jalut, y el ajetreo recordaba al de las grandes ciudades.
Acercándose a la reunión de los comandantes y el general Kitbuqa, celebrada
en la tienda principal, Odgerel se mostraba intranquilo. Los mongoles se habían
forjado una fama en las estepas, donde utilizaban la flora como medio de
ocultación, además de aprovechar los espacios abiertos para flanquear al
enemigo con sus temidas tácticas de asedio constante. Pero en el desierto,
terreno principal de batalla, su conocida movilidad estaría más limitada ante
enemigos que se desempeñaban mucho mejor con rápidos caballos y hábiles
guerreros.
—Os saludo, camaradas. Un campamento gigantesco y estupendo —dijo al
llegar a la reunión—. Pero… el aire está viciado, ¿no lo creen?
—Tranquilo, Odgerel —Kitbuqa Noyan se levantó para acercarle un cuenco
de kumis, plato que ya había repartido entre los comandantes como tradición—. Tienes
el comando ahora, deberías mostrar más temple ante tus guerreros. Guíalos con
mano firme, guerrero, te necesitan.
—Yo necesito prostitutas jóvenes, General Kitbuqa. Mal acostumbrado que
quedé en Damasco…
—Deja de preocuparte. Si te has fijado, de camino se nos han unido más
de quinientos armenios de Cilicia para prestar ayuda. Solo debemos esperar a
los francos de la Cruzada. La alianza es la clave para la victoria.
—¿Armenios? Tengri nos ha bendecido, sin duda. No sabes cómo me complace
tener a quinientos campesinos de nuestro lado, general —ironizó, bebiendo el
kumis.
El trotar de una rápida cabalgata interrumpió la reunión; un mensajero
atravesó el campamento mongol, levantando polvareda y dudas a partes iguales, sorteando
cuanto soldado se interpusiera en su camino, hasta llegar a la gran tienda
donde charlaban los altos mandos. Enviado para recibir a los francos y guiarlos
hasta el campamento, era raro que se lo viera pasmado como en ese momento pues
su ruta carecía de peligros. Sudaba, estaba agitado.
—¡Kitbuqa! —el joven tomó respiración, bajando de su animal y casi
cayendo debido a su apuro—. ¡General Kitbuqa!
—Respira, joven —tranquilizó el general—. ¿A qué vienen esas prisas?
—¡General, un ejército de mamelucos viene para aquí! ¡Por la
retaguardia!
—¿Mamelucos? —Odgerel dejó el cuenco a un lado y se acercó al mensajero,
mientras los mongoles a los alrededores se reponían de su descanso al oír tan
sorpresiva noticia.
—¡Están tomando la misma ruta de los cruzados de Acre, general Kitbuqa!
—¿¡Cómo es posible!? —uno de los comandantes se levantó encolerizado. Para
llegar por la retaguardia del campamento solo era posible hacerlo atravesando
el reino de Jerusalén.
—No tiene sentido que tomen esa ruta —agregó otro comandante—. Los
cruzados no permitirían pasar a los mamelucos por su reino.
—¡Callaos todos! ¿Cuántos guerreros has visto, mensajero? —tranquilizó
Kitbuqa, manteniendo temple para no dejarse llevar por aquella desconcertante
noticia.
Odgerel notó entonces en el lejano horizonte aquellas miles de sombras
que asomaban terroríficamente, levantando el polvo y haciendo temblar la tierra
conforme se acercaban a velocidad frenética. Decenas de cientos de arqueros mamelucos,
montados sobre sus rápidos caballos, bajaban de los montes y galopaban hacia ellos,
rumbo a un ataque sorpresa a un campamento que apenas estaba empezando a
descansar.
—¿Puedo ser sincero, mi general? —preguntó Odgerel, quien simplemente no
salía de su asombro viendo aquel sorpresivo y numeroso ejército.
—Más te vale…
—Que el Dios Tengri nos proteja, pero vamos a necesitar mucho más que
quinientos cilicianos.
La situación en el campamento mongol empeoraba a cada segundo, pero
lejos de aquel ambiente de guerra, Roselyne se desprendía de su armadura en la
privacidad de una habitación alquilada en el pequeño pueblo de Shomrat, ante la
mirada de un guerrero demasiado intranquilo que, sentado al borde de la cama,
pasaba trapo a su sable. Parecía anhelar un choque de aceros; el guerrero
trataba de no pensar demasiado en sus camaradas.
—¿No deseas que te la limpie yo? —preguntó ella, quitándose las botas de
cuero.
—Solo apúrate, Roselyne.
En el momento en que la francesa se quitaba los pantalones, Sarangerel
levantó la mirada para contemplar aquel trasero redondo y atractivo. Sonrió ligeramente
al notar la marca de una mordida que quedó grabada en un cachete, prueba de un breve
revolcón que tuvieron de camino. Pero un brillo fugaz lo sacó de su goce, pues
notó la espada enfundada en el cinturón de la mujer. “La espada de los Coucy”,
pensó al reconocerla.
—¿Dónde está tu sable, mujer?
—Lo está guardando la mujer de Kitbuqa, en Damasco. Me prometió cuidarlo.
Prefiero llevar la espada de mi hermano, tiene más significado así, ¿no lo
crees?
—Por cómo está el ambiente, parece que tendré que ayudarte a consumar tu
venganza. Sigo sin comprender cómo es que hay un asentamiento mameluco en las
afueras de Acre.
—No hay nada que más desee que me ayudes a matar al rey Luis, pero si
quieres que sea sincera —se acercó desnuda para pasar su mano por la caballera
del guerrero, esperando que oliera el perfume de su sexo prácticamente frente a
sus narices; jugaba con sus largas trenzas con la esperanza de tranquilizarlo—,
creo que estás demasiado tenso, te preocupan tus camaradas y lo entiendo, pero
relájate un poco. Pensar en que cristianos y musulmanes están aliados es un
disparate, si me preguntas.
—Es complicado —la tomó de la cintura y besó su vientre, arrancándole un
suspiro—. Ojalá todo se solucionara con un trasero bien formado y unos senos apetecibles
—hundió los dedos en el trasero de la mujer, atrayéndola contra sí para que su
boca siguiera saboreando de ella, para que su lengua recorriese fuertemente los
pliegues de su dulce sexo.
—Sarangerel —suspiró, arqueando la espalda, poniendo en blanco los ojos
y tratando de morderse los labios para no gemir, pero es que ni podía siquiera
cerrar la boca—. ¡Con-contén un poco esa lengua, las paredes son mu-muy finas!
—No más que la de mi tienda —se apartó del manjar para martirio de la
mujer—. Entonces, ¿qué deseas que haga, Roselyne?
—Po-poséeme —susurró, subiendo a la cama para esperarlo. Estaba
excitada, pero no podía negar que cierto miedo la invadía con las advertencias
de Sarangerel. ¿Y si realmente tuviera razón? ¿Acaso aquella podría ser la última
ocasión en la que estuvieran juntos?—. Poséeme… como si fuera la última vez.
Quién diría, viendo el porte del regio guerrero de mirada de lobo, que
en la cama era tan dulce. A la francesa la había enviciado en los placeres de
la carne desde hacía tiempo, por tratarla como mujer antes que como un objeto o
botín de guerra, algo a lo que no estaba tan acostumbrada debido a su duro
pasado.
—Ponte la túnica, mujer. Urgen otros asuntos más importantes —ordenó, pero
al girarse para verla notó que Roselyne ya había comenzado la faena por sí sola,
acariciándose con dulzura, retorciendo sus muslos, entrecerrando los ojos y
suspirando de su propia masturbación. Con las mejillas enrojecidas por el calor
que se expandía en su cuerpo, ladeó ese rostro lascivo y lo observó con deseo.
—¿Acaso no quieres venir, emisario?
—Mujer pérfida —sonrió, subiendo a la cama, agarrando sus piernas para
separarlas y degustar con fuerza esa sonrojada fruta. “Supongo que me estoy
preocupando demasiado”, concluyó, hundiendo su lengua dentro de ella.
Cerca del Río Jordán, el campamento mongol había quedado diezmado ante
el ataque sorpresa. Incontables tiendas ardieron debido a las flechas de fuego
que habían lanzado los arqueros del Sultanato, y el sonido de los disparos de
los cañones de mano, una invención de los musulmanes cuya existencia
desconocían los mongoles, asustó a más de la mitad de los caballos, que huyeron
despavoridos y causaron mayor confusión. En medio del caos, una horda de la veloz
caballería ligera mameluca había entrado al campamento para diezmarlos con sus
mortales cimitarras.
Tras el mortífero ataque, los enemigos galoparon presurosos hasta los
montes de donde surgieron, repelidos por las flechas y sablazos de los
mongoles, que a duras penas consiguieron defenderse de la violenta y terrible
oleada sorpresa.
—¡Kitbuqa! —gritó Odgerel, sosteniendo su sable manchado de sangre en
una mano, mientras que con la otra lanzaba al suelo un cadáver mameluco que usó
como escudo ante los flechazos enemigos—. ¿¡Dónde están los putos francos!? ¿Cómo es posible que los mamelucos nos estén atacando aquí en nuestro
campamento? ¿Quién mierda los ha dejado pasar por territorio cristiano?
—Alguien tiene que rendir explicaciones, pero ahora mismo no hay tiempo
para ello… —Kitbuqa, con un hilo de sangre cayéndole de la boca y una seria
rajada en el pecho, fue ayudado por sus guerreros para reponerse—. ¡Oídme,
comandantes! ¡Preparaos para ir a por ellos! ¡Organizaos y tened listos a
vuestros guerreros cuanto antes! Atacaremos mientras se reorganizan.
—¿Tiene la certeza, mi general, de que es seguro ir a por ellos? —preguntó
un comandante—. Podrían estar esperándonos.
Con todos los mongoles observando el monte donde los enemigos se habían
escondido, solo Odgerel, que percibía algo raro en el aire de nuevo, se giró
para notar que, ahora por el otro frente, un nuevo contingente de jinetes mamelucos
venía en presurosa galopada hasta ellos. Pronto, al oír el trotar de los veloces
caballos árabes, los incrédulos guerreros también cayeron en la cuenta de que no
habría tiempo para reorganizarse pues les tocaba enfrentar otra oleada tan
violenta como la primera.
“Nos han tendido una trampa…”, concluyó Odgerel, mientras sus
temblorosas manos apenas podían sostener su sable. Un comandante no debía
poseer sentimientos, palabras del general Kitbuqa, pero aquello era demasiado
desgarrador para ser verdad.
—Esta sensación en el corazón… —Odgerel se limpió la sangre enemiga
desparramada en su rostro—. Es como si nuestros dioses nos hubieran abandonado…
III
Una fisura irreparable amenazaba hacerse lugar en el cielo del sagrado
reino de los ángeles. La rebelión había llegado en una noche oscura y fría en
los bosques de los Campos Elíseos, y pronto, los que una vez fueron hermanos de
escudo, se enfrentarían el uno contra el otro en mortal duelo.
El Serafín Durandal se elevaba lentamente sobre su imponente legión, más
de cuatro mil ángeles reunidos en las islas, quienes esperaban la orden de
partir. Su corazón se desbocaba de satisfacción al ver a todos sus pupilos
dispuestos a seguirlo hasta un nuevo y desconocido mundo, lejos del yugo de los
dioses. Pero si bien la libertad pronto sería de ellos, una cuestión
atormentaba al guerrero:
“Orfeo”, pensó, mirando a sus alrededores, buscando al ángel, su más
hábil estudiante, que había sido su mano derecha durante todos esos años. Era el momento más importante desde que
volvieran a los Campos Elíseos y su paradero era desconocido. “¿Dónde diantres
está?”.
Notó que algunos de sus guerreros extendían y sacudían sus alas, pues el
frío amenazaba con entumecerlas. En esos rostros vio reflejado sus propios
deseos y voluntad, su propio nerviosismo y miedo, pues ni siquiera él sabía qué
encontraría en el reino de los humanos, más allá de su anhelada libertad, más
allá de cadenas rotas.
“No puedo seguir retrasándolos, están impacientes por escapar”,
concluyó, desenvainando su espada cruciforme, aquella reparada por su amada
Bellatrix, quien originó los deseos de libertad del Serafín.
—¡Oídme, ángeles! ¡Vuestros corazones han estado sufriendo demasiado en
un mar de recuerdos y sangre agitado por el dolor y la desesperación! ¿Es acaso
esta tortura el magnífico plan de los dioses? ¿Existe alguna justificación para
todos los errores que han cometido con nuestros camaradas caídos? ¿Dónde veis
la Justicia? ¿Dónde veis la Redención? Perdonadme, mis guerreros, pero así no
hay quien conserve amor, celo ni fe por nuestros creadores.
Las alas de los miles de seguidores ahora se extendían orgullosas ante
su gran adalid, unidos a gritos de júbilo y orgullo. La vía de escape estaba
más que planificada; el Principado les había facilitado la ruta segura para
evitar el encuentro contra los otros dos Serafines. En presuroso vuelo y
aprovechando el manto que ofrecía la oscuridad de la noche, la libertad de la
legión del Serafín Durandal sería reclamada.
—¡Los pecados de los dioses nunca morirán en nuestros corazones, ellos
no pueden limpiar la sangre de nuestros camaradas de sus sucias manos!
¡Abrámonos paso a través de esta jaula que nos han creado, y reclamemos un
lugar allá en ese reino libre! ¡Al Aqueronte, guerreros!
Mientras, al este del silencioso bosque, suspendidos en el frío aire, los
esperaban los Serafines Rigel e Irisiel, cada uno al frente de sus respectivas
legiones, quienes descansaban sobre los árboles aledaños a ambos. Más de ocho
mil ángeles esperaban convencerlos de no avanzar hasta el reino de los humanos.
—¡Rigel! —gritó la Serafín, quien no paraba de acariciar las aristas de
su arco de caza—. Trata de darle varias oportunidades al diálogo. Lo último que
necesito es que tus estudiantes quieran presumir de fuerza antes que cabeza.
Recuerda, es un amigo común el que tendremos en frente.
—¡Qué conveniente que lo saques a colación, Irisiel! Iba a decirte algo
similar. Temo que tus pupilos hayan enloquecido tras tener que sufrirte todos
los días y empiecen a disparar para todos lados.
—¡Ja! Son fuertes de espíritu. Vosotros en cambio entrenáis tanto el
cuerpo que habéis olvidado la cabeza. El día que Destructo venga nos
preocuparemos más en salvaros el pellejo que en atacar al enemigo.
—¿Destructo? ¿Tú no has pensado en Durandal como el ángel de la
profecía?
—Por favor —se acomodó la coleta, incapaz de quedarse quieta—. Durandal
tendrá todos los deseos de libertad que quiera, pero no es alguien que
destruiría los Campos Elíseos, ni mucho menos se levantaría en armas contra
nuestro líder. Será muchas cosas, pero no el ángel destructor.
Rigel compartía la visión de su compañera, aunque el alivio no era
suficiente. Desde que fuera informado acerca de la rebelión y se le ordenara
estar presente en el bosque para detener la huida, no dejaba de temer una
batalla contra Durandal, ese varón frío, calculador y habilidoso, poco
expresivo pero que explotaba en los momentos de tensión. “Que los dioses se
apiaden de todos”, pensó, cruzándose de brazos, pues si allí en el bosque se
desataba una batalla entre Serafines, la rebelión de los Arcángeles sería vista
como un juego de Querubines.
—Rigel… ¿estás listo para luchar en caso de que sea necesario?
—Sería más sencillo para mí tener enfrente a Destructo que a Durandal.
Mis estudiantes y yo hemos estado entrenando y enfocándonos en ello durante
tanto tiempo, pero no hemos ni siquiera pensado en tener que usar la fuerza
contra un amigo como él. ¿Acaso tú estás lista?
—Por supuesto que no —suspiró largamente—. ¿Quién podría estar lista
para luchar contra sus propios camaradas?
El viento se había detenido, asustado por el encuentro menos deseado del
reino sagrado. Ambos Serafines vieron llegar la facción contraria hasta ellos.
Pese al manto de la noche, se hicieron reconocibles los rostros de algunos
camaradas aliados en la legión enemiga; Israfel, Nuriel, Proción, Sachiel,
Altaír, y desde luego, al frente, Durandal. La grieta en el cielo se había
resquebrajado más aún, y los corazones de los dos Serafines se habían
desgarrado por completo: pensaban que estarían listos, pero no existía entrenamiento
alguno que los pudiera preparar para estar allí, frente a frente contra sus
iguales.
Los ángeles de Durandal, mediante la señal de su perplejo líder, se
posaron sobre las altas ramas de los árboles adyacentes, dejando a los tres
Serafines en el aire. En la mirada del rígido Serafín había confusión y en su
corazón solo cabía la decepción y la
rabia; era imposible que la facción contraria supiera de su verdadera ruta
salvo que alguien de su legión le hubiera traicionado.
—¿¡Rigel, Irisiel!? —preguntó Durandal, rompiendo el incómodo silencio
de la noche—. ¿Cómo… cómo sabíais que tomaríamos esta ruta? ¿¡Quién ha
hablado!?
—Despierta, chica, te necesitan —susurró Irisiel para sí misma,
sacudiéndose la cabeza para centrarse cuanto antes—. ¡Durandal!... ¿Qué tal si
conversamos como ángeles civilizados? Tal vez podamos llegar a un acuerdo.
—¿¡Vosotros dos tenéis algo que ver con la desaparición de Orfeo!?
—¡Nadie ha hecho nada aún, Durandal! —Rigel estaba preocupado. Conocía
como pocos al Serafín, y esa mirada no auguraba nada bueno. Poco o nada faltaba
para que ese espíritu de guerrero estallara; aparentemente, la desaparición de
su estudiante predilecto lo tenía desconcertado—. Tranquilízate, por el bien de
tu propia legión.
“¿Acaso?”… pensó Durandal, sin saber dónde posar su mirada, pasando su
mano por la cabellera. “¿Acaso he sido traicionado?”. ¿Cómo era posible si el
propio Principado le había recomendado cruzar por el este del bosque? ¿Tal vez
Orfeo había delatado al Trono de sus verdaderos planes y fue por lo que lo
abandonó esa noche? ¿Por qué querría su mano derecha traicionarlo? ¿O el propio
Abathar Muzania tenía que ver con ello? Ninguno de los dos había mostrado
señales que levantaran sospechas. La rabia y desazón se apoderaban del Serafín
ante incógnitas que aún no tenían respuesta, y no ayudaba que tuviera a dos
legiones frente a él dispuestas a detenerlo.
—¿¡Qué pretendéis, perros de los dioses!? —gritó encolerizado—.
¿¡Detenernos a la fuerza!?
—¿¡Perr… Perros, has dicho, renegado!? —la frágil paciencia de Rigel
sucumbió ante el insulto; Irisiel tenía razón en que la cabeza no la tenía muy
preparada para confrontaciones verbales—. ¡No me entraría remordimiento alguno
en usar fuerza bruta si no desistes de tu ridículo plan!
—¡Cuidad esa boca, los dos! —Irisiel intentaba interceder
desesperadamente al ver cómo subían los ánimos—. ¡No habrá ninguna batalla
aquí, no en mi presencia! ¿¡Durandal, por qué…!?
—¿¡Acaso ya has olvidado tu propio pasado, Rigel!? —Durandal lo fulminó
con la mirada, ignorando a la Serafín—. ¿Has olvidado el sacrificio de
Betelgeuse? ¿Crees que esto es lo que ella querría para ti?
—¡Suficiente! —A Irisiel no le agradaba la tónica privada de la
discusión. El titán Rigel, por su parte, quedó paralizado ante aquellas palabras.
“Betelgeuse”, pensó, abandonando por breves momentos la tensa reunión en el
bosque—. ¡No vayáis por allí, Rigel, Durandal, estáis hablando de más ante
nuestras legiones!
—¡Ninguno de los Serafines estamos libres de pecado! ¡Tú tampoco,
Irisiel! —Durandal desenvainó su espada y la apuntó—. ¿No estaría de acuerdo en
eso nuestro dios Dionisio?
—¡Ángel pérfido! —gritó, para inmediatamente taparse la boca. Ahora ella
entraba en el juego con un asunto demasiado personal—. ¿¡A dónde quieres llegar
con esta discusión, Durandal!?
—A donde voy, nadie os juzgará, nadie os culpará por lo que habéis
hecho. No seréis vistos como herramientas sin conciencia que pecaron contra sus
creadores. Esto que veis —señaló el bosque con ambos brazos extendidos—, ¡esta
jaula ya no es mi hogar, ni la deseo para el vuestro! ¡Os consumís poco a poco
con vuestros ridículos pecados! ¿¡Es por eso que entrenáis tanto día tras día!?
¿¡Acaso vuestra idea es derrotar a Destructo para redimiros!? ¿¡Para contentar
unos dioses a quienes ya no importamos!?
Rigel había vuelto en sí. Venas cruzaban su frente perlada de sudor.
Extendió sus seis alas y, contra todo pronóstico, fue directamente a por
Durandal con una ferocidad inusitada en sus ojos. Le había tocado un punto
débil, una fibra sensible, un recuerdo demasiado doloroso. Le había revivido un
pecado inmortal grabado a fuego en su corazón.
—¡Serafín indigno! —gritó, mordiendo cada sílaba, partiendo a velocidad
frenética. Su sola velocidad y potencia revolvía el aire; las nubes en el cielo
se partieron en dos, revelando una fuerte luna azulada que tiñó el bosque y
arrebató el aliento de todas las legiones—. ¿¡Quién te crees que eres para
nombrar a Betelgeuse!?
—¡Ven a por mí, Rigel! —respondió Durandal, extendiendo su brazo para
que un aura blanquecina lo rodeara como una llama; inmediatamente, un flamante
escudo de diamante fue invocado en su mano, mientras preparaba su espada en la
otra. De un horizontal sablazo al aire, un fuerte y filoso viento destrozó y
levantó incontables árboles para entorpecer la embestida del titán.
Los boquiabiertos ángeles se encontraban aterrorizados y asombrados ante aquel duelo celestial. ¿Quién
hubiera pensado que aquella fuera la verdadera fuerza de los Serafines? Estaba
más que claro quiénes eran los protectores de los Campos Elíseos; aunque más de
uno, tanto de una como de otra legión, se lamentaba por aquella batalla entre
camaradas.
—¡Deteneos ahora mismo! —Irisiel sentía cómo su pobre intento de diálogo
se había escurrido completamente de sus manos; la batalla era inevitable. Y la
legión, otra vez, reiniciaría su ciclo de destrucción, de revolución, de
cenizas y sangre cayendo sobre suelo sagrado.
No lo iba a permitir; que el cielo llorase de tener grietas incurables y
que dejara caer gélidas lágrimas; preparó su arco y apuntó en dirección a las
alas del titán, con la esperanza de hacerlo caer antes de que llegara hasta
Durandal, pero eran tantos los árboles, ramas y hojas que caían del cielo como
torrencial lluvia que era imposible fijar su objetivo.
Inesperadamente, entre ambos grupos, sobre una rama de un alto árbol sin
hojas, se materializó un hálito blanquecino que detuvo a Rigel de continuar su
embestida. El aura tomó forma de aquel ángel que conocían como Principado,
figura alta, delgado, de larga túnica blanca radiante y capucha que ocultaba su
rostro oscuro. Acuclillándose sobre la rama más alta, Abathar Muzania miró uno
y otro bando reunidos en la fría noche del bosque.
—Interrupción —la voz gutural del Principado había detenido una
inminente batalla. Posándose tal cuervo, desenvainó su gigantesco mandoble y
acarició la hoja con sus largos y finos dedos—. Diez mil trescientos cuarenta y
dos ángeles. Las tres legiones, los tres Serafines, están reunidos —levantó la
mirada hacia la luna, sacudiéndose sus largas alas—. Escuchadme con atención.
Muy lejos, e imposibilitado de pensar en otro asunto que no fuera la
probable batalla en el bosque, el Trono Nelchael, sentado en el amplio sillón
de sus aposentos, se martirizaba con la idea de perder a cualquiera de sus
Serafines, sus más hábiles guerreros. Durandal sería probablemente la baja más
segura en caso de surgir una batalla, debido a la clara desventaja numérica,
por lo que había exigido a Irisiel, probablemente la más sensata de los tres,
que evitara una confrontación a toda costa.
Abriendo las puertas de par en par, la joven Perla entró a los aposentos
con una sonrisa y brillo en los ojos como no había tenido hacía mucho tiempo.
La Querubín desconocía de revoluciones y batallas, Nelchael no deseaba que la
mente de una de sus ángeles preferidas se estresara por ello, por lo que
rápidamente cambió su semblante para recibirla.
—¡Nelchael! ¡Uf! No vas a creer lo que vengo a mostrarte.
—Alguien está más contenta que de costumbre —esbozó una ligera sonrisa.
Aquello era más de lo que usualmente demostraba a los demás ángeles, pero con
Perla cambiaba; una sonrisita, una mirada divertida, y sobre todo, muchas
concesiones a la niña que había crecido ante sus ojos—. Tu presencia alegra mi
corazón, pero, ¿no deberías estar durmiendo?
—Cygnis me ha dicho que estabas despierto, ¡y yo tampoco puedo dormir!,
así que he decidido hacerte una visita —se acercó dando pasos apresurados.
Acostumbrada a sus beneplácitos, Perla era juguetona y retozona con el Trono.
Se sentó en el brazo de su amplio sillón, enredando sus dedos en la blanca
cabellera del líder para peinarlo—. Por cierto, ¿has ido al coro, Nelchael?
—No me lo podría haber perdido.
—Pues no recuerdo haberte visto. Y mira que también te he buscado.
—Tal vez debería haberme quedado un rato más, de seguro me habrías
encontrado —mintió, dando un par de golpecitos en su propio regazo—. Ven aquí,
vamos.
—¿En serio? Creo que ya estoy demasiado grande para sentarme sobre tus
piernas, Nelchael…
—No pienso oír otra palabra hasta que mi niña se siente sobre mi regazo.
—¡Hmm! Esto de los chantajes se te da muy bien —resopló, levantándose
para acomodarse sobre su regazo. No le importaba actuar como una pequeña ante
él, solo él; aun así miró hacia la puerta, no fuera que alguien la pillara en
ese momento—. Mira lo que traje...
Plegando sus alas, y arqueando la espalda para alcanzar la funda, logró
desenvainar su deslumbrante sable frente a los atónitos ojos del líder de la
legión. Perla sabía de las pesadillas acerca de Destructo que a veces lo
acosaban, por lo que darle caza al ángel siniestro para que el viejo Nelchael
pudiera dormir tranquilo era una de sus tantas motivaciones.
—Dime que no es lo que pienso, mi niña…
—¡Es mi sable! Y la cura para tu insomnio, ¡ja! ¿No es la cosa más
hermosa que has visto? —lo volvió a abrazar entre sus pechos—. ¿Quieres…
tocarlo? Pero solo un rato.
—Lo que quiero saber es dónde están tus guardianes. Dejarte pasear con
semejante arma es…
—¿Podrías tener un poco de fe en mí? ¿O debo desafiarte a un duelo para
que veas mis dotes?
—Niña infame, mi corazón no podría aguantar la idea de levantar un arma
contra ti, ¿por qué me haces esto? —la tomó de la cintura para zarandearla
divertido mientras ella extendía las alas por las cosquillas.
En medio de las risas y el ambiente distendido, notaron que alguien
había llegado a sus aposentos. Tras un carraspeo que paralizó del susto a
ambos, un joven ángel se arrodilló para presentar sus respetos tanto al líder
de la legión como a la Querubín.
—Disculpe la interrupción, Trono.
—¿Orfeo? —preguntó Nelchael, ladeando el ala de Perla que le tapaba la
vista. Era el estudiante de Durandal, su mano derecha nada más y nada menos,
que misteriosamente estaba presente en el Templo—. ¿Qué haces aquí?
El hecho de que Abathar Muzania se presentara en el bosque sin previo
aviso sembró nuevas dudas en Durandal. ¿Acaso fue el propio Principado quien
había planeado que ambas facciones chocasen frente a frente? ¿Deseaba que
hubiera enfrentamiento? Pero de ser así, ¿por qué interrumpir en el momento que
la batalla parecía inevitable? ¿Qué quería de ellos al reunirlos?
—¡Traidor! —gruñó Durandal—. ¡Tienes valor para presentarte aquí!
—Necesidad. Pretendía reuniros lejos del Trono. Lejos de él, no corro
peligro. Lejos de él, os diré la verdad oculta entre sus mentiras. Acerca de la
herejía, acerca del pecado cometido por vuestro líder.
Irisiel había descendido sobre la rama de un árbol bajo ella, bastante
aliviada al ver que el Principado había intercedido. Pero no esperaba que
Durandal lo tachara de traidor. “¿Acaso el Principado hizo las veces de agente
doble?”, pensó. ¿Pero qué era aquello del pecado cometido por su propio líder?
Preguntas que apremiaban respuestas urgentemente.
—¡Explícate, Abathar Muzania! —exigió la Serafín.
—Revelación. Es importante que sepáis qué sucedió mientras vosotros no
estabais, mientras los arcángeles y su legión batallaban entre sí. Al suceso que vosotros llamáis “La rebelión
de los arcángeles”.
El gigantesco Rigel aterrizó sobre otro árbol alto, tratando de
tranquilizarse de su reciente arranque. En cuanto el Principado terminara de
hablar volvería al asalto a por Durandal, pensaba. Pero no confiaba del todo en
Abathar Muzania, el hecho de que ni ellos ni Durandal esperasen su aparición en
medio de la batalla no le despertaba buenas sensaciones. ¿Acaso el Principado
pertenecía a alguna especie de tercera y desconocida facción dentro de los
Campos Elíseos?
—Legión —el Principado levantó su mandoble al aire con la fuerza de un
solo brazo—. Si bien es verdad que los arcángeles asesinaron a casi la
totalidad de los ángeles, destrozando los Campos Elíseos, no fue ninguno de
ellos quienes llevaron el Apocalipsis al reino de los humanos.
Un fuerte y frío viento se hizo presente. La flameante túnica del
Principado se tornó oscura como la noche, y la larga hoja de su mandoble
comenzó a resquebrajarse poco a poco, perdiendo brillo, como si de alguna forma
estuviera muriéndose en sus manos. Y aquellas alas se ennegrecieron tanto que
daba miedo el solo contemplarlas desde la distancia; un espectáculo dantesco
que aterrorizó a cada uno de los ángeles, incluso al propio Serafín Durandal,
quien descendiendo hasta una alta rama de un árbol, intentó obtener respuestas:
—¿Quién… eres… tú?
Desecho el mandoble, quedó solo una guadaña afilada que violentamente
fue clavada al tronco del árbol donde el oscuro ser se posaba tal cuervo. El
aire se había enfriado aún más y el viento murmuraba alrededor del extraño
ente; no importaba desde qué ángulo o distancia lo vieran los Serafines o
cualquiera de los ángeles de las legiones, el asombro y el terror se apoderaron
de todos.
—Confesión. Así como los dioses os han creado, yo también soy creación
de uno. Fui concebido como ángel espía y celador del infierno, herramienta a
disposición de Perséfone, diosa del inframundo.
—¡Segador! —Irisiel tensó su arco. ¿Cómo era posible que alguien que
ellos consideraran parte de su legión resultara ser durante todo ese tiempo un
ente completamente distinto? ¿Acaso los dioses no tenían total confianza en sus
ángeles, que tuvieron que crearlo para espiarlos? Pero por sobre todo, ¿por qué
ahora el Principado decidía revelarles su verdadera naturaleza?—. ¿¡A qué ha venido ir de oculto en la legión!?
—Necesidad —el Segador llevó su mano hacia la negrura de su capucha,
acariciándose el oscuro rostro con la palma abierta—. Ni siquiera vuestro Trono
sabe de mi identidad. Vuestro líder no dudaría en darme caza si supiera que
estoy aquí contándoos la verdad. Soy el único sobreviviente del Armagedón, soy
el único testigo de su pecado.
Extendió la otra mano hacia el cielo. Pronto, imágenes del apocalipsis
se formaron en el aire materializados por sus largos y huesudos dedos. Aquellos
recuerdos del fuego extendiéndose por el moderno reino humano, esos dragones
revoloteando entre edificios y ángeles luchando entre sí, ese mundo cuyo cielo
se había teñido de rojo pues el apocalipsis se había desatado. Y en medio de
aquel horroroso tormento, un ángel, una hembra, lloraba de rodillas, agarrando
el mango de una espada flamígera de hoja zigzagueante clavada en el suelo.
—Dolor. Vosotros creéis que los arcángeles destruyeron el reino humano
porque así lo ha contado vuestro Trono. Pero quien lo hizo fue un ángel, de
corazón podrido de dolor, dueña de oscuridades que solo podrían equipararse a
las de Lucifer, y de cabellera del color de la sangre de sus víctimas.
—¿Quién…? —Irisiel ladeó la cabeza, contemplando a esa misteriosa mujer
que sollozaba mientras todo a su alrededor era devorado por un fuego que se
levantaba y arrasaba como olas—. ¿Quién es ella?
—Información. Ángel caído. Rubí. Fue ella quien trajo el fin de los
tiempos en el reino humano con el solo odio cobijado en su corazón, no un
arcángel.
—¡Quién haya llevado el Apocalipsis al reino humano es indiferente! —Rigel
defendió a su líder, pero lo cierto es que por dentro se preguntaba por qué el
Trono querría ocultar ese hecho. ¿Qué implicaciones tenía que la portadora del
último fin del mundo haya sido ese ángel? Y viendo de nuevo la imagen de
aquella hembra llamada Rubí, notó algo en su mirada, en su semblante, en las
facciones finas de su rostro. “Esto… se le da un aire a alguien…”, pensó
contrariado.
—Herejía. La noche antes del apocalipsis, Rubí se unió a un humano.
Obvió la prohibición de los dioses. Pecado mortal. Cuando el Trono bajó a la
tierra para buscar ángeles sobrevivientes de la hecatombe, descubrió que no
sobrevivió ninguno, pero sí sintió algo en el vientre del cuerpo inerte del
ángel caído.
—No… no continúes, Segador —susurró Irisiel, pues viendo a aquella
hembra notaba algo que no le estaba agradando en lo más mínimo. Se agarró su
propio vientre y clavó sus uñas; la Serafín se estaba dando cuenta, antes que
nadie, lo que el espía estaba revelando. “Esto es una maldita broma… ¡Tiene que
ser una maldita broma!”, pensó desesperada.
—Anatema. Esa joven a quien llamáis Perla, no es ninguna Querubín ni es
una enviada de los dioses. Posee el cuerpo de un ángel pero crece como un
humano. Híbrido, producto de la relación de un ángel y un humano, resultado de
la unión de quienes no deben unirse. Herejía y prohibición de los dioses.
La grieta en el cielo sagrado se había ensanchado, y de ella surgieron
los peores miedos de Irisiel. Nunca hubo una Querubín, nunca hubo una
esperanza, nunca recuperaría esos años viviendo una mentira. Su corazón había
sido víctima de fríos cuchillazos en forma de una cruenta revelación; sus
piernas flaquearon, sus manos temblorosas dejaron caer su arco de caza. Y
pronto dos ríos de lágrimas se abrieron paso en un rostro que aún no sabía cómo
digerir la dura realidad.
—Que alguien me despierte de esta vil pesadilla…—susurró la Serafín,
completamente desconsolada y mareada—. ¿Cómo…? ¿Qué es eso de que no hay
ninguna Querubín? ¿¡Cómo es posible que no haya ninguna Querubín!?
—¿Es por eso… que Perla crece? —el enorme Rigel tampoco salía de su
asombro. ¿Por qué su propio líder querría ocultar algo tan importante? ¿Acaso
temía que Perla fuera excluida de la sociedad angelical o había algo más? Pero
el enorme corazón del Serafín era fuerte. Independientemente de que ella fuera
o no una Querubín, nadie podía negar, sobre todo su legión, la alegría que
despertaba en él con su sola presencia. “No me importa en lo más mínimo”,
pensó, apretando los puños.
—Revelación. Aquella noche en el reino humano, vuestro líder me entregó
al híbrido, apenas un embrión, para que lo guardara en un altar en los
infiernos. Tanto él como yo concluimos que aquella herejía podría exasperar a
los dioses, quienes tal vez regresarían al sentir a la prohibición. Pero
mientras reconstruíais los Campos Elíseos y esperabais a los creadores, el
híbrido, siempre durmiendo, se desarrollaba y crecía ante mis ojos.
—¡Suficiente, Segador! ¡Esto no cambia absolutamente nada! —bramó
Durandal, a quien la historia de Perla no le había afectado en lo más mínimo.
Sus objetivos no tenían absolutamente nada que ver con ella ni con los dioses—.
Si esa necedad es la que has venido a decir, entonces mi legión y yo seguiremos
por nuestro camino.
—Equivocación. Te interesa más que a nadie, Serafín. Con el tiempo, el
Trono temía que tú huyeras de los Campos Elíseos, por lo que me exigió que yo
trajera al híbrido a los Campos Elíseos y la despertara. La usó como una
supuesta señal de los dioses. Necesitaba tiempo, necesitaba teneros a todos
controlados con una falsa esperanza. Os ha engañado todo este tiempo.
—¡No hables más! ¡No creeré absolutamente nada de ti! —Irisiel vociferó
con fuerza—. Hablaré con Nelchael y juzgaré yo misma. Ya nos has manipulado
para reunirnos aquí, ¿¡cómo sabemos que esto no es otra treta tuya!?
—Necesidad. No puedo mentiros. Os necesito. He venido a detener vuestra
batalla porque sois mis últimas herramientas si pretendo encontrar a los
dioses. Si vosotros morís, pierdo mis herramientas, pierdo mi oportunidad. Yo
también fui creado por los dioses, yo también siento esta necesidad de volver a
verlos. A ella, sobre todo, Perséfone.
—¡Conmigo no cuentes en tu patética búsqueda de los dioses, Segador!
—Durandal estaba harto de estar allí—. Resultas ser tan ingenuo como muchos
ángeles. Acepta la realidad, tu diosa o está muerta o te ha abandonado.
—Preocupación. Independientemente de lo que creamos tú o yo, deberíais
estar al tanto, todos vosotros, que corréis serio peligro si seguís cobijando
al híbrido. Veréis, cuanto más crecía,
más se hacía familiar a la epifanía del Trono —se acarició de nuevo el rostro
con la mano abierta, mientras la luna, como si se anticipara a la terrible
revelación, se ocultaba entre las nubes para oscurecer más la figura del
Segador—. El híbrido es Destructo.
El cielo había caído completamente sobre los estupefactos ángeles en el
bosque como una gélida lluvia infernal. Miedos, pesadillas, dolor y locura
imperecedera se colaron entre las grietas de la noche como una profunda herida
sangrante. Parecía imposible que una simple frase pudiera acuchillar de aquella
manera tan vil los espíritus de cada uno de los seres; muchos se miraron entre
ellos, otros, boquiabiertos, intentaban asimilar lo que acababa de revelar el
Segador.
Pero nadie sufría tanto como los dos Serafines más allegados a la joven.
—¿Perla? ¿Destructo? —El Serafín Rigel se tomó del pecho, completamente
descorazonado. No le importaba que Perla fuera o no una enviada por los dioses,
pero aquella nueva revelación tumbó por completo al ángel más fuerte de la
Legión. Y sus recuerdos, su amor por ella, sus tardes jugando con una simple
niña que reía y lo admiraba por su fortaleza, hasta incluso esa promesa de
enseñarle a volar, absolutamente todo fue agitándose violentamente con sus
deseos de protegerla y sus deseos de eliminar al ángel Destructor—. ¡Estás…
estás mintiendo, maldito desvergonzado! —apretó sus puños y de un golpe destrozó
la gruesa rama en donde se posaba.
—¡Ri… Rigel!—clamó Irisiel, pues notaba que ahora él cedía a la
impotencia a su brusca manera—. ¡Basta! Lo… ¡lo estás viendo con tus propios
ojos! Es… idéntica a su madre, la portadora del Apocalipsis…
—Pecado. Cuando el híbrido crecía aquí, el Trono también empezaba a
sospechar de la naturaleza verdadera de la joven a quien llamáis Perla. Pero
ahora se niega a aceptar la realidad. Deduzco que con el tiempo ha desarrollado
sentimientos por el híbrido. Probablemente cree que criándola en vuestra
legión, Destructo os perdone. Pero no os perdonará a ninguno.
—¡Blasfemo insolente, deja de hablar ya! —Irisiel notaba cuánto sufría
Rigel, por lo que invocó su arco en las manos para disparar directo a la cabeza
del Segador. El disparo fue potente, haciendo temblar la tierra del bosque al paso de la saeta como
si de una tempestad se tratase. Aunque, para su sorpresa, la flecha lo atravesó
como si el ente fuera etéreo, impactando y creando un cráter de estremecedor
tamaño en el bosque.
—Error. No tiene sentido atacarme. No pertenezco a este plano. Solo soy
una proyección, apenas una sombra que se arrastra en la oscuridad. Si fuera por
mí, el híbrido hubiera muerto desde el momento que noté que era Destructo. Pero
no tengo presencia, no tengo manos, por eso os necesito. Eliminad al Trono por
su alta traición pues no permitirá que matéis al híbrido. Eliminad a Destructo
si queréis sobrevivir.
—¡Suficiente, perro del inferno! —Durandal volvió al asalto, ahora
preocupado por los dos Serafines quienes, a diferencia de él, estaban
completamente destrozados. Aunque ahora caminasen distintos senderos, sentía
que ellos seguían siendo sus camaradas, por lo que decidió interceder para
tranquilizar tanto a su legión como a la de ellos—. Estás equivocado si piensas
que eliminaremos al Trono para paliar tu miedo, subestimas de manera indignante
a los nuestros. Me temo que has venido a encontrarte con una decepción.
—Investigación. Os tengo estudiados. A vosotros. A toda la legión. Casi
todos los ángeles son incapaces de lastimar a vuestro Trono, por más traición y
engaño que haya de por medio. Lo respetáis demasiado. Ya había deducido que
hablar aquí solo sería… una pérdida de tiempo… —aunque nadie lo pudiera ver
debido a la oscuridad de su rostro, el Segador esbozaba una sonrisa.
En el Templo, un reguero de sangre corría por los aposentos del Trono.
El espectáculo era terrible, el líder de la legión yacía tendido sobre el suelo
entre las plumas revoloteando, testigos de una breve pero feroz batalla. De
rodillas, a su lado, Orfeo clavaba su espada en el corazón de Nelchael. El
Trono no tuvo oportunidad de ofrecer lucha pero había hecho lo posible para que
aquella joven ángel a quien amaba pudiera huir. Aquella joven a quien veía en
sus pesadillas pero que se negaba a ponerle un dedo encima.
—¿Por qué no has huido, Perla? —preguntó un debilitado Nelchael,
viéndola temblando de miedo en una oscura esquina.
¿Cómo esa dulce joven sería capaz de algo tan terrible? Esa niña que le
llenaba la cara de besos cada vez que le consentía un deseo, que le llevaba
ramos de flores con todo su cariño, esa joven que le lloraba cuando su cargo de
Querubín le pesaba sobre los hombros. Su mayor pecado fue hacer oídos sordos a
las súplicas de sus propias pesadillas. Tal vez, se decía a sí mismo, tal vez
si le dedicara toda su voluntad y atención, ella aprendería el camino virtuoso.
Pero las pesadillas siempre continuaban reclamando la muerte de Perla, a pesar
de su afligido corazón.
La joven estaba paralizada de miedo, tratando de entender qué había
sucedido en cuestión de segundos. Una embestida, un rápido intercambio de espadazos
entre el Trono y el estudiante de Durandal. Y pronto, sangre salpicando y un
grito desgarrador llenando los aposentos. Aún no sabía que Orfeo era el único
ángel de la legión que había desarrollado un odio tanto por ella como por el
Trono, aún no sabía que había un ángel, un Principado y celador del infierno,
que esa noche había aprovechado esos sentimientos para manipularlo y así poder
deshacerse del líder de la legión, el mayor protector de la joven.
No sabía que había un hábil maestro de las sombras que llevó a todos los
ángeles guerreros al bosque con el objetivo de distraerlos y así no entorpecer
la misión de Orfeo.
Una vez eliminado el líder de la legión, se abría el camino para
asesinar a Destructo.
—¡Nel… Nelchael! —gritó Perla, viendo cómo su adalid parecía perder el
conocimiento sobre un charco de sangre. ¿Por qué ella no pudo hacer nada?
¿Había entrenado tanto para al final terminar congelada de miedo? ¿Por qué sus
manos se negaron a desenvainar el sable para defender al querido Nelchael? ¿Por
qué sus brazos no respondían? ¿Acaso era tan difícil? La joven Perla aún no
conocía esa sensación de angustia en plena batalla.
—¿¡Cómo pudiste, Trono!? —lloraba Orfeo, hundiendo más la espada—.
¡Engañarnos de esa manera rastrera, cuando hasta Durandal te profesaba un
respeto tan grande! ¿¡Qué diantres somos para ti, para que tuvieras que criar a
esta niña, que sabías perfectamente que era el ángel de tus profecías!? Ya lo
veía, todos te perdonarían, todos me tomarían del hombro y me dirían que me
tranquilizara, pero he visto a Perla, el mismísimo Destructo, levantarse contra
los Campos Elíseos y contra mis camaradas… ¡He visto a esa puta asesinando a mi
propio maestro, en una epifanía demasiado real! Podía…. —soltó la espada para
mirar sus temblorosas manos manchadas de sangre—. Podía incluso palpar la
sangre de todos con la yema de mis dedos… ¡Ángel pérfido, yo no te lo perdono!
—¿Destructo? —se preguntó Perla, con un frío recorriéndole la espalda.
“¿Me ha llamado… Destructo?”. Entonces vio su larga sombra extendiéndose frente
a ella. Allí no había una Querubín rota, ni una joven guerrera, ni una hermana,
ni una niña consentida, ni una protegida, ni una pupila. Había algo asomando;
sus peores miedos, su peor pesadilla, algo que ni siquiera había imaginado como
una posibilidad. “¿Por qué me ha llamado… Destructo?”.
—Perdóname, maestro Durandal —susurró Orfeo, como si el Serafín pudiera
escucharlo. Retirando la espada del cuerpo del líder, se repuso para dirigirse
hacia la muchacha, quien se había quedado inmovilizada ante la revelación; poco
ayudaba aquella terrible imagen del envilecido Orfeo caminando lenta y
erráticamente hacia ella, con su espada goteando abundante sangre—. Perdóname,
maestro, pero frente a mí no veo ningún ángel.
Deshecha la inocencia, se abrió paso el dolor, y en las grietas que
generó este en su paso por el corazón, se colaron las interrogantes. Y esas
lágrimas, gélidas y abundantes que asomaban en el rostro aniñado de la herejía
más bella, serían capaces de conmover hasta a los mismísimos dioses, pero no al
corrompido Orfeo.
Quién diría que en los Campos Elíseos caía una helada lluvia del
infierno.
Continuará.
Portada: Kerembeyit
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