Primer
capítulo. Durante la temible expansión territorial de los mongoles, se gestó el
derrumbe de un ejército invencible. Y en los albores de una nueva época, una
nueva leyenda cayó del cielo.
I.
2 de junio de 1260
Los mongoles somos
los lobos en un mundo repleto de presas; nacemos guerreros y en el fragor de la
batalla encontramos nuestro hogar natural. Me lo enseñaron desde que era pequeño,
en Suurin, un extenso valle estriado de ríos y rodeado de cerros. Pero con el
paso del tiempo aprendí a detestar las batallas porque la muerte acecha y
susurra sus secretos en cada sablazo, en cada gota de sangre salpicada sobre la
hierba y en cada grito. Armenia, Cilicia, Bagdad; con el ejército del Kan del
Ilkanato de Persia recorrí medio mundo para estamparme contra esta realidad una
y otra vez.
Mi nombre es
Sarangerel, y aprendí a aborrecer cada guerra porque mientras más cerca esté de
morir, más lejos estoy de reencontrarme con mi hijo, hoy la única razón de mi
existencia. Miro mis manos, estas viejas y encallecidas manos sosteniendo una
espada y un escudo, y solo siento en los dedos un fuerte deseo de volver para
cargarlo y abrazarlo.
La tierra
parece detestar la sangre de las heridas que se desparrama en cada lucha; el
grito de sufrimiento de los enemigos ya no es la canción que una vez fue para
mí. A los ojos de todos, peleo y sobrevivo para la gloria de nuestro Gran Kan,
pero en realidad lo hago porque un hombre no puede irse de este mundo sin por
lo menos ver por última vez a su hijo.
Los mongoles
nacemos guerreros. Pero este guerrero, y sobre todo estas manos, ya se están
cansando de esta vida.
Tras un largo
y duro viaje a través del desierto, los tres emisarios del imperio mongol
habíamos llegado a El Cairo. La capital musulmana brillaba por sí sola, como una
perla en la ribera del Nilo; el vivo colorido de sus calles y la imperturbable
rutina de los cientos de personas eran fascinantes, invitaban a probar una vida
distinta a la que había llevado y parecían tener esa capacidad de levantarnos nuestro
ánimo decaído; las provisiones de agua se nos habían agotado y nuestros rostros
revelaban nuestro hartazgo. Inadecuado, desde luego, pues estábamos en
territorio enemigo. Mantener la calma era necesario, mostrarles a cada uno de
los habitantes los guerreros feroces que éramos.
El rumor acerca
de la violenta expansión del Gran Kan Hulagu se había extendido lentamente entre
la población egipcia y se percibía el miedo en las miradas de los comerciantes
y ciudadanos cuando nos abríamos paso sobre nuestros caballos, rumbo al palacio
del Sultán para cumplir con nuestra misión diplomática. Era inevitable
sonreírme al notar cuánto respeto o miedo éramos capaces de provocar, pero no
debíamos aprovechar nuestra situación. Debíamos cabalgar a trote lento, cautelosos,
con respeto. Cualquier gesto inapropiado aumentaría el nerviosismo del pueblo, el
miedo de los guardias, y con ello vendría la violencia.
Descansar en
alguna posada estaba descartado según nuestro comandante, decisión discutida
una y otra vez por mi camarada Odgerel, un guerrero que solo rinde con el
estómago lleno o al menos tras probar de algunas pueblerinas en un burdel; pero
parecía incapaz de notar el aire viciado en las calles. Los comerciantes, los
guardias, los niños, las mujeres, prácticamente todos tragaban saliva,
susurraban entre ellos, seguramente especulando cuál era nuestra misión y qué
les depararía ahora que nuestro ejército estaba avanzando a través del
desierto.
—¡Por todas
las flechas de mi aljaba! Las mujeres de aquí son realmente preciosas, ¿no lo
crees, Sarangerel? —Odgerel tenía la mala costumbre de pensar en voz alta, no
cesó el parloteo ni rumbo al palacio—. Hasta hacen olvidarme de la arena metida
hasta los cojones.
—Deberías
preocuparte por tu caballo, no por mujeres —respondí, acariciando a mi animal. Hablar
con él para olvidarme de la tensión a nuestro alrededor era una opción sabia. Ocultar
el miedo con una sonrisa.
—A mí no me
engañas, Sarangerel, te he visto echándole el ojo a algunas…
—Odgerel, un caballo
te llevará hasta Damasco pero una mujer te llevará a la ruina.
—¿Y dónde
queda eso? Parece mejor destino que Damasco.
—Jala-barbas,
te estoy diciendo que no necesitas de una mujer, necesitas de tu caballo.
—¡Odgerel, Sarangerel!
—al frente, nuestro comandante nos guiaba—. ¡Silencio y sigamos avanzando!
El ambiente se
tornó aún más hostil dentro del pomposo palacio, en donde los guardias del
Sultán, que destacaban por los turbantes enrollados en torno a sus cascos,
parecían maldecirnos con la sola mirada; se percibía en los ojos y gestos de
todos y cada uno de ellos conforme avanzábamos por los pasillos. Susurros,
mandíbulas tensas por doquier, puños demasiado cerca de los mangos de sus
cimitarras; daba la impresión de que solo era cuestión de segundos para que la
mecha de la guerra se encendiera.
—Escúchame, Sarangerel
—me susurró Odgerel, cortando el sonido de nuestras pisadas sobre el suelo de mármol—.
¿Lo sientes? En el aire, amigo. Es como si en cualquier momento uno de estos
bastardos fuera a desenvainar su cimitarra para atacarnos.
—Eres lento para
pillar las cosas, perro —gruñí—. Me interesa evitar los espadazos. No metas la
pata, acabemos con esta misión para volver a casa cuanto antes.
—Trataré, pero
es difícil no meter la pata con el estómago vacío —le sonrió a un guardia,
acariciando el mango de su sable enfundado en la vaina del cinturón.
—¡Os he
ordenado silencio, Odgerel, Sarangerel! —volvió a rugir nuestro comandante sin
detener su andar—. No hemos venido a pelear, lo saben. Somos emisarios.
Tocado con un
turbante blanco inmaculado, sentado en su alto trono y rodeado de esposas que le
abanicaban, el Sultán Saif Al-Din Qutuz se removió en su asiento al vernos
llegar a los tres. Sus generales le acompañaban, probablemente ya le habían
advertido de nuestra llegada. En los ojos de Qutuz se percibía el miedo de los
niños, la ansiedad de los adultos y el odio insostenible de sus guardias; era
el hombre que cargaba sobre sus hombros una de las últimas y más importantes
resistencias del imperio musulmán.
A un gesto de
manos, sus mujeres se retiraron del salón.
—Que la diosa
Tanri me lleve, Sarangerel —me susurró Odgerel, sonriéndole a una de las
esposas del Sultán que había pasado a su lado—, tantas hembras para solo un
hombre, esto es un crimen.
—Guarda
silencio y compórtate, cabeza de granito.
Nuestro comandante
se presentó, abriendo la carta que habíamos traído y leyéndola a viva voz.
—¡Desde el Rey
de Reyes de Oriente y Occidente, el Gran Kan, para Qutuz, el mameluco! Ha oído
cómo hemos conquistado un vasto imperio y hemos purificado la tierra a nuestro
paso. No se puede escapar del terror de nuestros ejércitos. Sus oraciones a su
Dios no funcionarán contra nosotros. ¡Apresúrese en su respuesta antes de
encender el fuego de la guerra! Mendigue, y estará a salvo. Resista, y sufrirá
la más terrible de las catástrofes.
Uno de los
generales tomó el mango de su cimitarra con el rostro torciéndose de ira.
—¿¡En dónde
habéis aprendido modales!? ¿¡A qué viene esta forma tan arrogante de
presentarse ante nuestro Sultán!?
—¡Atrás,
Baibars! —Qutuz se levantó de su trono y tomó del hombro de su general para
tranquilizarlo—. No tolero ese tono frío y prepotente vuestro. El Gran Kan
confía en su ejército y no cree que el mío le pueda hacer mella. Me han
informado de vuestro avance violento a través del califato abasí, pero estáis
equivocados si pensáis que nos someteremos pacíficamente como Damasco.
—¿Qué te había
dicho, Sarangerel? Vete preparando —Odgerel volvió a susurrarme—. Nos han
enviado a un pozo de serpientes hambrientas.
—Mantente
sereno, Odgerel, y guarda silencio cuando hablan.
Nuestro comandante
guardó la carta y aconsejó al Sultán.
—El Gran Kan
no atenderá a ruegos ni lamentos durante la guerra, Sultán Qutuz. Va a destruir
sus mezquitas y luego matará a sus niños y ancianos juntos. Hoy, usted es el
único enemigo contra el que tiene que marchar. No comprometa de esta manera a
su pueblo.
—¡Contén esa
lengua cuando le hablas a nuestro honorable Sultán, mongol! —volvió a asaltar
el nervioso general.
—En serio no
creo que nuestro comandante esté eligiendo las palabras adecuadas para
dirigirse a un grupo de hombres nerviosos —Odgerel no callaba. De todo a mi
alrededor, era su ansia de batalla lo que realmente me preocupaba. Debíamos
evitar a toda costa cualquier provocación si pretendíamos salir vivos—. Sarangerel,
la sangre va a correr por este salón.
—Respira hondo,
jala barbas, vas a meternos en problemas.
—¿Yo? Es
nuestro comandante quien está jugando con fuego. Puedo olerlo casi… Sarangerel,
¿por quién peleas?
—Por el
imperio mongol, Odgerel.
—Entonces nos
veremos en el infierno, amigo mío —agarró el mango de su sable, presto a
desenvainarlo.
—¡Vuestros
términos son inaceptables, someternos es un pecado y acto de traición! —bramó
el general, ahora sí apuntándonos con su cimitarra, gesto imitado por todos los
demás guerreros en el salón. Tragué saliva; ser temidos era un orgullo, nos
veían como bestias amenazantes. Lobos, eso éramos, nacidos para la batalla.
Aunque en el fondo yo tenía tanto miedo como ellos, no les daría el gusto de
mostrarle el más mínimo gesto de debilidad.
Pero en el
momento que acariciaba el mango de mi sable, el Sultán Qutuz rugió con voz
autoritaria:
—¡Guardad las
armas! ¡No se derramará sangre en este salón! —Volvió a tomar del hombro de su
general para exigirle temple. Cerré los ojos y agradecí al Dios Tengri por
haber dotado de serenidad al Sultán—. Y vosotros, mongoles, retiraos e
informadle a vuestro emperador que Egipto tiene guerreros temibles. Si no
tenéis más que decir, entonces permitid que mis guardias os acompañen hasta las
afueras de la ciudad.
—Sultán Qutuz —interrumpió
nuestro comandante, probablemente tan aliviado como yo y el resto del salón—. Como
mensajeros esperamos que respete nuestra condición de inmunidad.
—Podéis estar
tranquilos. Como veis, yo disto de los medios fríos y salvajes de vuestro
emperador. De nuevo, os invito a retiraros de la ciudad. Comprenderéis que para
calmar el ánimo en las calles, prefiero que vayáis escoltados por mis guardias.
—Entendido.
Nos vamos como vinimos, Sultán Qutuz.
Odgerel me
tomó del hombro y suspiró largamente. Respiraba como un perro al sol; nunca fue
bueno en situaciones como la que estábamos viviendo, en donde hay tensión en el
aire y lo mejor es tener la espada guardada, en donde hay que dejar que el
diálogo haga de mediador.
—¡Por el Dios
Tengri, estuve a segundos de desenvainarla! Ha ido mejor de lo que esperaba, Sarangerel…
—No celebres
aún. Al menos no hasta salir de la ciudad, Odgerel.
Y yo tenía
razón. Porque el verdadero problema llegó cuando cabalgábamos a paso lento
hacia a las puertas de la ciudad. Los guardias que nos custodiaban hasta la
entrada, montados sobre sus caballos árabes, murmuraban constantemente a
nuestras espaldas. Odgerel, en respuesta, no dejaba de acariciar el carcaj
atado en su montura, como desafiando a los mamelucos. Tensar su arco y lanzar
una saeta no le tomaría más que un suspiro.
—Vuestros
caballos son muy pequeños —dijo por fin uno de ellos—, no parecen ser buenos
para el desierto.
—No los
subestimes, mameluco —acaricié al mío, que lanzó un bufido—. Se adaptan
perfectamente al terreno.
—Y son
resistentes, no corren como mulas cojas cuando les alcanza un flechazo
—masculló Odgerel.
De reojo noté
que al gesto de uno de ellos, el gentío en las calles se dispersó poco a poco. Odgerel
y yo nos observamos; no era normal que un lugar tan poblado empezara a quedar
vacío. Ambos detuvimos nuestros animales, quienes parecían percibir nuestro
propio nerviosismo.
—Tranquilo —susurré
a mi animal, volviendo a acariciarlo.
—¡Odgerel, Sarangerel!
—nuestro comandante también contuvo su caballo y se giró para hablarnos—. Somos
mensajeros, no lo olviden.
—Os deseamos
una placentera travesía y un galope veloz, amigos ojos-rayados.
En el momento
que una flecha silbó cortando el aire supe que todo había dado un revés, y que
la inmunidad que supuestamente teníamos como mensajeros era solo una ilusión
enterrada bajo la gruesa arena del desierto. Cayó nuestro comandante al suelo
como un saco de arroz, con la garganta destrozada y sangre desperdigada por el
suelo.
—¡Cacen a los
mongoles! —se oyó un grito en las calles—. ¡El Sultán quiere sus cabezas!
La guerra
había comenzado, con firma irrevocable de sangre estampada en las calles. El
polvo se extendía, nuestro comandante moría en el suelo bajo el calor
abrasador; poco a poco los enemigos asomaban de entre las columnas de las
edificaciones, tensando las cuerdas de sus arcos mientras mi pecho se llenaba
de una sensación que había sentido y odiado mil veces en el fragor de la
batalla.
Y en mi
corazón, que redoblaba sus latidos, solo había lugar para una sola cosa: mi pequeño
hijo.
Y el deseo de
cargarlo una vez más con estas manos.
—¡Odgerel! —Desenvainé
mi sable y preparé mi escudo; a los ojos
de todos ellos, éramos guerreros crueles nacidos solo para la batalla, pero
uno, en el fondo, siempre teme. Yo al menos siempre tuve miedo—. ¡Embiste y
huye!
Mi caballo saltó
hacia uno de los negocios y tumbó al arquero que se escondía tras un tablero de
frutas; el revoloteo de las uvas e higos a mi alrededor confundió a otro
guerrero que, montado sobre su animal, se había acercado a mi lado presto a
tumbarme, mas su cuello probó el acero afilado de mi espada.
—¡Venid a por
mí, hijos de puta! —Odgerel se abría paso entre los enemigos en rápida galopada,
repartiendo sablazos a cuanto podía dar alcance. De una fugaz ojeada noté su
sonrisa en ese rostro salpicado de sangre enemiga—. ¡Hala! ¡Ahí fue uno! ¿¡En
dónde habéis entrenado, cornudos!?
Su grito de
júbilo rebotó por las calles de El Cairo mientras el árido viento azotaba con
fuerza mi rostro.
—¡Hay más
adelante! ¡Prepara tu puto arco, Odgerel!
—¡Yo solo
quería algo de beber y de paso una mujer, hijos de puta! Sarangerel, ¿¡es tan
difícil escribir una puta carta en condiciones!?
—¡Apura y
tensa el arco, perro, aún no hemos salido de la ciudad!
—¿¡Por quién
peleas, Sarangerel!? —preguntó al acercarnos velozmente a la salida. Tres,
cuatro… cinco arqueros nos esperaban, apuntándonos como cazadores ante un
zorro, mas se olvidaban que nosotros éramos lobos de las estepas. El gentío se dispersaba
a nuestro alrededor; gritos, sangre y polvo desperdigado adornaban las calles
de la ciudad caldeada por el fuerte sol.
—¡Peleo por el
imperio mongol, Odgerel!
—¡Entonces nos
veremos en el infierno, amigo mío!
II.
Para el joven
ángel Curasán, los días en los paradisiacos Campos Elíseos no eran tan
agradables como le gustaría. El paisaje era colorido y floreado hasta donde la
vista alcanzaba, y el cielo diurno siempre destacaba su azul brillante, pero
aquello terminó resultándole cansino tras varios años. Su rutina consistía en
cargar su pesado arco de caza, avanzando desganado por el camino de tierra entre
el montón de ángeles que, día a día, partían rumbo a los campos de
entrenamiento de tiros que lindaba al gran bosque, guiados por la Serafín
Irisiel.
Su túnica
blanca le incomodaba, la bota de cuero izquierda le apretaba, y para colmo sus
alas parecían estar más entumecidas que de costumbre.
—Sabes, Curasán,
me preocupas —susurró la joven Celes, a su lado, tratando de evitar que el
resto de ángeles la escuchara. La muchacha, de larga cabellera azabache que
contrastaba con sus alas de fuerte blanco, podía percibir el estado de su mejor
amigo fácilmente—. Deberías dejar de ir abajo…
—¿Abajo?
Celes extendió
sus alas cuanto pudo, rodeándolo con ellas para traerlo consigo. Era su
particular medio de obtener privacidad en el camino. En la legión de ángeles
siempre rondaban los curiosos.
—Sí, “abajo”,
en el reino de los humanos. No creo que al Trono le agrade saber que uno de sus
ángeles se escabulle sin permiso.
El joven abrió
sus ojos cuanto pudo.
—¿Pero qué…? ¿Qué
te hace pensar que me escabullo para ir a ese lugar?
—¡Te seguí,
Curasán!
—¿Me seg…? Eres
una angelita muy rara, ¿eh? ¿Se lo has dicho a alguien?
—¡No se lo he
dicho a nadie! Pero si los Serafines se enteran, te van a desplumar esas
bonitas alas que tienes.
—No se
atreverían —masculló, agitándolas—.
¿Quieres algo, no es así? ¡Escúpelo!
—¡No quiero
nada! Mira, simplemente ten más cuidado. No tengo la más mínima idea de qué
haces yendo allí… y tampoco es que muera de ganas por saberlo, pero por los
dioses, trata de ir menos, un día te van a pillar.
En el momento en
que la muchacha lo liberó del abrazo de sus alas, el joven la tomó de la mano y
la apartó del camino para internarse en el bosque. No valieron las tímidas
reprimendas de su amiga, pronto se encontraron avanzando solos, ocultos en
medio de la espesura; hojas y plumas revoloteaban a su alrededor.
—¡Curasán!
—¡Vamos, Celes!,
te mostraré algo.
—¿Qué vas a
mostrarme? —tiró de su mano para liberarse—. ¿Por qué lo haces?
El muchacho se
acarició el mentón, perdiendo su mirada hacia ese fuerte cielo azulado. Avanzar
todas las mañanas en lo que él consideraba un “aburrido rebaño” que iba para
practicar tiro al blanco no era precisamente su idea de divertimento. Pensar en
repetir aquel escenario por el resto de su existencia empezaba a agobiarlo, y
romper la rutina se veía como una necesidad. Y mejor en compañía.
Tras sonreír
con los labios apretados, volvió a tomar de la mano de su compañera.
—Es que… ¿No
te aburre?
—¡Aburrido lo
será para ti! ¡No es todo entrenamiento, yo al menos voy a los coros y también
hago la recolección de frutas!
—¡Ja! Hace
años que no como nada, y en el coro cantáis horrible. No necesitamos de
canciones ni comida, Celes, ¡somos ángeles!
—Si nuestra
instructora… se entera de que nos… salimos del camino —protestaba a trompicones
mientras seguían internándose en las profundidades del bosque—. ¿Quieres ir al reino
de los humanos, no es así? ¡Perfecto, pero no me arrastres contigo, Curasán!
¡Me vuelvo!
Volvió a liberarse
de su mano. Extendió sus alas y levantó vuelo, aunque rápidamente el joven la
tomó de los pies. Él sabía que con Celes debía insistir un poco más para
convencerla. Forcejeando ambos, continuaron la discusión:
—¡Necesitas un
escape, Celes!
—¡Suéltame el
pie! —aleteó con fuerza, levantando polvo, pero el muchacho la sostenía firme—.
No creo que escaparse del entrenamiento de hoy sea la solución adecuada para tu
aburrimiento. ¡Además, temo por mis alas!
—¡Psss! ¡Nadie
te desplumará, qué cosas te pones a inventar! ¡He visto cosas que no te lo
podrás creer, Celes! Y… he probado cosas prohibidas por el mismísimo Trono…
Celes no podía
negarse a su curiosidad y la sola idea de lo prohibido la hizo perder el
control de sus alas. Cayó de espaldas sobre la hierba aunque su plumaje la
protegió del impacto. Conmocionada como estaba, se limitó a observar el lento paso
de las nubes a través del imponente azul del cielo; se tomó del vientre
mientras recogía sus piernas.
—¿Co-cosas prohibidas?
¿Como cuáles?
Lanzando su
arco a un lado, Curasán se inclinó ante ella y agarró sus rodillas. Al menos
ahora se mostraba interesada en su propuesta y cierto regustillo victorioso invadió
el vientre del joven. Separando delicadamente las piernas de su amiga, la miró
a los ojos.
—Hay tantas
cosas que no sé ni por dónde comenzar. Oye, ¿y esa cara rara que has puesto,
Celes?
—Bu-bueno, es
solo curiosidad.
—Como te he
dicho, somos lo que somos. No necesitamos de comida y el cuerpo nunca lo pide,
pero aún así recolectamos frutas para degustarlas simplemente porque el sabor
es agradable, ¿no es así?
—¿A dónde
quieres ir con eso?
—¿No lo ves,
Celes? Que el cuerpo no lo pida no significa que debamos privarnos de placeres…
Separó aún más
las piernas de su compañera y la túnica cedió, revelando más de lo que
usualmente ella permitía; la respiración de la joven aumentó al tiempo que sus
uñas prácticamente se enterraban en su vientre; parecía querer despertarse de
aquel momento y así poder detener a su amigo, aunque no encontraba la voluntad.
—Hay lugares
—susurró con una sonrisa de lado, viendo cómo ella cedía poco a poco—, en donde
estas alas no nos pueden llevar.
La muchacha
tragó saliva y abrió ligeramente la boca presta a continuar preguntando. La
cálida mano de Curasán se ocultó bajo la falda, y el pequeño mundo de Celes, su
paraíso de frutas, flores, entrenamientos y cánticos, se resquebrajó poco a
poco, descubriendo cuánto placer se escondía en una simple caricia.
¿Cómo era
posible que ella sintiera ese montón de sensaciones en su vientre? Era algo
cálido nunca antes experimentado, un algo que buscaba grietas para escapar. Los
ángeles fueron creados a imagen y semejanza de los humanos, pero los dioses les
arrancaron cualquier atisbo de sentimientos. Eran inmortales, fuertes, apasionados,
pero desconocían el amor, la libertad y cualquier sentido de pertenencia; eran
simples herramientas creadas para servir a sus hacedores.
Al menos así
parecía serlo…
—Ah… Curasán…
¿dó-dónde aprendiste a hacer eso? ¡Ah! ¡Ángel pérfido! —retorció sus muslos y
se mordió los labios. Quería alejarse y volver a su mundo de flores, pero otra
fuerza le rogaba que atenazara a su compañero con brazos y piernas para que no
dejara de tocarla. Sus alas se descontrolaron, sus ojos no encontraban un lugar
dónde posarse.
Y su cuerpo de
hembra despertaba de un eterno letargo.
—¿Dónde
aprendí?… Pues en una tarde calurosa conocí a una hermosa humana que caminaba
sola cerca de un lago azul…
—¡Hmm! —gruñó
ella, levantando la mano para arrancar una pluma del ala de su recién estrenado
amante—. ¿Y por qué no vas junto a ella?
—Pues porque está
en el reino humano, Celes, ¿no es obvio? —jugueteaba él, inclinándose para
besarla por primera vez. Fue una unión de labios torpe, relampagueante en el
sentido más estricto: rápida, fugaz, pero fuerte y estremecedora a la vez.
—¡Ya! —respondió
Celes, ladeando su rostro, pues ahora sentía una garra tomar su corazón. Estaba
celosa, y necesitaba cuanto antes demostrar que era mejor que aquella supuesta
humana—. ¿¡Y qué es lo que tanto sabe hacer esa mortal!?
Curasán tomó
la mano de su amiga, que parecía subir para arrancarle otra pluma. Y esta vez,
la llevó a un lugar peculiar para que ella palpara una inusitada dureza que
resaltaba bajo la túnica del joven. La hembra se sonrojó y todo intento de
respuesta se perdió en un largo y tendido suspiro, mientras sus finos dedos
parecían no querer apartarse de aquel extraño miembro que sostenía.
—¿Acaso… acaso
llevas una daga allí abajo, Curasán?
Pero un cálido
viento se llevó el momento; un sonido estruendoso se oyó sobre ellos y el
bosque se iluminó como si el sol se hubiera agrandado. El suelo vibró de manera
violenta cuando ambos ángeles levantaron la mirada; un bólido de larga estela
dorada atravesaba el cielo a gran velocidad, abriéndose paso entre las nubes,
internándose en las profundidades del frondoso bosque.
—¡Por los
dioses! ¿¡Es uno de los Serafines!? —preguntó ella, juntando sus rodillas y
separándose de su amigo—. ¡Nos han pillado, nos desplumarán!
—No creo que
sea un Serafín, Celes…
La joven se
repuso, sacudiéndose el polvo de su túnica mientras a lo lejos se oía el
impacto de lo que parecía ser un cometa en el espeso y otrora apacible bosque.
Algo había caído en los Campos Elíseos.
—Creo que deberíamos
volver y avisar a los demás, Curasán, puede ser algo peligroso.
—Sí, exacto —la
excitación del joven menguó y rápidamente se hizo lugar una fuerte curiosidad. Recuperando
su arco, extendió las alas y levantó vuelo lentamente—. O podríamos
adelantarnos y ver qué ha sido eso. Vamos, Celes, no ha caído lejos.
—¡No, Curasán!
—la muchacha tomó del pie de su amigo antes de que partiera, no deseaba que él
se expusiera al peligro, no cuando había despertado algo latente en su cuerpo
de hembra. Y de nuevo comenzó el forcejeo—. ¡Ni siquiera sabes qué es eso! ¡Podría
ser el enemigo por el que tanto hemos estado entrenando!
—¿Destructo? ¡Perfecto,
seré yo quien le dé caza con este arco! Tendré una bonita estatua en la entrada
misma de los Campos Elíseos en honor a mi valentía.
—¡Ni siquiera
somos buenos con el arco, no seas imprudente!
—¡Suéltame el
pie, Celes! ¡Imagina si derrotamos a Destructo aquí y ahora! ¿Quieres que
construyan una estatua en tu honor? ¡Piénsalo!
—¿Una…
estatua…?
La muchacha
quedó pensativa imaginando cómo sería tener un monumento de mármol en el paseo
que conduce al Templo Sagrado, entre las figuras de los ángeles más bravos e
importantes de la legión; momento aprovechado por el joven Curasán para
escabullirse. Celes apenas notó cómo el ángel apresuraba el batir de sus alas
para adentrarse en el bosque, rumbo a donde había caído el extraño intruso.
—Yo… supongo que también quiero una estatua…
—masculló.
La zona del impacto
había convertido una gran porción del frondoso bosque en cenizas, y la cortina
de humo que había levantado hacía imposible ver mucho más allá de unos cuantos
pasos. Curasán preparó la flecha y tensó la cuerda del arco hasta la oreja,
apuntando en el centro del área consumida por el fuego. La humareda no le
permitía observar con claridad, pero estaba seguro de que alguien o algo estaba
allí, acechando, esperando para atacar al primero que se acercara.
—Curasán
—susurró Celes, escondida tras un tronco caído, abrazando su arco de caza—, prométeme
que sobrevivirás.
—¿En serio?
—una sonrisa bobalicona se esbozó en el joven—. ¿Es que quieres continuar lo de
recién?
—Bu-bueno, eres
mi mejor amigo, no me gustaría perderte.
—Entendido, tendré
cuidado, Celes. Cúbreme las alas, ¿sí?
Siguió
avanzando a pasos lentos, siempre tensando su arco hasta el punto en el que sus
dedos empezaban a doler. Pero no cedería, no si en frente se encontraba el
mismísimo Destructo, el ángel destructor que según las profecías, destruiría el
sagrado reino de los ángeles. Notó apenas a través de la pared de humo a una
pequeña y oscura figura que parecía observarle, en medio de un círculo de césped,
arbustos y ramas calcinados.
—¡Sin la
amenaza de Destructo, no habrá más entrenamientos! —gritó el joven, vaciando
los pulmones, a tan solo pocos segundos de disparar.
—¡Curasán, no
dispares! —Celes llegó rápidamente para bajar el arco de su compañero—. ¡Es
solo una niña!
De un fuerte
aleteo, la joven logró dispersar la humareda para revelar lo que parecía ser
una pequeña descalza, con túnica angelical, de larga cabellera rojiza, mejillas
marcadas y ojos verdes. Los miraba con curiosidad, sin sonrisas ni gestos de
ningún tipo más que el agitar de sus pequeñas alas.
—¿Una… niña?
Al guardarse
los arcos en las espaldas, se acercaron a ella. No mostraba ningún tipo de
emoción; simplemente los observaba en silencio, con curiosidad, como esperando que
dieran el primer paso para presentarse. En todos los Campos Elíseos no había
ninguna sola niña con alas, y la sorpresa era mayúscula.
Fue Curasán el
primero en hablar, acuclillándose ante ella para mirar esos preciosos ojos.
—Oye, bonitas
alitas, pequeña —inclinó su cabeza, su tono de voz se volvió juguetón—. Bienvenida
a los Campos Elíseos.
La niña pareció
paralizarse ante el gesto del joven, para luego sonreír como respuesta.
—¡Jo! Me ha
sonreído, Celes —el joven se golpeó el pecho y cabeceó divertido—. Me llamo
Curasán
—¿Cómo es que una
niña ha llegado hasta aquí?
No pudieron seguir
preguntándose más sobre la nueva y extraña recién llegada; una fuerte voz
femenina gruñó con fuerza a sus espaldas:
—¡Ya decía yo
que la fila parecía más corta que de costumbre! ¿¡Creían que iban a
escabullirse del entrenamiento de hoy!?
Ambos se
giraron con mueca preocupada. Se les erizó la piel al ver a la mismísima
Irisiel, su instructora, la Serafín arquera más habilidosa de los Campos
Elíseos, reconocible por sus seis alas extendidas imponentes y amenazantes.
Tras ella, repartidos sobre árboles o sentados sobre la hierba, una infinidad
de ángeles observaba con curiosidad, todos ellos sus compañeros de
entrenamiento que habían dejado atrás.
De larga
cabellera oscura que la llevaba atada en una coleta, de facciones finas en el
rostro que ocultaban con belleza la auténtica fiera que era, la alta Irisiel
avanzó hasta sus dos pupilos. Sonreía, mostrando unos marcados colmillos,
tamborileando su cintura.
—¿Les gustaría
el día de hoy llevar unas manzanas sobre la cabeza? Haríamos el entrenamiento
más divertido. ¿O prefieren que los desplume frente a todos? ¡Uf! Sería un
espectáculo digno de recordar.
—Cu-ra-sán —la
niña habló por primera vez; voz dulce y torpe, como quien habla otro idioma por
primera vez, robándose la atención de todos.
—¿Quién es la
niña? —preguntó uno de los ángeles, quien sentado sobre la gruesa rama de un
árbol, afilaba sus saetas.
—¡Tiene alitas
y todo! —rio otro, recostado en un tronco.
La Serafín
cambió su semblante al notarla. Apartando a sus dos estudiantes del camino, avanzó
y observó a la extraña criatura de arriba abajo. Su respiración aumentó como
los latidos de su corazón; un ligero mareo la invadió, pero se repuso a tiempo.
—Por los
dioses —susurró, plegando sus seis alas, sentándose sobre una rodilla ante la
niña—. ¡De rodillas, todos!
—¿Lo dices en
serio, Irisiel? —preguntó Curasán, mientras raudamente los demás ángeles
bajaban al suelo para arrodillarse ante la desconocida—. ¿Quién es esta
pequeña?
—¡Serás estúpido,
Curasán! —reprendió la instructora—. ¡De rodillas! ¡Es una Querubín!
—¿Una Queru…?
No terminó su pregunta
cuando Celes le propinó una patada desde detrás para ponerlo de rodillas.
—Una Querubín
—susurró su amiga, tapándose la boca—. ¿Cómo no lo había notado? ¡Es una
Querubín!
—¿Qué carajo
es una Querubín?
—¡Pedazo de animal!
—gruñó Irisiel—. Estamos ante el ser más puro de nuestro linaje. Es el ser más
cercano a los dioses, incluso más cercano que nuestro Trono. ¡Silencio y
mantente de rodillas, patán!
—¡En-entendido!
Cayó sobre el
bosque un largo y tendido silencio solo cortado por la tímida brisa. Aquello
era una escena extraña, una cantidad importante de ángeles guerreros le rendían
respeto a una niña que solo tenía ojos para el joven que jovialmente se le
había presentado. Fue él mismo quien, impaciente como era, decidió volver al
asalto:
—Esto…
Irisiel, ¿cuánto tiempo deberíamos estar de rodillas?
—Ni idea… —confesó,
mordiéndose los labios—. Es la primera vez que veo una Querubín.
—¿Y dices que
esta niña es nuestro superior?
—¡Te digo que
es una Querubín, claro que lo es!
—Oiga, Irisiel
—una voz surgió de entre el montón de ángeles—, a nuestro… superior… se le está
colgando algo de la nariz…
Alguna risa se
oyó pero inmediatamente fue diluyéndose; burlarse del ser de mayor rango de la
angelología podría ser contraproducente, concluyeron muchos. Rápidamente, Curasán
arrancó un pedazo de su propia túnica y se levantó para limpiarle la cara a la
niña. Los demás ángeles, poco a poco, se reponían. Unos entre sonrisas, otro desaprobando
el gesto de su compañero.
—Listo, como
nueva.
—¡Más cuidado,
Curasán! —Irisiel se acercó para apartarlo bruscamente. Alguien tan puro como
una Querubín no debería tener mucho contacto con un ángel de tan bajo rango
como él—. ¡No es una niña cualquiera!
La Serafín levantó
a la pequeña, tomándola de la cintura, mirando esos llamativos ojos verdes. Las
puntas de sus seis enormes alas se doblaron ligeramente conforme se mordía los
labios; una de las cazadoras más letales de los Campos Elíseos pareció enternecerse.
—¡Bueno! ¿Tienes
nombre, Querubín?
Solo obtuvo
otra sonrisa como respuesta, por lo que la sentó sobre sus hombros. La pequeña
se sujetó de la cabeza de la Serafín, observando asombrada a todos y cada uno
de los cientos de ángeles que se habían congregado allí para verla.
—Tremendo
espectáculo el que has hecho, Querubín, te admiro —Irisiel extendió sus majestuosas
alas—. Será mejor que te llevemos junto al Trono, seguro que él sabrá qué
hacer.
III.
2 de Junio de 1260
—¡Tremendo
espectáculo el que hemos hecho, Sarangerel!... ¡Hip! Me recuerda a aquella vez
que nos abrimos pasos a flechazos entre esa horda de cumanos…
Cruzar lentamente
el desierto con Odgerel siempre resultaba cansino, aunque a esas alturas ya me
estaba acostumbrando. Pero no estaban ayudando ni la calurosa primavera que se
sentía a cada paso ni el hecho de que Odgerel había advertido un par de odres
de airag negro guardados en mi montura. Para él, cualquier momento era bueno
para emborracharse.
Huimos hacia
el norte, siguiendo el sendero que marcaba el Nilo, y esperábamos llegar hasta
el Río Damietta, ya que lo utilizábamos como punto de referencia para retomar
el camino hasta Damasco. Un camino duro y largo nos esperaba, no exento de
peligros. Visto así, era normal que Odgerel quisiera beber y olvidarse por un
momento del infierno que nos pudiera aguardar.
—Odgerel,
perro, ¿vas a bebértelo todo o piensas compartirlo?
—¡Ya! Toma,
amigo… ¿Sabes lo que realmente lamento?… Haberme ido de esa ciudad con el
estómago vacío… y sin haber probado de una de esas egipcias... seguro que bajo
esos trapitos se esconden auténticos vicios…
—Odgerel,
cuando me retire del ejército te llevaré a un burdel del imperio de Tangut.
Allí verás lo que es una mujer de verdad y te dejarás de tonterías.
—¿Retirarte?
¿Retirarte, dices?… Escúchame, Sarangerel, ¿me dirás ahora por quién peleas?
—Por el
imperio mon…
—No, jala
barbas —extendió su brazo y me tomó del hombro. Si no estuviéramos montando,
probablemente me obligaría a pegar mi frente con la suya como tanto le gustaba
hacer en señal de camaradería—. Dime la verdad… ¡Hip!... Verás, cuando yo
desenvaino este sable, veo a mi mujer y a mis hermanas, y ruego que pronto todo
acabe para ir a reunirme con ellas. Pero… amigo, no quiero dejar el mundo con
deshonra, así que aunque deseo que el enemigo me dé el descanso que anhelo,
tengo que luchar con todo para mantener mi honor. Porque en el paraíso no hay
lugar para los hombres sin honor. No habrá mujer ni hermanas si no muero con
honor, amigo.
—Recuerdo a
tus hermanas, Odgerel, allá en Suurin. En el calor de mi yurta conocí muy bien
a algunas, ¿no te lo había dicho?
—¡Ja! ¡Auch,
la puta herida…! Escúchame, jala barbas, escoge bien tus palabras si no quieres
probar el acero de mi sable…
—Seguro que
las ovejas de Suurin extrañan tu cariño, amigo.
—¿Pero tú
quieres que mee en tu desayuno, escoria? Ya no quiero estar a tu lado… —se
apartó de mí—. ¡Hip! ¡Apuremos el paso y lleguemos a Damasco cuanto antes!
—gritó antes de caer estrepitosamente sobre la arena.
Conseguí
arrastrarlo hasta la ribera del Nilo, bajo unas rocas que sobresalían de la
arena y daban perfecto cobijo. Desde jóvenes siempre estuvimos juntos. Ambos
éramos los mejores guerreros de nuestro campamento, aunque él tenía un estilo
de lucha más salvaje, y yo anteponía el diálogo antes de intercambiar sablazos.
Como él, yo también
me encontraba agotado y solo quería cerrar los ojos, pero aún faltaba tiempo
para que la noche cayera, por lo que decidí comprobar el terreno a pie.
Cuando
avanzaba cerca de un pasaje angosto del Nilo, pensando que tal vez deberíamos
deshacernos de nuestras armaduras de cuero para confundir a unos posibles
mamelucos que pudieran partir a nuestra caza, vi algo que o bien podía ser un
espejismo o sencillamente la consecuencias de haber bebido ese odre de airag
negro.
Una hermosa
mujer estaba bañándose desnuda en la ribera; de largo pelo dorado, liso como un
lago salado, de senos juveniles, dueña de una silueta de redondeces como las de
los cerros que rodean Suurin, de esas que son capaces de endurecer hasta el
hierro pobremente templado. Me froté los ojos para comprobar que no fuera algún
espejismo de esos que nos habían advertido.
Aprovechando
el sesear del río, me acerqué sin ser oído y así poder sentarme sobre la arena,
a escasa distancia. Retirándome el casco, me deleité de la preciosa vista con
una sonrisa como no había esbozado en días. Los senos me recordaban a los de mi
mujer, de joven, tanto por el tamaño como las rosadas areolas, así como esos
pezones que lucían duros por el frío del agua. Era preciosa, parecía musitar
una canción conforme sus manos recorrían su trasero, algo sucio de arena y
polvo. Ansiaba levantarme y ayudarla a quitarse esas manchas, aunque el intenso
cabrilleo de las gotitas de agua en todo su cuerpo me tenía atontado.
Conocí a
varios camaradas que no dudarían en abalanzarse a por ella sin mediar palabra; fui
testigo de muchas desgracias de ese tipo, sobre todo en Persia, durante las
conquistas. Pero aunque tuviéramos cierta fama, lo cierto es que fuera del
campo de batalla somos hombres de costumbres y honor. Las mujeres y los niños
son de lo más sagrado. Y esa preciosidad, era, por el Dios Tengri, un regalo
caído del cielo para mis sufridos ojos; una auténtica perla resplandeciente a
orillas del Nilo que, sin saberlo ella, no solo logró endurecerme sino que me
alegró aquel terrible día.
Fuera ilusión
o no, deseaba que aquello durase para siempre. Pero el tiempo apremiaba.
—¡Escucha,
mujer!, ¿¡vienes con alguna caravana!? Me gustaría algunas provisiones. Prometo
devolver el favor si pasas por Damasco, en la caballería del Kan.
Dio un
sobresalto y se giró horrorizada para verme con esos preciosos ojos atigrados.
Se cubrió los senos y su entrepierna como pudo mientras chillaba de espanto. De
alguna manera consiguió sobreponerse a la sorpresa y me observó seriamente de
arriba abajo; tras aclararse la garganta, me habló en un terrible jalja, mi
dialecto.
—Tú… Te
reconozco… ¿Mongolia?…
—Me han
enviado aquí porque domino la lengua árabe —me levanté para acercarme a ella.
Puede que mi sonrisa la asustara—, pero también sé romano, puedes hablarme sin
miedo, perla del Nilo.
—¿Eres un
tártaro, no es así?
Repentinamente,
una saeta cayó en el agua, cerca de mis pies. Se había hundido hasta las plumas
pero al verla supe que pertenecía a los mamelucos; por la dirección que había
tomado, deduje que venía de las dunas delante de mí; probablemente se trataba
de un grupo que partió a nuestra caza.
—¡Sarracenos!
—gritó la joven.
Noté otra
saeta subir por el aire, pareció detenerse durante unos segundos en la altura,
para luego caer rápidamente en dirección nuestra; tomé de la cintura de la
joven y la empujé para afuera del río. No la pude esquivar a tiempo y mi muslo
derecho lo pagó caro. La seda que protegía mi pierna había impedido que
penetrara más, pero el dolor punzante era inevitable. Mientras ella retrocedía
a gatas hasta lo que parecían ser sus ropas, tan asustada que ni podía ponerse
de pie, salieron de entre las dunas tres jinetes mamelucos.
—¡Tenemos a la
mujer que ha escapado!... ¿Y… ese quién es?
Bajaron dos
guerreros de sus caballos para acercarse con gestos poco amigables.
Desenvainaron sus cimitarras para rodearme en el río. Risas e insultos caían
entre el chapoteo del agua. El dolor en mi pierna se volvía intenso, pero
durante la batalla uno aprende a dejarlo a un lado.
—¿¡Acaso te
duele!? —Repentinamente la muchacha se acomodó detrás de mí.
—Deberías irte
corriendo de aquí, mujer… y vestirte, de paso…
—¡Ah! ¡Cuidado,
ahí viene!
Uno corrió
directo a por mí, con una sonrisa en ese rostro repleto de polvo, con el agua
salpicando a su alrededor. No se esperó el puñado de arena que la joven le había
lanzado al rostro para entorpecer su ataque.
Desenvainé mi sable
y lo usé para desviar el primer espadazo. A base de fuerza bruta, levanté su
cimitarra al aire para así poder tener un hueco; le di un codazo al pecho que
le quitó el aliento. Antes de que reaccionara, conseguí enterrar mi espada en
su corazón. Otro muerto más en mi haber; uno cree poder acostumbrarse al grito
de dolor del enemigo, al rostro torciéndose de dolor, al hilo de sangre en su
boca y a su agonía final, pero lo cierto es que todo ello solo empeoraba mi
temor a la batalla.
Cayó al agua y
con su cuerpo inerte fue mi espada. Solo me quedaba el arco y ni en mis mejores
sueños lograría prepararla a tiempo: el segundo guerrero venía corriendo a por
mí, no supe si llorando por la pérdida de su camarada o simplemente se trataba
de algún un grito de guerra.
—Lo que daría
por otra espada…
—Aquí tienes
—dijo suavemente la muchacha, poniendo el mango de una espada en mis manos. De
reojo noté un escudo de seis rayas, rojas y blancas, en el pomo. Juraría que lo
había visto en algún otro lugar—. Por favor, no la pierdas.
—¿Tenías una
espada? ¿Pero cómo es que…?
—¡No hay
tiempo, ahí viene!
Otro
intercambio de acero a orillas del Nilo. Esta vez pude darle una patada al
enemigo para tumbarlo y recuperar la espada que conseguí clavarle en su
estómago. Aquello era un ritual tan inesperado como desagradable, ¿quién espera
en una misión diplomática matar a otros hombres? Por dentro detestaba todo
ello, pero el enemigo, en sus últimos segundos, solo vio la aparente quietud de
mi rostro salpicado de sangre, la de un lobo salvaje que está acostumbrado a
segar vidas.
Desde la
distancia, el tercer enemigo, montado sobre su caballo, gritó a todo pulmón la
pérdida de sus dos camaradas. Pero me tenía miedo, había visto mis habilidades
y demostré que aún herido podía dar batalla. Por ello decidió permanecer en la
montura y tensar su arco desde la seguridad que ofrecía la distancia.
—¿Por qué no
has huido, perla del Nilo? —pregunté avanzando un paso para apartarme de ella y
a la vez llamar la atención al arquero—. Ahora es un buen momento.
—De haber
huido no tendrías oportunidad alguna contra ellos —dijo avanzado otro paso para
pegarse de nuevo a mi espalda. Gruñí. La mujer tenía razón, si no fuera por su
espada, probablemente yo estaría muerto—. Ni yo tampoco, para ser sincera.
Una nueva
saeta se oyó cortando el aire, ahora detrás de nosotros, y con dirección al
guerrero mameluco. Fuera quien fuera, le acertó al pecho y él perdió el
equilibrio. Antes de que pudiera reponerse, otra flecha se clavó en su cuello;
el enemigo se desplomó de su montura con un horrible gesto de dolor en su
rostro inerte.
Cuando nos
giramos, vimos que de entre las dunas salió un guerrero tensando su arco, aunque
el sol tras él me impedía reconocerlo. Pero fue oír su voz y tranquilizarme.
—¡Hijos de
puta! ¿¡Alguno de ustedes mamelucos podría hacerme el favor de matarme!?
—¡Odgerel, qué
bueno oírte, perro!
Caí de
rodillas porque el dolor en la pierna se me hacía insostenible. Apenas me dio
fuerzas para mirar cómo se acercaba mi camarada, algo errático en su caminar
pues aún parecía estar borracho. Observó fugazmente a la muchacha que, a un
costado de la ribera, se hacía rápidamente con sus ropas.
—¡Que mi
caballo me lleve al cielo! Sarangerel, ¿¡estás viendo lo mismo que yo!? —Odgerel tomó de mi hombro, sin dejar de
contemplar seriamente a la muchacha—. ¿Será un espejismo de esos?
—Odgerel… No
estás imaginando cosas. Pero primero tu camarada, luego la mujer. Ahora mismo
tengo una puta flecha en la pierna…
—¡Tártaros!
—gritó la joven mientras se ajustaba un cinturón por sobre su blanca y
desgastada túnica de lino—. Os ruego que me ayudéis para llegar a Acre. La
caravana en la que venía fue atacada por estos sarracenos y no tengo caballos.
—Oye, oye, mujer,
por mí estabas bien así sin esos trapitos…
—¿Acre? —pregunté
entre dientes mientras Odgerel me ayudaba a quitarme la flecha de la pierna,
tomando del astil para girarla lentamente de derecha a izquierda, y luego de izquierda
a derecha. Dolía hasta el alma—. Los barones de Acre son cristianos pero no son
muy diplomáticos con los mongoles… no es un destino al que deseáramos ir —dije
reponiéndome, buscando por el cadáver del mameluco para recuperar mi sable—. Nosotros
vamos a Damasco.
—Puedes
acompañarnos si gustas —sonrió Odgerel, jugando con la saeta mameluca entre sus
dedos—, en mi caballo siempre hay espacio para una mujer…
—Deja de
pensar con el nabo, Odgerel.
—¿Yo?
Sarangerel, no fui yo quien terminó con una flecha en el muslo por proteger a
una mujer. En el fondo las amas tanto como a tu caballo…
—¡Me llamo
Roselyne!, soy del reino de Francia. He… he venido para buscar a mi hermano, está
en Acre, al servicio del Rey Luis.
—¡Jo! Una
mujer brava atravesando el desierto con decisión, me gusta, en la cama seguro
eres una fiera —Odgerel fue hasta el mameluco que había asesinado para
recuperar sus flechas—. ¡Pero las mujeres sois al final todas blandas, no
aguantarás mucho tiempo si sigues yendo sola!
—Poco me conoces
para decir eso, tártaro.
—Mierda, cómo
odio pelear… —me quejé tras limpiar mi sable, antes de guardarlo en la funda—.
Como he dicho, vamos a Damasco. Puedes seguirnos si deseas, hay cristianos allí,
son los francos del reino Armenio de Cilicia con quienes está aliado nuestro
Kan, y podrías esperar a por una caravana. En cuanto al caballo, puedes tomar
uno de los mamelucos…
No se lo habrá
pensado mucho; un largo, vasto y peligroso desierto le quedaba por recorrer en
completa soledad. Necesitábamos de sus provisiones, si es que las tenía, y ella
de nuestra compañía y seguridad.
—He oído cosas
sobre vosotros —dijo Roselyne—. Pensaba que un tártaro se hubiera abalanzado a
por mí para violarme sin siquiera preguntar mi nombre. Pero mis ojos no me
engañan. Me habéis salvado de los sarracenos y estoy agradecida.
—Estoy seguro
de que te han contado historias. Pero no nos confundas con salvajes, somos
enviados por el Gran Kan en misión diplomática. Somos emisarios.
—¡Relaja los
ánimos, mujer! —Odgerel sonreía, guardando sus flechas en el carcaj—. Damasco
está para este lado, la ruina para el otro. Así que, ¿a dónde quieres ir?
IV.
En el centro
de los Campos Elíseos, alejados de los frondosos bosques de entrenamiento, de
los gigantescos jardines de ocio, de las pequeñas islas y de los mares que la
rodean, se encontraba erigido el imponente Templo donde el viejo Nelchael,
Trono y líder de la legión de ángeles, observaba con gesto serio a la pequeña pelirroja
sentada sobre los hombros de la Serafín. El salón estaba repleto de ángeles
que, curiosos y sorprendidos, querían observar a la recién llegada.
—Nelchael, mi
señor, buenas tardes —saludó la Serafín, ante él, sentada sobre una rodilla
mientras la pequeña jugaba asombrada con los rizos de su cabellera—. Sus alas
se ven muy bien.
—Irisiel… —el
Trono se acarició su canosa barba, achinando los ojos para ver a la pequeña
sentada sobre los hombros de la letal arquera—. Dime que ya estoy viejo y que
veo cosas que no debo…
—Mi señor, sus
ojos aún funcionan, ¡es una Querubín! ¿Cree que los dioses la pudieron haber
enviad…? ¡Mierda, la niña me ha arrancado un pelo!
—¡Cuida esa
lengua, Serafín! —rugió Cygnis, el particular ángel consejero del Trono que
nunca dejaba su lugar a su lado—. ¡Estás en un templo sagrado, en presencia de
nuestro líder!
—¿Qué…? ¿Te
han crecido cojoncillos, Cygnis? —la Serafín mostró los colmillos de su amplia sonrisa—.
Me gustan los ángeles con cojones, para practicar tiro al blanco. Hacen que la
palabra “espectáculo” cobre una nueva dimensión.
—No soy
ninguno de tus estudiantes, Serafín, no temo tus bravuconadas.
—Pues eso lo
vamos a arreglar…
—¡Suficiente,
ambos! —el Trono se frotó la frente—. Por los dioses, me da dolor en la cabeza
solo de oírlos.
Nelchael levantó
de nuevo la mirada y la observó por largo rato. Al contrario del resto de
ángeles de la legión, no pareció verse impresionado por la pequeña, ni siquiera
cuando ella extendió su brazo y así poder palpar su rostro. Preguntó a la niña de
dónde provenía y cuál era el motivo de su presencia, pero tal como le habían
advertido, aún no hablaba.
El viejo Trono
suspiró, mirando el montón de ángeles que esperaban atentos una respuesta suya.
Desde que Lucifer fuera expulsado de los cielos, en el lejano inicio de los
tiempos, los ángeles nunca más volvieron a saber de los dioses. Sus creadores
desaparecieron misteriosamente, dejándolos huérfanos y afligidos debido a la
inexplicable ausencia. Pero ahora, una Querubín, el ser más cercano a los
dioses, había llegado a los Campos Elíseos. Aunque, tras milenios de espera, el
viejo Trono prefería una mejor señal que una niña que aún no podía ni hablar.
—¿Debería
sonreír o algo así? ¿Siglos esperando que vuelvan los dioses y esto es lo que
obtenemos? Una Querubín que no es capaz de pronunciar una palabra… ¿Alguien
quiere mi cargo y decirnos qué hacer?
—Recomendaría
que se integrara en nuestra sociedad, mi señor —susurró Cygnis—, después de
todo, tal vez más adelante nos pueda aclarar de alguna manera cuál es su
objetivo y quién la ha enviado.
—Nelchael —la
Serafín cabeceó afirmativamente—, me parece que es lo correcto. Pero no se lo
tome a mal, a mí no me mire si busca una niñera. Tengo alumnos, y están
esperando que las clases continúen. Además, dudo que los otros dos Serafines se
presten a la labor.
—¿Quién la ha
encontrado?
—Ehm… Curasán
la ha encontrado, mi señor. De hecho, “Curasán” es lo único que ha dicho la
Querubín desde que llegó.
—¡Curasán!
—gritó el Trono.
Una tímida voz
surgió de entre el montón de ángeles desperdigados en el salón:
—¿S-sí, mi
señor?
—Cuídala. La
dejo a tu cargo.
—¿En serio? —Curasán
extendió sus alas en un acto involuntario. El ángel más torpe de los Campos
Elíseos se haría cargo del ser más importante de la angelología; muchos rieron,
otros temieron por las consecuencias que aquello implicaba—. ¿Por qué yo? ¿Solo
porque la niña me ha nombrado? ¡Fue Celes quien la salvó antes de que yo la
matara en el bosque!
—¿¡La ibas a
matar, mendrugo!? —gruñó su instructora.
—¡Por los
dioses! ¡Cuidad el lenguaje en este salón! —protestó Cygnis.
—¡Mierda, Cygnis
—la Serafín estaba desatada—, realmente dan ganas de darte un flechazo al culo!
—¡Silencio,
por el amor de los dioses! —todos callaron al oír la voz ronca y autoritaria
del viejo Trono—. Me cansa solo de escucharles… Ya no estoy para estos
rifirrafes vuestros. Si la Querubín ha dicho tu nombre, Curasán, no tienes
absolutamente nada que decir.
—Me cago en…
—¡El lenguaje,
cuidad el lenguaje en este templo sagrado!
Se ocultaba el
sol en el horizonte de los Campos Elíseos. El revuelo que había causado la
llegada de la Querubín se había serenado, y en una plaza bañada por el naranja
del cielo y el cantar lejano de un coro, la pequeña avanzaba lenta y torpemente
entre el gentío que la observaba con curiosidad; buscaba a alguien de entre ese
montón de ángeles que poblaba el lugar. Uno en especial, sentado en un
banquillo, de brazos cruzados y rostro contrariado que se quejaba de algo con
una amiga suya.
El joven
Curasán dio un respingo al sentir las manitas de la pequeña pelirroja, que
apretaron fuerte sus dedos. Ella sonreía y en sus ojos chispeaba el atardecer;
parecía evidente que la niña había entendido la orden del Trono, la de estar al
lado del muchacho que la había encontrado.
—Pero bueno, enana,
tú de nuevo —suspiró Curasán—. Oye, Celes, en serio, ¿tengo algo en las alas y
no lo noto?
—No, más bien…
creo que le gustas —su amiga le codeó.
—Ajá, bueno...
pequeña, realmente te la tienes tomada conmigo, ¿eh?
—¡Te has
salvado por hoy, Curasán! —gritó la Serafín a lo lejos—, ¡con las ganas que
tenía de desplumar esas bonitas alas que tienes! ¡Uf! Iba a ser un espectáculo
digno de recordar…
—Pues… viéndolo
de esa manera —sin mucho esfuerzo, levantó a la pequeña y la sentó sobre sus
hombros—, parece que me has salvado de una buena, Querubín. Al final resultaste
ser una pequeña perla a orillas de un río.
—Me pregunto
si tiene un nombre —Celes se inclinó para acariciar sus pequeñas alas—, ¿o
acaso deberíamos pensar en uno? Ya sabes… uno provisorio…
—Estaba
pensando en “Colorada”, pero creo que “Perla” le queda bien… ¿Te gusta, niña?
—¿Crees que el
Trono aprobará ese nomb…?
—Per-la —la
pequeña soltó torpemente, mirando asombrada la puesta del sol. Chispas doradas centelleaban
en el cielo. El coro angelical a lo lejos acompasaba el paisaje.
—¡Hala! ¿Lo
has oído? Pues si la Querubín misma lo dice, supongo que no hay nada más que discutir.
Pequeña Perla, ¿lista para hacer historia al lado del gran Curasán?
V.
2 de Junio de 1260
Caía el sol
tras las dunas, y pronto tocaría una fría y dura noche. En medio de la
inmensidad del desierto, los tres avanzábamos lentamente sobre nuestros
cansados caballos. Odgerel, como no podía ser de otra manera, no calló durante
el trayecto. Es más, parecía bastante renovado con una mujer haciéndonos
compañía.
—Y… ¿cómo es
que una mujer como tú decidió cruzar el mundo en búsqueda de su hermano?
—Bueno, tengo
mis razones —dijo ella, sacudiéndose el polvo sobre su túnica de lino—. No creo
que mis motivos resulten incomprensibles. Ustedes también deberían ser capaces
de ver el valor de una familia.
—¡Jo!, ¿has
oído eso, Sarangerel? Eres mi mujer ideal, Roselyne… si no fueran por esos ojos
enormes que tienes, te escogería como mi esposa. Pero es un reto que estoy
dispuesto a aceptar, ¿qué me dices? ¿Quieres formar un clan poderoso conmigo?
—Realmente no
sabes cuándo callar esa boca, tártaro…
—Suficiente,
Odgerel —ordené a lo alto de una duna.
Damasco aún
estaba a cuatro días y quién podría asegurarnos de que ya no éramos perseguidos,
pero viendo el imponente atardecer del desierto solo quería disfrutar de la
vista. Chispas doradas centelleaban en la arena; el brillo naranja del sol se
desparramaba en el cielo, ocultando con su belleza todos los peligros que nos
aguardaban. Era el mundo desde una perspectiva más agradable.
—Odgerel,
escúchame… —tome una pausa y suspiré para mirarlo a los ojos—. Peleo por mi
hijo.
—¿Ese pequeño?
Lo recuerdo. ¿Está en Suurin, no?
—Sí —cabeceé,
cerrando los ojos—. Pero ahora que entraremos en guerra se hará difícil volver
junto a él.
—Ya veo, Sarangerel…
tienes mi palabra de que te ayudaré a encontrarte con tu niño. Un hombre no
debe irse de este mundo sin despedirse de su hijo.
—Tenemos mucho
en común —afirmó la francesa, con un tono de voz sereno—. Con motivaciones así
no hay duda de por qué tenéis la fama de invencibles. Guerrero tártaro, espero
que lo consigas.
Avanzamos en
completo silencio, lo cual parecía hasta sorprendente conociendo a Odgerel,
pero al rato se acercó para tomarme del hombro. Gruñó brevemente una canción de
nuestro pueblo para luego mirarme con una sonrisa enorme.
—¡Por el Dios
Tengri! Menudo día hemos tenido, ¿no lo crees, Sarangerel?
—¿Y esa
sonrisa en tu rostro, perro?
—Bueno… me
alegra saber que no soy el único que tiene en mente algo más que un imperio. Mi
corazón está feliz porque ahora estoy seguro de que nos veremos en el paraíso,
amigo mío.
Continuará.
Portada: Bitrix-Studios
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