Una florista y un estudiante de medicinas, rumbo a un destino especial.
Los médicos
estamos acostumbrados, para bien o para mal, a lidiar con la muerte. En el
hospital, día a día, noche tras noche, nuestras experiencias terminan transformándonos
no en seres inhumanos pero sí en personas más metódicas, calculadoras. Menos
emotivas. Porque las emociones conspiran contra esa serenidad necesaria en
nosotros. Cuando comencé mis prácticas a los veinticuatro años, veía a un
paciente y tendía a ver números, informes, imágenes y exámenes complementarios a
su alrededor antes que a una persona. Hacía que todo se me hiciera más
llevadero.
Pero todo
dio un vuelco cuando conocí a una mujer en una fría tarde en el jardín del
hospital. Estaba agotado tras una jornada larga en la sala de pediatría
oncológica. Había una pequeña niña ingresada, Anita, que me encandiló con su
actitud altanera, sus chispeantes ojos y su sonrisa pícara; siempre
conversadora, siempre dialogando conmigo sobre noticias del mundo del fútbol,
por más raro que pareciera en una chica. Como yo era el más joven en la sala,
me solía reclamar para que me sentara al lado de su cama y la escuchara por largo
rato.
Mi
supervisora me decía, aguantándose una carcajada, que aquello también era parte
de las prácticas.
Pero me
jodía tocar la manita de alguien que no había vivido ni un tercio de lo que yo,
ver esa inocente sonrisa, casi desconocedora de que había algo dentro de ella
que de un día para otro nos la arrebataría. Me tocaba tanto la moral, se me
querían destruir los números, informes e imágenes que forjé a su alrededor, que
cuando la niña se ponía a dormir debía salir sí o sí a respirar aire puro en el
jardín. Era mi terapia diaria para tratar de armarme de valor, de reconstruir
mi muralla y volver con todo al rodeo.
Así que un
día de esos, sentado en el banquillo, intentando asimilar todo ese vendaval de
emociones, tratando de aparentar el hombre que aún no era, se sentó a mi lado
una mujer. Y cuando la miré… ¿para qué voy a mentir? Era, por Dios, la mujer
más hermosa que jamás había visto. ¿Qué? Lo digo en serio. O sea, no era de ese
tipo de mujer con el cuerpo tallado tras horas, días, semanas, meses, años y
siglos en un gimnasio, que viste provocativa y se remoja los labios todo el
rato. No.
Y no es que
la cursilería fluya en mí, pero por dios, recuerdo que cuando la vi, todo
dentro de mí se resquebrajó: mis números, mis informes, mis reportes, mis
exámenes médicos, todo mi murallón fue partido; vaya usted a saber por qué, tal
vez por estar emocionalmente destrozado o simplemente porque el café de aquella
mañana tenía leche cortada.
Así que
allí estaba ella, mirándome, sonriéndome, irradiada por el sol. Preciosa y
larga cabellera rojiza, ojos verdes, pecosa; labios finos pero carnosos que
esbozaban una pequeña sonrisa de hoyuelos atractivos. Se retiró un mechón de
pelo viendo mi cara de idiota.
—Siempre te
veo aquí —dijo risueña—, todo abatido por cinco minutos, hasta que de repente
te sacudes la cabeza, te levantas y vuelves a entrar.
Pero yo
nunca la había visto. Y me sentía el hombre (¿muchacho?) más imbécil del mundo
por no haberla notado entre el gentío, los médicos, los pétalos de flores del
jardín que levantaban vuelo e iban y venían erráticos por el lugar. Veía todo
eso pero nunca la había notado.
—Eso de
sacudir la cabeza me asusta, chico, la verdad… Así que te traje esto.
Me acercó
una flor liliácea de cinco pétalos alargados. Era parte de las flores que solían
adornar el jardín. La tomé sin saber qué decir pero adentro de mi cabeza las
cosas se revolucionaban: “Di algo, por el amor de Cristo, que seguro me cree
mudo ya”.
—Te veo y
más o menos entiendo lo que acarrea tu trabajo, chico. Esta es una flor
conocida como “Malva”, y significa… bueno, básicamente, significa “Sé cuánto
sufres”.
Entonces,
los engranajes de mi cabeza empezaron a funcionar por fin en el momento que
tomé del tallo. Soy lento, sí. Seis veces más lento que el promedio. Donde
todos caminan, yo avanzo a saltitos ingrávidos, como si estuviera en la Luna.
—Gracias.
Y… lamento haberte asustado, lo de sacudir la cabeza antes de levantarme es una
manía que me la voy a sacar.
—A mí me parece
gracioso. ¿Eres doctor?
—Practicante
médico. ¿Y tú qué haces por aquí?
—Yo… vengo
a menudo para ver a alguien especial. A veces, antes de retirarme, me detengo a
ver el jardín. No sé quién es la encargada, pero te digo que sabe muy bien cómo
hacer contrastes con los colores de las flores. Mira las orquídeas, los
claveles, las rosas, los gladiolos… ¡Y las magnolias allí! Es realmente
precioso, ¿no crees?
—Bueno —dije
mirando el montón de flores agolpados, ese estallido de colores sobre el verde
brillante del césped. Realmente yo no tenía ni puta idea de qué me estaba
hablando. Para mí eran un montón de flores, bonitas, sí, pero para ella había
una obra de arte cuidadosamente gestada—. Sabes un montón sobre flores…
—Tengo que
hacerlo. Administro una florería, a dos cuadras de aquí nada más. Se llama “El
Jardín”. Si un día quieres regalarle algo distinto a la novia, pásate un rato
para comprar algún ramo, ¿sí?
Y se levantó
para irse, llevando su cartera sobre el hombro, sacudiendo su cabellera. Solo
un pensamiento asomaba. Podía sumirme en un caos mental; pensar en mi siguiente
turno, o en mirar el mensaje vibrante que entraba en mi móvil, o incluso en qué
frase podría haberle dicho para causar una mejor impresión. Pero nada de eso se
me cruzó por la cabeza. Los hombres maquinamos distinto. Yo maquino en la Luna,
para variar:
“Tengo que
verla otra vez…”.
A la mañana
siguiente fui para charlar con Anita, era mi día de descanso pero aproveché
para hacer algo productivo que no fuera ver televisión en un departamento
pasado por tres tornados. La niña aún no sabía de la sorpresa que le había
preparado: entré a la sala con un balón de fútbol que compré de venida, y tras
previo permiso de mi supervisora, que no supe por qué motivos estaba bastante
de mal humor, la llevé afuera, hacia el estacionamiento. La idea era jugar a
los penales mientras discutíamos de por qué el rendimiento de nuestra selección
de fútbol había caído tanto en picado.
Se le iluminaron
los ojos y su sonrisa no amilanó en todo el día. Anita era muy buena pateadora
y yo pésimo portero. Nuestra improvisada portería era solo la pared del edificio,
mientras que los postes lo marcaban un par de pequeñas grietas. No había
travesaño.
—Hoy es el
cumpleaños de Natalia, ¿no es ella tu supervisora, Pablo? —preguntó preparando
el balón en el suelo.
—No me
digas. Eso explica esa cara que me ha puesto esta mañana.
—¡Claro!
Está enojada porque ninguno de sus alumnos le ha felicitado.
—¿Debería
comprarle algo?
—Tú veras. ¡Allá
va!
El remate
de Anita terminó por estrellarse en el lado equivocado de la pared. Festejó un
gol pese a haberlo fallado. Se lo reclamé. Me lo discutió porque “fue al
ángulo”. ¿De qué ángulo hablaba, por Dios? Desistí porque sé que discutir con
ella es un caso perdido.
Volvió a
rematar cuando la pelota se acercó botando hacia ella. Ese remate sí que fue
potente… para alguien de su edad. Pero demasiado elevado. Casi tocó la ventana
de una habitación del segundo piso, de hecho. Abrimos los ojos como platos,
todo tensos, aunque no pasó a mayores.
—¡La
mandaste a la Luna, enana!
—¡Ufa!…
¡Fue altísimo! En fin… vaya golazo, ¿no?
—Creo que necesitamos
una portería de verdad —me reí.
—Oye,
Pablo, ¿alguien mandó alguna vez una pelota a la Luna?
—¿Eh? Claro
que n… Sí, hubo varios. Roberto Baggio, Sergio Ramos, ¡montones! Pero no es
algo que se pueda conseguir con facilidad, así que no vuelvas a intentarlo
porque no te va a salir.
Noté,
mientras el balón botaba de vuelta hacia ella, que la pelirroja del otro día estaba
pasando cerca del estacionamiento. Me miró de reojo y me saludó brevemente. Ni
siquiera me di cuenta que Anita ya se estaba preparando para mandar un balonazo
directo a mi cara. Nunca supe si fue su intención o solo un acto cruel del
destino para hacerme quedar más idiota.
Minutos
después, cuando se me pasó el entumecimiento, Anita se acercó abrazando su
balón. Levantando la mirada al cielo, me dijo:
—Oye,
Pablo… practicaré todos los días para mandarla a la Luna.
—¿En serio?
No tiene sentido practicar fútbol para eso…
—Pues lo
voy a hacer porque me dijiste que no es fácil.
Anita es
muy inteligente aunque a veces no lo aparente. Hay sabiduría en sus palabras.
Además supo que yo realmente no estaba del todo con ella; me lanzó el balón con
sus manos y se rio de mí cuando en un acto reflejo la atrapé. O bien pudo
haberse reído por la marca roja que me dejó en la nariz debido al balonazo que
me había propinado.
—¡Pablo! ¿Estás
pensando en esa señora?
—¿Qué
señora?
—Hmm… No te
hagas. ¡Si está vieja para ti!
—¿¡Qué
dices!? No estaba pensando en ella —mentí—. De todos modos, Anita, está difícil
la cuestión con ella, ¿no crees?
—Eres tonto
por lo que se ve. Si te dije que voy a mandarla a la Luna, lo voy a hacer, por
más complicado que sea —señaló el cielo con su índice, sonriéndome. En ese
momento se me estaba cayendo la quijada al suelo porque Anita me estaba
asustando con esa mezcla rara de niñerías y madurez en su hablar—. Así que yo
te pregunto a ti, Pablo… ¿tú también quieres ir a la Luna?
1. ¡Vamos a ir a la Luna! ¡Vamos a ir a la Luna,
no porque sea una empresa fácil, sino porque es una difícil! (John F. Kennedy)
En la
recepción del local “El Jardín”, una joven de largo pelo castaño y cara aniñada
parecía estar metida en algún chat telefónico conforme masticaba un chicle. Carraspeé.
Ella seguía inmutable, siempre fija en su móvil.
—Disculpa —decidí
tamborilear el mostrador—. Necesito ayuda.
Levantó la
mirada un momento. Sin dejar de escribirle al novio o amiga, me señaló con su
mentón un extremo de la tienda, allí donde el sol se colaba por entre las
letras de la publicidad en la vidriera, allí donde las largas macetas de barro
sobre los estantes lucían repletas de flores de varios colores.
—Habla con
Susana, ella te va a atender —hizo un globo con la goma y lo reventó—. Estoy de
descanso.
Avancé como
pude entre los floreros que colgaban del techo y las macetas que entorpecían mi
andar. De espaldas a mí, una mujer parecía hacer algún tipo de manualidad con
las flores. Larga cabellera rojiza que caía lisa hasta media espalda,
terminando en rulos. Llevaba un vestido blanco, largo. Se enmarcaba una cintura
ancha pero atractiva. “Se llama Susana”, pensé. “Es un buen comienzo”.
—Disculpa, ¿Susana?
—Ah, ¿sí? —se
giró. Allí cayeron de nuevo todos esos dogmas que forjé a mi alrededor—. ¡Mira
quién ha venido! Chico, ¿estás aquí por un ramo para la novia?
—Dios
santo…
—¿Qué te
pasa?
Era
preciosa. Un ángel. Se desbocaba el corazón; me estaba quedando de nuevo como
el idiota que no quería proyectarle. Me di una zurra interna para despertarme.
—Susana, tengo
un problema.
—¿Problema?
Ah, ¿qué pasa con la novia?
—No, no hay
novia. Me acabo de enterar que hoy cumple años mi supervisora… Mira, me he
olvidado…
—¡Ja! Estás
en problemas. ¿Y piensas regalarle flores?
—Nunca he
regalado flores. Como dijiste que tu local estaba cerca, pensé en pasar...
Sin dejar
de sonreír avanzó hasta un grupo de flores moradas para sacarlas de sus macetas.
Limpiaba los tallos y de vez en cuando los medía con la mirada, antes de
pasarle tijera. Las nivelaba.
—Tranquilo,
te haré un ramo rápido. ¿Ya hablaste con ella?
—Sí, antes
de venir aquí… Bueno, simplemente dijo que no pasaba nada. Que no había problemas,
que tenía mucho trabajo y que hablaríamos luego.
—¡Pues
tienes problemas, te digo!
—Lo sé.
Espero que ese ramo funcione.
Tomó luego
ramas verdes y fue incrustándolas entre las flores lilas y blancas que había
tomado. “Lentisco”, como más tarde lo sabría. Todo lo iba incorporando
hábilmente en su puño. Mejor dicho, entre dos dedos. Recortaba los tallos bajo
su mano, que formaban una espiral.
—Bueno,
hago ramos, chico, no milagros.
Pasó una
cinta gruesa para sujetarlas por la parte superior del tallo, y con un papel de
seda color plata, las enrolló y me entregó el ramo de flores más pomposo que
haya visto.
—Estas
flores moradas se las conoce como Áster. Ideales para pedir perdón. Las flores
rosadas son las azaleas, que significa aprecio. Y… estas blancas con fondo
amarillo son narcisos. Estas son de mi parte: significa “Buena suerte”. Porque,
chico, la vas a necesitar.
—Gracias.
Espero que le guste… Por cierto, me llamo Pablo.
—Encantada.
Paga a Paola antes de salir, es mi hija. Si te ha ayudado el ramo, espero que
vengas a por más.
—Palabra,
Susana.
Un par de
horas después volví a la tienda. Solo estaba la joven, sentada en donde
siempre, absorta en su chat. Levantó la mirada para verme y al instante volver
a sus asuntos.
—No
aceptamos devoluciones —contestó secamente.
—No he
venido por una devolución. He venido para agradecer a tu madre.
—Pues se lo
diré. Adiós.
—¿Tratas a
toda la clientela así?
Resopló. Yo
también.
—Si quieres
hablar con ella, fue a la plaza en frente. La vas a ver rápido, está cerca de
la fuente de agua, fue para ponerle nenúfares.
—¿En serio?
Mira, ¿me puedes ayudar un poco? Quiero otro ramo. ¿Tú sabes hacer un ramo?
Volvió a
levantar la mirada. Oscura ya. Tragué saliva; la hija era aterradora.
—¿Quieres
regalarle un ramo de flores a mi mamá?
—¿Hay un
problema con eso?
—Yo sé que
ella es muy bonita. Pero te cuento que no eres el primero que va tras ella, ni
serás el último en ser rechazado. Eso sí, nadie ha cometido la estupidez de
regalarle un ramo de flores a una florista.
—¿Pero qué
te hace pensar que quiero algo con tu madre? —No, en serio. Primero Anita,
ahora la hija. ¿Qué carajo estaba haciendo para llevar mis intenciones tatuadas
en la frente?
—Y encima
andas con novia y todo, buscando a una mujer mayor… ¿No te da vergüenza?
—¿¡Qué
novia!? ¿¡En serio tratas a todos los clientes así!?
—¿Y para
quién era el ramo que querías? ¡A los pervertidos los trato así!
—¡Escucha,
solo quiero un ramo de flores para agradecerle el detalle que tuvo conmigo!
—¡Ya! ¿Por
qué no elijes uno de los que ya está hecho?
La plaza
estaba a rebosar de gente. Hombres de oficina, estudiantes, vendedores
ambulantes; toda una amalgama de personas dispersas y disfrutando del cielo
naranja del atardecer. La mujer estaba sentada en un banquillo cerca de la
fuente de agua, no tardé en ubicarla.
Dio un
pequeño respingo cuando me senté a su lado. Tal vez no me reconoció y se
asustó. No la culpé, solo nos habíamos visto por contados minutos en toda
nuestra vida.
—Mi supervisora
está chapada a la antigua, Susana, tu ramo me salvó la tarde —sonreí, acercándole
un ramo repleto de flores púrpuras—. Tu hija me ha dicho que estas significan “Gracias”.
La mujer me
reconoció y echó a reírse. Era preciosa. Un ángel. Y yo un idiota por regalarle
flores a una florista.
—No, los
crisantemos no quieren decir eso. Pero gracias.
—… Pues
vaya con la hija, al menos debería saber algo del negocio…
—Oh, no te
creas. Ella sabe y bastante. Y sabe perfectamente lo que significan los
crisantemos en un ramo. Pero muchas gracias por el gesto, Pablo.
—¿Qué… qué
significan entonces?
No pudo
responderme porque blanqueó los ojos y pareció tambalearse. Cuando le pregunté
qué le sucedía tampoco contestó. “¿Los crisantemos exorcizan demonios o qué?”.
Eso sí, peligrosamente iba a caerse del banquillo así que la sujeté.
—Ehm…
¿Susana?
Miré para
todos lados de la plaza; el gentío no se daba por enterado que esa mujer había
caído en mis brazos. Literalmente hablando. Me levanté cargándola. Su cartera
rodó por el suelo; brazos y piernas colgaban. Mis números, reportes y exámenes
comenzaron a erigirse a mi alrededor. A forjarse para poder entender qué le
estaba sucediendo. No había dado muestras de dolor, no había tosido, no hubo
señales de vértigo. ¿Pudo ser algo de origen neurológico? ¿Tal vez un problema
cardiovascular? ¿Arritmia?
—¡Chico,
hay un motel aquí a tres cuadras! —gritó un hombre entre risas.
—¿¡No te da
vergüenza!? ¡Podría ser tu madre! —gritó otro.
—¿¡Qué
dices, cabrón!? ¡Se ha desmayado! ¡Una ambulancia, por Dios!
2. Houston, tenemos un problema (Jim Lovell, Apolo
13)
La neurofibrosarcoma
schwannoma es un tipo de cáncer de los cientos que vas a
encontrar cuando paseas por los pasillos de un hospital como el mío. Es similar
al que tiene Anita, peligrosamente cerca del corazón, aunque con variantes. Y era
lo que Susana tenía, aunque en la columna vertebral. Deduje entonces que ella
no iba al hospital para ver a alguien especial, salvo que “especial” sea el
oncólogo. Como yo estaba en el primer año de mis prácticas, me tocaba el
departamento onco-hematológico de la sala pediátrica, no la de adultos, razón
por la cual nunca la había visto durante sus chequeos de rutina.
Y allí
estaba yo, un día después de su desmayo, tratando de entablar conversación con
su hija en la sala de espera. Sin móvil en mano parecía más bonita. Pero estaba
nerviosa en su asiento, no paraba de tamborilear sus rodillas.
—Paola, ¿desde
hace cuánto que tu mamá lo sabe? El tumor…
—Un año, o
casi un año. Lo de los desmayos parecía cosa del pasado tras las sesiones de
quimioterapia, pero esto me preocupa un montón. Dios… No lo digas muy alto,
Pablo —dijo mordiéndose el labio inferior, mueca preocupada—, pero me alegra
que hayas estado allí.
—No pasa
nada. Ahora, ¿qué significan las flores de crisantemo?
—¡Ah! ¿No
deberías volver a tu trabajo?
—Estoy en
mi trabajo. Respóndeme.
—Los
crisantemos… Mira, mi mamá hace rato dejó de interesarse en una relación, así
que por tu bien te conviene no inmiscuirte. Además —me miró de abajo para
arriba—. ¡Creo que tienes mi edad!
—No respondiste
mi pregunta. ¿Qué significan los crisantemos?
—¡Qué
pesado con el tema! ¿Por qué no te vas a dar un paseo?
—¿¡Así
tratas a quien ha salvado a tu madre!?
—¡Uf, dios!
¡Significa: “No habrá más que amistad”! ¡Pisa tierra, chico!
Era una
patochada. Sí, y me eché a reír de la situación ridícula y también para
quitarme toda la tensión acumulada de esos días. Al principio la hija no
desistía su ceño serio, pero luego esbozó una sonrisa al ver que su madre se
estaba acercando a nosotros. Mi cara de idiota otra vez. Mis dogmas al suelo
nuevamente.
—Me ha
dicho el doctor Guerra —dijo ella, corriendo un mechón de pelo—, que un
practicante ha estado muy activo en sus ratos libres, apurando, estudiando y
consultando mis resultados.
—Ah, eso. El
doctor Guerra no es mi supervisor, pero me sentía en deuda, Susana. Además tu
hija se veía muy preocupada.
—Ya veo.
Entonces fuiste tú quien dejó ese bonito ramo de crisantemos en la mesita de
apoyo, a mi lado, con una nota que decía: “No sé lo que significan, pero no
puede ser tan malo”.
—Dios….
—suspiró la hija, blanqueando los ojos.
Y Susana dijo
algo que simplemente me volvió a destruir hasta las raíces.
—Bueno, Pablo,
parece que quien está en deuda ahora soy yo. Así que estuve pensando, ¿te
gustaría venir a cenar en casa?
No me salía
la voz. Y para colmo ella sonriéndome con toda la dulzura del mund… de la luna.
Me dio un beso en la mejilla para despedirse mientras me decía algo más. No
pude escucharla muy claro, solo oía un lejano eco que parecía decirme “Mañana a
las ocho”. Su hija, boquiabierta, se levantó y le tocó la frente:
—Paola, ¿me
estás tomando la temperatura?
—Obvio,
mamá —achinó los ojos—, algo tiene que estar mal si es que lo estás invitando a
casa.
La joven la
tomó del brazo para llevarla a la salida prácticamente a marchas forzadas. Mi
mente, lenta como siempre, solo podía maquinar algo mientras ambas desaparecían
entre los visitantes y personal médico.
…
Felicidad.
—Pablo,
vayamos a jugar a los penales, ya le pedí permiso a Natalia y dijo que sí —Anita,
frente a mí, me sacó de mis adentros. Hacía botar su pelota con las manos.
—Anita…
Supongo que sí, ¡vamos!
—Por
cierto, esa señora pelirroja dijo algo muy gracioso mientras se iba con su
hija. Primero, la hija dijo que no entendía por qué invitaba a alguien como tú.
Bueno, ella dijo “idiota”, pero lo adorné para que no te sintieras mal.
—¿Eh? ¿Las
escuchaste?
—Las seguí,
mejor dicho. Para escucharlas.
—No
deberías haber hecho eso.
—Pero lo
hice, Pablo —se mordió la lengua—. La mamá le respondió: “Mal pensada como
siempre, hija. ¿Sabías que nunca nadie me ha regalado flores? La gente cree que
por ser florista no las necesito”.
—…
—Parece que
ya estamos rumbo a la Luna, Pablo.
Felicidad.
3. ¡Tenemos despegue perfecto, Houston, hemos
despejado la torre!
En
invierno, las flores de los árboles de lapacho adquieren colores muy
peculiares. Rosadas, blancas y hasta amarillas. Pomposos como son, parecen
gigantescos ramos que adornan las calles y plazas. Durante esa noche
centelleante, Susana y yo nos encontrábamos caminando por el paseo de esos árboles
tan peculiares; el empedrado realmente era pintoresco con todas esas flores revoloteando
a nuestro paso.
—Lamento
mucho la actitud de Paola. Es muy sobreprotectora. Renunció a sus estudios
desde el momento que me diagnosticaron el cáncer y se dedicó a atender tanto a
mí como a mi negocio. Cabezona como es, no le pude convencer de hacer lo
contrario.
La cena en
su casa había sido algo incómoda con la hija haciéndome preguntas cuyas
respuestas solo buscaban hacernos ver la enorme diferencia que había entre su
madre y yo. Veintisiete años, para ser exactos. Así que la cita continuó afuera
con una caminata amena para hablar de trivialidades; cuando me tocó contarle de
mis estudios, no me quedó más remedio que hablar de mi paciente preferida
durante mis prácticas.
—Anita vive
día a día sabiendo que la operación a la que se va a someter no le asegura
ningún éxito. Sus posibilidades son escasas, menos del treinta por ciento, pero
nunca la he visto llorando, al contrario, cada día la noto más feliz. Creo que
es porque sus remates están mejorando...
—Qué brava,
creo que la he visto por la sala de radiología alguna que otra vez, abrazando
una pelota de fútbol tal osito de peluche. Ojalá yo tuviera esa actitud, sé que
las posibilidades de mi operación también son muy escasas —y dejó de caminar,
mirando al cielo que cabrilleaba—. Yo me limité a dedicarme completamente a mi
florería para paliar un poco esta… incógnita de no saber cuándo me tocará a mí.
Cada uno reacciona diferente ante la muerte, ¿no crees? Yo lo hago así,
haciendo ramos, forjando tallos a mi alrededor para esconderme. Prefiero no llorar
ni hacer llorar a nadie si me toca partir, no sé si me entiendes. Entonces
tiendo a cerrarme mucho… —dijo antes de
sentarse en un banco al costado del camino.
—Conmigo no
te cerraste, oye —me senté a su lado, recibiendo una sonrisa tímida de su
parte.
—Ah, pero
tú eres caso aparte, Pablo. Te vi a ti en esa especie de ritual en el jardín
del hospital, sufriendo la presencia constante de la muerte, ¿no es así? Es la
misma presencia que yo sufro, por eso reconocí tu mirada, esos ojos tuyos son
idénticos a los míos, salvo el color, ¡ja! Así que… te regalé esa flor de malva
para que sepas que hay gente que te entiende. Yo te entiendo, Pablo, yo también
sufro.
Fue un
golazo. A mí, en solo dos meses de prácticas, ya me había tocado experimentar
la muerte de más de una quincena de pacientes. Así que, suspirando largo y
tendido, le comenté cómo es mi mundo. Cómo aprendí a reaccionar ante la amenaza
ineludible de la muerte que pasea sin cesar por los pasillos del hospital.
—Ya veo,
Pablo. Así que somos dos personas que parece que se están deshumanizando ante
la muerte. Pero mira, heme aquí en una… ¿cita? Impensable para mí. Pero estoy
aquí porque te agradezco la intención de ese ramo que me regalaste, agradezco
tu preocupación por mí cuando me internaron en el hospital, es algo que solo he
notado en mi niña. Esos detalles… pues es muy bonito sentirlo de vuelta de otra
persona.
Era
increíble. Podríamos estar toda la noche hablando entre el revoloteo intenso de
las flores de los árboles de lapacho y el centellear de las estrellas. Los miedos
a perder nuestra humanidad y preferir la soledad, la angustia constante que
acuchillaba nuestra felicidad, el odio visceral a esa negritud sin forma ni
límites donde parecíamos estar abocados. Eso es algo que no lo separa los veintisiete
años de diferencia que había entre nosotros.
Entonces,
pasaron las horas, cruzó la Luna tras un árbol, y ambos seguíamos encontrando
más palabras para expresar ese aquello que ignorábamos pero buscábamos día a
día. Palabras para confesar que ambos queríamos encontrar algo que nos volviera
a realizarnos como personas.
—Pablo, siempre
es bueno compartir con alguien que no solo entiende sino que vive lo mismo que
yo, hace que todo se haga llevadero —dijo mirándome, empuñando sus manos sobre
su regazo y mordiéndose los labios en pose tímida—. Escúchame, ¿te importaría
salir juntos en otra ocasión?
—…
—¿Pablo?
4. Es un pequeño paso para el hombre… (Neil
Armstrong, Apolo 11)
Entonces
pasábamos más tiempo juntos. Luego de terminar mis turnos en el hospital, era
casi obligatorio ir a “El Jardín” para ayudarle como pudiera, pues la clientela
aumentaba al acercarse días festivos. Jamás en la vida pensé que aprendería a
hacer ramos, crear contrastes y hasta, más o menos, comprender el significado
que encierra cada flor. A veces me salían auténticas obras de arte… pero la
mayoría de las veces terminaba arruinándolo. Y todo sería ideal si tan solo la
hija no dejara de mandarme mensajes amenazantes a mi móvil desde la recepción
(“Pisa tierra, cabrón”), pues no quería discutir en voz alta con su madre
presente.
Se hacía
usual que yo y Susana charláramos en un rincón de la florería, lejos de la
recepción donde su hija, oculta entre los floreros y macetas que colgaban a lo
largo y ancho del local, se dedicaba a chatear compulsivamente o atender a los
clientes.
—Mañana es
el cumpleaños de la señora Saavedra. Su marido, un cliente regular, me ha
llamado y me ha pedido un canasto con ramos. Pablo, ¿quieres intentar con el
ramo?
—¿Otra vez?
Prefiero hacer la entrega, en serio.
—¡Ja!
Vamos, haremos uno bonito. Así que agarra las rosas.
Y las ramas
de eucalipto. Y el helecho para la cobertura. Y la base. Me los sabía de
memoria. Pero nivelarlos, sostenerlos, atarlos. ¡No era lo mío! Aunque Susana
tenía una paciencia hasta casi maternal diría yo, porque aún pese a mi torpeza
en esas lides, nunca desistía en enseñármelo todo de vuelta, poniéndose a mi
lado y ayudándome con el ramo, a veces guiando mis manos con las suyas.
Terminé
cortándome con una espina de la rosa mientras limpiaba los tallos. Y no solo
una vez. Así de torpe soy. Susana me vio la mano con tres raspaduras y me
susurró con un tono jocoso:
—Paola me
ha dicho que como vuelvas a lastimarte haciendo un ramo, te despedirá.
—¿Me va a
despedir tu hija? Pero bueno, ¿tú no eras la jefa?
—¡Lo soy!
Aunque técnicamente, ya no. Hace rato que he pasado el negocio a nombre de mi
hija —dijo retomando el ramo—. No es un secreto que Paola te tiene… manía. Así
que me dijo que estás en periodo de prueba.
“Periodo de
prueba”. Sonreí nerviosamente porque había un doble sentido en aquella frase.
En ese momento Susana miró hacia la recepción, comprobando que su hija estaba absorta
en su mundo. Me agarró de la mano y miró los trazos rojizos:
—Vaya… Pablo,
eres un encanto por venir a ayudarme. Pero seguro es una tortura para ti venir
a hacer esto —dijo acariciándome la tímida herida. Agarré su mano con las mías.
Yo temblaba. Todo temblaba. Pero si no lo decía iba a reventar, que con ella a
mi lado no había angustia ni miedo.
Oteé
fugazmente hacia el mostrador para comprobar que su hija no nos estuviera
espiando. La chica estaba en su mundo. Nosotros a punto de alunizar.
—De tortura
nada. Para mí es un placer... Susana… Y… me-gustaría-pasar-más-tiempo-juntos.
Me faltaba
aire; me sobraban latidos. Era demasiado tarde para arrebatar esas palabras que
acababa de pronunciar tan torpemente. Me miró con esos ojos que enamoraban y
sus labios carnosos, secos; suspiró brevemente; se hizo un silencio corto pero
largo.
—Pablo, es
muy lindo de tu parte. Mira, sé perfectamente qué pasa aquí. Me alegra haberte
conocido, eso no lo dudes. Pero ya tengo edad. A ti te veo al lado de mi hija,
aunque no lo creas.
Trágame Luna,
que he rebotado. Pero… pero los hombres maquinamos distinto. Cuando la tierra
nos quiere tragar, sacamos las garras y buscamos algo de donde sostenernos.
Buscamos un último resquicio, una última oportunidad. Arañé la superficie lunar
mientras esta me devoraba, el polvo se levantó y una garra se dibujó en ese
pálido desierto. “No me tragues, por favor. Haz algo ahora, puta cabeza hueca.
No digas cursilerías, no digas “Te amo”, ni “Te necesito”, pero dile algo, por
el amor de Cristo”.
—Soy el
idiota que le regaló flores a una florista que creía que era inalcanzable como
la Luna.
—¡Ja!... ¿La
Luna? ¿¡Qué estás diciendo!?
Silencio. Lentamente
era engullido en aquella superficie soledosa. La mano de Susana seguía siempre
entre las mías. Pero esta vez ella parecía humedecer sus ojos al tiempo que
entreabría la boca.
—Pablo… Dímelo
otra vez.
No recuerdo
muy bien qué sucedieron en los siguientes cinco minutos. Es decir, sé que nos
besamos unos buenos segundos, de esos que duran poco pero parecen durar menos
aún de lo especial que se siente, por ser la primera vez que uno saborea a la
mujer de sus sueños, por estar humedeciendo esos carnosos labios antes secos.
Luego mirábamos hacia la recepción para comprobar que su hija seguía ajena a
todo, y nos volvíamos con más fuerza aún. Pero en algún momento la cabeza se me
abombó.
Entonces oí
un lejano eco. Luego de darme una zurra interna, noté que Susana y su hija estaban
discutiendo a gritos en la recepción.
—¡Paola, ve
y haz las entregas de los ramos!
—¡Pero, mamá,
es mi horario de descanso!
—¡Siempre
es tu horario de descanso! Tienes tres ramos y siete canastas que entregar.
Están listas en el coche, aquí está la llave.
—¿En serio?
Nunca me has dejado conducirlo...
—He
cambiado de opinión. ¡En marcha, niña!
—¡S-sí!
Susana volvió
junto a mí. No sé cuántas zurras tuve que darme a la cabeza para despertarme y
darme cuenta de cuál era mi nueva situación. Parados en medio del local, entre
los floreros, pétalos que revoloteaban y ramos que nos ocultaban de ser vistos
desde la calle. Susana se sentó sobre su mesa de trabajo, dejando caer pétalos,
cintas y helechos a su alrededor.
—Puede que
la tienda ya esté a su nombre, pero habrás comprobado que aún soy la jefa. Así que pensaba que tal vez
debería ser yo quien te evalúe —se mordió el labio inferior, gesto provocativo.
—Pero… ¿A-a-aquí?
—He cerrado
el local, y estamos más que bien escondidos —apartó un mechón que le caía en la
frente sudorosa—. ¡Qué sofoco! Ven, chico, acércate… Quítame la camisa.
Gracias, Luna,
por no tragarme, por reconocer el valor de este pobre diablo de manos casi
temblantes. Cedían uno a uno los botones. Se abría la camisa lentamente
mientras una dolorosa erección se me hacía lugar bajo el pantalón; es que los
senos querían brincar orgullosos. Me tomó de la mano y la posó sobre uno cuando
terminé la faena. Era preciosa. Un ángel. Sus ojos lacrimosos, esos labios que reclamaban
humedecerse más. Con tono jadeante, susurró:
—¿Te gusta,
Pablo?
—¿Tú que
crees, Susana?
Tocando mi
pierna, comenzó a trepar por ella hasta llegar al terrible bulto que se había
formado. Suspiró mientras bajaba el cierre. Cuánto deseaba
volver a saborear esa boca venenosa, cuánto deseaba que me abrigaran con fuerza
esa carne mía que luchaba por salir.
—No contestes
con otra pregunta. Respóndeme, chico.
—Oh, dios…
Susana… a riesgo de perder mi trabajo en esta florería, confieso que tengo que
calmarme en mi departamento cada vez que te veo en esta maldita falda que
llevas o ese vestido blanco que sueles ponerte.
—¿Cómo?
¿Será posible? —mi espada ya había sido liberada hábilmente, y su mano la
agarraba con fuerza. La contempló unos segundos, acariciándola para mi
martirio, y empezó a blandirla lentamente a cada palabra que soltaba— ¿Una-falda-como-la-que-llevo-ahora?
Voló mi bata
blanca por el local, quedando enganchado por un florero que colgaba del techo.
Susana, siempre sentada sobre la mesa, me tomó de la camiseta y me la quitó
rápidamente para manosear mi pecho, besándome, enterrando su lengua en mi boca
mientras yo le remangaba su falda hasta la cintura. Al apartarnos ambos,
boquiabiertos, saboreando la saliva del otro, me tomó de la cabellera para
hundirme en sus pechos y en un sinfín de sensaciones excitantes que solo podía
proveer una hiedra venenosa.
—Pablo, a
riesgo de perder a mi empleado favorito, confieso que algunas noches abracé mi
almohada con las piernas, soñando a cierto joven.
—¿En serio?
¿Quién es ese jov… —y con fuerza empujó mi cabeza para dirigirla hasta su
entrepierna.
El aroma de
su sexo me embriagó desde el momento que le quité las braguitas. Acaricié el
vientre, pasando los dedos por la pelambrera rojo fuego, suspirando dubitativo
frente a esos carnosos labios que parecían reclamarme. Lo había visto un montón
de veces en las pelis, debería saber qué hacer, pero ese olor directamente te
desarma la razón. Y lento como soy, tardé en reaccionar y comenzar a trabajarla
a lamidas. Primero cortas, tímidas, dándole un rápido repaso, pero luego, más
confiado, hice pasadas más lentas, fuertes, penetrando con la lengua,
hundiéndola toda.
Pasaron los
minutos y con ellos mis trazos sobre la húmeda vulva; haciendo un gancho dentro
de su gruta, Susana me aprisionó la cabeza con sus muslos. Me atrajo contra
ella todo lo que pudo, alcanzando un fuerte y húmedo orgasmo. Apenas pude
verla, hundida mi cara en sus carnes, ahogado en sus jugos. A los pocos
segundos, la tensión de sus muslos cedió; ahora reposaban sobre mis hombros:
—No puedo
creer lo que estoy haciendo con un niño —suspiró con las piernas temblándole.
—Susana… —mis
labios estaban pegajosos. Levanté la mirada; la vista era preciosa—. Nunca se
lo había comido a una chica…
—¡Ja! Qué
divino —se repuso, toda desarreglada, desencajada y colorada. Se levantó de la
mesa y me tomó de la mano. Me llevaba al baño o al pequeño depósito, no lo
sabía aún, entre los pétalos que revoloteaban a nuestro alrededor. Su falda
seguía remangada por la cintura, su camisa toda desabotonada, el taconeo
retumbaba; me deleité con la vista de aquella tremenda cola que parecía menearla
adrede—. Chico, para todo hay una primera vez, tal vez con los tallos cortados
y los números deshechos, nos liberamos más, ¿no crees? Verás… yo nunca le he
hecho una mamada a nadie, y pienso cambiarlo ahora.
5. ¡Whopiee! Puede que haya sido un pequeño
paso para Neil… ¡pero es un paso tremendo para mí! (Pete Conrad, Apolo 12)
—¡Dios mío,
dime que esto es una pesadilla, mamá! —vociferó Paola al verme desayunando en su
cocina. No me gustan los griteríos a las seis y media de la mañana. Tengo oídos
sensibles... ¿Qué? Lo digo en serio—. ¡Dime que este idiota se ha quedado a
dormir en el jardín!
—Hija,
cálmate, por favor —rogó Susana, en bata de baño, sentándose a mi lado y
rodeando mi brazo con los suyos. Era morboso saber que había retazos de mi esencia
fluyendo lentamente en su boca, bajando por el esófago hasta su estómago
mientras le hablaba a su hija. Y para colmo aún tenía una erección recordando
la noche que habíamos tenido en su habitación.
Es que,
cuando haces el amor con ella, cuando su interior te abriga, te moja, se
contrae y te aprieta, sientes perfectamente cómo te elevas entre las nubes;
como si fueras un cohete rumbo a ya sabes dónde, con el sol estallando contra
los vidrios de la cabina del módulo. Allá abajo, entre el infinito verde y
estrías de ríos, está ella eterna en su belleza, voluptuosa, mirándome, diciendo
cosas al oído que te hacen vibrar más que los motores Saturno V en pleno
despegue.
Hubo largo silencio
en la cocina. Madre e hija se miraban desafiantes, una con los brazos cruzados,
la otra acariciándome el brazo.
—¡Pisa
tierra, mamá! ¡Tiene mi edad! ¡No va a funcionar!
—¡Tiene
veinticuatro, tú veintidós! Además, ¿pisar tierra? ¡Imposible!
—¿Q-qué
quieres decir, mamá?
—Bueno, mi
niña… ¿Cómo voy a pisar tierra si estoy en la Luna? —preguntó retóricamente,
dándome un ruidoso beso en la mejilla.
—Exacto,
somos unos lunáticos ya —agregué sorbiendo nuevamente el café.
—¡Puaj! ¡Ya
veo! ¡Felicidades! Ahora, si me permiten, iré al jardín a vomitar…
Mi jornada
se había vuelto bastante exigente aunque ya no veía ni sentía necesario ir al
jardín para aunar fuerzas; había encontrado mi cura en una hiedra de veneno
adictivo. De día, recorría los pasillos de la sala onco-hematológica para
realizar chequeos de rutina a los pacientes. De tarde, ayudaba en la florería
cuanto pudiera para cumplir con la exigente clientela. No obstante, entre
misión y misión, siempre queda tiempo para relajarse y disfrutar viendo cómo
una preciosa canica azul se erige en el horizonte lunar.
Mientras
apurábamos un canasto en el fondo de la tienda, Susana, enfundada en ese
vestido blanco que me volvía loco, dejó el trabajo a un lado y metió su mano en
el bolsillo de mi vaquero, acercando unos dedos juguetones peligrosamente a mi
entrepierna. No valieron mis tímidas protestas; se me cayeron los tallos y la
cinta con las que trabajaba.
Mi primera
reacción fue mirar hacia la recepción: Paola charlaba amenamente con grupo de
ancianas, ignorando lo que se cocía. Estaba asustado, ¿pero para qué voy a
mentir?, terriblemente excitado también.
La mujer
bajó el cierre de mi vaquero con la mano libre. Me observó con picardía, susurrándome
al oído un crispante “Te acabo de guardar mi braguita. Y ahora quédate callado
que te va a encantar esto…”.
Más tarde,
cuando Paola había salido para hacer las entregas, su madre se encargó de
atender a los clientes, sentada tras la mesa de la recepción. Y yo… oculto bajo
dicha mesa, arrodillado entre sus piernas, admiraba la vista como quien ve
nuestro planeta desde casi cuatrocientos mil kilómetros de distancia. Ese oasis,
esa perla resplandeciente, flotando en medio de la negrura del espacio; levanté
la visera de mi casco imaginario para contemplar mejor los detalles, palpando
lentamente esos contornos que no fueron explorados por quién sabe cuánto.
—Todo listo,
señoras, sus pedidos les llegarán esta tarde.
—Gracias, querida,
siempre tan amable… Por cierto, estás sudando mucho —dijo una mujer.
—Pues sí.
¡Encima estamos en invierno! Deberías ver a un doctor, bonita —agregó otra.
—¡Ja!
¡Auch! Créanme que… estoy viendo a uno —respondió entrecortada mientras mi lengua
y dedos trazaban gruesas pinceladas sobre el húmedo lienzo.
Aunque no
todo podía girar alrededor de Susana. Caía una tarde de arduo trabajo en la que
me ofrecí como conductor para ayudar a su hija durante los repartos. Al
terminar con las entregas de los últimos canastos en un edificio, nos acercamos
al coche y la chica frunció el ceño al ver un ramo de camelias rosadas en el
asiento del acompañante.
—No me
digas que nos olvidamos de entregar este, Pablo. —Estaba desgastada tras la
maratónica sesión de repartos y se recostó por el vehículo—. El trabajo en la
florería es más pesado de lo que imaginaba, madre mía.
—Ah, ese
ramo… Sube al coche, vamos. Lo hice para ti —respondí subiendo al vehículo—. Y
oye, antes de que lo preguntes: Sí, he comprado las flores.
—¿Un ramo para
mí? —levantó sus finas cejas—. ¿Esas camelias?
—Vamos,
entra ya. Significan admiración, ¿no? Sé de los sacrificios que has hecho para
cuidar a tu madre y en serio eso es lo que pienso al respecto.
Nos miramos
largamente en un momento que no sabría decir si era incómodo o especial, aunque
al final decidí inclinarme para abrirle la puerta del acompañante con una
carcajada. Estaba bonita así, toda desarmada ante mi inesperado gesto, tratando
de atajar una sonrisa para aparentar dureza. Al sentarse a mi lado, agarró el ramo y lo
olió por breves segundos.
—Doce
camelias —dijo ella—. En Suiza, si regalas un ramo con flores en pares, estás
mostrando desprecio.
—Pero no
estamos en Suiz… Entiendo, Paola —rápidamente me incliné y saqué una flor del
ramo.
—¡Ah! Un
ramo de flores para mí —dijo mirándolos detenidamente, jugando con los
pétalos—. ¡Ja! La gente cree que por ser florista no las necesito. Gracias,
Pablo. Además, vaya temporadón en la florería, ¿no? Aunque he terminado
agotada, el esfuerzo ha rendido sus frutos.
—Bueno, ayuda
que el empleado a tiempo parcial no cobre un peso.
—¡Ja! Mira,
me alegra que estés con nosotras —olió el ramo un largo rato. Luego me observó
de abajo para arriba con gesto serio—. En verdad que sí, Pablo. Pero si le
dices a mi mamá de esto, lo negaré y destruiré tu teléfono.
6. Ha sido un largo camino, pero aquí estamos al
fin (Alan Shepard, Apolo 14)
El equipo
médico había organizado un partido de fútbol en el estacionamiento, a solo días
de las operaciones de Anita y Susana. Reunimos dinero y compramos un par de
porterías pequeñas, estilo fútbol sala. El doctor Guerra, mi supervisora
Natalia, algunos compañeros de estudios y hasta Susana y su hija se nos unieron
en un juego bastante singular en donde Anita era el centro de atención.
—¡Toda
tuya, enana! —grité lanzándole un pase de lujos para que ella quedara mano a
mano contra el portero contrario—. ¡A la portería, no a la Luna, por favor!
Y de hecho
le salió un golazo al ángulo. Cuando la pelota volvió botando hacia ella, ya
sabíamos que la reventaría lo más alto que pudiera. Para sorpresa de Anita,
todos nos abalanzamos a por ella para festejar el gol en el momento preciso que
remató la pelota hacia la Luna.
—¿Eh?
¿¡Pero por qué hasta mis rivales festejan mi gol!? —preguntó en medio del
tumulto que habíamos creado.
Mi
supervisora, alejándose de todos, escondía el balón bajo su bata blanca.
Minutos más
tarde, cuando Susana, su hija y yo estábamos charlando en el jardín del
hospital, Anita se nos acercó con la cara visiblemente colorada. De su cuello
colgaban varias medallas; por el partido ganado, otra por ser la figura del
encuentro, otra por el mejor gol. Pero nada de eso le importaba, solo había una
cosa que la tenía en ascuas.
—Pablo…
nadie sabe dónde está mi pelota.
—¡No me
digas! Recuerdo que la mandaste muy alto antes de que festejáramos el gol —me
acaricié el mentón.
—Sí, fue
muy alto —aseveró Paola—. La perdí de vista cuando cruzó las nubes.
—¿Nubes?
—Anita abrió los ojos cuanto pudo. Miró al cielo boquiabierta—. Pablo… ¡La
mandé sin querer! ¡Y lo peor es que se perderá en el espacio, la Luna ni
siquiera está arriba!
—No se
perderá —se adelantó Susana—. Cuando salga de la atmósfera, la gravedad lunar
la atrapará.
—Ah, eso es
verdad —afirmó la niña, siempre mirando al cielo—. Espero que caiga en el Mar
de la Tranquilidad, aunque no me gustaría borrar las huellas del señor Neil. Es
que, Pablo… me encanta el Mar de la Tranquilidad…
Solo cinco
días después llegó la fecha de las operaciones para las dos. El doctor Guerra
se encargaría de Susana. Mi supervisora Natalia y su equipo se encargarían de
Anita. Las operaciones iban a comenzar casi en el mismo horario pero en
extremos alejados del hospital. Recuerdo que con Paola, visitamos primero a su
madre. Ella, respetando el momento, me permitió entrar primero en su cuarto
para poder hablar un rato.
¿Pero qué
íbamos a decirnos Susana y yo que no nos hubiéramos dicho miles de veces ya? Me
senté al lado de su cama, tratando de pensar en algo interesante que decirle para
abandonar un rato la situación y así evitar desmoronarme. Pero ella me acarició
la mejilla y reveló un secreto bastante peculiar.
—Pablo,
hace tiempo, en la sala de radiología conocí a una niña. Como me veía triste,
se acercaba a mí y charlaba conmigo antes de volver a su habitación. Me contaba
a menudo sobre su mejor amigo, un estudiante de medicina en prácticas. Me dijo
que sus ojos, tristes y melancólicos, eran idénticos a los míos… salvo los
colores. Así que me pidió, un día, que lo comprobara por mí misma y que lo visitara
en el jardín del hospital.
Entonces, a
la vista de un par de enfermeras, hundí mi cabeza en sus pechos, incapaz de
armar una frase, recibiendo las tímidas caricias de sus dedos en mi cabello. Aquella
hiedra venenosa había sido mi cura, la razón por la cual ya no era necesario ir
al jardín para armarme de valor, la que me hizo recordar cómo era el mundo allá
afuera, lejos de los números, exámenes y pruebas médicas; el miedo de perderla
terminó destruyéndome todo por dentro, haciéndome preguntar inevitablemente
cómo serían las cosas sin ella presente.
—Esa niña
es especial. Es nuestro cupido, Pablo. Dale un beso de mi parte.
—Dáselas tú
cuando termine la operación, Susana.
—Hmm. Valió
la pena, Pablo. Deshacerme de esos tallos con espinas y conocerte. Porque vi
una hermosa persona y un gran amante. Si no vuelvo, no me pienses con lamentos
ni dejes que te amarren los recuerdos. Guárdame si quieres, pero sigue viviendo.
Su hija no
había aguantado la espera afuera de la habitación y ya estaba a escasos metros
de nosotros. Viéndonos con sus ojos rojos a punto de hundirse en lágrimas, observando
cómo enredábamos nuestros dedos. Supe que la mayor detractora de mi romance
había cedido por fin. Supo ella que ese sufrimiento compartido no lo cambian
los veintisiete años que nos separaban.
Recuerdo
que cuando Paola y yo por fin llegamos al otro extremo del hospital para
despedirnos de Anita, ella molida, yo peor, mi supervisora me perdonó la vida y
accedió a dejarnos charlar con ella solo un rato pues ya estaban comenzando los
preparativos. Los ojos de la niña chispearon al verme y apretó mi mano con las
suyas cuando me acerqué a su cama. Con la carita repleta de tubos, se me quebró el
corazón.
—Pablo,
parece que te entró algo en el ojo —dijo tratando de sonreír—. Oye, ¿volveremos
a vernos?
Podía
pensar de nuevo en las posibilidades escasas de su operación, pero en ese
momento simplemente le di un beso en la frente y le dije que ni lo dudaba. No
sé si me habrá entendido del todo bien porque mi voz estaba, literalmente,
partida en varios pedazos.
—Bueno, si
no vuelvo, quiero que sepas que eres mi mejor amigo.
—…
—Por
cierto, ¿llegaste a la Luna, Pablo?
—Sí, la
arañé y todo, Anita.
—Eso es
bueno. Natalia me ha dicho que me prestará su telescopio cuando esto termine.
Quiero ir a la terraza del hospital una noche y ver si mi balón llegó al Mar de
la Tranquilidad…—dijo con la voz adormeciéndose poco a poco, cerrando sus ojos.
Sus manitas dejaron de apretarme—. Pablo… me encanta el Mar de la Tranquilidad…
Entonces,
¿qué nos quedaba? Pues esperar. Matar horas y quemar minutos con Paola en la
sala de espera. Luego compartimos un café en el comedor, tratando de dialogar
civilizadamente por primera vez. Comentó que sus amigas le desearon toda la
suerte del mundo para ella y su madre… desde la aplicación del teléfono. Fue
por eso que tras apagar el móvil, me tomó de la mano y simplemente dijo: “Gracias”.
7. Mare Tranquillitatis
Sé que en
las grandes ciudades el cielo nocturno es solamente un manto negro e infinito,
apenas con dos, tres… cuatro motas amarillentas que parpadean tímidas. Aquí,
más precisamente en la azotea del hospital, aún se puede ver un auténtico
espectáculo celestial en las noches más oscuras. Si levantas la mirada en el absoluto
silencio, incluso puede parecer que estás flotando en el espacio sideral.
Pero el
silencio era un lujo con el que no podía contar esa noche…
—¡Pablo!,
creo que lo encontré… Creí que cayó en el Océano de las Tormentas, pero ahora
lo veo. ¡Mi balón está en el Mar de la Tranquilidad!
—¿Y lo
puedes ver con ese telescopio barato? Mira, Anita, ni con el telescopio más
grande del mundo vas a ver un balón en la superficie lun…
—¡Felicidades,
Anita, la mandaste a la Luna! —Paola me codeó fuertemente, llevando un pedazo
de pizza a mi boca para callarme—. ¡Y para colmo cayó donde querías!
—¡Lo sé!
¡Pablo, mira!
Anita me
acercó la mirilla del telescopio. ¿Qué carajo se suponía que tenía que observar?
Paola, con ojos asesinos, parecía querer darme un arañazo a la cara así que a
regañadientes acepté mirar la Luna.
—Es… Interesante.
Bueno, ¡oye!, creo que lo veo…
—Te-yo-yije
—respondió Anita, comiéndose su pizza—. Hum… ¡Está al lado del arañazo que le
habías dado!
—¡Ja!
¡Déjame verlo! —otro codazo de Paola para arrebatarme el telescopio.
A veces
quiero olvidar a Susana porque he aprendido con ella a desnudar mis debilidades
y mostrar mi lado humano, algo que de vez en cuando siento innecesario cuando
llevo esta bata blanca. Pero al mismo tiempo no quiero olvidar porque entonces,
sin humanidad, siento que los días pasan y pasan sin gracia. A veces quiero que
estas letras se desangren y olviden. Y a veces escribo solo para tratar de
recordarla mejor. ¿Quién carajo me entiende? Rememorarla, resucitarla en este
corazón, jode y se siente bien al mismo tiempo.
—¡Sí que
los veo! —Paola calibró la mirilla—. ¡Qué envidia, chicos!
Hoy, ramos
de flores rosadas de ciruelo adornan una lápida bañada en flores de lapacho.
Dicen, básicamente, “Cumpliré mi promesa”. La de no dejarme amarrar por los
recuerdos del pasado y mirar adelante. Mirar arriba, mejor dicho. Allá en el
Mar de la Tranquilidad, donde un arañazo se divisa al lado de una pelota de
fútbol. Es fácil encontrarlo porque está rodeado de pétalos de varios colores…
¡en serio!
Paola
entonces ladeó el telescopio y me observó con gesto tierno. Su sonrisa evocaba
a la de su madre, y el tacto cálido de su mano, de sus dedos entrelazándose entre
los míos… ¿Para qué mentir? Se me volvía a desbocar el corazón. Se me volvía a
acabar el aire.
Miró de
nuevo al cielo, apretando fuerte mi mano.
—Pablo… yo
también quiero ir a la Luna.
FIN
Me quedo sin palabras. Me has emocionado. Risas, lágrimas... Tal vez sea el mejor relato que te he leído.
ResponderEliminarHabía empezado un word para apuntar diversos comentarios, pero de verdad que no tiene sentido desglosarlos: escenas entrañables, diálogos buenísimos, personajes perfectos, buena documentación, texto trabajado...
¡Joder, Vieri! ¡Qué bien escribes!
Conclusión: relato adulto.
Nota: muchas veces te quejas de tu falta de habilidad para las escenas de sexo. Y yo me pregunto ¿qué es lo que quieres escribir? ¿Quieres excitar o emocionar? Si buscas lo primero (casi) fracasas, pero si buscas lo segundo no necesitas de lo primero.