domingo, 8 de junio de 2014

Tren de medianoche




El destino a veces nos obliga a tomar decisiones demasiado drásticas. En pos de un futuro mejor, todo sacrilegio se vuelve válido.
 

Invierno de 1960

Podría decirse que las torturas son el arma más efectiva de las dictaduras. Siempre las consideré como el medio perfecto para el objetivo final de estos regímenes: el miedo. En aquella época, mirabas a las personas y solo veías miedo. Nadie quería levantar la voz, nadie quería contrariar al dictador. O temías, o terminabas en un centro de detención a merced de un torturador bajo los efectos del alcohol. La república ya no era tal, lejos quedó aquella época en la que los héroes de la democracia se abrieron paso: “República o Muerte”. Hoy solo quedan ecos tímidos en los labios grisáceos de los caídos; hoy la república es una cárcel sin barras. En esta época convulsa, aprendimos a llevar el miedo y hacerla nuestra segunda piel. Involucionamos para adaptarnos.

Fue por eso que desde joven quise seguir una senda distinta; inicié una vida consagrada con el único objetivo de alejarme de todo lo superficial y tratar de enfocarme en un rol más importante: ser la mano que consuela a la viuda que perdió a su marido, de ser la voz que ora por los desaparecidos en esas silenciosas noches de cielo negro. De tratar de demostrar que, tras este infierno que marchita la piel, hay un dios que simplemente nos está probando. La religión se había convertido en nuestro último escudo antes de ceder a la locura, en la única razón por la cual el dictador no tenía control absoluto sobre la asediada población. Y yo quería estar allí, en ese frente invisible, batallando a mi manera, uniformado solamente con una sotana y un alzacuello.

Pero los años cansan, las pérdidas pesan. A mis casi cuarenta años, los amigos desaparecidos, los niños sin padres y las lágrimas inconsolables me pesaban demasiado en el alma. Confieso que a veces, en las noches más silenciosas, cuando la guardia del dictador marchaba por las calles asuncenas con ciudadanos apresados, perdía la fe y las ganas de seguir adelante. 

Era un martes de noche, casi madrugada, en la atestada estación de tren de los López de la capital. Era un secreto a voces que, quienes iban allí para subir, en realidad lo estaban haciendo para huir del país. Familias enteras se agolpaban listas para seguir la batalla desde el otro lado de la frontera, donde se gestaban planes de derrocamiento con los hermanos extranjeros.

Pero no era fácil. En la estación estaban los militares, amenazantes con sus armas, con sus miradas de lobo, recordándonos los que les espera a los “bandidos desestabilizadores”, vigilando, sospechando, sembrando miedo.

Pero mi intención al ir al otro extremo del país no era para huir; había recibido la impactante noticia de que mi hermano menor había “desaparecido” desde hacía más de un mes. Conociendo la situación, conociéndolo a él particularmente, sabía que en realidad se encontraba enterrado en algún lugar recóndito. Esa noche mi fe bajó hasta límites extremos, hasta casi desaparecer. En la parroquia dejé mi sotana –incómoda de todos modos—, y salí con un traje sobrio y oscuro, y con el alzacuello como única prueba de mi vida consagrada.

Y mientras avanzaba entre el gentío con las manos en los bolsillos, alguien por detrás me tomó del brazo, uniéndose a mi lenta caminata. Demostrando temple, permanecí impertérrito y la observé con curiosidad: una preciosa rubia de veinte y pocos años, con la mirada demasiado seria y los labios apretados. Involución y miedo, vi de nuevo ese miedo. Me miró por unos instantes que se me hicieron eternos, hasta que por fin habló, un poco bajo, haciéndose difícil de oír entre la multitud a nuestro alrededor.  

—Buenas noches, padre.

—Buenas noches, hija mía. ¿Cómo te puedo ayudar?

—Voy a ser directa, padre. Probablemente la mitad de esta gente vaya a parar en la rebelión que se gesta en Misiones, Argentina. Pero nadie lo dice, nadie lo confiesa. Dicen que van a Encarnación, pero van a cruzar la frontera.

—¿Ah, sí? Pues sinceramente no lo sabía.

—¿Me tomas por tonta? ¿Acaso un sacerdote, miembro de la supuesta oposición más firme en contra de la dictadura, no está aquí en esta noche para huir del país y unirse a la rebelión?

—Voy a viajar –con la mano libre retiré una carta de mi bolsillo—, porque verás, un familiar mío ha fallecido.

—Muy bien. Realmente eso está bastante bien. Mejor que la coartada que yo ideé… Voy al mismo sitio que tú porque junto con mi marido he comprado un terreno y queremos edificar. Aquí está la escritura –dijo mostrándome un papel pobremente enrollado.

—Querida, lamento decirte que lo mío no es ninguna coartada. Si allá afuera se gesta un derrocamiento, bien por ellos, pero yo me quedaré aquí. 

—Pero ahora estás yendo… allá… Qué coincidencia.

—No es lo que parece.

—Como quieras. Se lo diré rápido y sin rodeos —resopló—. El que se iba a pasar por mi marido no vino a buscarme. No está en su casa, nadie en su barrio lo ha visto. Ha… “desaparecido”. Probablemente fue capturado en la redada de la noche anterior. ¿Ha oído de la redada, no?

—Lamento oírlo, señora. Realmente estamos viviendo una época muy difícil.

—Soy Rosa. Y soy señorita. Ni “mi marido” es mi marido, ni el terreno es nuestro. Al menos, eso es lo que me digo para mí misma. Verás, un notario amigo nos hizo los favores para casarnos y darnos identidades falsas. Y el terreno al que íbamos, en realidad pertenece al abuelo del notario, que ha decidido cedérnoslo para poder usarlo de tapadera y así marcharnos de aquí.

—El matrimonio, por más de que el tuyo aún no haya pasado por la iglesia, no debería ser tomado a la ligera, hija mía.

—Sí, bueno, los tiempos cambian, ¿no? No creo que orando en el claustro vayamos a cambiar el panorama.

—Se trata de orar para fortalecer el espíritu. Para fortalecer a los demás.

—No. Se trata de hacer cosas impensables en pos de un futuro mejor –dijo acercándose para arrebatarme el alzacuello rápidamente, para mi asombro—. Eso es… desabotónese un poco la camisa –siguió ante mi atónita mirada. Paramos la caminata y dejé que terminara lo que fuera que estuviera haciendo. Tomó mi mano izquierda y continuó—. Bien… ahora,  póngase este anillo…

—¿Qué estás haciendo, hija mía?

—Deje de llamarme “hija”, que lo hace todo más difícil. ¿Quiere ayudar con algo que no sea uniendo las manos en un rincón de la ciudad? Ayúdeme, por favor, hay dos hombres de la guardia que me han estado siguiendo desde que entré en la estación.

—¿Quieres que me haga pasar por tu marido y los engañemos? Una jovencita como tú no debería estar pisando terreno tan fangoso.

—¿Y quién va a hacerlo si ayer han caído tantos? Probablemente alguno de los capturados habló, y no sería de extrañar que la guardia esté dando caza al resto del grupo. ¿Va a ayudarme o debo seguir rebuscando?

Parados en medio del gentío, con papeles en mano, no estábamos siendo precisamente discretos. Poco tardaron dos agentes en acercarse para exigirnos nuestros documentos. La joven Rosa me cogió del brazo con muchísima fuerza, esperando que yo la protegiera, que siguiera su juego. Miedo, sentía su miedo. Cuando enredó sus cálidos dedos entre los míos, desfilaron en mis adentros todas las víctimas que conocí. Recordé los rostros de las madres y de los hijos que, llorando, me pedían consuelo. Rememoré esa sensación que come las entrañas, esa impotencia que rompe los huesos. Miedo e involución. Esa noche, ya no más.

—Documentos, por favor.

—Cariño, pásale los papeles –respondí, animándole a la muchacha para que presentara los documentos—. Vamos al interior para visitar nuestro terreno.

—Sí, eso es. ¿Y por qué me miran así, eh? El amor no distingue edades –espetó Rosa.

—Los papeles –ordenó el otro.

*—*—*—*—*—*—*

Pese a que ya había pasado casi una hora viajando en el tren, contemplando el paisaje que se vislumbraba en la ventana, los dedos de Rosa seguían enredados entre los míos. Y ese calorcito de su mano se había extendido a la mía. Ese contacto tan inocente me impedía pensar con claridad. Pero habría más.

Cuando ella reposaba su cabeza en mi hombro, cuando levantaba nuestras manos unidas y besaba mis nudillos –pues los guardias paseaban de vagón en vagón y necesitábamos disimular—, cuando me tocaba la nariz para preguntarme con voz susurra: “¿Me voy a ir al infierno por estar tocándote así?”… Todos esos pequeños detalles se acumulaban dentro de mí, despertando sensaciones y dudas. –Ay, si hubiera elegido otro camino, tal vez esto es lo que me esperaría al final de él—. El estar con ella me revelaba un mundo olvidado, demasiado interesante, demasiado peligroso.

—Una chica muy jovencita me enseñó que tenemos que hacer grandes sacrificios en pos de un futuro mejor. Yo he elegido este camino, el sacerdocio, para ayudar a mi manera. Y hace una hora he elegido este para poder salvarte… Espero que eso se traduzca en la salvación de este país.

—¿Soy eso para ti, padr… querido? ¿Un sacrificio? Ay, no sabe cuánto lamento que lo estés pasando tan mal –ironizó-. Pero míralo de este modo: cuando el tren se detenga, nunca más volveremos a vernos. Viviremos el resto de nuestros días como si nunca nos hubiéramos conocido. Así que dime, ¿te sientes mejor así?

—Me sentiré mejor cuando tú estés a salvo en Argentina, ¿qué te parece?

Me tomó del mentón con su mano y me dio un repentino beso, rápido, fugaz, di un respingo al sentir una húmeda lengua repasarme los labios. No pude reaccionar. No pude, no quise. Las preguntas afloraban, la curiosidad y el deseo de tacto también. El beso acabó, antes de que pudiera decir algo al respecto, ella volvió a reposar en mi hombro para decirme con toda la tranquilidad posible:

—Acaba de pasar un guardia.

—No, no acaba de pasar nadie…

—Pues yo vi uno, será que te has puesto tonto por el beso. ¿Cuándo fue la última vez que has estado con una chica? ¿Porque con una habrás estado antes de iniciar tu vida consagrada, no?

—¿No te parece poco apropiado tu manera de hablar a alguien como yo… querida?

—Verás, mi vida, esta noche eres mío —su mano reposó en mi muslo y empezó a acariciarlo con una sonrisita—. Y yo soy tuya. Ayúdame esta noche, haz los sacrificios que veas necesarios, que yo haré lo propio, pues verás, yo también cargo cruces al estar tocándole a un hombre de Dios.

Demasiado joven para mí. Demasiado altanera para su edad. Nada correspondía. Ni yo, ni ella, ni mis manos que, temblorosas, ansiosas de curiosidad y deseo, se posaron en su pierna más cercana a mí con la excusa de que todo era un acto. Por un momento el miedo se esfumó y evolucionamos. Deseo, había deseo en sus ojos y en los míos. Se relamió los labios porque me veía demasiado cerca de su rostro, lleno de curiosidad, repleto de ansia. Esa noche en el tren, mis labios consolaron de otra manera que no pensé que fueran capaces. Su lengua, pícara, me decía con su tacto húmedo y tibio que le agradaba.

El guardia a lo lejos, reposando cerca de la compuerta, observaba con morbo. Comprobaba que, efectivamente, éramos lo que aparentábamos: Una pareja de recién unida que se dejaba llevar por el deseo de la carne.

Fue el carraspeo de un caballero más atrás lo que me hizo volver a la realidad. Dejé de besarla y me volví a acomodar en mi asiento. Sentía que estaba convirtiendo nuestra actuación en una excusa para liberar y destensar la libido contenida en mí. Sentía que estaba haciéndolo todo mal. Con la culpa ganando terreno, me levanté del asiento para asombro de Rosa, que intentaba sacarme respuestas con su mirada, con sus dedos que querían enredarse entre los míos, con su tímida voz susurrando: “Querido, ¿por qué te levantas?”.

Fui al baño para mojarme el rostro y tratar de aclararme; el traqueteo constante me estaba poniendo enfermo. Lejos estaba yo de hacer la señal de la cruz para pedir fuerzas, aún estaba molesto por la pérdida de mi hermano, aún estaba con dudas. En ese momento me sentía tan solo; no había un dios lo suficientemente grande que calmara la rabia y el deseo que juntos hervían y me marchitaban.

—Querido –dijo Rosa, golpeando la puerta—. Deja que te ayude a arreglar la chaqueta.

—¿Qué chaqueta?

—La que se averió el cierre, tonto. ¡Ay, qué vas a hacer sin mí!

Abrí la puerta y rauda entró ella. Sonriéndome, pegándose a mí pues el baño era pequeño.

—¿Por qué te has escapado, padre?

—No me escapé, solo vine para mojarme el rostro.

—Pues no lo tienes mojado…

—Deberías volver a tu asiento, no te preocupes que volveré. Solo dame tiempo.

—No. No te daré nada. Me has dejado hirviendo allá atrás. ¿Quieres dejarme a medias? Pues bien, cuando vuelvas al asiento no te dejaré en paz, pero dudo que sin privacidad me dejen hacer lo que quiero hacer. O puedes ser un hombre y calmarme, que es lo mínimo exigible tras tu tremenda actuación.

—Rosa, ¡contrólate!

—¡Pues contrólame tú! Tómame padre, hazme tuya aquí. Esta medianoche es única, cuando bajemos nunca más volveremos a vernos, déjame agradecer tu valentía, y por favor déjame aliviar este fuego que has encendido.

Puso el seguro de la puerta mientras se desabotonaba la blusa. Me empujó contra el inodoro para que me sentara, pero me negué a hacerlo. Empujó más fuerte y cedí, un poco por su agresividad, un poco por el tembleque del tren y otro poco porque mi cuerpo me lo demandaba. Con una sonrisa de diablesa, se bajó la falda y posteriormente su braguita para mostrarme su preciosa desnudez: senos sugerentes, pezones pequeños y rosados que me apuntaban amenazantes, un lunarcito destacando en la cadera y esa tentadora mata de vello púbico. 

—¿Y esa cara, padre? Mira, los dos guardias me han visto entrar, uno de ellos sonreía como idiota y el otro tenía cara de perro. ¿Te puede la conciencia? Piensa que lo haces para despejar cualquier duda que tengan esos dos hombres acerca de nosotros.

Sus ojos antes miedosos se habían transformado en algo similar a los de una tigresa, se sentó a horcajadas, restregando sus pechos para mi boca que no era mía, que no respondía a mi cabeza mas sí a mi deseo. Con la sensación de vértigo, me acerqué peligrosamente contra un seno. Ella, apurada, empujó su cuerpo para que su areola chocara contra mis labios.

Fuego, había fuego en el cuerpo. Escondido dentro de mí en todos estos años. Espiándome irritante y rencoroso para salir con todo en el momento adecuado.

Tras sentir el pezón duro queriéndose colar entre mis labios, cerré los ojos y pedí perdón por estar cediendo a los deseos de la carne. Demasiado decepcionado con Cristo y conmigo, demasiado adolorido por la realidad, demasiado caliente por ella.

Y mordí, viéndola apretarse los labios para no gemir fuerte y sosteniéndose a duras penas de mis hombros. Me sentí como probablemente el bueno de Adán se habrá sentido al comer la manzana prohibida. Delicioso, peligroso; el mundo sacudiéndose a mi alrededor.

Se repuso ella tras la sorpresiva chupada, abrió mi bragueta y, tras sortear la ropa interior, sacó mi sexo ya enhiesto y palpitante. Con su boquita abierta y jadeante, con sus ojos vidriosos y con la piel colorada, me demostró que el deseo la había poseído. Y desde luego, a mí también.

Y continuaron más besos, pero ya menos tímidos. Las lenguas húmedas exploraban sin freno, se palpaban con fuerza. Las manos ya no eran tan inocentes: las mías recorrían su cintura, viajando poco a poco hasta ese firme trasero y apretaban con todo. Sus manos me arañaban el cuello, el hombro, todo lo que quedara a su alcance. Y mi maldita boca seguía degustando el fruto prohibido. 

Atajándola por la baja espalda, la fui atrayendo más y más contra mi carne enhiesta con las manos temblorosas. Ella me vio el miedo y con una media sonrisa tomó el tronco venoso y reposó la punta entre los pliegues de su húmeda almeja.

-Métemela –susurró restregándose contra mí.

-No sé, deberíamos parar con esto –mentí. Perdóname, Cristo, porque creo que rompí demasiados mandamientos en tiempo récord y dudo que la más mínima sensación de culpa haya llegado a colarse en mí.

-¡No, no, no! ¡No me mates así! Por favor, padre, ¡métemela que me estoy muriendo de calor! –rogó empezando a estimularse con una mano.

Se restregó más fuerte contra mí, su humedad rebasaba sus límites y su sexo rogaba carne. Se agarró de nuevo de mis hombros y me rogó para que la penetrara “de una puta vez”: la tigresa se había convertido en gatita mansa en búsqueda de comida.

—Me voy al infierno, Rosa —la tomé fuerte de la cintura.

—Hazme espacio, padre, que me voy contigo…

Y se enterró entre los pliegues mojados, se firmaron los papeles de mi condena en aquella cálida estrechez. Cuando llegué hasta el fondo, abrió la boca y chilló. Demasiado fuerte, demasiado caliente. Retiré un poco esperando que se recuperara, contemplando su enrojecido rostro invadido por la calentura. Por la comisura de sus labios se escapaba un ligero hilo de saliva, y en el preciso instante en que pretendía hablarme –seguramente para reprenderme porque fui muy brusco—, volví a clavársela hasta el fondo.

—¡¡¡Eres un imbécil!!! –gritó sin pudor, con mucha dificultad para armar la frase.

Fue ella quien, tras morderme el cuello de manera violenta a modo de venganza, empezó a subir el ritmo de la cabalgata. Vibraba, todo vibraba. Sus senos contra mi rostro, ella sobre mí, su boca que ya no podía decir frases con sentido, sus manos en mis hombros. Todo temblaba, aumentando de ritmo. Y por fin se corrió mientras yo se la enterraba hasta el fondo por tercera ocasión.

Me mandó a la mierda, o al menos eso es lo que creo por el tono que empleó al balbucearme. Se mantuvo así, sentada, sintiendo cómo me retiraba de ella, cómo la punta del glande aún jugaba a salir y entrar.

Reposando su cabeza en mi pecho, dedicó una mano para cascármela lentamente entre jadeos. 

—Eres un cabrón… –susurró mientras las últimas gotas de mi leche se escurrían entre sus dedos y mis manos acariciaban su cabello. Allí, aprendí a consolar y curar heridas de otra manera que no fuera orando.  

Tras limpiarnos y vestirnos, salimos y comprobamos que los dos guardias estaban a punto de golpear la puerta.

—Señor… —carraspeó el más joven—. Este es un baño público.

Me disculpé una y otra vez. El otro guardia no paraba de sonreír; Rosa estaba demasiado avergonzada, totalmente enrojecida. Me tomó de la mano y me llevó de nuevo hasta nuestros asientos para quedarse callada el resto del viaje. Ya no había necesidad de actuar, ya habíamos convencido a quien debíamos.

Llegamos a destino cuando el sol, poco a poco, se asomaba entre los cerros y revelaba el infinito verde de ese campo bañado por el rocío del alba. La presencia de militares en la zona, de la famosa guardia del dictador, nos alarmó. Rosa me advirtió que probablemente hicieron hablar a alguien de los capturados la última noche en la capital, entre ellos quien debía hacerse pasar por su esposo. Tal vez por eso el control estaba siendo demasiado estricto en la estación.

Algo buscaban con demasiadas ganas.

Rosa creyó hasta último momento que la acompañaría hasta la Argentina. Pero nada más lejos de la realidad. Cuando cayó en la cuenta de que realmente mi hermano había fallecido, y que yo debía ir a preceder el velorio, no paró de pedirme disculpas. Me reveló que era importante que ella cruzara la frontera porque tenía, por fin, pruebas de que en la dictadura se estaban cometiendo crímenes contra la humanidad. Con tales documentos robados, tal vez sería más fácil conseguir el apoyo de de más hermanos en pos de derrocar al dictador.

Dicen que la guardia no era precisamente conocida por su inteligencia y rapidez. Al menos, me dieron el tiempo suficiente para ir al velorio con Rosa, almorzar en el pueblo, alquilar un coche de un taller y, por último, marcharnos, atravesando los caminos polvorientos de tierra que serpenteaban hasta llegar al río. Desde allí, solo ella cruzaría abordando una paupérrima embarcación en compañía de otras personas que buscaban escapar.

Hasta el último segundo me insistió en la idea de acompañarla. Pero le dije que mi batalla estaba aquí. Y que nuestra aventura en el tren de medianoche fue solo algo pasajero que pronto deberíamos olvidar. Que fue un sacrificio que hicimos en pos de un futuro mejor. Una escapada de la realidad para no ceder a la locura ni al miedo. Le dije que debería levantar la mirada y nunca echarla para atrás, seguir la lucha, que yo estaría aquí esperándola, ya sin barras, ya sin opresión.

La contemplé marcharse en la embarcación, recostado en el coche. Miré mis manos, palpé mi boca y posteriormente mis heridas de guerra tatuadas en el cuello. Tal vez en otra vida, tal vez en mejores tiempos, Rosa.

Hoy, tantos años después, rememoro esa época en donde todo era tan gris y silencioso. En donde solo había miedo y la juventud era pisoteada sin contemplación. Hoy, querida mía, contemplando este cementerio bañado en hojas amarillas de lapacho, repleto de lápidas sin nombres que se desbordan de injusticia y sinsabor, con la piel haciéndose añicos y la sonrisa queriéndose desmoronar, resucita en mi memoria ese día en el que fuimos de los pocos que nos desgarramos el miedo de la piel para dejarnos llevar por el precioso deseo.

Por eso, cuando pienso en ti, Rosa, en donde sea que estés, siento que todo valió la pena. Porque evolucionamos. Al final triunfamos.

Relato presentado para el XXII Ejercicio de TodoRelatos “Sexo con religiosos”. Imagen: Jeff Rowland.


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