El destino a veces nos
obliga a tomar decisiones demasiado drásticas. En pos de un futuro mejor, todo
sacrilegio se vuelve válido.
Invierno de 1960
Podría decirse que las
torturas son el arma más efectiva de las dictaduras. Siempre las
consideré como el medio perfecto para el objetivo final de estos
regímenes: el miedo. En aquella época, mirabas a las personas y solo veías
miedo. Nadie quería levantar la voz, nadie quería contrariar al dictador. O
temías, o terminabas en un centro de detención a merced de un torturador bajo
los efectos del alcohol. La república ya no era tal, lejos quedó aquella época
en la que los héroes de la democracia se abrieron paso: “República o Muerte”.
Hoy solo quedan ecos tímidos en los labios grisáceos de los caídos; hoy la
república es una cárcel sin barras. En esta época convulsa, aprendimos a llevar
el miedo y hacerla nuestra segunda piel. Involucionamos para adaptarnos.
Fue por eso que desde
joven quise seguir una senda distinta; inicié una vida consagrada con el único
objetivo de alejarme de todo lo superficial y tratar de enfocarme en un rol más
importante: ser la mano que consuela a la viuda que perdió a su marido, de ser
la voz que ora por los desaparecidos en esas silenciosas noches de cielo negro.
De tratar de demostrar que, tras este infierno que marchita la piel, hay un dios
que simplemente nos está probando. La religión se había convertido en nuestro
último escudo antes de ceder a la locura, en la única razón por la cual el
dictador no tenía control absoluto sobre la asediada población. Y yo quería
estar allí, en ese frente invisible, batallando a mi manera, uniformado
solamente con una sotana y un alzacuello.
Pero los años cansan,
las pérdidas pesan. A mis casi cuarenta años, los amigos desaparecidos, los
niños sin padres y las lágrimas inconsolables me pesaban demasiado en el alma.
Confieso que a veces, en las noches más silenciosas, cuando la guardia del
dictador marchaba por las calles asuncenas con ciudadanos apresados, perdía la fe
y las ganas de seguir adelante.
Era un martes de noche,
casi madrugada, en la atestada estación de tren de los López de la capital. Era
un secreto a voces que, quienes iban allí para subir, en realidad lo estaban
haciendo para huir del país. Familias enteras se agolpaban listas para seguir
la batalla desde el otro lado de la frontera, donde se gestaban planes de
derrocamiento con los hermanos extranjeros.
Pero no era fácil. En
la estación estaban los militares, amenazantes con sus armas, con sus miradas
de lobo, recordándonos los que les espera a los “bandidos desestabilizadores”,
vigilando, sospechando, sembrando miedo.
Pero mi intención al ir
al otro extremo del país no era para huir; había recibido la impactante noticia
de que mi hermano menor había “desaparecido” desde hacía más de un mes.
Conociendo la situación, conociéndolo a él particularmente, sabía que en
realidad se encontraba enterrado en algún lugar recóndito. Esa noche mi fe bajó
hasta límites extremos, hasta casi desaparecer. En la parroquia dejé mi sotana
–incómoda de todos modos—, y salí con un traje sobrio y oscuro, y con el
alzacuello como única prueba de mi vida consagrada.
Y mientras avanzaba
entre el gentío con las manos en los bolsillos, alguien por detrás me tomó del
brazo, uniéndose a mi lenta caminata. Demostrando temple, permanecí impertérrito
y la observé con curiosidad: una preciosa rubia de veinte y pocos años, con la
mirada demasiado seria y los labios apretados. Involución y miedo, vi de nuevo
ese miedo. Me miró por unos instantes que se me hicieron eternos, hasta que por
fin habló, un poco bajo, haciéndose difícil de oír entre la multitud a nuestro
alrededor.
—Buenas noches, padre.
—Buenas noches, hija
mía. ¿Cómo te puedo ayudar?
—Voy a ser directa,
padre. Probablemente la mitad de esta gente vaya a parar en la rebelión que se
gesta en Misiones, Argentina. Pero nadie lo dice, nadie lo confiesa. Dicen que
van a Encarnación, pero van a cruzar la frontera.
—¿Ah, sí? Pues
sinceramente no lo sabía.
—¿Me tomas por tonta?
¿Acaso un sacerdote, miembro de la supuesta oposición más firme en contra de la
dictadura, no está aquí en esta noche para huir del país y unirse a la
rebelión?
—Voy a viajar –con la
mano libre retiré una carta de mi bolsillo—, porque verás, un familiar mío ha fallecido.
—Muy bien. Realmente
eso está bastante bien. Mejor que la coartada que yo ideé… Voy al mismo sitio
que tú porque junto con mi marido he comprado un terreno y queremos edificar.
Aquí está la escritura –dijo mostrándome un papel pobremente enrollado.
—Querida, lamento
decirte que lo mío no es ninguna coartada. Si allá afuera se gesta un
derrocamiento, bien por ellos, pero yo me quedaré aquí.
—Pero ahora estás
yendo… allá… Qué coincidencia.
—No es lo que parece.
—Como quieras. Se lo
diré rápido y sin rodeos —resopló—. El que se iba a pasar por mi marido no vino
a buscarme. No está en su casa, nadie en su barrio lo ha visto. Ha…
“desaparecido”. Probablemente fue capturado en la redada de la noche anterior.
¿Ha oído de la redada, no?
—Lamento oírlo, señora.
Realmente estamos viviendo una época muy difícil.
—Soy Rosa. Y soy
señorita. Ni “mi marido” es mi marido, ni el terreno es nuestro. Al menos, eso
es lo que me digo para mí misma. Verás, un notario amigo nos hizo los favores
para casarnos y darnos identidades falsas. Y el terreno al que íbamos, en
realidad pertenece al abuelo del notario, que ha decidido cedérnoslo para poder
usarlo de tapadera y así marcharnos de aquí.
—El matrimonio, por más
de que el tuyo aún no haya pasado por la iglesia, no debería ser tomado a la
ligera, hija mía.
—Sí, bueno, los tiempos
cambian, ¿no? No creo que orando en el claustro vayamos a cambiar el panorama.
—Se trata de orar para
fortalecer el espíritu. Para fortalecer a los demás.
—No. Se trata de hacer
cosas impensables en pos de un futuro mejor –dijo acercándose para arrebatarme
el alzacuello rápidamente, para mi asombro—. Eso es… desabotónese un poco la
camisa –siguió ante mi atónita mirada. Paramos la caminata y dejé que terminara
lo que fuera que estuviera haciendo. Tomó mi mano izquierda y continuó—. Bien…
ahora, póngase este anillo…
—¿Qué estás haciendo,
hija mía?
—Deje de llamarme
“hija”, que lo hace todo más difícil. ¿Quiere ayudar con algo que no sea
uniendo las manos en un rincón de la ciudad? Ayúdeme, por favor, hay dos
hombres de la guardia que me han estado siguiendo desde que entré en la
estación.
—¿Quieres que me haga
pasar por tu marido y los engañemos? Una jovencita como tú no debería estar
pisando terreno tan fangoso.
—¿Y quién va a hacerlo
si ayer han caído tantos? Probablemente alguno de los capturados habló, y no
sería de extrañar que la guardia esté dando caza al resto del grupo. ¿Va a
ayudarme o debo seguir rebuscando?
Parados en medio del
gentío, con papeles en mano, no estábamos siendo precisamente discretos. Poco
tardaron dos agentes en acercarse para exigirnos nuestros documentos. La joven
Rosa me cogió del brazo con muchísima fuerza, esperando que yo la protegiera,
que siguiera su juego. Miedo, sentía su miedo. Cuando enredó sus cálidos dedos
entre los míos, desfilaron en mis adentros todas las víctimas que conocí.
Recordé los rostros de las madres y de los hijos que, llorando, me pedían
consuelo. Rememoré esa sensación que come las entrañas, esa impotencia que
rompe los huesos. Miedo e involución. Esa noche, ya no más.
—Documentos, por favor.
—Cariño, pásale los
papeles –respondí, animándole a la muchacha para que presentara los
documentos—. Vamos al interior para visitar nuestro terreno.
—Sí, eso es. ¿Y por qué
me miran así, eh? El amor no distingue edades –espetó Rosa.
—Los papeles –ordenó el
otro.
*—*—*—*—*—*—*
Pese a que ya había
pasado casi una hora viajando en el tren, contemplando el paisaje que se
vislumbraba en la ventana, los dedos de Rosa seguían enredados entre los míos.
Y ese calorcito de su mano se había extendido a la mía. Ese contacto tan
inocente me impedía pensar con claridad. Pero habría más.
Cuando ella reposaba su
cabeza en mi hombro, cuando levantaba nuestras manos unidas y besaba mis nudillos
–pues los guardias paseaban de vagón en vagón y necesitábamos disimular—,
cuando me tocaba la nariz para preguntarme con voz susurra: “¿Me voy a ir al
infierno por estar tocándote así?”… Todos esos pequeños detalles se acumulaban
dentro de mí, despertando sensaciones y dudas. –Ay, si hubiera elegido otro
camino, tal vez esto es lo que me esperaría al final de él—. El estar con ella
me revelaba un mundo olvidado, demasiado interesante, demasiado peligroso.
—Una chica muy
jovencita me enseñó que tenemos que hacer grandes sacrificios en pos de un
futuro mejor. Yo he elegido este camino, el sacerdocio, para ayudar a mi
manera. Y hace una hora he elegido este para poder salvarte… Espero que eso se
traduzca en la salvación de este país.
—¿Soy eso para ti, padr…
querido? ¿Un sacrificio? Ay, no sabe cuánto lamento que lo estés pasando tan
mal –ironizó-. Pero míralo de este modo: cuando el tren se detenga, nunca más
volveremos a vernos. Viviremos el resto de nuestros días como si nunca nos
hubiéramos conocido. Así que dime, ¿te sientes mejor así?
—Me sentiré mejor
cuando tú estés a salvo en Argentina, ¿qué te parece?
Me tomó del mentón con
su mano y me dio un repentino beso, rápido, fugaz, di un respingo al sentir una
húmeda lengua repasarme los labios. No pude reaccionar. No pude, no quise. Las
preguntas afloraban, la curiosidad y el deseo de tacto también. El beso acabó,
antes de que pudiera decir algo al respecto, ella volvió a reposar en mi hombro
para decirme con toda la tranquilidad posible:
—Acaba de pasar un
guardia.
—No, no acaba de pasar
nadie…
—Pues yo vi uno, será
que te has puesto tonto por el beso. ¿Cuándo fue la última vez que has estado
con una chica? ¿Porque con una habrás estado antes de iniciar tu vida
consagrada, no?
—¿No te parece poco apropiado
tu manera de hablar a alguien como yo… querida?
—Verás, mi vida, esta
noche eres mío —su mano reposó en mi muslo y empezó a acariciarlo con una
sonrisita—. Y yo soy tuya. Ayúdame esta noche, haz los sacrificios que veas
necesarios, que yo haré lo propio, pues verás, yo también cargo cruces al estar
tocándole a un hombre de Dios.
Demasiado joven para
mí. Demasiado altanera para su edad. Nada correspondía. Ni yo, ni ella, ni mis
manos que, temblorosas, ansiosas de curiosidad y deseo, se posaron en su pierna
más cercana a mí con la excusa de que todo era un acto. Por un momento el miedo
se esfumó y evolucionamos. Deseo, había deseo en sus ojos y en los míos. Se
relamió los labios porque me veía demasiado cerca de su rostro, lleno de
curiosidad, repleto de ansia. Esa noche en el tren, mis labios consolaron de
otra manera que no pensé que fueran capaces. Su lengua, pícara, me decía con su
tacto húmedo y tibio que le agradaba.
El guardia a lo lejos,
reposando cerca de la compuerta, observaba con morbo. Comprobaba que,
efectivamente, éramos lo que aparentábamos: Una pareja de recién unida que se
dejaba llevar por el deseo de la carne.
Fue el carraspeo de un
caballero más atrás lo que me hizo volver a la realidad. Dejé de besarla y me
volví a acomodar en mi asiento. Sentía que estaba convirtiendo nuestra
actuación en una excusa para liberar y destensar la libido contenida en mí.
Sentía que estaba haciéndolo todo mal. Con la culpa ganando terreno, me levanté
del asiento para asombro de Rosa, que intentaba sacarme respuestas con su
mirada, con sus dedos que querían enredarse entre los míos, con su tímida voz
susurrando: “Querido, ¿por qué te levantas?”.
Fui al baño para
mojarme el rostro y tratar de aclararme; el traqueteo constante me estaba
poniendo enfermo. Lejos estaba yo de hacer la señal de la cruz para pedir
fuerzas, aún estaba molesto por la pérdida de mi hermano, aún estaba con dudas.
En ese momento me sentía tan solo; no había un dios lo suficientemente grande
que calmara la rabia y el deseo que juntos hervían y me marchitaban.
—Querido –dijo Rosa,
golpeando la puerta—. Deja que te ayude a arreglar la chaqueta.
—¿Qué chaqueta?
—La que se averió el
cierre, tonto. ¡Ay, qué vas a hacer sin mí!
Abrí la puerta y rauda
entró ella. Sonriéndome, pegándose a mí pues el baño era pequeño.
—¿Por qué te has
escapado, padre?
—No me escapé, solo
vine para mojarme el rostro.
—Pues no lo tienes
mojado…
—Deberías volver a tu
asiento, no te preocupes que volveré. Solo dame tiempo.
—No. No te daré nada.
Me has dejado hirviendo allá atrás. ¿Quieres dejarme a medias? Pues bien,
cuando vuelvas al asiento no te dejaré en paz, pero dudo que sin privacidad me
dejen hacer lo que quiero hacer. O puedes ser un hombre y calmarme, que es lo
mínimo exigible tras tu tremenda actuación.
—Rosa, ¡contrólate!
—¡Pues contrólame tú!
Tómame padre, hazme tuya aquí. Esta medianoche es única, cuando bajemos nunca
más volveremos a vernos, déjame agradecer tu valentía, y por favor déjame
aliviar este fuego que has encendido.
Puso el seguro de la
puerta mientras se desabotonaba la blusa. Me empujó contra el inodoro para que
me sentara, pero me negué a hacerlo. Empujó más fuerte y cedí, un poco por su
agresividad, un poco por el tembleque del tren y otro poco porque mi cuerpo me
lo demandaba. Con una sonrisa de diablesa, se bajó la falda y posteriormente su
braguita para mostrarme su preciosa desnudez: senos sugerentes, pezones
pequeños y rosados que me apuntaban amenazantes, un lunarcito destacando en la
cadera y esa tentadora mata de vello púbico.
—¿Y esa cara, padre?
Mira, los dos guardias me han visto entrar, uno de ellos sonreía como idiota y
el otro tenía cara de perro. ¿Te puede la conciencia? Piensa que lo haces para
despejar cualquier duda que tengan esos dos hombres acerca de nosotros.
Sus ojos antes miedosos
se habían transformado en algo similar a los de una tigresa, se sentó a
horcajadas, restregando sus pechos para mi boca que no era mía, que no
respondía a mi cabeza mas sí a mi deseo. Con la sensación de vértigo, me
acerqué peligrosamente contra un seno. Ella, apurada, empujó su cuerpo para que
su areola chocara contra mis labios.
Fuego, había fuego en
el cuerpo. Escondido dentro de mí en todos estos años. Espiándome irritante y
rencoroso para salir con todo en el momento adecuado.
Tras sentir el pezón
duro queriéndose colar entre mis labios, cerré los ojos y pedí perdón por estar
cediendo a los deseos de la carne. Demasiado decepcionado con Cristo y conmigo,
demasiado adolorido por la realidad, demasiado caliente por ella.
Y mordí, viéndola
apretarse los labios para no gemir fuerte y sosteniéndose a duras penas de mis
hombros. Me sentí como probablemente el bueno de Adán se habrá sentido al comer
la manzana prohibida. Delicioso, peligroso; el mundo sacudiéndose a mi
alrededor.
Se repuso ella tras la
sorpresiva chupada, abrió mi bragueta y, tras sortear la ropa interior, sacó mi
sexo ya enhiesto y palpitante. Con su boquita abierta y jadeante, con sus ojos
vidriosos y con la piel colorada, me demostró que el deseo la había poseído. Y
desde luego, a mí también.
Y continuaron más
besos, pero ya menos tímidos. Las lenguas húmedas exploraban sin freno, se
palpaban con fuerza. Las manos ya no eran tan inocentes: las mías recorrían su
cintura, viajando poco a poco hasta ese firme trasero y apretaban con todo. Sus
manos me arañaban el cuello, el hombro, todo lo que quedara a su alcance. Y mi
maldita boca seguía degustando el fruto prohibido.
Atajándola por la baja
espalda, la fui atrayendo más y más contra mi carne enhiesta con las manos
temblorosas. Ella me vio el miedo y con una media sonrisa tomó el tronco venoso
y reposó la punta entre los pliegues de su húmeda almeja.
-Métemela –susurró
restregándose contra mí.
-No sé, deberíamos
parar con esto –mentí. Perdóname, Cristo, porque creo que rompí demasiados
mandamientos en tiempo récord y dudo que la más mínima sensación de culpa haya
llegado a colarse en mí.
-¡No, no, no! ¡No me
mates así! Por favor, padre, ¡métemela que me estoy muriendo de calor! –rogó
empezando a estimularse con una mano.
Se restregó más fuerte
contra mí, su humedad rebasaba sus límites y su sexo rogaba carne. Se agarró de
nuevo de mis hombros y me rogó para que la penetrara “de una puta vez”: la
tigresa se había convertido en gatita mansa en búsqueda de comida.
—Me voy al infierno,
Rosa —la tomé fuerte de la cintura.
—Hazme espacio, padre,
que me voy contigo…
Y se enterró entre los
pliegues mojados, se firmaron los papeles de mi condena en aquella cálida
estrechez. Cuando llegué hasta el fondo, abrió la boca y chilló. Demasiado
fuerte, demasiado caliente. Retiré un poco esperando que se recuperara,
contemplando su enrojecido rostro invadido por la calentura. Por la comisura de
sus labios se escapaba un ligero hilo de saliva, y en el preciso instante en
que pretendía hablarme –seguramente para reprenderme porque fui muy brusco—,
volví a clavársela hasta el fondo.
—¡¡¡Eres un imbécil!!!
–gritó sin pudor, con mucha dificultad para armar la frase.
Fue ella quien, tras
morderme el cuello de manera violenta a modo de venganza, empezó a subir el
ritmo de la cabalgata. Vibraba, todo vibraba. Sus senos contra mi rostro, ella
sobre mí, su boca que ya no podía decir frases con sentido, sus manos en mis
hombros. Todo temblaba, aumentando de ritmo. Y por fin se corrió mientras yo se
la enterraba hasta el fondo por tercera ocasión.
Me mandó a la mierda, o
al menos eso es lo que creo por el tono que empleó al balbucearme. Se mantuvo
así, sentada, sintiendo cómo me retiraba de ella, cómo la punta del glande aún
jugaba a salir y entrar.
Reposando su cabeza en
mi pecho, dedicó una mano para cascármela lentamente entre jadeos.
—Eres un cabrón…
–susurró mientras las últimas gotas de mi leche se escurrían entre sus dedos y
mis manos acariciaban su cabello. Allí, aprendí a consolar y curar heridas de
otra manera que no fuera orando.
Tras limpiarnos y
vestirnos, salimos y comprobamos que los dos guardias estaban a punto de
golpear la puerta.
—Señor… —carraspeó el
más joven—. Este es un baño público.
Me disculpé una y otra
vez. El otro guardia no paraba de sonreír; Rosa estaba demasiado avergonzada,
totalmente enrojecida. Me tomó de la mano y me llevó de nuevo hasta nuestros
asientos para quedarse callada el resto del viaje. Ya no había necesidad de
actuar, ya habíamos convencido a quien debíamos.
Llegamos a destino
cuando el sol, poco a poco, se asomaba entre los cerros y revelaba el infinito
verde de ese campo bañado por el rocío del alba. La presencia de militares en
la zona, de la famosa guardia del dictador, nos alarmó. Rosa me advirtió que
probablemente hicieron hablar a alguien de los capturados la última noche en la
capital, entre ellos quien debía hacerse pasar por su esposo. Tal vez por eso
el control estaba siendo demasiado estricto en la estación.
Algo buscaban con
demasiadas ganas.
Rosa creyó hasta último
momento que la acompañaría hasta la Argentina. Pero nada más lejos de la
realidad. Cuando cayó en la cuenta de que realmente mi hermano había fallecido,
y que yo debía ir a preceder el velorio, no paró de pedirme disculpas. Me reveló
que era importante que ella cruzara la frontera porque tenía, por fin, pruebas
de que en la dictadura se estaban cometiendo crímenes contra la humanidad. Con
tales documentos robados, tal vez sería más fácil conseguir el apoyo de de más
hermanos en pos de derrocar al dictador.
Dicen que la guardia no
era precisamente conocida por su inteligencia y rapidez. Al menos, me dieron el
tiempo suficiente para ir al velorio con Rosa, almorzar en el pueblo, alquilar
un coche de un taller y, por último, marcharnos, atravesando los caminos
polvorientos de tierra que serpenteaban hasta llegar al río. Desde allí, solo
ella cruzaría abordando una paupérrima embarcación en compañía de otras
personas que buscaban escapar.
Hasta el último segundo
me insistió en la idea de acompañarla. Pero le dije que mi batalla estaba aquí.
Y que nuestra aventura en el tren de medianoche fue solo algo pasajero que
pronto deberíamos olvidar. Que fue un sacrificio que hicimos en pos de un
futuro mejor. Una escapada de la realidad para no ceder a la locura ni al
miedo. Le dije que debería levantar la mirada y nunca echarla para atrás,
seguir la lucha, que yo estaría aquí esperándola, ya sin barras, ya sin
opresión.
La contemplé marcharse
en la embarcación, recostado en el coche. Miré mis manos, palpé mi boca y
posteriormente mis heridas de guerra tatuadas en el cuello. Tal vez en otra
vida, tal vez en mejores tiempos, Rosa.
Hoy, tantos años
después, rememoro esa época en donde todo era tan gris y silencioso. En donde
solo había miedo y la juventud era pisoteada sin contemplación. Hoy, querida
mía, contemplando este cementerio bañado en hojas amarillas de lapacho, repleto
de lápidas sin nombres que se desbordan de injusticia y sinsabor, con la piel
haciéndose añicos y la sonrisa queriéndose desmoronar, resucita en mi memoria
ese día en el que fuimos de los pocos que nos desgarramos el miedo de la piel
para dejarnos llevar por el precioso deseo.
Por eso, cuando pienso
en ti, Rosa, en donde sea que estés, siento que todo valió la pena. Porque
evolucionamos. Al final triunfamos.
Relato presentado para
el XXII Ejercicio de TodoRelatos “Sexo con religiosos”. Imagen: Jeff Rowland.
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