[Fantasía Épica] Penúltimo capítulo. Durante la batalla por la independencia norteamericana, el fin del mundo surcó fugazmente Saratoga. Y en los albores del tercer milenio, una ninfa de Artemisa asesinaba ángeles con su arco dorado.
1 de Septiembre de 1777
Desde los tiempos
de nuestros abuelos ya se hablaba de los hombres de piel blanca que llegaban por
el oeste, a través del Gran Río. Hablaban de fusiles y pólvora; pero yo
prefería oír de armas de yesca y piedra; siempre un arco y un hacha antes que
las armas de plomo. Evitaba usar lanzas, eso sí, pues no están hechas para las
mujeres pequeñas como yo: demasiado pesadas, demasiado largas.
Madre
Tierra estaba cambiando. Advertía a los líderes sobre el avance inexorable de
los visitantes a través de los territorios cedidos por Samomoset, los Cherokees
y posteriormente por otras tribus de la Confederación Iroquesa. Los pieles
blancas ofrecían armas y plata a cambio de tierras; riqueza y posesión a cambio
de los territorios que legamos del Gran Espíritu.
Dicen que
fue el comienzo de la paulatina perdición de las naciones hermanas, pero yo veía
nuevas oportunidades: descubrir el mundo más allá del valle, y por sobre todas
las cosas, descubrir cuál era mi lugar en esas ciudades que poco a poco
florecían como los tallos de hierba en primavera.
Claro, no
todos compartían mi visión de las cosas.
De cuatro
patas sobre una mullida cama de aquella lujosa habitación, arqueé la espalda
para regalar una mejor vista al inglés que se deshacía de sus ropas a velocidad
abismal. Probablemente las luces tambaleantes de las velas bañando mi delgado
cuerpo eran dignas de admirarse; ese cabrilleo sobre mi piel morena le estaría
resultando todo un espectáculo.
Chaleco,
camisa y peluca volando por la habitación. Una media cayó cerca de mi rostro,
colgándose del cabezal de la cama.
—América… —susurró
él—. ¡América! Dana, jamás olvidaré esos dos meses de martirio, cruzando el
océano, ¡la comida de la Armada Real es un auténtico estropicio! Pero tú… ¡Mmm!
Por ti cruzaría mil mares más.
—Qué encantador,
Jonathan. Pero te estás tardando y no tengo toda la tarde.
—Por cierto
Dana, tu lobo… tu lobo me acaba de mostrar los colmillos.
—¿Qué
dices, Jonathan? Escarcha te conoce, no tiene sentido que te enseñe colmillos. Vente
a la cama.
—Estoy bastante
seguro, mira esos ojos azules y asesinos.
—Alucinas,
el estar tanto tiempo paseando por el puerto ha hecho que el salitre en los
ojos y la mierda de gaviota te haya hecho mella. Escarcha es un amor, ¿no es
así, bola de pelo? —mi lobo aulló para que el pobre inglés diera un respingo de
sorpresa.
—Dana, si
te hago gemir pensará que te estoy lastimando. Maldito animal, ¿no lo puedes
sacar afuera?
—¡No!, hará
ruido, te rasgará la puerta, llamará la atención. Ya sabes que es mi condición,
¿a qué vienen ahora las quejas? Por favor, Jonathan, sube a la cama.
—¡Bah!, haré
como que no está.
Jonathan
era un buen hombre. Algo raro, pero suponía que era lo normal tratándose de un piel
blanca. Soldado, pero hijo de un comandante inglés que vino a Nueva York en
búsqueda de una vida diferente a la que tenía en el otro lado del Gran Río. Le
veía siempre paseándose en el puerto cuando no estaba de servicio mientras que
yo iba para vender pieles y carnes, y entablamos amistad. Bueno, más que eso…
—Mira Dana,
esto lo he leído en un libro erótico que traje de Manchester, no se lo digas a
nadie pues están prohibidos —se aclaró la garganta—. “¿Te sometes a la Corona,
doncella?” —preguntó con un extraño acento, tratando de remedar a un personaje
de la historia cochina que habrá leído.
—Por
Natura, otra vez con eso…
—“¿Eres
leal a la Corona o no, mujer?”.
—Supongo
que… ¡Bah! ¡Métela ya, Jonathan!
En el
momento que tomó mi cintura con sus manos para reposar su palpitante miembro
entre los pliegues de mi sexo, una sensación deliciosa me invadió desde mi
entrepierna hasta extenderse por todo mi cuerpo. Arañé la manta de la cama e
inicié un lento ir y venir para calentarlo, y llevando mi mano bajo mi vientre,
agarré su hombría y lo guié a tierras salvajes.
Arrancó el
ir y venir violento de su cintura contra la mía, entre el chirrío de la cama y
los gemidos de bisonte que emitía mi amante. Tomó un puñado de mi cabello y lo
trajo hacia sí dolorosamente para que curvara más la espalda mientras clavaba
su flaco nabo hasta donde podía. Emití un gemido, más de decepción que placer o
dolor, pero rápidamente me mordí los labios; Escarcha podría preocuparse por su
ama.
—Qué
cabellera más preciosa y suave, en serio, Dana.
—¡Uff!… La
mantengo húmeda con grasa de oso… ¡Sigue!….
—¿Grasa
de…? Mierda, no debí haber preguntado…
Nunca me
gustó la esencia del hombre. Por lo general solía, en el momento adecuado,
coger un pañuelo o a veces su peluca para que lo depositara todo. Aunque en esa
ocasión quería tenerlo contento pues vine no solo para un coito, sino para
aclarar mi panorama, mi situación; mi lugar en ese mundo nuevo que se expandía
a pasos de gigante.
Cuando sus
arremetidas empezaron a perder ritmo, me salí de él y, tomándolo de los
hombros, lo tumbé en la cama para besarlo. Y bajando, siempre a besos, llegué
hasta donde él anhelaba. Uno, dos, tres
gotas salpicaron mis mejillas antes de que me armara de valor para engullirla,
degustarla y tragarla. Le vi los ojos
viciosos; contento, excitado; era mi oportunidad de encontrar mi lugar en la
colonia.
—Jonathan
—dije tratando de disimular el mal gusto de su blanco líquido en mi boca,
pegándose molestamente en los dientes—. Necesitamos hablar.
—Lo que
desees, Dana, la mujer más hermosa de América tiene mi atención…
—Pues bueno
Jonathan, ¿me acompañarías al mercado? Puedes ayudarme y tirar de la carretilla
con lo que cacé hoy.
—Esto… Lo
siento, Dana, esta noche tengo una reunión con mi padre y debo prepararme.
—No
mientas. ¿Tienes vergüenza de que te vean con una mestiza por las calles, no es
así?
—Exacto.
—Eres un
completo idiota. Dijiste que por mi color de piel podría pasar como italiana o
española en las calles, pero una vez allí, no me tratas como tal. ¿Miedo, vergüenza, qué
te aflige, piel blanca?
—Ayuda un
poco el que seas mestiza, para disimular. Pero Dana, no te lo tomes a mal, soy
hijo de un comandante, no puedo arriesgarme a estar en público con una salvaj…
con una preciosidad como tú. Y ni siquiera quiero pensar en el rostro que pondría mi madre si se enterara...
—A mí no me
importaría pasearme de la mano con un inglés por todo el valle. ¡Que nos maten
con sus miradas, Jonathan!
—Dana, no comiences. No me gustaría arruinar esto especial que tenemos. ¿Cuánto tiempo
ya? ¿Casi un año? Y míranos, nos ha ido muy bien así.
—A estas
alturas las inglesas ya tendrían un anillo en el dedo, ¿no es así? No es que me
importen las costumbres de tu gente, pero me causa extrañeza que ni siquiera
hayas amagado proponerme una relación formal.
—Dios… No
quiero tener problema contigo ni tu tribu, una propuesta de matrimonio es
ofensivo para vuestros… espíritus, ¿no?
—¡No,
necio, no lo es! Jonathan, te he soñado junto a mí incontables veces; en una
cabaña alejada, a veces en una casa en los límites de la colonia,
acurrucándonos bajo las luces de las velas… ¿Qué me dices?
—Mira,
Dana, tenemos encima este problema de los revolucionarios. Se hacen llamar “patriotas”,
yo prefiero llamarlos “desleales”. No puedo pensar en una relación formal ahora
mismo. Pero lo tendré en cuenta, ¿qué me dices?
—A mi tribu
no le importaría, Jonathan. Es más, estoy segura de que te agradecerían que me
sacaras de encima.
—¿Me agradecerían
que les robe a su más hermosa guerrera? ¡Ya me veo con el cuerpo repleto de
lanzas y flechas! Oye… Oye, Dana, ¿por qué te levantas?
Y pensar
que tuve que tragar tan asqueroso líquido para nada; llega un momento en donde
el corazón simplemente ya no puede soportar el constante rechazo; los pieles
blancas nunca me verían como una mujer con quien asentarse, sino como un medio
para desfogarse; nunca una mestiza podría tener relaciones con un piel blanca,
y ni qué decir tiene con la gente de mi tribu.
Me hice con
mi blusa mientras Escarcha venía con mi falda en su hocico. Debo reconocer que
me causaba gracia ver a un animal actuando más caballeroso que un hombre.
Aunque, si he de ser sincera, no era de extrañar que un piel blanca se
comportara tan pobremente con los hijos de Madre Tierra.
—Me voy al
mercado para vender lo que cacé, Jonathan. Y luego tengo que llegar al valle
antes de que se oculte el sol.
—Dana, espera…
—se levantó para tomarme del hombro, su cara se oscureció al ver mis ojos
asesinos. Tragó saliva; después de todo, sabía que yo era una de las cazadoras
más letales de las naciones iroquesas—. Ehm… Dana, vistes como una colona pero
tu arco te delata. Recuerda, una hermosa colona levanta miradas, pero una
mohicana, por más hermosa que sea, levanta casquetes. Deja tu arma aquí, y
cuando termines tus negocios ven a recogerla.
—No creo
que vuelva a este lugar nunca más, Jonathan.
—No lo
dirás en serio…
—¡Vámonos,
Escarcha!
—Oye… ¡Oye,
espera Dana!… Sé que es el peor momento para pedírtelo, pero veo que afuera hay
un grupo nutrido de soldados del rey —dijo plegando ligeramente la cortina de
su ventana—. Dana, ¿podrías… podrías salir por la puerta de atrás?
1 de noviembre de 2016
En las
favelas de Paraisópolis, Sao Paulo, se desató una masacre. Desperdigados sobre
las terrazas de chapa y aluminio, entre el humo y la sangre, incontables
cuerpos de ángeles muertos adornaban el paisaje. Cada uno con una flecha dorada
enterrada en el corazón.
Una rubia alada
de belleza sin igual descendió elegantemente del cielo. Empuñaba su arco dorado
en una mano mientras que con la otra acariciaba su larga cabellera. Los había
matado a todos. Eran casi cien ángeles que se habían reunido en las favelas,
pero aquella hábil y letal arquera los mató a todos sin darles tregua.
Los
habitantes de Paraisópolis salieron a verla; cada disparo de su arco había
parecido un estallido, como un trueno sin relámpago. La admiraban, le tenían
miedo.
Un ángel
moribundo, en sus últimos instantes de vida, logró sujetarla del pie cuando la
blonda pasó a su lado.
—¿Hmm? ¿Qué
quieres, impuro? –preguntó ella, mirándolo con curiosidad.
—Éramos
casi cien –logró decir apenas debido a la sangre que se escurría de la boca—.
Éramos tantos, y nos mataste a todos en un santiamén, puta.
—¡Qué
grosero! –exclamó acomodándose el arco en su espalda—. Deberías mostrar un poco
más de respeto hacia tus superiores.
—¿Eres tú
la que asesinó a los arcángeles Rafael y Gabriel?
—¿Qué estás
diciendo? —preguntó acuclillándose ante él para tomar de su mentón—. ¿Rafael y
Gabriel? ¿Dos de los tres arcángeles están muertos? Eso facilita las cosas un
poco más…
—Por eso
nos despertaron a la legión. Para cazar al que asesina a los arcángeles…
—¡Ja! Si
hay algo de lo que me gustaría presumir sería el de haberlos matado con mi
arco. Pero no, no fui yo.
—¿Y por qué
mierda nos has matado?
—No es que
os haya matado, simplemente no habéis superado mi prueba de aptitud.
—¿Prueba…?,
¿pero quién eres tú?
—Mi nombre
es Calisto, ninfa de Artemisa y ángel puro de los Campos Elíseos. Ahora cierra
los ojos y vete de este mundo. Descansa para siempre en el más allá; tú y los
demás impuros no tenéis nada que hacer en este plano.
—Alguien…
—tosió—, parece que alguien superó tu prueba…
A lo lejos,
sobre una terraza, delante de la luna llena, un ángel la observaba. Se trataba
de una mujer de piel morena, de facciones rectilíneas y que llevaba afeitados
ambos lados de la cabeza, dejando solo una franja delgada de cabello en el
centro. Calisto sonrió y ladeó su rostro para despejarse el mechón que le
ocultaba un ojo. Volvió a hacerse con su arco, retirando una flecha dorada de
su carcaj.
—Vaya
vueltas da el destino. ¿Una mohawk angelizada? Menudo peinado más terrible…
Y extendió
sus alas para alzar vuelo elegantemente, levantando el polvo y corriendo la
sangre desparramada de sus víctimas, robándose la admiración de los habitantes
de Paraisópolis. Calisto, la ninfa de Artemisa, había fijado a su nueva
presa.
1 de Septiembre de 1777
El trato que
tenía con la tribu de los kanien'kéhaka,
donde me críe desde mi nacimiento, era similar al que tenía con la mayoría de
los colonos e ingleses, aunque con excepciones.
El desprecio directo de los pieles blancas contrastaba con el desprecio
pasivo de la tribu, quienes solían mantenerme al margen de las actividades en
grupo como la caza o recolección de frutos.
Incluso el
solo hecho de levantarse del tronco caído donde yo y Escarcha íbamos para
sentarnos a comer me dolía tanto como las palabras de insultos que me
profesaban los pieles blancas; a los ojos de unos yo era una mestiza salvaje, a
los ojos de otros era una mestiza impura. Era la consecuencia de provenir de padre
inglés, esclavista y violador, y madre nativa. Perderla durante la sangrienta guerra
de los Siete Años fue un golpe demasiado bajo, pero soy brava, sé cómo reponerme;
me veían y creían que me desmoronaría como la nieve en las laderas donde alumbra
el sol, pero no me conocían.
Una clave para
soportar la soledad y la exclusión era aquella bola de pelo que rescaté cuando era
solo un lobezno y cuya manada fue atacada por un grupo de casacas rojas. Bien
los kanien'kéhaka solían
evitarme a la hora de buscar una compañera de caza, pero no me importaba
demasiado; con mi guerrero de pelaje plata y ojos azules era suficiente para
cazar desde peces, pasando por ciervos y, hasta una vez, un oso.
Rumbo a la
tribu, oculta en el espesor verde del bosque, me quité las ropas de colona que
utilizaba para comerciar, y me vestí con la típica blusa nativa, falda y botas
de cuero. Entrar con ropas de los pieles blancas en la tribu sería un insulto
merecedor de una expulsión definitiva, y estaba al tanto de que muchos de los
miembros estaban esperando un movimiento en falso mío para darme una patada.
Llegamos
cansados a la tribu, Escarcha y yo, ya al anochecer, y vi a todos los hombres reunidos
alrededor de una enorme fogata. Varios pieles blancas con casacas rojas se
encontraban dialogando con uno de nuestros más grandes guerreros: Atasá´ta.
Me senté
sobre una roca para escuchar la conversación, mientras Escarcha levantaba sus
patas delanteras para reposarlas sobre mi regazo. De un tirón arranqué la manga
de mi blusa para ayudarle a limpiar la sangre de nuestras presas manchadas en
su boca.
—Los
Hurones han exterminado a varios de nuestros animales —dijo Atasá´ta, caminando
alrededor de la fogata—, ¿debemos
someternos y aceptar la invasión de nuestras tierras? Quizás eso esté bien para
quienes sean demasiado viejos para luchar. En cuanto a mí, cuento con guerreros
que me respaldan. ¡Nosotros defenderemos nuestra tierra! ¡Ayudaremos al rey en
su batalla contra los patriotas, y él nos devolverá el favor ayudándonos a
expulsar a los Hurones!
El fuego se
agitó con fuerza, resonaron los tambores, la tribu se llenó de gritos de guerra.
Y Escarcha, como si entendiera cada palabra, aulló y acompasó el jolgorio.
—La Corona
está agradecida por vuestra ayuda —dijo un casaca roja—. Al terminar la
contienda contra los revolucionarios de George Washington, os ayudaremos a
expulsar a los Hurones del Valle Mohicano.
Atasá´ta,
tras despedirse de los pieles blancas, se acercó y se sentó a mi lado, pues
como siempre le daba pena verme sola:
—¡Kaniehtíio
Dana, has vuelto!
—Atasá´ta, ¿así
que van a unirse a los ingleses para luchar contra los patriotas?
—Deja tu odio
a un costado. Los ingleses han prometido ayudarnos contras los Hurones a cambio
de apoyo bélico. ¿Y qué hay de ti? ¿Qué pasa con una de nuestras cazadoras más letales?
¿Quieres ir también a la batalla?
—¿”Cazadora
letal”? ¿Y cómo sabes de mis dotes de caza? Nunca un hermano ha solicitado mi
compañía. Me ven la piel y me miran raro. Hablan a mis espaldas, desprecian la
comida que cazo... Ayer, Kanientó´ten eligió a Kaietí antes que a mí para salir
a cazar. Si he de ser sincera, ¡ella es torpe y además tiene un lunar horrible
en esa enorme nariz! Si no me queréis aquí en la tribu, ¡perfecto! Encontraré mi lugar en la colonia. ¡Encontraré a alguien que me... Encontraré mi lugar!
—Kaniehtíio
Dana, si yo no tuviera pareja te habría elegido a ti antes que a cualquiera.
Veo los peces que traes cargados en tu bolsa, veo el oro y plata que traes
cuando comercias con los ingleses y holandeses, te veo los ojos asesinos cuando
partes de la tribu para cazar, y veo una mujer de raza pura, de raza kanien'kéhaka, que nadie te diga lo
contrario.
Escarcha
aulló para arrancarle una carcajada a Atasá´ta.
—Y te veo
con Escarcha, animal que representa nuestro tótem, y no puedo evitar sonreír lo
mucho que te pareces a Sosondowah, Dana.
—¿Sosondowah? ¿En serio?, ¿te parezco a la diosa kanien'kéhaka
de la caza?
—Escúchame,
Kaniehtíio Dana. Los oneidas, onondagas y sénecas se nos unirán al amanecer a
orillas del río para tomar rumbo a Saratoga. No te forzaré, si deseas evitar la
guerra, quédate en la tribu y ayuda como puedas. Habla con la anciana si te
tratan mal, pues no estaré yo. Pero si buscas aprobación en la tribu, te seré
sincero, tal vez en la batalla la encuentres al demostrarles tu valía.
Miré a
Escarcha con preocupación. Agitaba su lengua y cola graciosamente; ojalá yo
pudiera ver la vida de esa manera tan simple. Le tomé de las peludas mejillas,
y pegando frente contra frente, ladeé su rostro varias veces para hundirme en
sus ojos azules. Ni el valle ni la colonia. Puede que en Saratoga, en medio de
una guerra infernal, pudiera encontrar mi lugar en el mundo.
—¿Qué me dices,
bola de pelo? ¿Vamos a una guerra?
Lanzó un
ligero gruñido que me llegó al corazón. El guerrero de pelaje plata quería ayudarme
en mi búsqueda. Llegó el momento de demostrarles que yo también podía proteger
a Madre Tierra como una hija pura.
—Kaniehtíio
Dana, si quieres acompañarnos a Saratoga, ve y clava tu tomahawk en la base de
madera del tótem de piedra.
—Pero, ¡detengan
los tambores! —gritó otro de nuestros grandes cazadores: Kanienko´ten, rodeado
de sus más fieles amigos—. ¿La anciana ya ha aprobado a la impura?
—Tendrá la
bendición de la anciana, y ya tiene el apoyo del Gran Espíritu desde el momento
que forjó amistad con el lobo. Irá con nosotros, te guste o no.
Vi un
brillo endemoniado en los ojos de aquel guerrero. Por primera vez en mi vida,
me hablaron claro acerca de mi situación. Tal vez por la guerra en ciernes, tal
vez porque la tensión ya no tenía cobijo.
—Que sepas,
impura, que nadie te cederá ni un solo caballo, ni mucho menos tendrás aquí un
compañero en la batalla.
—¡Silencio,
Kanienko´ten! Dana es una cazadora digna y será de gran ayuda.
—Eso es
—sonreí con sorna—, deberías cerrar el hocico o probarás los colmillos de
Escarcha.
—Kaniehtíio
D-A-N-A –masticó cada sílaba de mi nombre inglés, dejándome claro que su
problema conmigo estaba en mi sangre—. ¿Crees
que somos tontos? ¿Te crees que realmente eres una kanien'kéhaka? Te acuestas con los pieles blancas para que te
lleven del valle, para vivir en hogares y empalidecer como ellos. ¿Cuántos
amantes han pasado por tus piernas en búsqueda de ser aceptada? Afróntalo, ni
perteneces a los blancos, ni perteneces aquí. Escupo sobre tus pasos, deshonras
a los hijos puros de Madre Tierra. ¡No toleraré que pelees a mi lado, impura!
“Impura”.
Tensé mi tomahawk en mi mano. Puede que yo fuera una indeseada, pero no podrían
negar mis aptitudes en batalla y caza; una lucha contra mí no les convenía (ni
a mí tampoco, eran hábiles). Con la tensión elevándose hasta los cielos, Atasá´ta
se volvió a interponer entre ambos para cortar el silencio y la bravura que
emanábamos:
—Kaniehtíio
Dana irá a la batalla. Nos honrará con su presencia. Yo mismo cederé a mi
caballo para que ella lo monte.
Avancé
rumbo a la estatua del lobo de piedra. Al clavar el tomahawk en la base del
tótem lo sellaría todo: significaba mi declaración de guerra. Para el regocijo de
Escarcha que acompasó mis pasos rumbo al tótem con un aullido de orgullo, y para
el murmullo hiriente del resto de la tribu, clavé el hacha con la mirada siempre
fija en el necio de Kaniento´ten.
La guerra
había comenzado. Guerra contra los revolucionarios. Guerra contra mi propia
sangre.
1 de noviembre de 2016
Calisto
estaba cabreada. Más de siete disparos certeros había infligido a aquella
impura y aún no caía. Usaba sus alas para protegerse de las flechas: “Vaya
estrategia más rara pero efectiva” pensaba la blonda. “Y su peinado es un
auténtico estropicio”. Aterrizó con las rodillas ligeramente flexionadas sobre
una casona de Paraisópolis, tratando de encontrar a tan escurridiza enemiga.
—Discúlpame
–preguntó un niño que se asomó bajo el techo. Él y un numeroso grupo de
personas curioseaban la peculiar batalla. Era imposible no percatarse, cada uno
de los disparos de Calisto sonaba como un trueno–. Rubia, ¿tú eres la mala o la
buena?
—¡Ja!
Tranquilo, jovencito. Soy un ángel puro de los Campos Elíseos, mal que me pese
estoy aquí para proteger esta derruida humanidad.
—Es bueno
saberlo, rubia.
—No te me
pongas tan sonriente. El mundo podría acabarse pronto si no resuelvo pronto un
par de asuntos, ¡así que deja de molestarme!
Avanzó por
los tejados, buscando con la mirada entre las infinitas terrazas oxidadas,
preparando el arco por si veía a su objetivo. Hacía milenios desde la última
vez que su arma disparaba las flechas doradas, las últimas víctimas fueron los
ángeles renegados de Lucifer durante la guerra en los cielos, y la sed de caza
la tenía a flor de piel. Tal vez, solo tal vez, el haber estado tanto tiempo
retirada de la lucha le estaba pasando factura.
—¿¡Pero
dónde mierda te has metido, impura!? –rugió con rabia, disparando una flecha a
un lugar aleatorio de la favela. Otro trueno sin relámpago, mucho polvo
levantado. La cazadora estaba impaciente.
Una
explosión surgió de una casona donde la saeta impactó. Pero en otro extremo de
Paraisópolis, la escurridiza ángel impura se escondía en un pequeño balcón
repleto de floreros. Y tras ella, un muchacho de tez negra la miraba
boquiabierto.
—Justo
cuando más necesito mi pistola—dijo él—, ¡maldita sea!
—¡Por
Natura, la muy necia no deja de llamarme “impura”! Escúchame, piel oscura –
susurró la mujer alada en un perfecto portugués—. ¿Qué fue esa explosión de
recién? ¿Esa rubia acaba de lanzar una saeta explosiva o qué ha sucedido?
—¿Me acabas
de decir ”Piel oscura”? Bueno, sobre la explosión… Yo creo que habrá acertado
una bombona de butano —dijo rebuscando su arma en su cinturón.
—Tienes que
ayudarme.
—¡No! ¡Lo
he leído en los periódicos! Siempre que aparecen ángeles la gente termina muerta.
Hay quien dice que en realidad ustedes son parte de una elaborada publicidad
viral para aumentar las ventas de bombonas de butano, ¡pero yo sé que el
apocalipsis está cerca!
—¿Pero de
qué estás hablando?
—Así fue
como murieron los primeros ángeles, días atrás. Una policía reventó una bombona
de butano en su departamento. Por eso, miles de creyentes estamos comprándolos
–dijo entrando en su departamento para revelarles tres botellones rojos de
hierro apilados en su sala—. ¡Un paso más y juro que las reventaré!... ¡Pero
mierda, dónde está mi pistola!
—¿¡Tengo
cara de ser tu enemiga, oscuro!?
—La otra
tiene una hermosa cabellera rubia, tú tienes un puto corte mohicano. ¡Creo
saber quién es el malo aquí!
—¡Necio!,
necesito un arco para tener chances contra ella. ¿Sabes dónde puedo encontrar
uno?
—¿Tú me
estás escuchando? ¿Por qué debería ayudarte?
—¡Por el
Gran Espíritu, si yo fuera tu enemiga ya te habría matado! Pero esa ¡puta! ha
asesinado a casi cien ángeles.
—Bueno…
viéndolo así. Mira, dudo que encuentres un arco en las favelas, ahora mismo
solo encontrarás un montón de bombonas de butano. Estamos abarrotados, la
verdad.
—Tienes que
estar bromeando…
—¿Un arco,
has dicho? —preguntó Calisto, un par de terrazas más al fondo. La había
encontrado—. Sabía que el Segador me envió aquí por una razón. Así que eres una
arquera también.
—¿¡Pero
quién mierda eres y qué quieres de mí!? —preguntó la mohicana mientras el
brasilero caía desmayado.
—Créelo o
no, vengo para ayudar, impura —dijo bajando hasta el balcón vecino, y tras un
chasquido de dedos, un arco de caza cayó del cielo. La blonda lo tomó de la
empuñadura y se lo lanzó—. Tómalo, pertenecía a Dictina, otra cazadora. Veamos
qué es lo que sabes hacer con ella.
—¿Me… Me
estás entregando un arco? Estás firmando tu sentencia de muerte—dijo tomándola
a pleno vuelo—. Estúpida decisión la que has hecho.
—Eso es lo
que yo pensé al ver tu horrible cabellera, impura —respondió Calisto, tensando
su arco—. No fanfarronees, te puedo quitar el arco con solo desearlo. Chasqueo
los dedos por diversión. Y por favor, no te contengas, si piensas que
pued…
La mohicana
extendió las alas y las sacudió fuertemente para que un par de floreros
impactaran contra el rostro sorprendido de la blonda, interrumpiéndola.
—¡Pero qué
anda mal en esa rapada cabeza que tienes! ¡No puedes ser tan rastrera, hija de
puta! —bramó Calisto, limpiándose los ojos y escupiendo la tierra y pétalos que
tragó.
Al
recuperarse, sacudiéndose las alas y la caballera, notó con sus ojos lacrimosos
que la impura había desaparecido de nuevo. Se mordió los dientes y sus ojos
adquirieron tinte asesino.
—Tengo que
dejar la maldita manía de hablar de más…
La mohicana
había extendido las alas y a velocidad frenética atravesó la favela. No podía
volar a la perfección, las siete flechas de Calisto incrustadas en su plumaje
le impedían extenderla cabalmente. Se estrelló contra la ventana de madera de
un balcón e ingresó burdamente, desperdigando polvo y pedazos de madera.
Calisto
aterrizó sobre un techo cercano y bramó:
—¡Basta,
chiquilla! ¡Ya está! Eres muy buena ocultándote, lo admito, pero no es
suficiente con eso. Quiero a un guerrero hábil que pueda heredar el arco dorado
de Artemisa para derrotar al último arcángel. Y si tiene cabellera, ¡mejor!
Por su
parte, la mohicana tensó el arco con una flecha dorada que arrancó
dolorosamente de su ala. Casi una centena de ángeles habían caído y ella era la
última. Pero al coger el arma le sobrevino la confianza necesaria para darle
batalla.
Asomó la
punta de la flecha por el marco de la ventana. Escuchó otro trueno sin
relámpago; una saeta dorada de Calisto entró en la habitación y la alcanzó por
poco. Sintió su hombro ardiendo: le había rozado, provocando que una línea fina
de sangre bajara por su brazo.
—Mantén la
calma –susurró para sí mientras se asomaba. Suspiró lentamente y apuntó.
Calisto
sonreía desde su lejano balcón. La estaba probando y le agradaba lo que veía:
aquella impura con extraña cabellera podría ser una digna heredera del arco
dorado de su diosa Artemisa. Podría no tener sentido de la belleza, pero el
instinto, la velocidad y la astucia opacaban cualquier terrible decisión de
estilo.
Una flecha
dorada surcó la favela con dirección a la sonriente blonda. La saeta rozó su
mejilla, cortando el aire y algo de su cabello con un sonido seco.
—¿Me lo ha
lanzado desde ahí? –se preguntó Calisto. Su única reacción fue un ligero
levantamiento de las finas cejas. Se acarició la mejilla, viendo luego la
sangre impregnada en sus dedos.
La mohicana
salió del balcón con su arco de caza en mano. Sonreía como quien sabe que
acertó su objetivo.
—¡Casi,
impura! —fanfarroneó Calisto, mostrándole su ensangrentada mano, sacudiéndose
los dedos.
—¿Casi?
Acerté, piel blanca.
La rubia
arquera se giró al oír un ligero silbido tras ella. Con el corazón encogiéndose
alarmantemente, notó que la flecha que disparó aquella muchacha se había
enterrado en un botellón de hierro de entre varios apilados en una sala.
—Mierda
–susurró Calisto.
Desde lo
lejos, la gente vio una considerable bola de fuego surgir de Paraisópolis.
19 de septiembre de 1777
Ciertamente
fue doloroso despedirme de mi larga cabellera a orillas del río. Me vi el
reflejo en el agua y sonreí, con tan solo una franja de cabello en el centro de
la cabeza imprimía porte y miedo, como los osos con su mirada, como los lobos
al mostrar colmillos y erizar el pelaje, como las águilas al pasear sus
imponentes sombras por el bosque. Pensé que tal vez con ese compromiso demostrado,
los miembros de la tribu me verían con otros ojos.
Cuando volví,
Escarcha, que estaba jugando con los niños, gimió lastimeramente al verme, ladeando
la cabeza como intentando reconocerme. Me reí a carcajadas ante su reacción y
la de los atónitos pequeños; me acuclillé ante él y acaricié su pelaje plata
para que me reconociera:
—¿Te gusta
mi nuevo peinado, Escarcha? Los kanien'kéhaka
nos afeitamos la cabeza cuando la guerra comienza, y nos dejamos solo una fina
franja de cabello en el centro. ¡Pero no apresures ceños ni lamentos, bola de
pelo! Cuando la batalla termine, me la dejaré crecer para que las lobas se
pongan celosas al verte cazar conmigo.
Retiré de
mi bolsón dos potes con pinturas. Rojo para la vida, negro para la muerte:
—Última oportunidad,
Escarcha. Podemos despedirnos aquí, y así te irás a formar una bonita camada en
los montes.
Me gruñó.
No hacía falta más. Procedí a embardunarme los dedos con grasa de búfalo y
posteriormente a untar los colores. Su bonito rostro blanco y plata tendría
imponentes ráfagas de color rojo y negro. Y yo, además de pintarme con los
mismos colores, me tracé una fina línea vertical blanca en la frente hasta la
nariz, en honor a él, a mi tótem, a los nobles lobos de pelaje gris.
—Pero, ¡por
Natura, Kaniehtíio Dana! ¿¡Dónde has dejado tu hermosa cabellera!?
—Atasá´ta,
borra esa cara tan extraña, me estás asustando.
—El que
está asustado soy yo. Y probablemente el caballo que te regalaré también se
pondrá nervioso…
Kanienko´ten
salió de su tienda y observó mi cabellera por unos segundos interminables. Yo
no lo admitiría jamás, pero mi corazón latía tan fuerte que lo sentía
saliéndose del pecho; me costaba respirar, rogaba por su aprobación, por un
lugar en la tribu. Percibí una ligera sonrisa en su rostro, un tímido cabeceo
de afirmación… y se alejó rumbo a su grupo de cazadores.
Suspiré. Tal
vez era lo más cercano a una aprobación que obtendría de ese necio. Atasá´ta,
para amenizar el ambiente, siguió molestándome. Pese a que no me llevaba bien
con las bromas, solo por esa ocasión decidí reírme de sus burlas:
—¡Se supone
que debías seguir la senda de la hermosa diosa Sosondowah, Dana, no la de un
pez! ¡Porque eso es lo que pareces ahora!
—¡Silencio,
Atasá´ta! ¡O probarás los colmillos de Escarcha!
—¡Jajaja, te
mandaré al frente, los pieles blancas morirán de risa y tendremos la batalla
ganada! ¡Suelta esa mirada asesina, preciosa y afeitada guerrera! ¡A por la
gloria, pues hoy, el Gran Espíritu nos sonríe!
Partimos
montados sobre los caballos rumbo al oeste, a las tierras de Saratoga, para
unirnos con las tribus de otras naciones iroquesas que también pactaron ayudar
a la Corona. Llegamos mucho después de que el sol se ocultara, y me conmovió
ver las infinitas fogatas que se extendían hasta donde la vista alcanzaba.
Jamás había
visto tamaña multitud, se sentía en el aire y la tierra: el Gran Espíritu
estaba con nosotros. Los pieles blancas peleaban entre ellos para obtener
territorios, mis hermanos peleaban para proteger nuestro valle. Y yo, muy dentro
de mí, pelearía para encontrar mi lugar en el mundo.
Esa noche,
tras disfrutar de los tragos y las risas en una gran fogata, me despedí de Atasá´ta,
pues yo debía partir rumbo a una empinada ladera boscosa con los demás arqueros
de nuestra tribu. No cesó de ofrecerme un fusil y una pistola, pero aquello no
era lo mío.
—Atasá´ta,
eres un gran guerrero y seguro que miles de pieles blancas caerán bajo tu
hacha.
—Kaniehtíio
Dana, un guerrero no se mide por las muertes… ni por su sangre —sonrió—. Se
mide por su voluntad y compromiso. Oré al Gran Espíritu, Dana, y te confieso
que me ha susurrado tu destino. Te espera la gloria. Mantén siempre la calma en
el medio del caos, y esas saetas siempre encontrarán su camino.
—Que el
Gran Espíritu te guíe a la claridad, Atasá´ta. Y si nos toca morir, juntos
volveremos al valle y cazaremos con nuestros ancestros.
—¡Jaja,
Dana! –se giró y volvió junto a la fogata, regalándome su última sonrisa—. Ya
te lo dije, el Gran Espíritu me lo ha susurrado. A ti te espera algo más
grande.
*_*_*_*_*_*_*
Miré al sol
colándose entre los árboles de la ladera del bosque. Y suspiré con impotencia. Tal
vez Atasá´ta entendió mal el susurro del Gran Espíritu…
El avance
de la milicia colonial era imparable. Sin poder detenerlos, poco a poco nos
arrinconaron mientras se observaba a lo lejos cómo nuestros hermanos montados
en caballo caían en batalla, entre el molesto olor del azufre de las pólvoras y
el humo negro.
El fin era
inminente. Escarcha aulló bravo; quería cazar, no observar. Si iba a morir, él
quería hacerlo batallando, no esperando. Y si he de ser sincera, yo también.
Una sonrisa
se esbozó en la espesura de la ladera boscosa. Rompí fila y corrí entre los
árboles, para desconcierto de todos los arqueros, de frente hacia donde los
enemigos venían. Sabía que tenía a mi amigo corriendo a mi lado, y así me
sentía segura.
Tal vez era
imposible frenar el avance inexorable del destino. Pero estaba en mí correr en
contra de él con valor o huir como una presa. Yo corría hacia mi extinción, sí,
pero revelando mi corazón puro pues batallaba por mis tierras. Batallaba por un
lugar en el mundo.
Vino un
patriota a por mí, tratando de enterrar su bayoneta en mi estómago, pero de una
patada lo puse de rodillas y su cuello probó el acero del tomahawk. Se acercó
otro para asestarme un golpe, mas Escarcha lo tumbó con violencia para que el
polvo y la sangre se levantara y salpicara. Siempre bravo, como aquella vez que
tumbó a un oso a orillas del río Muh-he-kun-ne-tuk.
Los ojos de
mis hermanos y de mis enemigos, otrora raros, me vieron con admiración. No
veían más a una mestiza salvaje o a una impura; veían a una guerrera, a una
ninfa de Sosondowah. Mi lugar estaba en el campo de batalla, sonriendo entre la
sangre desperdigándose mientras mi tótem de plata tumbaba a los enemigos. Éramos
los guerreros del Gran Espíritu; ninfa y tótem; hijos puros de Madre Tierra.
Tensé el arco
y enterré tantas saetas pude, resguardándome tras los troncos, segura de que nadie
me atacaría por la retaguardia pues estaba protegida por mi guardián. Mis
hermanos vinieron a mi encuentro para ayudarme, y me gritaron con orgullo, y
rieron durante nuestro baile mortal. Entre ellos estaba el necio de
Kanienko´ten, y su sonrisa me dio la tranquilidad que perseguía desde niña. Por
fin. Por fin encontré mi lugar.
Ese día en
Saratoga, el fin del mundo surcó el aire una y otra vez, enterrándose en los
corazones y gargantas, entre los gritos de dolor y un aullido atronador de
orgullo. Entre los cabellos hirsutos y pieles tersas cuyas sombras se extendían
bravas por el bosque. Danzaban y reptaban por los árboles como la gran raza que
éramos.
—¡Kanientíio
Dana! —gritó aquel necio que tanto me detestaba, espalda contra espalda
mientras éramos rodeados por la milicia—. ¡Mierda, jamás en mi vida vi a una
mujer matar tantas pieles blancas!
—¡En buen momento te me pones blando como un
conejo, Kanienko´ten! —costaba respirar con la sangre llenándome la boca y
nariz. Se acabaron las flechas del carcaj. Solo quedaba un tomahawk carmesí
empuñado en mi temblorosa mano.
—Hermana, espero encontrarte de nuevo en el
valle junto al Gran Espíritu. ¡Tenemos que cazar juntos!
—¿Eso es una especie de disculpas por ser un
completo necio durante todos estos años?
—Sí… sí, lo es…
—Si he de ser sincera, no es lo que esperaba… Pero
está bien, hermano.
El dolor en
el pecho fue demasiado como para mantenerme erguida. No sé de dónde saqué la
fuerza para enterrar mi hacha en el pecho del militar que me asestó el disparo.
Y vino otro dolor, otro disparo, polvo negro con tufo a muerte y un olor a
azufre entrando hasta el alma. Les vi las risas (ojalá pudiera oírlas, pero el
oído zumbaba muy fuerte), les vi los ojos; los patriotas tenían ganada la
batalla. Me veían llorando, pensaban que por el dolor; pero jamás entenderían
el porqué de mis lágrimas. Jamás entenderían por qué arañé la dura tierra de
Saratoga tiñéndose de rojo de los hermanos.
Mientras mi
espíritu se escurría de mis manos, Escarcha, también herido, se acercó para
llorarme.
—Hora de ir
casa, bola de pelo –tosí sangre.
Y sentí el
pelaje de mi eterno amigo a mi costado. Quería estar conmigo hasta el final,
como siempre lo ha estado durante mis horas más oscuras y solitarias. Conmigo
hasta que todo se hiciera negrura. Lamiendo sus heridas y las mías, buscando con
su hocico el consuelo de mis dedos.
Y yo
lloraba. No por dolor, ni por miedo ni mucho menos tristeza. Lloraba porque por
fin encontré mi hogar.
Algún día.
Algún día ellos también entenderán mis lágrimas.
1 de noviembre de 2016
—Eres muy
hábil, impura –susurró una debilitada Calisto, postrada sobre el destruido
balcón. No podía mover su cuerpo por lo que se limitaba a contemplar el cielo
repleto de estrellas.
—Dime tu
nombre –ordenó la alada mohicana, avanzando entre las cenizas y el fuego,
sacudiendo sus alas repletas de flechas doradas. La blonda, por su parte, se
encontraba con un brazo y una pierna calcinadas, y trataba de aunar fuerzas
para respirar— ¡Contéstame, piel blanca!
—Me llamo…
Calisto –tosió sangre—. Ninfa de Artemisa… diosa de la caza. ¿Y tú?
—Mataste a
casi cien ángeles sin siquiera pedir explicaciones. Hace tres días despertamos
por orden de los arcángeles; nos ordenaron cazar al que asesinó al arcángel
Rafael y posteriormente al arcángel Gabriel, pero desde hace dos noches nos
llegó el rumor de que los arcángeles están corrompidos. Por eso vinimos a
reunirnos aquí, para organizarnos, para rebelarnos. Alguien ha corrido la voz
en la legión, sabemos que los ángeles puros fuisteis víctimas de los
arcángeles. Pero tú, idiota, nos mataste a tus posibles aliados sin
contemplación.
—Esta
mañana —dijo débilmente—, el Arcángel Miguel se deshizo de más de doscientos
impuros en una encarnizada lucha en el sureste. Ninguno era un guerrero, así
que le fue relativamente fácil eliminarlos… Si queréis matarlo, necesitáis ser
rápidos, letales, inteligentes…
—Pues tú
pareces bastante hábil, Calisto, ¿por qué no lo mataste tú?
—Los
ángeles puros carecemos de libertad. Fuimos creados para proteger a los
arcángeles y servirles. No está en mi naturaleza matarlos, ¿por qué crees que
asesinaron a toda su legión original tan fácilmente? Nadie pudo hacerles
frente. Yo misma tuve la oportunidad de disparar al arcángel Miguel cuando él
le cortaba el cuello a Metatrón… pero no pude…
Calisto,
con gestos de dolor, extendió su brazo sano para coger su arco chamuscado. No
lo alcanzaba, por lo que la mohicana se acercó para cederla. Se arrodilló cerca
y delicadamente hizo descansar la cabeza de la blonda sobre sus muslos.
—Sigo
pensando que eres una idiota, Calisto.
—¡Bah!
Vosotros, impuros, al haber sido humanos, tenéis la libertad que nosotros no.
Por eso te cedo el arco de Artemisa. ¿No pensarías que iba a dárselo al primer
ángel impuro que encontrara? He buscado un guerrero, y he encontrado a alguien
que es digna de portar su arma. De ser quien disfrute bajo su coto de
caza.
La mohicana
agarró el arco y se entretuvo unos segundos admirando cada arista de aquel
artefacto, perdiéndose en el brillo hipnótico de la luz de luna que se
reflejaba. Cuando se percató de que no le quedaba mucho tiempo de vida a su
derrotada enemiga, se ajustó su nueva arma en la espalda.
—No había
necesidad de matarlos a todos, Calisto.
—Iban a morir
de todos modos, impura. No eran aptos para batallar... Pero tú, tú sí puedes
hacerme el favor de clavar una saeta al corazón del último arcángel. Tal vez,
con suerte, los dioses que nos abandonaron decidan volver. Tal vez incluso mi
diosa Artemisa también lo haga. Ahora… cúmpleme un último deseo y dime quién
eres.
—Me has
tratado de impura desde que nos enfrentamos. Pero yo he mirado con tristeza los
derruidos Campos Elíseos, luego he levantado vuelo, más allá de las nubes, allá
donde cuesta respirar y el vaho es fuerte. Y vi, Calisto, las tierras donde
yacen mis ancestros, desaparecidos por el paso del tiempo. He sentido el aire,
la tierra y el agua de las naciones de mis hermanos, y sentí a Natura llorar en
mi hombro. Me dices “impura”, pero yo pertenezco a la raza que trató a Madre
Tierra y al Gran Espíritu con el respeto que merecen. Calisto, yo soy de raza pura,
de la raza kanien'kéhaka. Será
un placer enterrar una flecha dorada en el pecho del último arcángel y evitar
que su miedo le lleve a destruir lo poco que habéis dejado de Natura.
—¡Jo! Me
alegra saberlo, impu-… Joven guerrera…
—Mi nombre
es Kaniehtíio Dana, ninfa de Sosondowah, diosa mohicana de la caza –respondió
extendiendo las alas y levantando la mirada al cielo. Los niños de Paraisópolis
que curioseaban estaban boquiabiertos.
—¿Dana?
Tremendo peinado tienes para ser una ninfa…
—Los kanien'kéhaka nos dejamos crecer el
cabello durante los días que reina la paz. Espero que cuando esto termine,
pueda tener una cabellera tan larga y hermosa como la tuya, Calisto.
—Eso es lo
que quería oír, chica… Cuídame el arco, ¿sí?
Y Calisto,
con una sonrisa esbozándose, cerró sus ojos para siempre.
19 de septiembre de 1777
Era ya de
noche cuando Escarcha avanzaba cojeando hacia la cima de la colina, a paso
débil entre los muertos, con la sangre de los enemigos en sus colmillos,
tratando de disimular con bravura las fuertes heridas que lo tupían. Los dos hombres
de la milicia colonial que lo observaba lo daban por muerto, y uno se reía de
su destino, se reía de los cadáveres, de sus amigos, de su derrota. Le miraba
sabedor de que en su fusil estaba el final.
Cayó al
suelo, debilitado y con dolor, tratando de no cerrar sus ojos. Sentía que
pronto iría, tal vez con su amiga del alma, tal vez a los bosques para
acompañarla en eternas cazas y resucitar viejas glorias. Allá, donde el prado
se extiende hasta el infinito y el bosque se llena de las risas de su ama.
—Mira esos
preciosos ojos azules, Richard.
—Despierta
Isaac, y finiquítalo. Le harás un favor.
—¿Tengo que
hacerlo?
—¡Es un
puto lobo!
—¡Mátalo
tú, a la mierda esto! —Y el soldado se alejó mascullando que tal vez debería volver a
Nueva Boston para dedicarse al trabajo de campo.
—Estos nuevos
reclutas… Lo siento, animal –apuntó su fusil—. Pero esto es lo que hay…
El lobo de
plata, como si lo entendiera, cerró fuerte sus ojos.
Una flecha se
enterró en la rodilla del hombre. Rugió de dolor. Otra saeta, esta vez fue en
el brazo para que tanto él como su arma cayeran. Tal vez su orgullo también
caía pues nunca pensó que un salvaje podría ponerle en aprietos. Pero algo le
resultaba demasiado extraño, nunca oyó de algún salvaje que portara flechas de
oro…
Antes de que
pudiera gritar por ayuda, una última saeta se hizo lugar en su garganta.
El lobo
debilitado abrió los ojos y contempló a su ejecutor inerte sobre la dura tierra,
bañado por la luz azulada de la luna. Antes se burlaba, ahora dibujaba una
extraña mueca, mezcla de sorpresa y dolor. Sin entender cómo ni por qué, el
lobo de plata, postrado y débil, era el único que aún respiraba.
Y allí,
donde la luna casi tocaba el horizonte, vio bajar a una mujer con alas como las
de un águila, que sonreía y se ajustaba un arco dorado en la espalda. Levantó
la cabeza, confundido; tal vez ese extraño humo negro le estaba jugando malas
pasadas. En toda su vida jamás vio algo así.
—¡No sé quién
serás tú, viejo lobo! –bramó la mujer alada con un deje de orgullo, sacudiéndose
las alas al pisar tierra—. ¡El lobo que busco no estaría tumbado en el suelo,
rendido para esperar su muerte! ¡No sé si habrás visto por aquí a un animal tan
veloz como el viento que sopla en Tsalagi! ¡Uno tan bravo que fue capaz de
tumbar a un oso a orillas del río Mu-he-ku-ne-tuk! ¡Uno tan noble que se negó a
abandonar a su ama en el ocaso de su vida! Verás, busco a un guapo lobo de ojos
azules que me regaló Natura… No sé si lo has visto por ahí, vieja bola de pelo.
Se levantó bravo,
como si no tuviera heridas que lo cubrían. Como si no dolieran los músculos y
los huesos. Como si tuviera un valiente corazón de plata. Y trató de aullar,
mas solo salió un gemido lastimero; el guerrero plateado creó un nudo en la
garganta de su dueña.
—¡Silencio,
bola de pelo! –ordenó inclinándose hacia él, tomándole de las peludas mejillas
y pegando frente contra frente para hundirse en sus penetrantes ojos azules—. La
batalla se acabó para ti, Escarcha, deja que te borre la pintura… Eso es… Te
recomiendo marcharte hacia los montes del noroeste. Ahí habrá lugar para los
tuyos, lo sé porque lo he visto en un futuro lejano. No vi ningún lobo de ojos
azules con radiante pelaje plata, pero tú vas a cambiar eso, ¿no es así?... ¡Puaj,
por Natura, deja de lamer y escucha, necio!
Se
acuclilló para que el animal levantara sus patas delanteras y las posara sobre
sus piernas. Ahora sacudía la lengua, agitaba la cola, expectante de las
palabras de su ama. Dana rio; arrancó un pedazo de su túnica angelical y limpió
la sangre desperdigada en la boca de su guerrero.
—Tengo que
irme, pero no apresures ceños ni lamentos, mi guerrero de plata. Volveré, me
dejaré crecer el cabello primero, y pondré celosas a tus novias cuando me vean.
Conviértete en la cabeza de una manada y hazme sentir orgullosa.
Aunado de
fuerzas, el lobo la vio levantar vuelo. Vio partir a su ama rumbo a una batalla
más sanguinaria que la que le tocó atestiguar en las tierras de Saratoga, pero
en donde tal vez sí habría tiempo de detener el avance inexorable del destino.
Era
imponente ella delante de la luna, extendiendo sus alas. Se había convertido en
una cazadora, en una ninfa del Gran Espíritu. El tótem plateado supo que su eterna
amiga por fin encontró su lugar: no estaba en las tierras, estaba en los
cielos.
Durante esa
noche en Saratoga, los soldados de ambos bandos dejaron las armas por un
instante. Solo un breve momento para admirar a un precioso lobo de color plata
que aullaba a la luna con orgullo.
LEGIÓN: TÓTEM DE PLATA
En un principio se nota la ausencia de relación entre personajes que caracteriza los inicios del resto de la serie. Por contra, me ha gustado mucho el conflicto de Dana intentando encontrar su lugar en el mundo.
ResponderEliminarSin embargo, cabrón, has conseguido que la relación con el lobo vaya creciendo hasta culminarla magistralmente al final del relato.
Por cierto, la frase "Cuando la batalla termine, me la dejaré crecer para que las lobas se pongan celosas al verte cazar conmigo." me hizo pensar que ibas a narrar un zoo en la serie jaja
¿Blonde? ¡Buf! Me suena fatal el uso de ese término para referirte a la ninfa rubia.
La batalla entre ángeles me ha parecido muy buena, pero me siguen chirriando algunas conversaciones forzadas, sobre todo al principio. Luego me ha gustado la explicación de Calisto, cuando está herida tras la explosión.
Este relato me ha parecido un poco más diferente al resto de la serie, pero con el mismo nivel de calidad que el resto.
¿En serio? Es para mí el más flojo. Me gusta la india mohicana y su historia, pero no su discurso naturalista hacia el final, ¡puaj! Además el momento lobo hacia el final me ha parecido algo infantil, caricaturesco o muy Disney.
ResponderEliminarHey, hey, hey... necesitaba poner otros sinónimos para diferenciar la rubia de la mohicana durante la batalla. Blonda a mí me encanta :p
Oye, de nuevo muchas gracias por tus palabras. Lo de las conversaciones "peliculeras" del típico malo revelándolo todo... bueno, es que simplemente estoy muy mal acostumbrado a ese tipo de producto, y supongo que por eso me sale así.
Abrazos! Y me alegra que te siga gustando.
Pues no sé. Sabes que soy el primero al que no le gustan los finales pastelosos, pero en este caso no me lo parece. Tal vez es por la muerte de ella o porque es un lobo y no un hombre bueno, guapo, perfecto... En cualquier caso, por un motivo u otro, no me da la sensación de final típico.
ResponderEliminarYa, soy el primero que cuando tiene un sinónimo para nombrar a alguien se aferra a él y no lo suelta jaja Pero es que blonda no se usa en España y me suena rarísimo.
¡Claro que me sigue gustando! De hecho cada vez me doy más cuenta de que lo que yo escribo es bastante malo comparado con el resto jeje