viernes, 17 de enero de 2014

Legión: Tótem de Plata


[Fantasía Épica] Penúltimo capítulo. Durante la batalla por la independencia norteamericana, el fin del mundo surcó fugazmente Saratoga. Y en los albores del tercer milenio, una ninfa de Artemisa asesinaba ángeles con su arco dorado.





1 de Septiembre de 1777

Desde los tiempos de nuestros abuelos ya se hablaba de los hombres de piel blanca que llegaban por el oeste, a través del Gran Río. Hablaban de fusiles y pólvora; pero yo prefería oír de armas de yesca y piedra; siempre un arco y un hacha antes que las armas de plomo. Evitaba usar lanzas, eso sí, pues no están hechas para las mujeres pequeñas como yo: demasiado pesadas, demasiado largas.

Madre Tierra estaba cambiando. Advertía a los líderes sobre el avance inexorable de los visitantes a través de los territorios cedidos por Samomoset, los Cherokees y posteriormente por otras tribus de la Confederación Iroquesa. Los pieles blancas ofrecían armas y plata a cambio de tierras; riqueza y posesión a cambio de los territorios que legamos del Gran Espíritu.

Dicen que fue el comienzo de la paulatina perdición de las naciones hermanas, pero yo veía nuevas oportunidades: descubrir el mundo más allá del valle, y por sobre todas las cosas, descubrir cuál era mi lugar en esas ciudades que poco a poco florecían como los tallos de hierba en primavera.

Claro, no todos compartían mi visión de las cosas.

De cuatro patas sobre una mullida cama de aquella lujosa habitación, arqueé la espalda para regalar una mejor vista al inglés que se deshacía de sus ropas a velocidad abismal. Probablemente las luces tambaleantes de las velas bañando mi delgado cuerpo eran dignas de admirarse; ese cabrilleo sobre mi piel morena le estaría resultando todo un espectáculo.

Chaleco, camisa y peluca volando por la habitación. Una media cayó cerca de mi rostro, colgándose del cabezal de la cama.

—América… —susurró él—. ¡América! Dana, jamás olvidaré esos dos meses de martirio, cruzando el océano, ¡la comida de la Armada Real es un auténtico estropicio! Pero tú… ¡Mmm! Por ti cruzaría mil mares más. 

—Qué encantador, Jonathan. Pero te estás tardando y no tengo toda la tarde.

—Por cierto Dana, tu lobo… tu lobo me acaba de mostrar los colmillos.

—¿Qué dices, Jonathan? Escarcha te conoce, no tiene sentido que te enseñe colmillos. Vente a la cama.  

—Estoy bastante seguro, mira esos ojos azules y asesinos.

—Alucinas, el estar tanto tiempo paseando por el puerto ha hecho que el salitre en los ojos y la mierda de gaviota te haya hecho mella. Escarcha es un amor, ¿no es así, bola de pelo? —mi lobo aulló para que el pobre inglés diera un respingo de sorpresa. 

—Dana, si te hago gemir pensará que te estoy lastimando. Maldito animal, ¿no lo puedes sacar afuera?

—¡No!, hará ruido, te rasgará la puerta, llamará la atención. Ya sabes que es mi condición, ¿a qué vienen ahora las quejas? Por favor, Jonathan, sube a la cama.  

—¡Bah!, haré como que no está.

Jonathan era un buen hombre. Algo raro, pero suponía que era lo normal tratándose de un piel blanca. Soldado, pero hijo de un comandante inglés que vino a Nueva York en búsqueda de una vida diferente a la que tenía en el otro lado del Gran Río. Le veía siempre paseándose en el puerto cuando no estaba de servicio mientras que yo iba para vender pieles y carnes, y entablamos amistad. Bueno, más que eso…

—Mira Dana, esto lo he leído en un libro erótico que traje de Manchester, no se lo digas a nadie pues están prohibidos —se aclaró la garganta—. “¿Te sometes a la Corona, doncella?” —preguntó con un extraño acento, tratando de remedar a un personaje de la historia cochina que habrá leído.

—Por Natura, otra vez con eso…

—“¿Eres leal a la Corona o no, mujer?”.  

—Supongo que… ¡Bah! ¡Métela ya, Jonathan!

En el momento que tomó mi cintura con sus manos para reposar su palpitante miembro entre los pliegues de mi sexo, una sensación deliciosa me invadió desde mi entrepierna hasta extenderse por todo mi cuerpo. Arañé la manta de la cama e inicié un lento ir y venir para calentarlo, y llevando mi mano bajo mi vientre, agarré su hombría y lo guié a tierras salvajes.

Arrancó el ir y venir violento de su cintura contra la mía, entre el chirrío de la cama y los gemidos de bisonte que emitía mi amante. Tomó un puñado de mi cabello y lo trajo hacia sí dolorosamente para que curvara más la espalda mientras clavaba su flaco nabo hasta donde podía. Emití un gemido, más de decepción que placer o dolor, pero rápidamente me mordí los labios; Escarcha podría preocuparse por su ama.

—Qué cabellera más preciosa y suave, en serio, Dana.

—¡Uff!… La mantengo húmeda con grasa de oso… ¡Sigue!….

—¿Grasa de…? Mierda, no debí haber preguntado…

Nunca me gustó la esencia del hombre. Por lo general solía, en el momento adecuado, coger un pañuelo o a veces su peluca para que lo depositara todo. Aunque en esa ocasión quería tenerlo contento pues vine no solo para un coito, sino para aclarar mi panorama, mi situación; mi lugar en ese mundo nuevo que se expandía a pasos de gigante.

Cuando sus arremetidas empezaron a perder ritmo, me salí de él y, tomándolo de los hombros, lo tumbé en la cama para besarlo. Y bajando, siempre a besos, llegué hasta donde él anhelaba.  Uno, dos, tres gotas salpicaron mis mejillas antes de que me armara de valor para engullirla, degustarla y tragarla.  Le vi los ojos viciosos; contento, excitado; era mi oportunidad de encontrar mi lugar en la colonia.

—Jonathan —dije tratando de disimular el mal gusto de su blanco líquido en mi boca, pegándose molestamente en los dientes—. Necesitamos hablar.

—Lo que desees, Dana, la mujer más hermosa de América tiene mi atención…

—Pues bueno Jonathan, ¿me acompañarías al mercado? Puedes ayudarme y tirar de la carretilla con lo que cacé hoy.

—Esto… Lo siento, Dana, esta noche tengo una reunión con mi padre y debo prepararme.

—No mientas. ¿Tienes vergüenza de que te vean con una mestiza por las calles, no es así?

—Exacto.

—Eres un completo idiota. Dijiste que por mi color de piel podría pasar como italiana o española en las calles, pero una vez allí, no me tratas como tal. ¿Miedo, vergüenza, qué te aflige, piel blanca?   

—Ayuda un poco el que seas mestiza, para disimular. Pero Dana, no te lo tomes a mal, soy hijo de un comandante, no puedo arriesgarme a estar en público con una salvaj… con una preciosidad como tú. Y ni siquiera quiero pensar en el rostro que pondría mi madre si se enterara...

—A mí no me importaría pasearme de la mano con un inglés por todo el valle. ¡Que nos maten con sus miradas, Jonathan!

—Dana, no comiences. No me gustaría arruinar esto especial que tenemos. ¿Cuánto tiempo ya? ¿Casi un año? Y míranos, nos ha ido muy bien así.

—A estas alturas las inglesas ya tendrían un anillo en el dedo, ¿no es así? No es que me importen las costumbres de tu gente, pero me causa extrañeza que ni siquiera hayas amagado proponerme una relación formal.

—Dios… No quiero tener problema contigo ni tu tribu, una propuesta de matrimonio es ofensivo para vuestros… espíritus, ¿no?

—¡No, necio, no lo es! Jonathan, te he soñado junto a mí incontables veces; en una cabaña alejada, a veces en una casa en los límites de la colonia, acurrucándonos bajo las luces de las velas… ¿Qué me dices?

—Mira, Dana, tenemos encima este problema de los revolucionarios. Se hacen llamar “patriotas”, yo prefiero llamarlos “desleales”. No puedo pensar en una relación formal ahora mismo. Pero lo tendré en cuenta, ¿qué me dices?

—A mi tribu no le importaría, Jonathan. Es más, estoy segura de que te agradecerían que me sacaras de encima.

—¿Me agradecerían que les robe a su más hermosa guerrera? ¡Ya me veo con el cuerpo repleto de lanzas y flechas! Oye… Oye, Dana, ¿por qué te levantas?

Y pensar que tuve que tragar tan asqueroso líquido para nada; llega un momento en donde el corazón simplemente ya no puede soportar el constante rechazo; los pieles blancas nunca me verían como una mujer con quien asentarse, sino como un medio para desfogarse; nunca una mestiza podría tener relaciones con un piel blanca, y ni qué decir tiene con la gente de mi tribu.

Me hice con mi blusa mientras Escarcha venía con mi falda en su hocico. Debo reconocer que me causaba gracia ver a un animal actuando más caballeroso que un hombre. Aunque, si he de ser sincera, no era de extrañar que un piel blanca se comportara tan pobremente con los hijos de Madre Tierra.

—Me voy al mercado para vender lo que cacé, Jonathan. Y luego tengo que llegar al valle antes de que se oculte el sol.

—Dana, espera… —se levantó para tomarme del hombro, su cara se oscureció al ver mis ojos asesinos. Tragó saliva; después de todo, sabía que yo era una de las cazadoras más letales de las naciones iroquesas—. Ehm… Dana, vistes como una colona pero tu arco te delata. Recuerda, una hermosa colona levanta miradas, pero una mohicana, por más hermosa que sea, levanta casquetes. Deja tu arma aquí, y cuando termines tus negocios ven a recogerla.

—No creo que vuelva a este lugar nunca más, Jonathan.

—No lo dirás en serio…  

—¡Vámonos, Escarcha!

—Oye… ¡Oye, espera Dana!… Sé que es el peor momento para pedírtelo, pero veo que afuera hay un grupo nutrido de soldados del rey —dijo plegando ligeramente la cortina de su ventana—. Dana, ¿podrías… podrías salir por la puerta de atrás?

1 de noviembre de 2016

En las favelas de Paraisópolis, Sao Paulo, se desató una masacre. Desperdigados sobre las terrazas de chapa y aluminio, entre el humo y la sangre, incontables cuerpos de ángeles muertos adornaban el paisaje. Cada uno con una flecha dorada enterrada en el corazón.

Una rubia alada de belleza sin igual descendió elegantemente del cielo. Empuñaba su arco dorado en una mano mientras que con la otra acariciaba su larga cabellera. Los había matado a todos. Eran casi cien ángeles que se habían reunido en las favelas, pero aquella hábil y letal arquera los mató a todos sin darles tregua.

Los habitantes de Paraisópolis salieron a verla; cada disparo de su arco había parecido un estallido, como un trueno sin relámpago. La admiraban, le tenían miedo.

Un ángel moribundo, en sus últimos instantes de vida, logró sujetarla del pie cuando la blonda pasó a su lado.

—¿Hmm? ¿Qué quieres, impuro? –preguntó ella, mirándolo con curiosidad.

—Éramos casi cien –logró decir apenas debido a la sangre que se escurría de la boca—. Éramos tantos, y nos mataste a todos en un santiamén, puta.

—¡Qué grosero! –exclamó acomodándose el arco en su espalda—. Deberías mostrar un poco más de respeto hacia tus superiores.

—¿Eres tú la que asesinó a los arcángeles Rafael y Gabriel?

—¿Qué estás diciendo? —preguntó acuclillándose ante él para tomar de su mentón—. ¿Rafael y Gabriel? ¿Dos de los tres arcángeles están muertos? Eso facilita las cosas un poco más…

—Por eso nos despertaron a la legión. Para cazar al que asesina a los arcángeles…

—¡Ja! Si hay algo de lo que me gustaría presumir sería el de haberlos matado con mi arco. Pero no, no fui yo.

—¿Y por qué mierda nos has matado?

—No es que os haya matado, simplemente no habéis superado mi prueba de aptitud.

—¿Prueba…?, ¿pero quién eres tú?

—Mi nombre es Calisto, ninfa de Artemisa y ángel puro de los Campos Elíseos. Ahora cierra los ojos y vete de este mundo. Descansa para siempre en el más allá; tú y los demás impuros no tenéis nada que hacer en este plano.

—Alguien… —tosió—, parece que alguien superó tu prueba… 

A lo lejos, sobre una terraza, delante de la luna llena, un ángel la observaba. Se trataba de una mujer de piel morena, de facciones rectilíneas y que llevaba afeitados ambos lados de la cabeza, dejando solo una franja delgada de cabello en el centro. Calisto sonrió y ladeó su rostro para despejarse el mechón que le ocultaba un ojo. Volvió a hacerse con su arco, retirando una flecha dorada de su carcaj.

—Vaya vueltas da el destino. ¿Una mohawk angelizada? Menudo peinado más terrible…

Y extendió sus alas para alzar vuelo elegantemente, levantando el polvo y corriendo la sangre desparramada de sus víctimas, robándose la admiración de los habitantes de Paraisópolis. Calisto, la ninfa de Artemisa, había fijado a su nueva presa.   

1 de Septiembre de 1777

El trato que tenía con la tribu de los kanien'kéhaka, donde me críe desde mi nacimiento, era similar al que tenía con la mayoría de los colonos e ingleses, aunque con excepciones.  El desprecio directo de los pieles blancas contrastaba con el desprecio pasivo de la tribu, quienes solían mantenerme al margen de las actividades en grupo como la caza o recolección de frutos.

Incluso el solo hecho de levantarse del tronco caído donde yo y Escarcha íbamos para sentarnos a comer me dolía tanto como las palabras de insultos que me profesaban los pieles blancas; a los ojos de unos yo era una mestiza salvaje, a los ojos de otros era una mestiza impura. Era la consecuencia de provenir de padre inglés, esclavista y violador, y madre nativa. Perderla durante la sangrienta guerra de los Siete Años fue un golpe demasiado bajo, pero soy brava, sé cómo reponerme; me veían y creían que me desmoronaría como la nieve en las laderas donde alumbra el sol, pero no me conocían.  

Una clave para soportar la soledad y la exclusión era aquella bola de pelo que rescaté cuando era solo un lobezno y cuya manada fue atacada por un grupo de casacas rojas. Bien los kanien'kéhaka solían evitarme a la hora de buscar una compañera de caza, pero no me importaba demasiado; con mi guerrero de pelaje plata y ojos azules era suficiente para cazar desde peces, pasando por ciervos y, hasta una vez, un oso.

Rumbo a la tribu, oculta en el espesor verde del bosque, me quité las ropas de colona que utilizaba para comerciar, y me vestí con la típica blusa nativa, falda y botas de cuero. Entrar con ropas de los pieles blancas en la tribu sería un insulto merecedor de una expulsión definitiva, y estaba al tanto de que muchos de los miembros estaban esperando un movimiento en falso mío para darme una patada.

Llegamos cansados a la tribu, Escarcha y yo, ya al anochecer, y vi a todos los hombres reunidos alrededor de una enorme fogata. Varios pieles blancas con casacas rojas se encontraban dialogando con uno de nuestros más grandes guerreros: Atasá´ta.  

Me senté sobre una roca para escuchar la conversación, mientras Escarcha levantaba sus patas delanteras para reposarlas sobre mi regazo. De un tirón arranqué la manga de mi blusa para ayudarle a limpiar la sangre de nuestras presas manchadas en su boca.

—Los Hurones han exterminado a varios de nuestros animales —dijo Atasá´ta, caminando alrededor de la fogata—,  ¿debemos someternos y aceptar la invasión de nuestras tierras? Quizás eso esté bien para quienes sean demasiado viejos para luchar. En cuanto a mí, cuento con guerreros que me respaldan. ¡Nosotros defenderemos nuestra tierra! ¡Ayudaremos al rey en su batalla contra los patriotas, y él nos devolverá el favor ayudándonos a expulsar a los Hurones!

El fuego se agitó con fuerza, resonaron los tambores, la tribu se llenó de gritos de guerra. Y Escarcha, como si entendiera cada palabra, aulló y acompasó el jolgorio.

—La Corona está agradecida por vuestra ayuda —dijo un casaca roja—. Al terminar la contienda contra los revolucionarios de George Washington, os ayudaremos a expulsar a los Hurones del Valle Mohicano.

Atasá´ta, tras despedirse de los pieles blancas, se acercó y se sentó a mi lado, pues como siempre le daba pena verme sola:

—¡Kaniehtíio Dana, has vuelto!

—Atasá´ta, ¿así que van a unirse a los ingleses para luchar contra los patriotas?

—Deja tu odio a un costado. Los ingleses han prometido ayudarnos contras los Hurones a cambio de apoyo bélico. ¿Y qué hay de ti? ¿Qué pasa con una de nuestras cazadoras más letales? ¿Quieres ir también a la batalla?

—¿”Cazadora letal”? ¿Y cómo sabes de mis dotes de caza? Nunca un hermano ha solicitado mi compañía. Me ven la piel y me miran raro. Hablan a mis espaldas, desprecian la comida que cazo... Ayer, Kanientó´ten eligió a Kaietí antes que a mí para salir a cazar. Si he de ser sincera, ¡ella es torpe y además tiene un lunar horrible en esa enorme nariz! Si no me queréis aquí en la tribu, ¡perfecto! Encontraré mi lugar en la colonia. ¡Encontraré a alguien que me... Encontraré mi lugar!

—Kaniehtíio Dana, si yo no tuviera pareja te habría elegido a ti antes que a cualquiera. Veo los peces que traes cargados en tu bolsa, veo el oro y plata que traes cuando comercias con los ingleses y holandeses, te veo los ojos asesinos cuando partes de la tribu para cazar, y veo una mujer de raza pura, de raza kanien'kéhaka, que nadie te diga lo contrario.

Escarcha aulló para arrancarle una carcajada a Atasá´ta.

—Y te veo con Escarcha, animal que representa nuestro tótem, y no puedo evitar sonreír lo mucho que te pareces a Sosondowah, Dana.

—¿Sosondowah? ¿En serio?, ¿te parezco a la diosa kanien'kéhaka de la caza?

—Escúchame, Kaniehtíio Dana. Los oneidas, onondagas y sénecas se nos unirán al amanecer a orillas del río para tomar rumbo a Saratoga. No te forzaré, si deseas evitar la guerra, quédate en la tribu y ayuda como puedas. Habla con la anciana si te tratan mal, pues no estaré yo. Pero si buscas aprobación en la tribu, te seré sincero, tal vez en la batalla la encuentres al demostrarles tu valía.

Miré a Escarcha con preocupación. Agitaba su lengua y cola graciosamente; ojalá yo pudiera ver la vida de esa manera tan simple. Le tomé de las peludas mejillas, y pegando frente contra frente, ladeé su rostro varias veces para hundirme en sus ojos azules. Ni el valle ni la colonia. Puede que en Saratoga, en medio de una guerra infernal, pudiera encontrar mi lugar en el mundo.

—¿Qué me dices, bola de pelo? ¿Vamos a una guerra?

Lanzó un ligero gruñido que me llegó al corazón. El guerrero de pelaje plata quería ayudarme en mi búsqueda. Llegó el momento de demostrarles que yo también podía proteger a Madre Tierra como una hija pura.

—Kaniehtíio Dana, si quieres acompañarnos a Saratoga, ve y clava tu tomahawk en la base de madera del tótem de piedra.

—Pero, ¡detengan los tambores! —gritó otro de nuestros grandes cazadores: Kanienko´ten, rodeado de sus más fieles amigos—. ¿La anciana ya ha aprobado a la impura?

—Tendrá la bendición de la anciana, y ya tiene el apoyo del Gran Espíritu desde el momento que forjó amistad con el lobo. Irá con nosotros, te guste o no.  

Vi un brillo endemoniado en los ojos de aquel guerrero. Por primera vez en mi vida, me hablaron claro acerca de mi situación. Tal vez por la guerra en ciernes, tal vez porque la tensión ya no tenía cobijo.

—Que sepas, impura, que nadie te cederá ni un solo caballo, ni mucho menos tendrás aquí un compañero en la batalla.

—¡Silencio, Kanienko´ten! Dana es una cazadora digna y será de gran ayuda.

—Eso es —sonreí con sorna—, deberías cerrar el hocico o probarás los colmillos de Escarcha.

—Kaniehtíio D-A-N-A –masticó cada sílaba de mi nombre inglés, dejándome claro que su problema conmigo estaba en mi sangre—.  ¿Crees que somos tontos? ¿Te crees que realmente eres una kanien'kéhaka? Te acuestas con los pieles blancas para que te lleven del valle, para vivir en hogares y empalidecer como ellos. ¿Cuántos amantes han pasado por tus piernas en búsqueda de ser aceptada? Afróntalo, ni perteneces a los blancos, ni perteneces aquí. Escupo sobre tus pasos, deshonras a los hijos puros de Madre Tierra. ¡No toleraré que pelees a mi lado, impura!

“Impura”. Tensé mi tomahawk en mi mano. Puede que yo fuera una indeseada, pero no podrían negar mis aptitudes en batalla y caza; una lucha contra mí no les convenía (ni a mí tampoco, eran hábiles). Con la tensión elevándose hasta los cielos, Atasá´ta se volvió a interponer entre ambos para cortar el silencio y la bravura que emanábamos:

—Kaniehtíio Dana irá a la batalla. Nos honrará con su presencia. Yo mismo cederé a mi caballo para que ella lo monte.

Avancé rumbo a la estatua del lobo de piedra. Al clavar el tomahawk en la base del tótem lo sellaría todo: significaba mi declaración de guerra. Para el regocijo de Escarcha que acompasó mis pasos rumbo al tótem con un aullido de orgullo, y para el murmullo hiriente del resto de la tribu, clavé el hacha con la mirada siempre fija en el necio de Kaniento´ten.

La guerra había comenzado. Guerra contra los revolucionarios. Guerra contra mi propia sangre.

1 de noviembre de 2016

Calisto estaba cabreada. Más de siete disparos certeros había infligido a aquella impura y aún no caía. Usaba sus alas para protegerse de las flechas: “Vaya estrategia más rara pero efectiva” pensaba la blonda. “Y su peinado es un auténtico estropicio”. Aterrizó con las rodillas ligeramente flexionadas sobre una casona de Paraisópolis, tratando de encontrar a tan escurridiza enemiga.

—Discúlpame –preguntó un niño que se asomó bajo el techo. Él y un numeroso grupo de personas curioseaban la peculiar batalla. Era imposible no percatarse, cada uno de los disparos de Calisto sonaba como un trueno–. Rubia, ¿tú eres la mala o la buena?

—¡Ja! Tranquilo, jovencito. Soy un ángel puro de los Campos Elíseos, mal que me pese estoy aquí para proteger esta derruida humanidad.

—Es bueno saberlo, rubia.

—No te me pongas tan sonriente. El mundo podría acabarse pronto si no resuelvo pronto un par de asuntos, ¡así que deja de molestarme!

Avanzó por los tejados, buscando con la mirada entre las infinitas terrazas oxidadas, preparando el arco por si veía a su objetivo. Hacía milenios desde la última vez que su arma disparaba las flechas doradas, las últimas víctimas fueron los ángeles renegados de Lucifer durante la guerra en los cielos, y la sed de caza la tenía a flor de piel. Tal vez, solo tal vez, el haber estado tanto tiempo retirada de la lucha le estaba pasando factura.

—¿¡Pero dónde mierda te has metido, impura!? –rugió con rabia, disparando una flecha a un lugar aleatorio de la favela. Otro trueno sin relámpago, mucho polvo levantado. La cazadora estaba impaciente.

Una explosión surgió de una casona donde la saeta impactó. Pero en otro extremo de Paraisópolis, la escurridiza ángel impura se escondía en un pequeño balcón repleto de floreros. Y tras ella, un muchacho de tez negra la miraba boquiabierto.

—Justo cuando más necesito mi pistola—dijo él—, ¡maldita sea!

—¡Por Natura, la muy necia no deja de llamarme “impura”! Escúchame, piel oscura – susurró la mujer alada en un perfecto portugués—. ¿Qué fue esa explosión de recién? ¿Esa rubia acaba de lanzar una saeta explosiva o qué ha sucedido?

—¿Me acabas de decir ”Piel oscura”? Bueno, sobre la explosión… Yo creo que habrá acertado una bombona de butano —dijo rebuscando su arma en su cinturón.

—Tienes que ayudarme. 

—¡No! ¡Lo he leído en los periódicos! Siempre que aparecen ángeles la gente termina muerta. Hay quien dice que en realidad ustedes son parte de una elaborada publicidad viral para aumentar las ventas de bombonas de butano, ¡pero yo sé que el apocalipsis está cerca!

—¿Pero de qué estás hablando?

—Así fue como murieron los primeros ángeles, días atrás. Una policía reventó una bombona de butano en su departamento. Por eso, miles de creyentes estamos comprándolos –dijo entrando en su departamento para revelarles tres botellones rojos de hierro apilados en su sala—. ¡Un paso más y juro que las reventaré!... ¡Pero mierda, dónde está mi pistola!

—¿¡Tengo cara de ser tu enemiga, oscuro!?

—La otra tiene una hermosa cabellera rubia, tú tienes un puto corte mohicano. ¡Creo saber quién es el malo aquí!

—¡Necio!, necesito un arco para tener chances contra ella. ¿Sabes dónde puedo encontrar uno?

—¿Tú me estás escuchando? ¿Por qué debería ayudarte?

—¡Por el Gran Espíritu, si yo fuera tu enemiga ya te habría matado! Pero esa ¡puta! ha asesinado a casi cien ángeles.

—Bueno… viéndolo así. Mira, dudo que encuentres un arco en las favelas, ahora mismo solo encontrarás un montón de bombonas de butano. Estamos abarrotados, la verdad.

—Tienes que estar bromeando…

—¿Un arco, has dicho? —preguntó Calisto, un par de terrazas más al fondo. La había encontrado—. Sabía que el Segador me envió aquí por una razón. Así que eres una arquera también.

—¿¡Pero quién mierda eres y qué quieres de mí!? —preguntó la mohicana mientras el brasilero caía desmayado.

—Créelo o no, vengo para ayudar, impura —dijo bajando hasta el balcón vecino, y tras un chasquido de dedos, un arco de caza cayó del cielo. La blonda lo tomó de la empuñadura y se lo lanzó—. Tómalo, pertenecía a Dictina, otra cazadora. Veamos qué es lo que sabes hacer con ella. 

—¿Me… Me estás entregando un arco? Estás firmando tu sentencia de muerte—dijo tomándola a pleno vuelo—. Estúpida decisión la que has hecho. 

—Eso es lo que yo pensé al ver tu horrible cabellera, impura —respondió Calisto, tensando su arco—. No fanfarronees, te puedo quitar el arco con solo desearlo. Chasqueo los dedos por diversión. Y por favor, no te contengas, si piensas que pued… 

La mohicana extendió las alas y las sacudió fuertemente para que un par de floreros impactaran contra el rostro sorprendido de la blonda, interrumpiéndola.

—¡Pero qué anda mal en esa rapada cabeza que tienes! ¡No puedes ser tan rastrera, hija de puta! —bramó Calisto, limpiándose los ojos y escupiendo la tierra y pétalos que tragó.

Al recuperarse, sacudiéndose las alas y la caballera, notó con sus ojos lacrimosos que la impura había desaparecido de nuevo. Se mordió los dientes y sus ojos adquirieron tinte asesino. 

—Tengo que dejar la maldita manía de hablar de más… 

La mohicana había extendido las alas y a velocidad frenética atravesó la favela. No podía volar a la perfección, las siete flechas de Calisto incrustadas en su plumaje le impedían extenderla cabalmente. Se estrelló contra la ventana de madera de un balcón e ingresó burdamente, desperdigando polvo y pedazos de madera.

Calisto aterrizó sobre un techo cercano y bramó:

—¡Basta, chiquilla! ¡Ya está! Eres muy buena ocultándote, lo admito, pero no es suficiente con eso. Quiero a un guerrero hábil que pueda heredar el arco dorado de Artemisa para derrotar al último arcángel. Y si tiene cabellera, ¡mejor!

Por su parte, la mohicana tensó el arco con una flecha dorada que arrancó dolorosamente de su ala. Casi una centena de ángeles habían caído y ella era la última. Pero al coger el arma le sobrevino la confianza necesaria para darle batalla.

Asomó la punta de la flecha por el marco de la ventana. Escuchó otro trueno sin relámpago; una saeta dorada de Calisto entró en la habitación y la alcanzó por poco. Sintió su hombro ardiendo: le había rozado, provocando que una línea fina de sangre bajara por su brazo.

—Mantén la calma –susurró para sí mientras se asomaba. Suspiró lentamente y apuntó.

Calisto sonreía desde su lejano balcón. La estaba probando y le agradaba lo que veía: aquella impura con extraña cabellera podría ser una digna heredera del arco dorado de su diosa Artemisa. Podría no tener sentido de la belleza, pero el instinto, la velocidad y la astucia opacaban cualquier terrible decisión de estilo.

Una flecha dorada surcó la favela con dirección a la sonriente blonda. La saeta rozó su mejilla, cortando el aire y algo de su cabello con un sonido seco.

—¿Me lo ha lanzado desde ahí? –se preguntó Calisto. Su única reacción fue un ligero levantamiento de las finas cejas. Se acarició la mejilla, viendo luego la sangre impregnada en sus dedos.

La mohicana salió del balcón con su arco de caza en mano. Sonreía como quien sabe que acertó su objetivo.

—¡Casi, impura! —fanfarroneó Calisto, mostrándole su ensangrentada mano, sacudiéndose los dedos.

—¿Casi? Acerté, piel blanca.

La rubia arquera se giró al oír un ligero silbido tras ella. Con el corazón encogiéndose alarmantemente, notó que la flecha que disparó aquella muchacha se había enterrado en un botellón de hierro de entre varios apilados en una sala.

—Mierda –susurró Calisto.

Desde lo lejos, la gente vio una considerable bola de fuego surgir de Paraisópolis.

19 de septiembre de 1777

Ciertamente fue doloroso despedirme de mi larga cabellera a orillas del río. Me vi el reflejo en el agua y sonreí, con tan solo una franja de cabello en el centro de la cabeza imprimía porte y miedo, como los osos con su mirada, como los lobos al mostrar colmillos y erizar el pelaje, como las águilas al pasear sus imponentes sombras por el bosque. Pensé que tal vez con ese compromiso demostrado, los miembros de la tribu me verían con otros ojos.

Cuando volví, Escarcha, que estaba jugando con los niños, gimió lastimeramente al verme, ladeando la cabeza como intentando reconocerme. Me reí a carcajadas ante su reacción y la de los atónitos pequeños; me acuclillé ante él y acaricié su pelaje plata para que me reconociera:

—¿Te gusta mi nuevo peinado, Escarcha? Los kanien'kéhaka nos afeitamos la cabeza cuando la guerra comienza, y nos dejamos solo una fina franja de cabello en el centro. ¡Pero no apresures ceños ni lamentos, bola de pelo! Cuando la batalla termine, me la dejaré crecer para que las lobas se pongan celosas al verte cazar conmigo.

Retiré de mi bolsón dos potes con pinturas. Rojo para la vida, negro para la muerte:

—Última oportunidad, Escarcha. Podemos despedirnos aquí, y así te irás a formar una bonita camada en los montes.

Me gruñó. No hacía falta más. Procedí a embardunarme los dedos con grasa de búfalo y posteriormente a untar los colores. Su bonito rostro blanco y plata tendría imponentes ráfagas de color rojo y negro. Y yo, además de pintarme con los mismos colores, me tracé una fina línea vertical blanca en la frente hasta la nariz, en honor a él, a mi tótem, a los nobles lobos de pelaje gris.

—Pero, ¡por Natura, Kaniehtíio Dana! ¿¡Dónde has dejado tu hermosa cabellera!?

—Atasá´ta, borra esa cara tan extraña, me estás asustando.

—El que está asustado soy yo. Y probablemente el caballo que te regalaré también se pondrá nervioso…

Kanienko´ten salió de su tienda y observó mi cabellera por unos segundos interminables. Yo no lo admitiría jamás, pero mi corazón latía tan fuerte que lo sentía saliéndose del pecho; me costaba respirar, rogaba por su aprobación, por un lugar en la tribu. Percibí una ligera sonrisa en su rostro, un tímido cabeceo de afirmación… y se alejó rumbo a su grupo de cazadores.

Suspiré. Tal vez era lo más cercano a una aprobación que obtendría de ese necio. Atasá´ta, para amenizar el ambiente, siguió molestándome. Pese a que no me llevaba bien con las bromas, solo por esa ocasión decidí reírme de sus burlas:

—¡Se supone que debías seguir la senda de la hermosa diosa Sosondowah, Dana, no la de un pez! ¡Porque eso es lo que pareces ahora!

—¡Silencio, Atasá´ta! ¡O probarás los colmillos de Escarcha!

—¡Jajaja, te mandaré al frente, los pieles blancas morirán de risa y tendremos la batalla ganada! ¡Suelta esa mirada asesina, preciosa y afeitada guerrera! ¡A por la gloria, pues hoy, el Gran Espíritu nos sonríe!

Partimos montados sobre los caballos rumbo al oeste, a las tierras de Saratoga, para unirnos con las tribus de otras naciones iroquesas que también pactaron ayudar a la Corona. Llegamos mucho después de que el sol se ocultara, y me conmovió ver las infinitas fogatas que se extendían hasta donde la vista alcanzaba.

Jamás había visto tamaña multitud, se sentía en el aire y la tierra: el Gran Espíritu estaba con nosotros. Los pieles blancas peleaban entre ellos para obtener territorios, mis hermanos peleaban para proteger nuestro valle. Y yo, muy dentro de mí, pelearía para encontrar mi lugar en el mundo.  

Esa noche, tras disfrutar de los tragos y las risas en una gran fogata, me despedí de Atasá´ta, pues yo debía partir rumbo a una empinada ladera boscosa con los demás arqueros de nuestra tribu. No cesó de ofrecerme un fusil y una pistola, pero aquello no era lo mío.

—Atasá´ta, eres un gran guerrero y seguro que miles de pieles blancas caerán bajo tu hacha.

—Kaniehtíio Dana, un guerrero no se mide por las muertes… ni por su sangre —sonrió—. Se mide por su voluntad y compromiso. Oré al Gran Espíritu, Dana, y te confieso que me ha susurrado tu destino. Te espera la gloria. Mantén siempre la calma en el medio del caos, y esas saetas siempre encontrarán su camino.

—Que el Gran Espíritu te guíe a la claridad, Atasá´ta. Y si nos toca morir, juntos volveremos al valle y cazaremos con nuestros ancestros.

—¡Jaja, Dana! –se giró y volvió junto a la fogata, regalándome su última sonrisa—. Ya te lo dije, el Gran Espíritu me lo ha susurrado. A ti te espera algo más grande.

*_*_*_*_*_*_*

Miré al sol colándose entre los árboles de la ladera del bosque. Y suspiré con impotencia. Tal vez Atasá´ta entendió mal el susurro del Gran Espíritu…

El avance de la milicia colonial era imparable. Sin poder detenerlos, poco a poco nos arrinconaron mientras se observaba a lo lejos cómo nuestros hermanos montados en caballo caían en batalla, entre el molesto olor del azufre de las pólvoras y el humo negro.

El fin era inminente. Escarcha aulló bravo; quería cazar, no observar. Si iba a morir, él quería hacerlo batallando, no esperando. Y si he de ser sincera, yo también.  

Una sonrisa se esbozó en la espesura de la ladera boscosa. Rompí fila y corrí entre los árboles, para desconcierto de todos los arqueros, de frente hacia donde los enemigos venían. Sabía que tenía a mi amigo corriendo a mi lado, y así me sentía segura.

Tal vez era imposible frenar el avance inexorable del destino. Pero estaba en mí correr en contra de él con valor o huir como una presa. Yo corría hacia mi extinción, sí, pero revelando mi corazón puro pues batallaba por mis tierras. Batallaba por un lugar en el mundo.

Vino un patriota a por mí, tratando de enterrar su bayoneta en mi estómago, pero de una patada lo puse de rodillas y su cuello probó el acero del tomahawk. Se acercó otro para asestarme un golpe, mas Escarcha lo tumbó con violencia para que el polvo y la sangre se levantara y salpicara. Siempre bravo, como aquella vez que tumbó a un oso a orillas del río Muh-he-kun-ne-tuk.  

Los ojos de mis hermanos y de mis enemigos, otrora raros, me vieron con admiración. No veían más a una mestiza salvaje o a una impura; veían a una guerrera, a una ninfa de Sosondowah. Mi lugar estaba en el campo de batalla, sonriendo entre la sangre desperdigándose mientras mi tótem de plata tumbaba a los enemigos. Éramos los guerreros del Gran Espíritu; ninfa y tótem; hijos puros de Madre Tierra.

Tensé el arco y enterré tantas saetas pude, resguardándome tras los troncos, segura de que nadie me atacaría por la retaguardia pues estaba protegida por mi guardián. Mis hermanos vinieron a mi encuentro para ayudarme, y me gritaron con orgullo, y rieron durante nuestro baile mortal. Entre ellos estaba el necio de Kanienko´ten, y su sonrisa me dio la tranquilidad que perseguía desde niña. Por fin. Por fin encontré mi lugar.

Ese día en Saratoga, el fin del mundo surcó el aire una y otra vez, enterrándose en los corazones y gargantas, entre los gritos de dolor y un aullido atronador de orgullo. Entre los cabellos hirsutos y pieles tersas cuyas sombras se extendían bravas por el bosque. Danzaban y reptaban por los árboles como la gran raza que éramos.

—¡Kanientíio Dana! —gritó aquel necio que tanto me detestaba, espalda contra espalda mientras éramos rodeados por la milicia—. ¡Mierda, jamás en mi vida vi a una mujer matar tantas pieles blancas!

—¡En buen momento te me pones blando como un conejo, Kanienko´ten! —costaba respirar con la sangre llenándome la boca y nariz. Se acabaron las flechas del carcaj. Solo quedaba un tomahawk carmesí empuñado en mi temblorosa mano. 

—Hermana, espero encontrarte de nuevo en el valle junto al Gran Espíritu. ¡Tenemos que cazar juntos!

—¿Eso es una especie de disculpas por ser un completo necio durante todos estos años?

—Sí… sí, lo es…

—Si he de ser sincera, no es lo que esperaba… Pero está bien, hermano.  

El dolor en el pecho fue demasiado como para mantenerme erguida. No sé de dónde saqué la fuerza para enterrar mi hacha en el pecho del militar que me asestó el disparo. Y vino otro dolor, otro disparo, polvo negro con tufo a muerte y un olor a azufre entrando hasta el alma. Les vi las risas (ojalá pudiera oírlas, pero el oído zumbaba muy fuerte), les vi los ojos; los patriotas tenían ganada la batalla. Me veían llorando, pensaban que por el dolor; pero jamás entenderían el porqué de mis lágrimas. Jamás entenderían por qué arañé la dura tierra de Saratoga tiñéndose de rojo de los hermanos.

Mientras mi espíritu se escurría de mis manos, Escarcha, también herido, se acercó para llorarme.

—Hora de ir casa, bola de pelo –tosí sangre.

Y sentí el pelaje de mi eterno amigo a mi costado. Quería estar conmigo hasta el final, como siempre lo ha estado durante mis horas más oscuras y solitarias. Conmigo hasta que todo se hiciera negrura. Lamiendo sus heridas y las mías, buscando con su hocico el consuelo de mis dedos.

Y yo lloraba. No por dolor, ni por miedo ni mucho menos tristeza. Lloraba porque por fin encontré mi hogar.

Algún día. Algún día ellos también entenderán mis lágrimas.

1 de noviembre de 2016

—Eres muy hábil, impura –susurró una debilitada Calisto, postrada sobre el destruido balcón. No podía mover su cuerpo por lo que se limitaba a contemplar el cielo repleto de estrellas.

—Dime tu nombre –ordenó la alada mohicana, avanzando entre las cenizas y el fuego, sacudiendo sus alas repletas de flechas doradas. La blonda, por su parte, se encontraba con un brazo y una pierna calcinadas, y trataba de aunar fuerzas para respirar— ¡Contéstame, piel blanca!

—Me llamo… Calisto –tosió sangre—. Ninfa de Artemisa… diosa de la caza. ¿Y tú?

—Mataste a casi cien ángeles sin siquiera pedir explicaciones. Hace tres días despertamos por orden de los arcángeles; nos ordenaron cazar al que asesinó al arcángel Rafael y posteriormente al arcángel Gabriel, pero desde hace dos noches nos llegó el rumor de que los arcángeles están corrompidos. Por eso vinimos a reunirnos aquí, para organizarnos, para rebelarnos. Alguien ha corrido la voz en la legión, sabemos que los ángeles puros fuisteis víctimas de los arcángeles. Pero tú, idiota, nos mataste a tus posibles aliados sin contemplación.

—Esta mañana —dijo débilmente—, el Arcángel Miguel se deshizo de más de doscientos impuros en una encarnizada lucha en el sureste. Ninguno era un guerrero, así que le fue relativamente fácil eliminarlos… Si queréis matarlo, necesitáis ser rápidos, letales, inteligentes… 

—Pues tú pareces bastante hábil, Calisto, ¿por qué no lo mataste tú?

—Los ángeles puros carecemos de libertad. Fuimos creados para proteger a los arcángeles y servirles. No está en mi naturaleza matarlos, ¿por qué crees que asesinaron a toda su legión original tan fácilmente? Nadie pudo hacerles frente. Yo misma tuve la oportunidad de disparar al arcángel Miguel cuando él le cortaba el cuello a Metatrón… pero no pude…

Calisto, con gestos de dolor, extendió su brazo sano para coger su arco chamuscado. No lo alcanzaba, por lo que la mohicana se acercó para cederla. Se arrodilló cerca y delicadamente hizo descansar la cabeza de la blonda sobre sus muslos.

—Sigo pensando que eres una idiota, Calisto. 

—¡Bah! Vosotros, impuros, al haber sido humanos, tenéis la libertad que nosotros no. Por eso te cedo el arco de Artemisa. ¿No pensarías que iba a dárselo al primer ángel impuro que encontrara? He buscado un guerrero, y he encontrado a alguien que es digna de portar su arma. De ser quien disfrute bajo su coto de caza. 

La mohicana agarró el arco y se entretuvo unos segundos admirando cada arista de aquel artefacto, perdiéndose en el brillo hipnótico de la luz de luna que se reflejaba. Cuando se percató de que no le quedaba mucho tiempo de vida a su derrotada enemiga, se ajustó su nueva arma en la espalda.

—No había necesidad de matarlos a todos, Calisto.

—Iban a morir de todos modos, impura. No eran aptos para batallar... Pero tú, tú sí puedes hacerme el favor de clavar una saeta al corazón del último arcángel. Tal vez, con suerte, los dioses que nos abandonaron decidan volver. Tal vez incluso mi diosa Artemisa también lo haga. Ahora… cúmpleme un último deseo y dime quién eres.

—Me has tratado de impura desde que nos enfrentamos. Pero yo he mirado con tristeza los derruidos Campos Elíseos, luego he levantado vuelo, más allá de las nubes, allá donde cuesta respirar y el vaho es fuerte. Y vi, Calisto, las tierras donde yacen mis ancestros, desaparecidos por el paso del tiempo. He sentido el aire, la tierra y el agua de las naciones de mis hermanos, y sentí a Natura llorar en mi hombro. Me dices “impura”, pero yo pertenezco a la raza que trató a Madre Tierra y al Gran Espíritu con el respeto que merecen. Calisto, yo soy de raza pura, de la raza kanien'kéhaka. Será un placer enterrar una flecha dorada en el pecho del último arcángel y evitar que su miedo le lleve a destruir lo poco que habéis dejado de Natura.

—¡Jo! Me alegra saberlo, impu-… Joven guerrera…

—Mi nombre es Kaniehtíio Dana, ninfa de Sosondowah, diosa mohicana de la caza –respondió extendiendo las alas y levantando la mirada al cielo. Los niños de Paraisópolis que curioseaban estaban boquiabiertos.

—¿Dana? Tremendo peinado tienes para ser una ninfa…

—Los kanien'kéhaka nos dejamos crecer el cabello durante los días que reina la paz. Espero que cuando esto termine, pueda tener una cabellera tan larga y hermosa como la tuya, Calisto.

—Eso es lo que quería oír, chica… Cuídame el arco, ¿sí?

Y Calisto, con una sonrisa esbozándose, cerró sus ojos para siempre.

19 de septiembre de 1777

Era ya de noche cuando Escarcha avanzaba cojeando hacia la cima de la colina, a paso débil entre los muertos, con la sangre de los enemigos en sus colmillos, tratando de disimular con bravura las fuertes heridas que lo tupían. Los dos hombres de la milicia colonial que lo observaba lo daban por muerto, y uno se reía de su destino, se reía de los cadáveres, de sus amigos, de su derrota. Le miraba sabedor de que en su fusil estaba el final.

Cayó al suelo, debilitado y con dolor, tratando de no cerrar sus ojos. Sentía que pronto iría, tal vez con su amiga del alma, tal vez a los bosques para acompañarla en eternas cazas y resucitar viejas glorias. Allá, donde el prado se extiende hasta el infinito y el bosque se llena de las risas de su ama.  

—Mira esos preciosos ojos azules, Richard.

—Despierta Isaac, y finiquítalo. Le harás un favor.

—¿Tengo que hacerlo?

—¡Es un puto lobo!

—¡Mátalo tú, a la mierda esto! —Y el soldado se alejó mascullando que tal vez debería volver a Nueva Boston para dedicarse al trabajo de campo.

—Estos nuevos reclutas… Lo siento, animal –apuntó su fusil—. Pero esto es lo que hay… 

El lobo de plata, como si lo entendiera, cerró fuerte sus ojos.

Una flecha se enterró en la rodilla del hombre. Rugió de dolor. Otra saeta, esta vez fue en el brazo para que tanto él como su arma cayeran. Tal vez su orgullo también caía pues nunca pensó que un salvaje podría ponerle en aprietos. Pero algo le resultaba demasiado extraño, nunca oyó de algún salvaje que portara flechas de oro…

Antes de que pudiera gritar por ayuda, una última saeta se hizo lugar en su garganta.

El lobo debilitado abrió los ojos y contempló a su ejecutor inerte sobre la dura tierra, bañado por la luz azulada de la luna. Antes se burlaba, ahora dibujaba una extraña mueca, mezcla de sorpresa y dolor. Sin entender cómo ni por qué, el lobo de plata, postrado y débil, era el único que aún respiraba.

Y allí, donde la luna casi tocaba el horizonte, vio bajar a una mujer con alas como las de un águila, que sonreía y se ajustaba un arco dorado en la espalda. Levantó la cabeza, confundido; tal vez ese extraño humo negro le estaba jugando malas pasadas. En toda su vida jamás vio algo así.

—¡No sé quién serás tú, viejo lobo! –bramó la mujer alada con un deje de orgullo, sacudiéndose las alas al pisar tierra—. ¡El lobo que busco no estaría tumbado en el suelo, rendido para esperar su muerte! ¡No sé si habrás visto por aquí a un animal tan veloz como el viento que sopla en Tsalagi! ¡Uno tan bravo que fue capaz de tumbar a un oso a orillas del río Mu-he-ku-ne-tuk! ¡Uno tan noble que se negó a abandonar a su ama en el ocaso de su vida! Verás, busco a un guapo lobo de ojos azules que me regaló Natura… No sé si lo has visto por ahí, vieja bola de pelo.

Se levantó bravo, como si no tuviera heridas que lo cubrían. Como si no dolieran los músculos y los huesos. Como si tuviera un valiente corazón de plata. Y trató de aullar, mas solo salió un gemido lastimero; el guerrero plateado creó un nudo en la garganta de su dueña.

—¡Silencio, bola de pelo! –ordenó inclinándose hacia él, tomándole de las peludas mejillas y pegando frente contra frente para hundirse en sus penetrantes ojos azules—. La batalla se acabó para ti, Escarcha, deja que te borre la pintura… Eso es… Te recomiendo marcharte hacia los montes del noroeste. Ahí habrá lugar para los tuyos, lo sé porque lo he visto en un futuro lejano. No vi ningún lobo de ojos azules con radiante pelaje plata, pero tú vas a cambiar eso, ¿no es así?... ¡Puaj, por Natura, deja de lamer y escucha, necio!

Se acuclilló para que el animal levantara sus patas delanteras y las posara sobre sus piernas. Ahora sacudía la lengua, agitaba la cola, expectante de las palabras de su ama. Dana rio; arrancó un pedazo de su túnica angelical y limpió la sangre desperdigada en la boca de su guerrero.

—Tengo que irme, pero no apresures ceños ni lamentos, mi guerrero de plata. Volveré, me dejaré crecer el cabello primero, y pondré celosas a tus novias cuando me vean. Conviértete en la cabeza de una manada y hazme sentir orgullosa.

Aunado de fuerzas, el lobo la vio levantar vuelo. Vio partir a su ama rumbo a una batalla más sanguinaria que la que le tocó atestiguar en las tierras de Saratoga, pero en donde tal vez sí habría tiempo de detener el avance inexorable del destino.

Era imponente ella delante de la luna, extendiendo sus alas. Se había convertido en una cazadora, en una ninfa del Gran Espíritu. El tótem plateado supo que su eterna amiga por fin encontró su lugar: no estaba en las tierras, estaba en los cielos.

Durante esa noche en Saratoga, los soldados de ambos bandos dejaron las armas por un instante. Solo un breve momento para admirar a un precioso lobo de color plata que aullaba a la luna con orgullo.

LEGIÓN: TÓTEM DE PLATA

3 comentarios:

  1. En un principio se nota la ausencia de relación entre personajes que caracteriza los inicios del resto de la serie. Por contra, me ha gustado mucho el conflicto de Dana intentando encontrar su lugar en el mundo.

    Sin embargo, cabrón, has conseguido que la relación con el lobo vaya creciendo hasta culminarla magistralmente al final del relato.
    Por cierto, la frase "Cuando la batalla termine, me la dejaré crecer para que las lobas se pongan celosas al verte cazar conmigo." me hizo pensar que ibas a narrar un zoo en la serie jaja

    ¿Blonde? ¡Buf! Me suena fatal el uso de ese término para referirte a la ninfa rubia.

    La batalla entre ángeles me ha parecido muy buena, pero me siguen chirriando algunas conversaciones forzadas, sobre todo al principio. Luego me ha gustado la explicación de Calisto, cuando está herida tras la explosión.

    Este relato me ha parecido un poco más diferente al resto de la serie, pero con el mismo nivel de calidad que el resto.

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  2. ¿En serio? Es para mí el más flojo. Me gusta la india mohicana y su historia, pero no su discurso naturalista hacia el final, ¡puaj! Además el momento lobo hacia el final me ha parecido algo infantil, caricaturesco o muy Disney.

    Hey, hey, hey... necesitaba poner otros sinónimos para diferenciar la rubia de la mohicana durante la batalla. Blonda a mí me encanta :p

    Oye, de nuevo muchas gracias por tus palabras. Lo de las conversaciones "peliculeras" del típico malo revelándolo todo... bueno, es que simplemente estoy muy mal acostumbrado a ese tipo de producto, y supongo que por eso me sale así.

    Abrazos! Y me alegra que te siga gustando.

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  3. Pues no sé. Sabes que soy el primero al que no le gustan los finales pastelosos, pero en este caso no me lo parece. Tal vez es por la muerte de ella o porque es un lobo y no un hombre bueno, guapo, perfecto... En cualquier caso, por un motivo u otro, no me da la sensación de final típico.

    Ya, soy el primero que cuando tiene un sinónimo para nombrar a alguien se aferra a él y no lo suelta jaja Pero es que blonda no se usa en España y me suena rarísimo.

    ¡Claro que me sigue gustando! De hecho cada vez me doy más cuenta de que lo que yo escribo es bastante malo comparado con el resto jeje

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