[Fantasía Épica] Tercer capítulo. Durante la reconquista de Hispania, el fin del mundo galopó a orillas del río Salado. Y en los albores del tercer milenio, el dragón Leviatán extendía sus alas.
1 de Abril de 1340
No iba a
extrañar Ceuta cuando partiera rumbo a al-Ándalus. Aunque el haber estado
viviendo en aquella ciudad durante los últimos tres años había generado algunos
lazos, algunas amistades de conveniencia y amores de una noche. Mas aborrecía
los lazos porque sentía que debilitaban el espíritu de un guerrero en el campo
de batalla: demasiados problemas que impiden ver el objetivo con claridad.
Así
debíamos ser los soldados del desierto, huérfanos de lazos, deshermanados de
sentimientos, montados sobre nuestros caballos, los considerados animales de
guerra más letales del mundo. Era parte de esa legión de guerreros dragontinos
que, montados sobre nuestros dragones de caza, sembrábamos la muerte y destrucción
en nombre del Honorable. Rajando la carne y el espíritu de los infieles,
sonriéndole a la muerte entre el galopar, el polvo y la sangre. Por Alá, por su
divinidad y por nuestro pueblo.
Aquella
última tarde antes de partir, decidí pasearme por las calles llevando de las
riendas a mi caballo Draco. Avanzando entre el gentío, oí los gritos de algarabía
de un grupo de hombres que se amontonaba hacia la entrada del zoco, un enorme
mercado de Ceuta. Movido por la curiosidad, até las riendas del animal a un
poste y me acerqué.
Cogí una
manzana de un puesto sin que el dueño lo notara, y al dar un mordisco entendí el
porqué de la emoción: era una venta de esclavos. Demasiada gente agolpada
esperando ver alguna mujer desnuda. Risas, gritos y los dinares corriendo
rápidamente. De entre ese montón de pobres diablos parados sobre el estrado,
destacaba una pequeña flacucha de mirada desafiante, con túnica desgarrada y
sucia, y una argolla de esclava en el cuello como únicas prendas. Era la más chica
de todo el grupo de esclavos.
Quise volver
junto a Draco para irnos; mas oí al ofertante:
—¿¡Y qué me
decís de ella!? ¡Esta pequeña viene del desierto de Zágora!
Me detuve.
Era mi pueblo natal.
—¡De
familia que deshonró al Sultán al no cederles caballos de guerra!
Sonreí. De
mi pueblo natal y de familia brava. Me acerqué para verla mejor; el vendedor la
sujetaba de la argolla de su cuello muy rudamente. Pese a ello, la enana se
estaba tomando la situación mejor de lo que cabría esperar: miraba osadamente
al público, como si advirtiera a su próximo dueño que las cosas no iban a ser
sencillas con ella. Pobrecita, aún no se había estampado contra la vida lo
suficientemente fuerte.
Otro
mordisco a la manzana. Y su mirada
desafiante me hizo retroceder cinco años, cuando mi hermana perdió la vida en
un ataque de un grupo de saqueadores que invadió mi pueblo. Cinco años y los
ojos de aquella esclava abrieron una herida que prefería mantener cerrada.
Otro
mordisco. Un gordo de ropas pomposas fue el primero en ofertar por ella. Se
giró hacia su grupo de amigos y se relamió los labios entre risas. Algo dentro
de mí se encendió.
Me
consideraba un guerrero solitario, nunca quise formar lazos con nadie pues no
quería rememorar dolores que cuecen el alma. Pero fue ver al gordo frotándose
las manos entre sus amigos, fue ver la mirada de aquella joven que tanto me
hacía recordar un pasado que tenía olvidado, fue de todo un poco para que mi
corazón se encendiera.
Avancé
bruscamente entre el gentío y ofrecí todo los dinares que gané jugando a los
naipes en la taberna. El hombre grueso apartó a un par de personas de en medio
y me preguntó molesto:
—¿Para qué
quieres a la pequeña?
—Es linda,
la haré mi esposa –le sonreí.
—Hagamos
algo, déjame comprarla y te la cederé esta tarde.
E
inmediatamente levantó la mano y dobló mi oferta. Me sonrió como una sabandija.
No podía igualar sus monedas, así que me acerqué a él:
—Escúchame bola
de sebo, la verdad es que necesito a alguien que pase trapo a mi cimitarra –dije
plegando las telas negras de mi blusón, mostrándole mi radiante espada
enfundada en mi cinturón—. Suele llenarse de sangre últimamente de tanto cortar
cabezas. Me pregunto si de tu papada saldrá más grasa que sangre.
Tragó
saliva. A veces, ser guerrero del sultán tiene sus ventajas.
Poco tiempo
después ya estaba volviendo a pasearme por las calles llevando a Draco de las
riendas. Y con esa cría a mi lado, eso sí, que miraba fijamente mi manzana. No
pregunté por su familia. Era demasiado evidente: quien rechaza los deseos del sultán
lo suele pagar con vida. Probablemente a la pequeña la dejaron viva por piedad
y la trajeron a Ceuta para venderla.
Me tomó de
la mano para que la hiciera caso; tenía un rostro angelical a pesar de la
suciedad. Me sonrió y por fin habló:
—Si no
fuera por tu cimitarra, te habría pateado el tobillo y huiría lejos de aquí.
—Suenas demasiado
insumisa. Y tonta también –dije tomando de su argolla-. Eres una esclava aún, tengo
unos papeles que te certifican como mía. Pero si quieres, puedes huir. Dale
estos papeles a quien te aguante.
—¿Así de
fácil?
—Eres libre
como el viento.
—¿Gastaste tantas
monedas para liberarme? Eres más tonto de lo que pensé.
—Vete.
—Dime antes
por qué pagaste por mí.
—Pues me
confundí. Desde lejos parecías una hermosa mujer. Pero eres bajita, fea y
sucia. Prefiero casarme con mi caballo antes que contigo –Draco lanzó un
bufido.
—Te
recomiendo casarte con un camello, ¡tienes cara de uno!
Y se alejó.
Otro mordisco a la manzana. Su actitud me hacía recordar cuando yo tenía su
edad: me quería comer el mundo y tenía una confianza excesiva. Claro que, tarde
o temprano, la vida y la guerra te estampan contra el suelo y destrozan los
sueños y sentimientos. Te convierten en una bestia.
Pero verla
partir era como abandonar a esa hermana que no pude proteger. Mi corazón me lo
estaba reprochando una y otra vez en cada latido. Negué al aire varias veces y
la llamé:
—¡Pequeña!
—¿Qué
quieres, camello?
—Serás un
pedazo de alimaña. Ven –ordené acuclillándome para ponerme a su altura—. ¿Eres
de Zágora, no? Yo también crecí allí. Tengo un tío trabajando en un establo,
supongo que te puedo llevar junto a él para que te cuide.
—¿Me
llevarás a Zágora? –preguntó con los ojos iluminados.
—Lo malo es
que no sé cómo hacerlo. Verás, mañana al salir el sol, partiré en las galeras
rumbo a al-Ándalus.
—Pues llévame
contigo.
—Tonta, ¿y
cómo convenzo a los comandantes de que suban a una pequeña tan fea como tú?
—Si
permiten subir a alguien tan horrible como tú no creo que tengan problemas
conmigo.
—Podría hablar
con los herreros para que te hagan pasar como una ayudante. Incluso podrían
quitarte esa argolla de esclava.
—¿Y luego
qué? ¿Me llevarás a Zágora cuando todo termine?
—Pues
claro. Cuando todo esté seguro, pediré permiso para llevarte a Zágora.
—Suena
bien, camello.
—Karim,
llámame Karim. No gasté tantas monedas para que te bufonees de mí.
—¡Hmm! Soy
Jazmín.
Le di mi
manzana con una sonrisa. La pequeña me agradaba. Era un espejo en donde podía
ver lo que una vez fue mi vida: una versión de mi persona antes de sufrir los
sinsabores de la vida, una hermanita que debía cuidar en las horas más oscuras.
—¿Crees que
voy a comer eso cuando ya lo tocaste con tus sucias manos? Cómprame una nueva,
Karim.
—Que Alá me
perdone –gruñí-, pero las cosas que más odio son las limosnas y los pequeños.
31 de octubre de 2016
Sao Paulo
no sería nunca más la misma. El piso lujoso del capo brasilero, Domingos de Oliveira,
se tiñó de rojo oscuro. Entre los cuerpos inertes de los sicarios, entre el
olor a pólvora, plumas revoloteando y dinero desparramado, el ángel Azrael
extendía sus alas para sacudirse la sangre de sus víctimas que se adhirió a su
plumaje.
Pudo oír la
risa del Segador, contemplándolo todo en una esquina, oculto tras la oscuridad
de su capucha mientras comprobaba el filo de su guadaña. Azrael, el ángel de la
muerte, era el único que podía verlo: desde los inicios de los tiempos fue
aquél que le llevaba las almas para ser juzgadas.
—Trece. Te
di trece, Segador. Me parece un trato más que justo.
Y el
Segador se desvaneció entre el humo de las armas y el polvo.
Domingos de
Oliveira, sentado en su sillón, trataba de entender cómo hacía solo cinco
minutos se encontraba charlando con su amante mientras algunos de sus sicarios
vinieron para rendirle cuentas. Ese extraño ángel había venido de arriba,
rompiendo el vidrio del techo, y uno a uno mató a todos sus guardianes.
Roberto, Santos, Carlos: sus mejores hombres cayeron como muñecos de trapo en
cuestión de segundos, en un baile endemoniado de balas, plumas y fuego.
Azrael
avanzó hasta llegar cerca del hombre y cortó el silencio en un perfecto
portugués:
—Tu gente
no es muy hábil, viejo.
—Tú... Tú te pareces al demonio que acecha mis
sueños.
—Trata de
blancas, negocios ilegales, asesinatos. El demonio eres tú.
—Hablas muy
bien portugués.
—Los
ángeles hablamos millares de idiomas, viejo.
—Un ángel.
Ya veo –encendió su cigarrillo-. Y bien, ¿qué quieres? ¿Acaso me llegó la hora?
—Aún no. He
borrado tu nombre de la lista del Segador. Uno de estos hombres te iba a
traicionar esta noche. A cambio de doce almas, accedió a dejarte vivo un día
más.
—¿Doce
almas? –se inclinó y miró los cadáveres-. Uno, dos... cuatro... nueve... Yo veo
trece cadáveres, ángel.
—Ups—
sonrió.
—Sospechaba
que Santos o Rodrigo podrían estar tramando contra mí. Demasiados preguntones,
demasiado curiosos. ¿Por qué me salvaste?
—Necesito
tu ayuda, viejo. Una legión de seiscientos mil ángeles ha despertado y un nuevo
apocalipsis asoma, pues quien les guía es un arcángel corrompido por el miedo.
—¡Ja! Yo
tengo mis apocalipsis particulares todos los días, ángel. Si no es el gobierno
federal, es el comisario Riviere. Si no son los bocones, son los que quieren
tirar para abajo mi imperio de casinos. ¿Por qué habría de interesarme tu
problema?
—Sin mundo
no habrá casinos, viejo. Necesito que esta madrugada envíes al menos a
cincuenta de tus mercenarios al bosque Sao Francisco.
—Bueno...
¿No fueron suficientes y quieres más? –preguntó mirando el matorral de cuerpos.
—Envíame a
los más depravados, los asesinos, los vándalos. Necesito la peor calaña que
puedas encontrar. ¿Puedes hacerlo, viejo?
—¿Y qué
obtengo yo? –Expelió el humo.
El corazón de
Azrael se encogió pues el trato que vino a proponerle no le agradaba ni a él
mismo. Era un ángel puro de los Campos Elíseos, fue incluso un orgulloso
guardián de un arcángel antes de que ellos se volvieran perversos y se viera
obligado a huir. Pero la situación estaba cambiando, el fin de los tiempos
parecía asomarse en el horizonte y apremiaba obtener resultados, independientemente
de los medios utilizados.
—Tu hija.
El Segador me prometió que te devolverá a tu hija por un día si me haces el
favor.
—¿Mi hija
querida? —preguntó temblando.
—Sí, viejo.
Tu amada Carolina.
—¿Qué sabes
tú de ella, ángel?
—Dice
Carolina que estará feliz de contemplar contigo un último amanecer en Guarujá.
El
cigarrillo cayó al suelo. Domingos Oliveira, asombrado, se arrodilló ante él
para besarle sus pies.
Azrael, el
ángel de la muerte, extendió esas alas manchadas de sangre y contempló el cielo
negro tupido de estrellas. El sonido del llanto del hombre se opacó por el
aleteo y la brisa que levantó al abandonar el destrozado piso.
No hacía
falta escuchar la respuesta de Domingos de Oliveira. Azrael supo que ya estaba
pactado: los humanos se niegan a cortar los lazos más fuertes, aún tras la
muerte. Lo sabía muy bien.
30 de octubre de 1340
Tarifa no
era Zágora. Lo tenía muy claro desde que desembarcamos de las galeras. La
tierra dura, el aire extraño, el infinito verde que se expandía por toda la
península como ese paraíso que nos prometieron y, sobre todo, el río que hacía
de línea divisoria para separarnos de un ejército que quería cortarnos en
incontables pedazos. Tarifa contrastaba de las dunas del desierto de Zágora, el
calor y su viento seco, y por sobre todas las cosas, difería del aire que
podrías encontrar en Fez, Ceuta o cualquier otro lugar del imperio meriní. Desde
que pisamos al-Ándalus, nunca nos sentimos como en casa.
Y sin
embargo, la Dinastía Marín quería asestar un último golpe, un intento
desesperado por recuperar ese extraño mundo. Partimos de Ceuta rumbo a la
península, con los predicadores gritando a los cuatro vientos durante todo
nuestro viaje. “Y esa tierra será conquistada de nuevo. ¡El Glorificado está
con nosotros! ¡Yo lo vi! ¡Habrá tierra para todos los musulmanes!”.
Tras una
odisea en el estrecho de Gibraltar en donde derrotamos a la marina aragonesa y
castellana, conseguimos llegar a la que sería nuestra tumba o nuestro paraíso.
Sitiamos Tarifa y nos regodeamos en nuestra superioridad, en medios y efectivos.
Contábamos con el apoyo de Alá, nada más y nada menos, y en los corazones ardía
la imperiosa necesidad de sacrificarse en su nombre para ganarse un puesto en
el paraíso.
Pero yo levantaba
la mirada, sentado alrededor de una fogata junto a mis compañeros de la
caballería, viendo la aurora arrebatándose la noche poco a poco, y me decía que
algo no estaba bien. Respiraba ese aire extraño. A veces pasaba los dedos por
aquella tierra tan dura, tratando de sentir algo similar a la suavidad de las
dunas de Marruecos. Y luego contemplaba ese ejército gigantesco de cristianos
apostados al otro lado del río Salado.
Se podía
sentir el odio, la bravura, la tensión que emanaba ese ejército de Castilla y
Portugal. Ni una sola porción de al-Ándalus era de nuestro imperio y eso se
sentía en el aire. Ese mundo extraño no era mi hogar y nunca podría serlo por
más que lo predicadores nos lo quisieran meter en nuestro espíritu.
Hacía rato se
terminaron las oraciones. Hacía rato que los caballos fueron preparados y equipados
para ser montados por nosotros, los guerreros de la caballería ligera más
temida del mundo. Íbamos a ser la segunda carga de nuestro ejército, la segunda
línea que trataría de romper, de desmoldar y desmotivar a los guerreros del rey
de Castilla. Vista nuestra superioridad numérica, probablemente ni siquiera
haría falta una segunda oleada.
La pequeña Jazmín,
impoluta en su túnica blanca que contrastaba con mi blusón oscuro, se me acercó,
avanzando a empujones entre los guerreros. Ya no era esclava tras manumitirla,
proceso facilitado y acelerado gracias a los comandantes de las galeras que se
encariñaron con ella. Venía con mi cimitarra y escudo; estuvo pasándoles trapo
húmedo toda la madrugada pese a que le insistí que no era necesario.
—Karim, te
los he limpiado –dijo entregándomela con ojos reprendedores.
—¡Mira cómo
brillan! Y bueno, ¿pero a ti qué te pasa, Jazmín? –le aparté un mechón de su
cabello.
—Te estuve
observando, Karim. Tú no rezaste como los otros.
—¡Pues
calla! Entre nosotros dos, me aburre.
—¡Hmm! Alá
no te dejará entrar en su reino si no le dedicas oraciones, Karim.
Me quitó la
capucha y la sacudió un poco. Había tierra. Demasiada. No supe dónde poner la
cara de vergüenza. Jazmín se había convertido en mi pequeña hermana, habíamos
pasado tanto tiempo juntos que fue inevitable formar ese lazo que evité por
años. Pero no me importaba, me sentía bien a su lado, bromeando, riñendo como
si hubiéramos crecido toda la vida en las dunas de Marruecos. Evitaba que me
volviera loco, que me volviera un monstruo.
—¿Así te
irás a combatir, Karim? Por el Honorable, no te va a pesar que seas un poco más
limpio.
—Yo no te
critico que vayas despeinada –dije despeinándola.
—¡Suéltame!
No te desvíes de lo importante, Draco necesita un guerrero que sea digno de él.
No lo avergüences en batalla.
—¿Draco? ¿Mi
caballo? Qué cosas dices, a los caballos no les importa cómo lucen los
guerreros. ¡A nadie le importa! Cuando llegue el momento, no habrá belleza que
te salve de terminar al otro lado de una espada.
—Hablando
de eso, Karim, cuando mueras, ¿podré quedarme con Draco?
—Serás una
pequeña alimaña, ya veo por qué te ofreciste a limpiarme las armas. Deberías
apoyarme un poco, ¿quién te cuidó durante estos meses? ¿Quién te dio la mitad
de su plato todos los días y un cuarto de su cena todas las noches?
—¡Hmm! Cómo
te pones por una broma, Karim.
—Pues se te
da bien eso de bromear, Jazmín. Ahora que lo pienso, necesitamos un bufón que
nos alegre las tardes.
Y la cargué
para subirla al gran Draco. Caballo árabe, hijo del desierto de Zágora, bravo,
inteligente y veloz como ninguno que pudiera haber en toda Europa. La pequeña
lo acicaló un rato, riéndose cada vez que Draco sacudía su cabeza con un bufido
característico suyo.
—Karim,
cuando el sol salga, ¿irás a batallarlos? –me preguntó señalando al ejército
que se agolpaba al otro extremo del horizonte.
—No te
preocupes por mí. Somos más. Probablemente la primera tanda de la caballería
termine dispersándolos y mermando su valor.
—Y además
Alá está con nosotros, Karim.
—Pues claro
que sí –me golpeé el pecho en señal de orgullo, mas a ella le causó gracia.
Cerca de la
fogata, el líder de nuestro clan subió a su caballo y alzó su cimitarra al aire.
Sonreía como un condenado pues estaba seguro de que el cielo sería nuestra
próxima parada:
—¡Al
frente, guerreros! ¡Por el Divino! ¡Por la Dinastía Marín! ¡Por Abu-I-Hasan!
—Karim –susurró
Jazmín—. Prometiste llevarme a casa cuando esta batalla termine.
—E iremos,
no temas, llegaremos al pueblo de Zágora montados en Draco. Mi tío te caerá
bien, es un bufón como tú. Te compraré un hiyab con lazos dorados, quedarás
preciosa y nadie notará tu cara fea.
—A ti te
conseguiré un velo que te cubra la cara de camello, Karim.
—Enana,
hora de partir. Te llevaré hasta la fragua. Ya hablé con el herrero y será él quien
te cuide hoy.
—Quiero
quedarme contigo –dijo acercándome su dedo meñique. Lo enganché con el mío.
—¿Ves ese
grupo, allá a lo lejos, subiendo la ladera de ese monte? Son arqueros, Jazmín.
No pienso llevar a un saco de arena con flechas a Zágora. Vámonos.
*_*_*_*_*_*_*
La primera oleada
de la caballería musulmana salió disparada. Nosotros nos quedamos expectantes,
montados sobre nuestros caballos, viendo partir a los casi quinientos guerreros:
una amalgama mortal de hombres y animales, de negro y pardo con tufo a muerte.
Al otro extremo, la caballería portuguesa y castellana se asomaba, reflejando
el sol en sus armaduras de acero.
Se me
encogió el corazón al ver los artilugios con los que acorazaron a sus animales.
Teníamos la ventaja de que éramos más ágiles y veloces, pero en contra, nuestras
armaduras y escudos no parecían tan seguras en comparación a las de ellos.
—Tranquilo,
Draco –Me incliné para acariciarlo. Estaba inquieto; ambos lo estábamos. O él
quería estar en esa primera oleada o quería huir galopando hasta Zágora.
Un
compañero me silbó para llamar mi atención. Al girarme, me lanzó un pedazo de
pan que bien podría ser mi último desayuno.
—¡Vamos a
conocer a Alá muy pronto, Karim!
—Te lo
agradezco, Hassan –Le mostré el pan.
—¿Qué te
pasa? ¿Tienes miedo? –Me reveló la sonrisa más horrible que vi en mi vida.
—Dime,
Hassan, ¿habrá lugar para los valientes en el paraíso?
—Mira, pasé
las últimas semanas recitándoles el Corán como si fuera un maldito predicador.
También durante la batalla en el estrecho, día y noche, lluvia y sol. Ten un
poco de compasión y dime que me has escuchado al menos una vez…
—Es que me
preguntaba por Draco… ¿Draco irá al paraíso?
—¿Draco?
Draco es un caballo…
—Le tengo
aprecio. Es de mis tierras, bravo e inteligente como pocos.
—No me
parece muy diferente a los demás…
—El caballo
no piensa lo mismo –dije aprovechando un bufido suyo—. Yo trabajaba en el
establo de mi tío antes de servir a la caballería. Vinieron unos guerreros del
sultán para llevarse a todos los caballos porque los necesitaban para la
batalla en al-Ándalus. Me vieron la cara de campesino y pensaron que cedería a
sus deseos. Atonté a unos cuantos hombres a puñetazos, pero al final
consiguieron llevarse la quincena de caballos. Draco incluido.
—¡Eres
bravo, Karim! –carcajeó un guerrero que curioseaba la conversación—. A puño
desnudo contra unos guerreros. ¡Bravo e idiota!
—Pero a que
aún te cuesta comer tras la paliza que te di –me reí—. Como te decía, Hassan, al
final se llevaron a todos los caballos. Y de paso me llevaron pues vencí a
quien parecía ser el más fuerte del grupo. Vieron potencial en mí.
—Karim,
¡otra vez tu puta historia! ¡Sé lo que viene ahora, a este jala-barbas le gusta
dejarme como bufón! Escúchalo…
—En Ceuta,
Draco era fácilmente reconocible dentro de la caballería militar. El único
dragón indomable. Ninguno de estos guerreros que ves aquí pudo montarlo por más
de cinco segundos.
—¡Calla, necio,
yo pude ocho segundos! ¡Nazeem lo contó!
—¿Ocho
segundos? –preguntó otro entre risas—. ¡Le preguntaremos a Alá si eso es
verdad!
Al parar de
reírnos, continué:
—Pero
sabes, Hassan, los caballos tienen muy buena memoria. Una tarde, tras entrenar,
me dirigí al establo militar… Los guerreros simplemente no podían con cierto caballo
especial. ¡Caían como sacos de arena! ¡Era el bribón de Draco! Salté
rápidamente la valla y corrí hacia él. Todos pensaron que me había vuelto loco
por ir de frente contra el animal más bravo, pero Draco me reconoció y corrió hacia mí. Y
de un salto, lo monté para asombro de todos –golpeé mi pecho con orgullo.
—¡Nos
quedamos con la boca abierta! –carcajeó mi compañero de al lado.
—Y así, el novato
terminó uniéndose a la caballería ligera del sultán. Alá obra de maneras misteriosas,
te digo –concluyó otro.
—Por eso,
Hassan, no considero que Draco sea un caballo como cualquier otro. Estos animales
son bravos, inteligentes, de sangre caliente, pero Draco es especial. Reconoce
a un gran guerrero, reconoce a un gran amo.
—Es una
historia interesante, Karim. Pero sigue siendo un caballo. El paraíso es para
los hombres, para los guerreros de corazón indómito.
—¡Como
Draco! –concluimos unos cuantos al unísono.
—¡Ja! No
tenéis solución.
A lo lejos
vimos cómo la primera oleada de la caballería musulmana era poco a poco
sobrepasada. Lo negro y pardo caía al suelo con rojo oscuro mientras el brillo
del acero y el blanco de los castellanos lograba sobresalir. Aparentemente, la
muerte decidió cambiar de bando. Rompí la fila y un compañero me reprimió
porque pensó que quería entrar en batalla; le respondí que pronto volvería, que
guardaran mi lugar en la primera fila.
Y galopando
rápido, atravesé el campamento de los arqueros musulmanes y posteriormente pasé
allí donde se asentaban nuestros comandantes. Más al fondo, hacia el mar Mediterráneo,
se divisaba el montón de galeras en el puerto. Y me dirigí hasta donde la joven
Jazmín desayunaba, cerca de una fragua que montaron los herreros. Bajé de Draco
y ella salió a mi encuentro, entre el denso humo y olor a acero fundido.
—Karim,
¿terminó la batalla?
—Jazmín
–dije acuclillándome para apartarle un mechón—. Me gustaría huir de aquí y llevarte
con Draco hasta Zágora como te prometí, pero no sé si podré conseguirlo.
Se mordió
los labios y me tomó de la mano:
—Karim, no
te sientas mal. Pase lo que pase, me las arreglaré, el herrero huele mal pero
es un buen hombre. Que sea lo que tenga que ser, pero quiero que sepas que eres
el hermano que nunca tuve: Feo como un camello, de corazón noble como un dragón
dorado.
—¡Bueno, me
vas a poner colorado!
—Hmm…
Karim, cuando vayas al paraíso, espérame. Y no caigas en la tentación, seguro
que incontables doncellas hermosas te querrán seducir allí.
—¡Claro, Jazmín,
mi querida hermana primero! –me golpeé el pecho con una sonrisa—. Ya lo veo
venir: hasta en el paraíso me robarás parte de mi cena y me harás sentir
culpable por no dártelo todo.
—Karim, si
hoy nos toca morir, yo me iré feliz porque te conocí –dijo pasándome su meñique
para que lo uniéramos.
—Escúchame,
enana, sécate esas lágrimas porque no vas a morir hoy –enganchamos los meñiques—.
Te prometí que te llevaría a Zágora y lo mantengo. ¡Por el Honorable que
llegarás!
—¡Por el Honorable!
–carcajeó golpeándose su pecho con su otra mano.
—¡Eso es, Jazmín!
Ahora presta atención, necesito que me hagas un favor.
31 de octubre de 2016
Azrael se
encontraba sentado sobre un tronco caído del bosque de Sao Francisco. Miró el
cielo perlado de estrellas, esperando que bajaran más ángeles impuros. Los dos
que se presentaron frente a él le parecían una broma de mal gusto. Suspiró. Habló
con más de cien para convencerlos de unirse a su rebelión, y solo consiguió
convencer a dos. La labia nunca fue una de sus dotes.
Se oyeron
los motores de vehículos a lo lejos, surgiendo luego de entre los árboles. Era
el grupo de sicarios que le prometió el mafioso Domingos Oliveira. Llenaron e
iluminaron el bosque con linternas y vehículos. Poco a poco fueron agrupándose
y acercándose frente al tronco donde Azrael esperaba.
—Solicité
al viejo al menos cincuenta hombres –se levantó.
—Mi Dios,
¡un ángel! ¡Es verdad! —exclamó
un sicario, acercándose. Se arrodilló e hizo la señal de la cruz—. El patrón nos llamó a
todos, vinimos sin rechistar. Somos más de cien a tu servicio, ángel de la muerte.
—¿Mandó
a más de cien? No esperará que le regatee al Segador por otro día más con su
hija...
Avanzó
hasta quedar en medio de aquel numeroso grupo. Muchos oraban, otros murmuraban,
otros contemblaban boquiabiertos, alguno que otro sacaba fotografías. Era
verdad, tal como les había ordenado su jefe, el capo Domingos Oliveria, se
debían encontrar con un ángel de nombre Azrael en medio del bosque Sao
Francisco.
Donde
todos veían suciedad, cicatrices y tatuajes, el ángel de la muerte veía los
pecados: Asesinato, violación, estafa, robo. Era su dote, no por nada era el
juez que llevaba almas al Segador. Vio a un joven más al fondo y lo llamó:
—Tú, fuera de aquí.
—Don Domingos fue muy claro, debemos acatar las órdenes del ángel. Ya lo
oíste, ¡vete, niño!
El muchacho salió del grupo. Y suspirando, Azrael siguió rebuscando en el grupo.
Más al fondo, los
dos ángeles que decidieron unirse a la rebelión curioseaban la situación.
—Oye, ¿tú le
creíste a Azrael? ¿Eso de que el arcángel Miguel ha enloquecido? –preguntó el
pelirrojo Irish, sacudiendo sus alas.
—Agradecería
que no las sacudieras cerca de mí, Irish –respondió retirándose una pluma que
se pegó en su boca.
—Mierda, lo
siento Mohamed. Se me entumecen rápido.
—¿Por qué
me vuelves a llamar así, jala-barbas? Te dije que me llamo Karim.
—Así le
decimos a todos los que tienen aspecto de… ¡Bah! Pero en serio, ¿tú le creíste?
—Tengo mis
motivos para creerle, Irish. Por eso vine. Cuando ayer despertamos en los
Campos Elíseos, tuve el privilegio de ver a los ojos al Arcángel Gabriel.
—¿El
segundo arcángel asesinado, no?
—¿Sabes qué
vi? Odio, rencor, miedo. Bravura. Solo sentí algo así en el campo de batalla.
Él no podía ser el mismo arcángel que menciona el Corán.
—¿Corán?
¿Qué fuiste antes de convertirte en un ángel? ¿Un predicador musulmán?
—Un
guerrero. ¿Y tú?
—Bu-bueno,
también fui guerrero, Karim.
—Pues no lo
pareces. Eres demasiado flaco, apenas tienes músculos. ¿De qué tierras
provienes?
—Serás
cabrón. Tengo sangre irlandesa, pero verás, provengo de Brooklyn y recuerdo el
año que morí: 1918. No sé si sabes lo que es una mafia, pero para acortártelo,
yo era parte de un grupo de guerreros como los de tu época, solo que más
elegantes. Reemplazamos las espadas por Berettas y Thompsons.
Azrael se
acercó al par de ángeles para interrumpirles:
—Listo.
Noventa y ocho criminales, nada mal –Y miró a un rincón oscuro del bosque, allí
donde el Segador esperaba.
—Oye, Azrael –dijo Irish —. ¿Y tú qué fuiste antes de convertirte en ángel?
—¿Acaso no me escuchaste cuando te hablé esta mañana, impuro?
—Lo siento, Azrael, estábamos sobrevolando una playa nudista...
—No fui humano, soy un ángel puro. Moraba en los Campos Elíseos hasta que
los arcángeles decidieron asesinarnos a todos.
—Eso sí entendí. Los arcángeles temían que uno de ustedes se sublevara como
hizo Lucifer en los inicios de los tiempos. Es parecido a lo que pasaba en las
mafias irlandesas de Nueva York, no te podías fiar ni de tu sombra.
—Según el Segador, estáis aquí porque habéis tenido la mala fortuna de morir
al mismo tiempo en que los ángeles puros eran asesinados por los arcángeles. Todos
en la nueva legión no son sino los reemplazos de los ángeles puros. Eráis
humanos, sois impuros. Al fallecer, fuisteis a los Campos Elíseos, durmiendo
eternamente, esperando a que los arcángeles os despertaran.
—Y pensar que si hubiera muerto un minuto más tarde no estaría aquí
–murmuró Irish.
—Segador —Azrael miró en las
oscuridades del bosque—, llévatelos.
Y todos los
sicarios cayeron desplomados al suelo. Se apagaron las luces, cayeron las armas,
se levantó el polvo. El juicio de Azrael había finiquitado con un silencio
absoluto y sepulcral. Nunca hubo una ejecución tan silenciosa e indolora. Tan
perfecta.
—Cumple tu
promesa, Segador. Reúne al viejo con su hija, la espera en Guarujá.
Irish,
confundido, se acercó a uno de los cadáveres. Ladeó el rostro inerte: no tenía
heridas de ningún tipo. Observó la maraña de cuerpos más adelante y por un
momento se arrepintió de haber venido al lugar. Se giró hacia Azrael y reclamó
explicaciones:
—Están
muertos… ¡Los sicarios están todos muertos! … ¿Qué hiciste?
—Si pensáis
hacer frente al último arcángel, necesitáis más que puños y espadas. Necesitáis
al ejército que una vez usó Lucifer para declararle guerra a los cielos.
Necesitáis a Leviatán y su legión de dragones. El Segador accedió a
resucitarlos a cambio de almas. Muchas almas…
—Esto… No
te lo tomes a mal, Azrael –cortó Irish, mirando al cielo repleto de estrellas—.
¡Pero creo que te han estafado! ¡No veo ningún puto dragón! ¡Pero sí veo un montón
de cadáveres, mierda!
—Ningún
dragón vendrá a este plano hasta que su amo resucite: Leviatán.
—¿Leviatán?
—Resulta
que el Segador no resucitará a Leviatán ni por todas las almas de este mundo.
Pero parece que por la mía, sí. Sinceramente, no conocía el lado coleccionista
del Segador.
—¿El Segador? ¿Estás hablando de “La Muerte”?
—Escúchenme
ambos. Una vez que vean a Leviatán, deberéis domarlo como una vez hizo Lucifer.
Creedme, si él pudo, vosotros también.
—Dómalo tú,
¡diantres! –exclamó Irish.
—¿No me has
oído, impuro? El Segador tomará mi vida.
Proveniente
del cielo se oyó un rugido. La brisa aumentó y se llevó el polvo del lugar. El
Segador sonrió en las negruras del bosque. Azrael, uno de los últimos ángeles puros
de la legión, se arrodilló con las fuerzas retirándoseles. Nunca pensó que
algún día le tocaría hacer un sacrificio tan grande como morir para salvar la
humanidad. Se consideraba un ángel renegado, pues si bien no odiaba a los
humanos, nunca sintió que los amaba como el resto de la legión.
—Tal vez
sea esto lo más parecido a ese “amor” del que he oído. Morir para salvar esta
derruida humanidad… Me hubiera gustado ver las caras de mis camaradas Metatrón
y Samael al verme en esta situación. Tal vez allá a donde vaya les pueda contar
esta y otras anécdotas –sonrió mirando el cielo que cabrilleaba–. Casi les
puedo oír riéndose de mí….
Irish y
Karim lo vieron caerse desplomado. Jurarían que una risa se oyó rebotar en las oscuridades
del bosque. Y a lo alto, algo oscuro y amorfo se acercaba a ellos a una
velocidad frenética, atravesando y arremolinando las nubes. Cuando levantaron
la mirada se les encogió el corazón: Leviatán, el cazador de Lucifer, de ojos
brillantes y asesinos, de escamas duras como el acero y oscuras como una noche
de cielo negro, rugió, revelando incontables colmillos y extendiendo sus
gigantescas alas.
—Estoy
empezando a arrepentirme de haber venido —susurró Irish.
—Mierda. Es
enorme –respondió Karim, extendiendo sus alas para preparase.
—¿Qué estás
haciendo? ¿Vas a tratar de domarlo?
—Tal vez
sea verdad eso de que estamos aquí con estas alas por pura coincidencia. Pero
no huiré de esta responsabilidad. ¿Ves otra opción, Irish?
—Sí,
podemos huir y no mirar para atrás.
—¡Necio! Los
guerreros no tenemos opción.
—Mierda… —y también extendió sus alas, mirando al
gigantesco lagarto que se acercaba amenazante.
30 de octubre de 1340
Las fuerzas
musulmanas estaban siendo asediadas por sorpresa en todos sus frentes. Éramos
más. Pero ellos eran más bravos.
La primera tanda
de la caballería fue vilmente masacrada. Y yo estaba al frente de la segunda
oleada. Al lado y detrás, todos estaban eufóricos, riéndose, gritando,
empuñando sus espadas al aire. En medio de la algarabía, Hassan me habló
mientras yo me cubría con mi tapabocas:
—¡Nos vemos
en el paraíso, Karim! En Ceuta batallamos bravamente… Pero seamos sinceros,
esos caballos acorazados destrozaron a la primera oleada sin darles
oportunidad…
—No creo
que seamos excepción, Hassan.
—Lo sé. Por
cierto, me convenciste, yo también espero encontrar a Draco allá en el paraíso.
Y a mi caballo también, ¡para qué mentir!
Los castellanos
cruzaron el río. El miedo y la muerte tenían sonido: Esas galopadas, ese
golpeteo del hierro de las armaduras de aquellos caballos era atronador.
Chapoteaban el agua, venían a por nosotros. Tragué saliva y me golpeé el pecho.
Me giré hacia mi grupo y levanté la cimitarra:
—¡Oíd! ¡Somos
los dragones del desierto! ¡Empuñad las espadas, esquivad, rajad la carne! ¡Alá
está de nuestro lado este día!
—¡Por el Digno!
—¡Nos vemos
en el paraíso, guerreros!
—¡No creas
que me olvidaré de preguntarle a Alá si aguantaste ocho segundos con el caballo
bravo, jala-barbas!
Y partimos
rumbo al choque contra los castellanos. Éramos los soldados de las dunas, los
siervos del sol que salpicaban sangre y barro. Éramos los guerreros dragontinos
hechos de arena y fuego, montados en nuestros dragones que sembraban justicia
en nombre del Honorable. Veloces como el viento, ágiles como nada en Europa,
mortales como el aliento de los guivernos. La Muerte parecía susurrarnos entre
las galopadas, parecía sonreírnos pues era sabedor de los secretos de la vida.
O al paraíso, o al infierno o a la nada infinita. Pero a algún lugar
galopábamos. Entre la polvareda y el ensordecedor trotar de los animales, Hassan
me gritó sin dejar de contemplar al enemigo:
—¡Oye, Karim!… ¡Traté de montar a Draco en Ceuta en
incontables ocasiones y lo conozco bien!… ¿¡Desde cuándo tiene la nariz negra!?
Tras la
tela de mi tapabocas se esbozó una sonrisa gigantesca. Empuñé la cimitarra y
tensé el escudo:
—¡Mierda!
¡Supongo que me acaban de cambiar el caballo!
31 de octubre de 2016
El bosque
de Sao Francisco estaba incendiándose. Entre el fuego y las cenizas, Leviatán
buscaba a los dos ángeles que vio nada más descender de los cielos. Gruñía,
derribaba e incendiaba árboles a su paso con su aliento infernal.
Ocultos
tras un árbol caído, los dos ángeles trataban de reponerse del último coletazo
que aquel dragón les había propinado con saña.
—Mejor no
volver a intentar eso… ¿Tienes otra idea, Karim? –preguntó Irish, limpiándose
la sangre de la boca.
—Sí.
Contaré hasta tres. Iremos por detrás de él y trataremos de montarlo.
—¿Montarlo?
—Si
aguantas sobre su lomo hasta que se canse, el animal se amansará y te aceptará.
—Pero, ¿¡lo
dices en serio!? Me cago en… ¡Es un puto dragón, no un caballo, Karim!
—¿Conoces a
los dragones?
—¡No, pero
sé que no son caballos!
—¿No lo
notaste? Es bravo, es inteligente, tiene la sangre caliente. Como los caballos
de Arabia, reconocerá a un gran guerrero como tú o yo si lo aguantamos lo
suficiente.
—Mierda,
pero no soy esa clase de guerrero, Karim… Yo morí a balazos, me mató mi jefe. El
capo irlandés de Manhattan. Me acosté con su hija, ¡pero morí feliz!
—¿Pero qué
me estás contando, Irish? ¿Te mató solo por eso?
—Bueno, le
habrá sido difícil pensar con claridad pues también se enteró que estuve con su
esposa… ¿Ves por qué me caen mal los
jefazos? Por eso no dudé cuando Azrael nos dijo que el arcángel Miguel es un
cabronazo malnacido. ¡Los jefazos son así!
—Jala-barbas,
te estás bufoneando de mí.
—Es verdad,
diantres. No soy un guerrero como tú, no tengo destrezas salvo apuntar y
disparar una Beretta. Me gustaría tener una en mano ahora mismo, me siento más
seguro así.
—UNO.
Prepárate, Irish.
—¿Qué?
¿Vamos a hacerlo? Es el puto Leviatán, ¿no leíste algo de él en el Corán?
—DOS. Si
Lucifer lo montó en los inicios de los tiempos para guiarlo a una guerra,
nosotros también podremos.
—¡Espera,
mierda, espera Karim!
—¿Qué
quieres, Irish? Apura.
—¿Y luego
qué? ¿A dónde iré si lo monto?
—A reunir
su ejército de dragones.
—Oh, qué
fácil. ¿Y cómo se lo pido? ¿Le hablo en inglés, español, japonés? Me los sé
todos.
—Nos
entenderá, es inteligente.
—¡Estás
dando por seguras demasiadas cosas, Mohamed!
—Toca
arriesgarse. ¡Prepárate!
—¡Espera,
diantres! Yo iré de frente. Haré de
distracción y tú lo montarás por detrás. Tú montaste caballos, ¿no es así? Yo
solo monté una Harley cuando tenía quince y no querrás saber cómo terminé.
—¿Ir de
frente? ¿Estás seguro, Irish? En mi vida habré visto tantos colmillos…
—¡Bah! Mi
rol siempre fue ser la distracción para que los sicarios hicieran el trabajo
cada vez que ingresábamos a una fábrica o casino manejado por los italianos.
Vaya detalle que ahora tenga que crear de nuevo otra distracción. Al menos esta
será la única ocasión en donde no me sienta como un títere: lo hago porque
quiero… Y bueno, porque me dijiste que iba a tener un harem en el paraíso si
muero heroicamente.
—Eres un gran
guerrero, Irish. A falta de músculos, tu fuerte es la velocidad. Tal vez en
vida no lo demostraste, pero te veo y te reconozco como un gran guerrero, y el
paraíso también lo hará. Si tuviéramos más gente como tú en la caballería del sultán,
hubiéramos reconquistado al-Ándalus en menos de tres años.
—¡Ja! Y tú
eres el hombre más bravo que conocí, Karim. Y el más idiota, la verdad. Me
hubiera gustado tenerte a mi lado cuando la liábamos parda contra los italianos
en el Bronx –ambos extendieron sus alas y tensaron cada músculo. Las frentes
perlaban de sudor, era un plan hecho a la desesperada pero había un bosque
sufriendo el aliento de Leviatán, y pronto Sao Paulo podría sufrir el ataque de
aquel lagarto. Irish miró por última vez a su compañero, revelándole su sonrisa
ensangrentada:
—TRES.
15 de noviembre de 1340
Los ecos de
galopadas rebotaban en las dunas del desierto de Zágora. Bajo el cabrilleo de
infinitas estrellas, en su corrida brava, Draco trazaba estelas sobre la arena
esperando que algún día su guerrero dragontino lo encuentre cuando surque los
cielos en su búsqueda.
Tras la
batalla en el río Salado, Jazmín logró abordar una de las galeras que se
retiraban a marchas forzadas pues los musulmanes fueron derrotados por el ejército
de Castilla y Portugal. Aprovechando la confusión, logró escapar del control en
Ceuta y se internó en el desierto de Zágora tras hacer una parada en Fez para aprovisionarse.
La joven Jazmín
paró la marcha y acarició al caballo. El pueblo del tío de Karim debería estar
próximo, mas el nerviosismo ganaba terreno pues no lograba guiarse
correctamente.
Con el
hambre y la sed acribillándole, escuchó un extraño sonido de aleteos venir
detrás. Más ruidosos que los caballos armados de los castellanos, más ensordecedores
que los ejércitos enfrentándose en el Salado. Observó de reojo cómo las arenas
vibraban a su alrededor.
Se giró y
solo vio el cielo negro repleto de estrellas centelleantes alrededor de esa potente
luna llena que casi tocaba el horizonte. El ruido aumentó y por fin observó con
su corazón encogiéndose.
—Por el Honorable… ¿Ves lo mismo que yo, Draco? Creo que el agua
que bebí en Fez estaba mala…
Del cielo
bajaron oscuras y amorfas figuras a velocidad frenética. Tupidos de incontables
cuernos, de pieles negras como el cielo, de ojos brillantes que revelaban los
secretos de los inicios de los tiempos. Rugían, extendían las alas en una danza
sincronizada que haría temblar de miedo hasta al más poderoso de los reinos.
Era una
legión de dragones. Surcaron el desierto a escasa altura, siguiendo perfectamente
la estela dejada en la arena por Draco. Y al atravesar la luna, Jazmín notó a
dos ángeles sobre el lomo del dragón más grande. Juraría que uno de ellos se
golpeó el pecho en señal de orgullo.
El guerrero
dragontino había vuelto a casa por un rato, antes de partir a la batalla contra
el último arcángel. El caballo arrancó y comenzó una carrera entre aquel
ejército alado, pese a los gritos reprendedores de la temblorosa joven.
—¡No, no,
no!… ¡Para el otro lado, Draco, para el otro lado! ¡Por el Creador, voy a
morir, voy a morir!
Y los
dragones volaron entre el rápido animal como si lo acompañaran en su brava
corrida. Guiándolo al pueblo de Zágora para que aquel dúo pudiera descansar de
su larga travesía. Levantaban la arena con sus alas y colas, dibujando sus
secretos en las dunas de Marruecos.
El guerrero
dragontino, montado en su nuevo cazador de guerra, les sonrió. Por fin había
vuelto a casa, solo un momento para ver de nuevo a su pequeña hermana. Para resucitar
un lazo inderruible, para cumplirle una promesa.
Durante aquella
noche, los rugidos de los dragones rebotaron en las dunas y fueron oídos por
última vez atravesando el Sahara antes de esfumarse para siempre bajo el cielo
tupido de estrellas.
—Karim,
¿fuiste tú? –se preguntó la jadeante niña, abrazando temblorosa al caballo. Y
levantó la mirada, contemplando el pueblo de Zágora en el horizonte. Supo que, de
alguna manera, su hermano cumplió la promesa de llevarla hasta su nueva casa.
LEGIÓN: MONTA DRAGONES
:O
ResponderEliminarEres bueno, Vieri. La verdad es que los capítulos ya no sorprenden tanto tras haber leído los anteriores y, cuando lo empecé, estaba seguro de que no iba a estar a la altura de los precedentes. Pero, joder, ¿cómo consigues que me gusten cada uno de ellos?
En este caso parece ganar peso la parte de los ángeles (y dragones en esta ocasión) con lo que no parece tan forzada.
En la parte de los guerreros destacaría la sensación de batalla épica respecto a las contiendas menores de los anteriores relatos y la pequeña sorpresa final (aunque lógicamente no llega al nivel de lo ocurrido en Reina Loba).
En fin, que el relato está al nivel del resto de la serie. Globalmente tal vez sea el mejor. En aspectos puntuales tal vez destaquen más los anteriores. La relación entre personajes de Ícaro y el desenlace de Reina Loba de momento son insuperables. Sin embargo, aquí narras la mejor escena de la época futura, con inclusión de La Muerte y todo :)
¡Un saludo!