[Fantasía Épica] Capítulo final. Y el fin del mundo llegó. Sexo, drogas y alcohol. Una ángel caída tratará de disfrutar de la última noche antes del apocalipsis.
Legión: Hotel California
Capítulo final.
Y el fin del mundo llegó. Sexo, drogas y alcohol. Una ángel caída tratará de
disfrutar de la última noche antes del apocalipsis.
2 de noviembre de 2016
Se había desatado el fin de los tiempos. Al menos eso
es lo que aseveraban los predicadores debido a las constantes apariciones de
ángeles alrededor del mundo. Sinceramente, me costaba creerle a alguien que
exigía que me arrepintiera de todos mis pecados con un cartón de vino en mano y
un aliento de mierda.
Pero mientras me adentraba en la oscura y desértica
ruta en las afueras de Bogotá, escuchaba las emisoras de radio y los cronistas estaban
confirmándolo (o uniéndose a la broma de mal gusto más elaborada de la
historia): Algo avanzaba a través de los continentes del oeste, atacando y
cortando las comunicaciones. El caos se había desatado en mi ciudad, e imagino
que también en lo que sobraba del mundo. Pero poco me importaba lo que nos sucediera;
me sentía lo suficientemente alienado de todo como para no verme afectado. Por
mí, como si nos hundiéramos en nuestra infinita miseria.
Solo una estación de radio prefería poner música. Eran
los putos amos, los músicos de nuestro particular Titanic que se negaban a
dejarnos sin escuchar melodías aún con nuestro planeta hundiéndose. Lamentablemente
la canción que pasaban no era la más propicia para mí:
“On a dark desert highway / Cool wind on my hair
/ Long smell of colitas / Rising up to the air”.
“De todas las canciones que podrían haber pasado…”. Es
que me hacía recordar esa verdad dolorosa asomándose cada vez que la
metanfetamina me abandonaba.
Observé los agujeros negruzcos dispuestos alrededor de
la vena más rebelde de mi brazo. Parecía la puta constelación de la Osa Mayor.
Me hacían ver que, por más lejos que escape, siempre tendré fundidos los
recuerdos, encadenados ahí en la vena que quería llevarme a su falsa tierra del
olvido.
Cuando el vértigo me hacía suyo, cuando reventaba un
vaso sanguíneo más, cuando me tumbaba en el asiento con los ojos en blanco y
los labios grisáceos para sentir la sangre desperdigándose. Siempre moría por
breves segundos esperando encontrar esa tierra prometida con la que podría
olvidar la sonrisa de mi hija. Pero jamás olvidé. “You can´t never leave”.
“De todas las canciones…”. Y apagué la radio.
Dos y media de la madrugada. Aparqué el coche en un
costado de la ruta acompañado solamente por el cielo estrellado y una molesta
polvareda propia de la zona. Estaba todo tan a oscuras que me sentía observado,
siendo el vehículo uno de los pocos puntos luminosos en todo el lugar.
En el horizonte la ciudad irradiaba como un lejano
domo verdoso. En apariencia tranquila y silenciosa, pero el pandemónium
desatado era de órdago. Había pasado gran parte de mi vida allí pero ya no me
sentía parte de ella; no extrañaría sus plazas perfumadas con flores de orquídeas
ni el gorjeo de las palomas en cada esquina. Bueno, tal vez sí echaría de menos
los platos de ajiacos.
Encendí un cigarrillo antes de salir. El mechero
estaba en las últimas, pero pareció dar un esfuerzo postrero para contentarme.
Agarré el hacha que estaba en el asiento del
acompañante. Pertenecía a la oficina: “En caso de emergencia rompa el vidrio”.
Y vaya sí lo hice, solo dudo que los demás estuvieran de acuerdo con mi
concepto de emergencia.
Ya afuera, contemplé el hermoso Mercedes de
último modelo en el que vine. Había perdido un poco el brillo por el polvo de
la ruta, pero seguía luciendo como para mil y una fotos con putas desnudas
lamiendo cada rincón.
Mis dedos se fundieron con el mango del hacha. Aflojé
mi corbata y el cuello de mi camisa con la otra mano, tomando respiración
lentamente, contemplando las sinuosas curvas tanto del automóvil como las del
humo de mi cigarrillo.
Y atiné a dar un par de enérgicos golpes contra la
puerta. Solo yo y el violento crujir del metal. Luego otros golpes en el
cristal trasero y un par más para reventar los faroles. Esbocé una sonrisa de
maniático, con el pitillo aprisionado entre mis labios y el arma como una
extensión más de mi brazo. Es que siempre había querido hacerlo: destrozar algo
valioso en mi último día de vida. Y qué mejor manera que con el coche de mi
jefe.
Salté hacia el capó, y luego de reventar todo el
cristal frontal, di otro brinco hacia el techo. Me deshice del hacha,
lanzándolo junto al mechero. Allí en la nada, en los arbustos.
El coche ya estaba lo bastante desfigurado, ya sin
curvas sinuosas, ya sin putas. Aunque aún no había terminado la faena.
Pero el brazo empezó a doler y mi mano parecía
encallecer, por lo que decidí acostarme en el techo para perder la mirada en
ese cielo que cabrilleaba. Por algún castigo del destino el dar tantos golpes
terminó por encender de alguna manera la radio… Y la canción volvió a hacerse
presente.
¿Pero qué más daba? Todo estaba por acabarse. Iría en
búsqueda de esa tierra prometida, tierra de lo indoloro y olvido. Allá, más
lejos de lo que la marihuana y las jeringas pueden. El cigarrillo sería el
verdugo, el encargado de hacer arder el combustible que bañaba el asiento
trasero; solo sería cuestión de tirarlo hacia allí; y arderíamos. Gracias y
adiós.
Y mientras buscaba la Osa Mayor en ese cielo perlado,
una estrella fugaz irrumpió la noche. Qué conveniente fue, como si alguien me
ofreciera un último deseo antes de irme del mundo. ¿Pero acaso valdría la pena
lanzar una petición sabiendo que con mi muerte no podría atestiguar y disfrutar
de ella?
—¿Qué clase de deseo podría pedirte un hombre que se
despide de la vida? ¿Encontrar un motivo vivir? Bah. ¿Pedirte que la canción
“Hotel California” deje de sonar? —Otra bocanada y posterior danza sutil del
humo.
Tras esfumarse el hálito en el aire, noté que la
estrella fugaz paró su marcha, y estática, empezó a brillar más fuerte. Levanté
mi brazo y culpé de las alucinaciones a mi Osa Mayor. Con una sonrisa observé
de nuevo al supuesto astro, extrañamente más grande. Y le lancé una carcajada a
ella, a mis vasos rotos y al veneno en mi cuerpo. ¿Se estaba acercando hacia
mí?... Sí, y rápidamente. Puta ponzoña que fritó mi cerebro. Más grande, más
cerca y más violenta.
En un acto reflejo me cubrí ante lo que pensé iba a
ser un inminente choque de aquello contra mí. Un ruido terrible, similar al de
un motor de avión aunque a menores decibeles, estuvo a punto de destrozarme el
tímpano al tiempo que una luz cegadora me rodeó.
Poco a poco el sonido fue apaciguándose. Con el
corazón latiéndome a mil por hora y un zumbido terrible, abrí levemente los
ojos esperando encontrarme ya en el paraíso o en el infierno. Pero no, allí
seguía el cielo estrellado y la música dándolo con todo.
Seguía igual… Excepto por una mujer pelirroja que, sin
saber yo cómo, se encontraba también en el techo del coche. Llevaba una extraña
camisilla blanca de tiras, una falda de mismo color y botas de cuero. Me
observó con ceño serio, con esos ojos de color sangre. Como la sangre que
hervía y escapaba de mi constelación.
—Dime tu nombre –ordenó, pisándome el pecho con un pie.
—¿Quién eres? –pregunté tratando que el cigarrillo no
resbalara de mis temblantes manos.
—¡Yo he preguntado primero! –presionó con más fuerza.
—¡Diosss! ¡Nathaniel, me llamo Nathaniel!
Era una mujer poco amistosa. Demasiado peligrosa, de
hecho. Pero lo que más me inquietaba era no saber de dónde había salido. ¿Me
siguió desde que salí de la ciudad?, ¿acaso la envió mi jefe? Si la cosa se
ponía difícil, podría tirar el cigarrillo y ambos moriríamos en el fuego. Yo no
tenía nada que perder.
Fue cuando ella retiró su pie y cruzó sus brazos. Acto
seguido arqueó los ojos para decirse a sí misma:
—Pfff…
—¿Qué pasa?
—Tienes un nombre aburrido, eso pasa.
—¿Abur…? ¿De dónde eres? ¿Te ha enviado el Señor Gonzáles?
Sin siquiera prestar atención a mis palabras decidió
bajar al suelo. Me repuse, pero no quise bajar del techo. Desde allí comprobé
que esa mujer no era realmente una persona normal y corriente. Restregué las
manos por mis ojos, ¿acaso la última tanda de vicio que me inyecté tenía tanta
potencia?
—Me llamo Rubí –dijo de espaldas a mí, entre la
polvareda que había levantado.
—Dime que estoy muerto.
—¿Te gusta mi nombre, no es así? Pues claro que sí, es
muy bonito.
—Eres… eres un ángel…
—¿Lo dices por estas? – Extendió sus alas, como
queriendo lucirlas en todo su esplendor. ¿Había venido acaso para llevarme a mi
tierra prometida? Las agitó un poco para sacarse de encima el polvo, antes de
hablarme de vuelta—. Oye, ¿eso que está allí a lo lejos? ¿Es tu ciudad?
—Sí. Sí, lo es.
—Pfff…
—¿Pero qué problema tienes?
—Será mejor que nos apuremos, Nathaniel.
—Que me apure dices... Ve tú, llegarás rápido volando.
—Mira infeliz, antes del amanecer este lugar se irá al
traste. ¿Qué te parece, eh? El arcángel Miguel no ha encontrado al que asesina
a los arcángeles, por lo que ha decidido sumir a todo el planeta bajo fuego. Se
quitará de encima al asesino, y de paso al resto de la humanidad. No es que me
importe pero… ¿Qué…. Qué estás haciendo Nathaniel?
—Estoy mirando mi cigarrillo… Creo que lo he
confundido con marihuana antes de salir. Espera que este tiene un tufillo raro.
—No me estás creyendo.
—Evidentemente estoy zafado, ¡los ángeles no existen!
Rubí negó al aire con su cabeza. Y con sus manos
reposando en la cintura dio unos pasos alrededor del coche.
—Pertenezco a la legión de los seiscientos mil ángeles
del último arcángel vivo. Pero ahora que lo pienso, conviene decir “fui parte de
la legión…”. He desertado. He concluido que no vale la pena. Ahora dime, ¿qué
haces aquí tan lejos de tu ciudad?
—No creo conveniente contar mis penas a una
alucinación mía. Te dejo con tus asuntos, que yo me voy —preparé el cigarrillo.
Suspiró y se acercó para agarrar mi mano. Fue un
contacto electrizante, como si mi cuerpo reaccionara a ella y me dijera “Es
real”. Acarició un poco mis heridas, ¿sabía acaso por qué las tenía? Pareció
entenderlo, porque al mirarla noté que estaba dibujando una sonrisa tímida. Me
conmovió, de hecho, así que intenté responderle:
—Mira, estoy aquí po…
Y violentamente tiró de mí, haciéndome caer de bruces
contra el suelo y tragar tierra. Pateó con puntería el cigarrillo aprisionado
entre mis dedos, haciéndolo volar por los aires, rumbo al coche. Ella lo cogió
hábilmente, sin inmutarse, sin siquiera observarlo. Siempre clavando sus ojos
sangre en los míos.
Traté de reponerme pero volvió a pisarme el pecho.
—¡Quieto! No soy tonta, sé lo que has querido hacer.
Me importan una mierda los humanos. Me importan una mierda los ángeles,
arcángeles y el apocalipsis en ciernes. Puedes suicidarte si quieres pero no lo
hagas conmigo presente.
—Por el amor de dios… ¡Estás pisando muy fuerte!
—¿Por el amor de quién? Mucho nombrarlo por aquí y nadie
se ha enterado aún de que los dioses nos han abandonado. ¿Quieres un consejo?
Yo que tú me replantearía quitarme la vida. No encontrarás el olvido que
anhelas.
¿Cómo supo que mi motivo era olvidar? Retiró su pie,
lanzando el cigarrillo junto al hacha y el encendedor. Aprovechando que yo
estaba en un estado de shock, se acostó sobre mí, sujetando mis manos con las
suyas y dejando su rostro a escasos centímetros del mío.
—Dime, Nathaniel, ¿alguna vez has estado durmiendo durante
ciento treinta años? ¿Sabes acaso cómo se siente alguien al despertarse tras
tanto?
—P-por qué me estás preguntando eso…
Llevó una mano a su pubis, y mordiéndose los labios me
miró lastimeramente:
—Si los otros ángeles supieran lo que yo he sentido cuando
desperté, me expulsarían de la legión. Pero es muy tarde, salí por mi cuenta.
Porque, ¿qué haremos después de que incendiemos todo el planeta? ¿Nos iremos a
los Campos Elíseos para volver a dormir una eternidad? Quiero huir de ese
destino, Nathaniel, eso es lo que quiero. Me he revelado ante ti, así que dime,
¿por qué estás aquí agujereado en carne y espíritu? ¿Tú también quieres
escaparte?
Ojalá supiera cómo hacerlo. “You can’t never leave”.
Pero seguía buscando, persiguiendo el lugar donde no haya recuerdos. Allí donde
no me atormente la muerte de hija, los recuerdos de su sonrisa, el tacto suave
de su manito en mis mejillas y su dulce voz diciendo que me amaba…
—Sí, a la tierra del olvido, ahí quiero ir, ángel.
Acercó sus labios a los míos y enterró su lengua en mi
boca, entrando, palpando y dibujando siluetas. Con ambas manos tomó de mi
atónito rostro y se alejó, dejando finos hilos de saliva colgando entre su boca
y la mía.
— Por favor Nathaniel, aunque sea solo por hoy, déjame
acompañarte en tu dolor. Llévame a tus tierras del olvido.
10 de agosto de 1886
Corrí un
mechón de mi cabello y miré el precioso cielo azulado: no lo parecía, pero se
había desatado el fin del mundo. Si bien la guerra contra la Triple Alianza
parecía haber acabado con la toma y saqueo de la capital, las fuerzas
brasileras se negaban a salir del territorio hasta cazar al Mariscal López,
presidente de nuestra devastada nación.
Los
argentinos y uruguayos se habían retirado al ver que ya no quedaba nada en pie,
pero los soldados de Brasil, comandados por el sádico Conde de Caxías,
perseguían a la sexta y última división militar para finiquitarlo todo.
Nuestro
estado se había convertido en la nueva capital, y por lo tanto en el nuevo
objetivo de los enemigos. Pero sin embargo yo me desentendía de aquello para no
verme afectada; vivíamos en un pequeño y polvoriento pueblo, casi sin adultos
excepto yo y algunas mujeres más, y actuaba como si nada sucediera, sonriéndole
a los niños para que pudieran sentir la esperanza que como pueblo habíamos
perdido.
Sentada en
las escalerillas de mi casa, sacudí el polvo de mi blanca blusa mientras un
coqueto chico de trece años me leía una carta de amor con todo el empeño
posible. Pese a su corta edad quería impresionar a mi hermanita Aurora, y sobre
todas las cosas, quería ganarse mi aprobación pues era yo la que se encargaba
de cuidar y darles clases a los niños bajo la sombra de un árbol. Me tenían
respeto, y eso me gustaba.
—Luz —dijo
entrecerrando sus ojos—. ¿Podrías… podrías alejar esa regla de madera de mi
vista? –No me había dado cuenta, pero la tenía sobre mi regazo. Casi me arrancó
una carcajada, pero me contuve y le miré con semblante serio.
—No —Los
niños siempre bromeaban de que mis ojos oscuros y mi cabellera larga y negra me
daba un aspecto malvado, y yo lo aprovechaba.
—Luz… me
estás asustando…
—Ay,
Samuel. Por favor, léemela.
—Está bien.
Aquí vamos —suspiró largamente y sostuvo firme su carta—. “Todas las estrellas
del cielo cayeron, mas dos hermosas quedaron, ellas son tus ojos…”
—Pfff…
—¿No te
está gustando?
—Dámela
—dije arrebatándole su cartita. Me levanté y caminé a su alrededor, fijándome
detenidamente—. Pero… ¡Tu caligrafía es un desastre, Samuel!
—Me habías
dicho que lo más importante era plasmar los sentimientos…
—Bueno,
pero si escribes así de mal... ¿Qué pasó con la poesía que te pedí que le
escribieras?
—¡Pfff!
—¡Bribón!,
era preciosa.
—Pues la he
olvidado.
—Toma.
Inténtalo de nuevo. ¡Y que sea legible!
Se alejó
mascullando tonterías acerca de mi aspecto de bruja. Vaya que tenía ganas de
darle unos azotes con la regla, pero mientras me preparaba para ir a por él, mi
hermana salió de mi hogar. Estaba escondida y lo había oído todo; me miró con
graciosos ojos reprendedores:
—Luz, eres
demasiado cruel, a mí me estaba gustando.
—No sé. La
podría dedicar a otras niñas y no cambiaría un ápice de lo que está escrito.
—¿Y cuál
era esa poesía que le pediste que me dedique? –preguntó abrazándome la cintura.
—Una
especial que no la podría dedicar a nadie más en el mundo. Una solo para ti.
—Creo que
debería escribirlo él por su cuenta.
—Es pésimo
escribiendo, enana. Compréndeme.
La tomé de
la mano para llevarla de nuevo adentro. Sabía que no le gustaba estar tanto
tiempo acostada, prefería jugar con sus amigos en el prado o en el arroyo, pero
estaba demasiado débil, tal vez porque la comida escaseaba o porque el calor
golpeaba demasiado fuerte, le costaba respirar y la frente la tenía bullendo.
Pese a la insistencia de muchas mujeres del pueblo, me negaba a llevarla al
hospital debido al clima de guerra.
—Sonríeme,
Aurora, porque sigo soñando —dije arropándola—, sobre un lugar solo para
nosotras. Una tierra donde nada cuece, donde te cantaré sobre el riachuelo
cristalino, sobre el cielo tupido de estrellas y sobre el viento húmedo que
bate la mata de pasto. Así que sonríeme…
—Eso no
parece una poesía, pero bueno —sonrió—, te salió perfecta.
—Si le
cuentas de esto a alguien, juro que te mataré, enana.
—Dios
santo, en serio a veces tus amenazas suenan reales, Luz.
—¡Jaja!, tu
carita de espanto es impagable, Aurora, ¡ven! –y la tomé de las mejillas.
—Oye,
duele, ¡duele!
—Qué
mofletes tan grandes tienes, enana, me los voy a comer.
—¿Es un
buen momento para decirte que eres pésima como profesora? —preguntó mientras le
mordisqueaba.
—¡Retira
tus palabras, malandrina! –gruñí mostrándole mi regla de madera.
—¡Noooo!
En medio de
nuestras risas, se oyó el galopar de un grupo de caballos atravesando el
pueblo. Probablemente se trataba de la sexta división de la caballería, la
última que aún quedaba en todo el territorio, que se dirigía a la nueva capital
para aunar fuerzas.
Salí de la
casa para ver a esa caravana triste: un montón de caballos flacos y sedientos.
Quienes los montaban también estaban en condiciones similares. Un joven amigo
bajó de uno de los animales y, trayéndolo de la rienda, se acercó para
saludarme. La suciedad ocultaba cualquier traza de atractivo que poseía su
rostro, y las ropas eran prácticamente harapos repletos de polvo.
—¡Luz!,
quiero pedirte disculpas.
—¿Ah, sí?
Ahórratelas, Ariel, no te las aceptaré.
—Debo
reconocer que tenías razón. No era buena idea llevar a tu hermana al hospital.
Pero no por los estúpidos motivos que esgrimiste.
—¿”Estúpidos
motivos”? No quiero que una niña vea pacientes de guerra.
—Desearía
no volver a discutir sobre eso. ¡Los brasileros han llegado! Y tú tienes esta
maldita actitud de actuar como si nada pasara…
—¿Y qué
quieres que haga? ¿Que me quiebre en llanto día y noche? ¿Que me arrodille ante
ti y te ruegue que me rescates, oh, gran y famélico héroe?
—Quiero que
afrontes la realidad, Luz. Están viniendo. Tarde o temprano iba a suceder, pero
tú te niegas a hablar de eso con los niños. No tienen padres y te tienen estima
a ti; no les des falsas esperanzas, será peor.
—Los
enemigos pasarán de largo al ver que el Mariscal no está aquí.
—No pasarán
de largo, ¡lo he visto con mis propios ojos! Atacaron el hospital de la ciudad,
¡quemaron el maldito lugar con los enfermos y heridos adentro!, ¡me rindo,
tenías razón! No era el momento adecuado para llevar a tu hermana… ¿Estás… Dios
mío, estás llorando?
—Pero… ¡Pero
claro que estoy llorando, idiota! Mi madre trabajaba allí, ¡era enfermera! No
puedes venir y soltármelo así de buenas a primeras… Mierda, eres un completo
imbécil…
—Luz… No
soy bueno con las palabras…
—¡No me
digas!
—Mira,
vendrán aquí tarde o temprano. Y si con el hospital no han tenido piedad… Luz,
estamos rodeados por cuatro divisiones militares; estamos en el medio de un
anillo de fuego. Cuando oigamos el atabaque será el fin. ¿Lo has escuchado? Es
su tambor de guerra. Lo tocaron la noche antes de atacar la ciudad. Ese
“TUM-TUM” que rebota en los bosques y te hiela la sangre.
—No me
asustas. Me quedaré aquí con Aurora.
—Veo que
sigues sin darte cuenta de la situación. No van a tomar prisioneras, Luz. Y si
las tomaran, preferirás haber muerto. Ni han tenido piedad de los niños de la
ciudad ni en Lomas Valentinas, ni la tendrán ahora. El Duque de Caxías es un
demonio. ¡Ni Mitre con sus “A los enemigos hay que matarlos desde la panza de
la madre” se le compara!
—¿Y qué
quieres que haga yo? ¿Que cargue con Aurora un par de fusiles y nos unamos a
esta guerra? ¡Está lánguida, Ariel!
—Quiero que
despiertes y te nos unas. Que se nos unan ellos —dijo señalando la veintena de
niños que admiraban el paso de la caballería—. Entre los hombres y los
retirados, somos quinientos. Pero con los niños y mujeres de los pueblos
aledaños seremos más de tres mil.
—¡Ja! Pues
ya tienes a dos desertoras. Ni yo ni Aurora iremos al campo de batalla.
—Al menos
háblales. ¿Son tus alumnos, no?
—¡Háblales
tú, necio!
Caí de
rodillas en la calle sumida en un llanto terrible, viendo a la caballería
avanzar lenta y tristemente. Tal vez cedí porque supe que uno de los últimos
bastiones de mi vida había caído en el hospital, o tal vez porque el hambre ya
me estaba afectando.
Arañé el
suelo arenoso con mis manos. Tenía ganas de abrir la tierra y huir con Aurora,
pero el fin del mundo se había desatado, y no teníamos escapatoria.
2 de noviembre de 2016
¿Cómo era posible que, aun sabiendo que solo quedaban
pocas horas para el fin del mundo, yo solo me veía capaz de pensar únicamente
en esa mujer alada? Y unos pensamientos poco morales, he de confesar.
Estaba sentado en el mullido asiento de mi
departamento, contemplando la puerta del baño donde Rubí se había encerrado por
unos minutos.
Hasta que por fin salió. Su desnudez me robó el aliento;
me sería imposible describir la perfección de su cuerpo; cada curva era una
bofetada constante, aquel ángel revelaba un cuerpo que jamás una simple mortal podría
tener: esos pechos plenos y orgullosos culminados por las más apetecibles
areolas, el vientre plano, las piernas largas y torneadas por los dioses que
ella juraba que nos habían abandonado: no, no se fueron; los dioses estaban en
su cuerpo, tallándolo, perfeccionándolo a cada paso que daba.
—Cuando vi los edificios pensé que eran monumentos
–rió débilmente mientras se acercaba—, pero uno de mis compañeros me contó lo
que realmente son, y me invadió una sensación sobrecogedora. No sabía que
podían llegar tan alto. ¿De qué más me estoy perdiendo? Me gustaría disfrutar
de esto solo un poco más antes que quede convertido en cenizas.
—¿Cenizas has dicho, ángel? —pateé una jeringa ya
negra para esconderla bajo el sofá.
—Bueno, no creo que el arcángel esté barriendo el
mundo con rosas, Nathaniel.
—Y… ¿Sabes dónde estará el arcángel ahora mismo? —otra
jeringa. Una gomita grisácea también.
—¿Cómo voy a saberlo? Oye, tú… Nathaniel.
Se acercó a mí sin quitarme esos ojos amenazantes de
encima. Por dios, ese cuerpo de infarto me iba a matar de placer y ni siquiera
la había tocado aún.
—¿Qué quieres saber, ángel?
—¿Estoy haciendo algo mal? Mucho preguntar y poco
actuar. ¿Te resulto poco atractiva? –Se sentó a horcajadas. Animalesca.
Ladeando su cabeza.
—No, no estás haciendo nada mal. Es que, con el miedo
de saber que todo aquí será cenizas… Así cuesta pensar.
—A ti no te importa el mundo, Nathaniel. Tú lo odias y
has querido abandonarlo –reposó su mano en mi mejilla—. ¿Por qué crees que te
elegí a ti? Si voy a pecar como ningún ángel pecó, me gustaría hacerlo con
alguien como yo. Así que sonríeme.
Mi libido estaba disparándose a cada tacto; no lo
podía evitar y probablemente Rubí ya podía notarlo. Con mucho miedo llevé mis
manos a su cintura. Ella gimió al sentir mis manos frías y se sujetó de mis
hombros; sus alas antes firmes se destensaron mientras se inclinaba para besar
mi cuello. Y subiendo a besos, golpeó mi lóbulo con su nariz para que todo mi
cuerpo se erizara:
—No las escondas, que te he visto pateándolas. Por
favor, llévame allí donde mis alas no pueden. Llévame a tu tierra del olvido.
Se salió de encima solo para arrodillarse ante mí. Y
aun así no parecía una sumisa, con esa mirada desafiante que no dejaba de
clavarme. Reposó las manos en su regazo, agitó ligeramente sus alas y miró
fijamente una jeringa limpia en la mesita de luz.
Suspiré.
—Vas a cavar en tus propias carnes, ángel, y solo para
encontrar en el fondo tu triste reflejo. No hay el olvido que busqué, no lo
habrá para ti tampoco por más especial que seas.
—Déjame averiguarlo —me extendió su brazo—. ¿Es así,
no? Porque he visto tus marcas.
—No, más bien… Es así, tráelo más aquí, eso es…
Perfecto.
Coloqué una
gomita alrededor de su brazo y golpeé un poco para que su vena saliera a
relucir.
—¡Aghm! —ahogó ella.
—¿Qué pasa, ángel?, solo estoy dando golpecitos y ya
te duele —agarré la jeringa.
—Idiota, puedo arrancarte el corazón antes de que te
des cuenta…
Y se enterró en su vena. Arqueó sus ojos y abrió la
boca torpemente. El pasaje a la tierra del olvido entraba. El cielo en sus
dedos, el infierno en las tripas. La muerte sonriéndonos en una rincón oscuro.
Raudo saqué la jeringa de su brazo, y antes de que
cayera contra el suelo, la atraje hacia mis rodillas para que pudiera
recostarse en ellas.
Pasaron unos segundos silenciosos. Ella estaba
viajando, buscando. Acaricié su cabello, por curiosidad palpé sus alas durante
otros segundos más hasta que, respirando débilmente, gimió y volvió. Sudada,
confusa, temblante.
—No… No los he encontrado, Nathaniel.
—¿Qué buscabas, Rubí?
—Querubines. Busqué a los querubines.
—¿A quiénes?
Se apartó un momento, enrojecida, con una media
sonrisa y el pelo restregado por toda la sudorosa frente. Le aparté un mechón
para volver a admirar esos ojos.
—Aun así me alegra haberlo hecho. No puedo creer que el
arcángel nos lo prohibiera desde el mismo instante que nos despertaron: nada de
relacionarnos aquí. Pero he seguido mi instinto, ¿sabes?
Se levantó tambaleándose, extendiendo sus manos hacia
mí, invitándome a acompañarla. Me tomó de una mano y la llevó hacia su boca
para besar mis dedos.
—No creas que ser un ángel implica tener solo alas. El
cuerpo es más fuerte, más ágil, más apto. Vente… y compruébalo, Nathaniel.
Enredó sus dedos entre los míos, guiándome hasta mi
habitación. Nunca dejó de sonreírme. Tal vez ella sí encontró, aunque sea por
un momento minúsculo, su felicidad, su olvido. Y solo con eso le bastaba.
Tendida de espalda sobre mi cama, aguardaba expectante.
Su mirada era asesina pero su cuerpo era demasiada tentación. Por el amor de
todos los santos, necesitaba avisar a todos esos ángeles para que dejaran de
destruir nuestro mundo: los dioses no nos habían abandonado; habitaban en Rubí y
la tallaban de belleza sin igual.
Me acosté sobre ella para volver a fundirnos en un
beso pasional; algo inexperto como aquella primera vez, pero caliente,
delicioso, húmedo y celestial como pocas veces experimenté. Desinhibida por las
sensaciones de mi boca en la suya, de mis manos recorriendo sus curvas y mi
sexo palpitante amagando entrar en húmedas carnes, atenazó mi cintura con sus
largas y torneadas piernas mientras que sus brazos cerraron el pasional beso
tras mi nuca.
Entre nuestros suspiros y la saliva chocando, juraría
que se oían cánticos.
La penetré lentamente, ahogándome el gemido placentero
que me proporcionaba aquel fascinante cuerpo creado para dar y recibir el
placer más delicioso, cuya gruta abrigaba mi hombría con una cantidad
abrumadora de humedad. O ella ardía en demasía, o realmente su cuerpo fue hecho
únicamente para el goce de los hombres.
Poco a poco sus alas fueron alejándose de la
superficie de la cama; ascendieron verticalmente mientras Rubí se aferraba con
todas sus fuerzas a mí; rumbo a nuestra tierra del olvido, allá, más alto de lo
que los mortales podemos. El abrazo de sus alas fue sutil, fue muy tarde cuando
me percaté; un emplumado manto blanco cayó sobre mi espalda, apresándome en la
unión más sensacional que hubiera sentido jamás.
Al erizarse todo mi cuerpo lo supe; los dioses no nos
habían abandonado…
16 de Agosto de 1886
Los dioses
nos abandonaron, porque no encontraba otra explicación que justificara tamaña
barbarie.
El viento
tibio agitaba las hojas de los árboles y el pasto de la planicie de Acosta Ñú,
presenciando un cruento escenario. Ocultos en el bosque que lindaba con la
unión de dos ríos, casi tres mil niños y mujeres, acompañados de quinientos
hombres, se preparaban para la última batalla contra veinte mil enemigos.
Cogí un
fusil con su bayoneta calada y lo apoyé en el suelo. “Las armas son más altas
que algunos de estos críos”, pensé con desesperación mientras miraba
frenéticamente a mi alrededor. Algunas mujeres ayudaban a sus pequeños a
ensayar gestos provocativos para inspirar miedo al enemigo, mas a mí solo me
generaban ternura; caritas redondeadas, piernas y bracitos cortos; por más que
intentaran parecer duros, solo eran querubines que estrujaban el corazón.
Avancé en
medio de aquel infierno tratando de recomponer la cordura. Estaba en ese bosque
porque había alguien a quien quería convencer de no ir a la batalla, pero sin
desearlo estaba cediendo a una locura latente en mí, estaba saliendo poco a
poco de mi mundo para contemplar la pesadilla de la que me estaba resguardando.
Eran niños,
eran todos niños que aún no conocían la vida, la crueldad de la guerra y ni
siquiera podrían comprender la eternidad que supone la muerte. Apuntando armas
querían aparentar monstruos; mas era imposible, eran querubines y en sus
corazones no podría caber odio.
Con
lágrimas en los ojos y las manos temblantes abracé al joven Samuel, que se
sorprendió al verme llegar hasta él.
—¿Luz?
—Samuel
–dije tratando de limpiar la suciedad de sus mejillas—. Toma de mi mano y
vayámonos al pueblo.
—¿Qué dices?
Pelearé para protegerte —su sonrisa me mató—. Moriré por ti, tu hermana y la
patria.
—¿Morir
dices? –Era imposible mirarle a los ojos.
—Pero si
ganamos, Luz, te juro que mejoraré la maldita caligrafía –dijo con un candor
solo posible en alguien de su corta edad—. Es la última barrera para que me
apruebes, ¿no? ¿O vas a inventar otra?
—Mierda
–susurré abrazándolo—. Es la última, Samuel, no habrá más.
—Y cuando
todo termine, Luz, te cantaré sobre el riachuelo cristalino, sobre el cielo
tupido de estrellas y sobre el viento húmedo que bate la mata de pasto. Así que
sonríeme…
—¡Te lo
memorizaste, bribón!
—Bueno, no
tendría sentido escribirte algo que tú habías ideado. Verás… mi-mi-mis cartas
eran todas para ti, no para tu hermana —era un abrazo de antónimos; un hombre
consolando a una niña. No supe más que ahogar mi llanto cuando me abrió su
corazón.
Y el temido
retumbe del atabaque anunció el fin del mundo. Se congeló todo. Se detuvo el
tiempo. Se abrió la tierra y escupió sinsabor hasta los cielos. Los niños y
mujeres salieron del bosque y marcharon con gritos de guerra y lágrimas de
acero a mi alrededor.
TUM-TUH-TUM TAM-TAH-TAM TUM-TUH-TUM
—Están yendo,
Luz. Yo también debo ir.
—Lo sé.
Pero quédate conmigo –el jovencito intentaba zafarse pero era imposible. Se
tranquilizó y me acarició el cabello como si fuera un adulto consolando a una
cría rota en lágrimas. ¡Pero si él era solo un querubín!
—Dicen los niños
que tus ojos oscuros y tu cabellera negra les hace recordar a una bruja. A un
demonio. Pero para mí eres un ángel, Luz. Cuando cumpla dieciséis te pediré la
mano.
—No sé —balbuceé—,
soy demasiado exigente, Samuel, tendrás que venir conmigo y convencerme de que
serás un gran novio...
—Tengo que
irme.
—¡No!
Pero se
deslizó del abrazo, y besándome la frente se despidió para siempre. Y corrió
con los demás. Por una república derruida y por un futuro inexistente. Y yo,
arrodillada ante nadie, en medio de la polvareda, trataba de no ceder a esa
locura que estaba brotando.
“Sonríeme,
Luz…”
Sonaron las
trompetas del apocalipsis: al toque de clarín, atacó la caballería brasilera.
Vertiginosa, como dragones del infierno, haciendo temblar la tierra y
levantando el polvo y gramado. No sé por qué decidí levantar la mirada al sol
que se colaba entre los árboles antes que asomarme para ver la masacre.
Esperaba que un milagro bajara, pero juraría que la muerte me susurraba sus
disculpas.
Y cuando
miré hacia el campo de batalla, mi mundo se resquebrajó para fundirse con
aquella pesadilla. Degollaron ancianos, mujeres y niños por igual a golpes de
espada y bayonetas; aquello no era una batalla, era un exterminio.
Algunas
mujeres, al ver a sus hijos heridos de muerte, se arrojaban sobre aquellos
cuerpos infantes para estrangularlos con sus propias manos, para que aquellos
querubines dejaran de sufrir. E inmediatamente buscaban las espadas de la
caballería enemiga para encontrar el alivio al dolor de una madre.
Vidas
inocentes arrebatadas en un instante que parecía eterno; la locura se había
abierto paso a través de mi piel. Llantos, sueños rotos y sangre a orillas del
río, cazaban angelitos en la tierra del olvido. La muerte, atónita, dejó de
acariciar su guadaña y lloró a mi lado.
Querubines,
eran solo querubines.
Ambos estábamos sentados en el borde de la azotea de
mi edificio, viendo cómo el cielo azul negruzco poco a poco se esfumaba ante
una ciudad intranquila, bañada con el gorjeo de las palomas y la brisa
veraniega.
Resultaba difícil pensar que todo acabaría pronto.
Pensé en preguntarle a Rubí si sabía en qué momento llegarían, pero
inmediatamente dudé que estuviera por la labor de responder. Ya me había dejado
claro que solo había venido a disfrutar antes del fin de los tiempos.
—¿Te gustó el daiquirí, ángel?
—Aham. Mejor que ese vino de hace rato.
—Bien. Mira, cuando caíste del cielo… Antes de
aparecerte como una puta cabra ante mí, lanzándome por el suelo y pateándome…
Pensé que eras una estrella fugaz, así que pedí un deseo.
—¿Tener un motivo para vivir? Sí, lo he escuchado.
—¿Pero qué…? ¿Lees la mente?
—Siento curiosidad por saber si al final ha sido
concedido tu deseo. ¿Conseguiste un motivo para vivir? Cuéntamelo rápido, que
se nos acaba el mundo…
—No, Rubí…
—Bueno, parece que no habrá final feliz para nosotros
—levantó su brazo, admirando la estrellita que nacía en su tímida vena—.
Entiérramela de nuevo, por favor, que yo estoy en las mismas que tú.
16 de agosto de 1886
Ya no había
hombres ni niños batallando en el campo cuando el sol se ocultó. Solo ríos de
sangre desperdigados en el verde olivo y el olor del azufre de la pólvora
poblando el aire. El Conde de Caxías, en su infinito sadismo, había ordenado
incinerar todo el campo de batalla. No debía quedar nada. Solo cenizas, azufre
y locura imperecedera.
La
caballería enemiga formó un anillo para rodearnos a las mujeres y criaturas que
nos escondíamos en el bosque. Imposible escapar. Y llegó otro toque de clarín
para que la locura finalmente se desbordara de mí; partieron los enemigos para
cazarnos como animales.
Huí como
pude; Aurora aún estaba en el pueblo y debía ir junto a ella a como diera lugar.
Atravesé el bosque infernal, entre el fuego y la espesura, escuchando los
gritos de las mujeres que eran cazadas y violadas en las inmediaciones.
“¡No van a tomar prisioneras, Luz!, y si las
tomaran, preferirás haber muerto”.
Oí un
rápido cabalgar acercándose a mí. Mi corazón iba a reventar, sentí un golpe en
el hombro que me hizo caer en el polvoriento suelo con brusquedad. Intenté
reponerme pero el cuerpo, cansado, hambriento y herido, poco podía hacer.
Cuando, ya
desmontado, el soldado se acercó, levanté la voz de mi llanto esperando
encontrar piedad, pero solo encontré el culatazo de un arma en mi rostro. Y
dentro de mí, aplacando el dolor y la sangre que corría por mi piel, rogaba a
los cielos por un milagro.
Viéndome
retorcer, volvió a asestar un culatazo en mi cabeza con tal la violencia que
casi perdí el conocimiento. Moría yo mientras las manos de mi captor desgarraban
mi falda, la blusa y el corpiño; lo supe al sentir sus dedos dentro de mí:
nada, no había amor, no había esperanza ni bondad en ese mundo. Todo se
disolvía, todo se marchitaba y revelaba la realidad; mi mirada, mi corazón, mi
piel se hacía pedazos y revelaba heridas imposibles de curar.
En medio de
los gritos de las mujeres que poblaban el bosque, en medio de mis llantos, de
las risas y el azufre de las pólvoras que mareaba, los últimos resquicios de mi
cordura se esfumaron. Se apagó el último haz de luz para que todo se hiciera
negrura. Y cuando arañé el suelo debido a los desgarros dolorosos de aquel
monstruo penetrándome, nació un demonio con ansias de venganza por cuya piel
corría sangre.
Nació un
demonio de color rubí.
—Qué agujero
más prieto tienes, puta —gruñó, metiendo su carne—. Me asustaron tus ojos
negros cuando te vi. Parecías un demonio —Sentía su sexo entrando hasta donde
no sabía era posible.
Me tomó del
cabello y giró mi cabeza hacia él para besarme. Pobre imbécil, no sabía que,
mientras yo arañaba el suelo, había recogido un puñado de arena.
Mordí su
boca, y al apartarse le lancé la arena a la cara; de un zarandeo de piernas me
aparté para, inmediatamente, patearlo en la entrepierna con toda la fuerza que
había aunado. Mientras el infeliz se retorcía, me levanté y tomé impulso;
reventé su nariz con otra patada que no supe muy bien a quién terminó
doliéndole más. Aplacando el malestar, me lancé a por su arma. Él forcejeaba,
pero me encargué de morder de su mano con saña.
Me apartó
de una patada, pero cuando quiso ir a por mí supo que era muy tarde.
Apunté el
cañón de su arma en el entrecejo de su pávido rostro. Me vio los ojos; lo supo,
lo sintió mientras mi mano se ceñía en el gatillo. No se equivocaba cuando me
confesó que yo le recordaba a un demonio.
—Sonríeme,
imbécil…
Jalé el
gatillo y el simple sonido seco de su cuerpo inerte contra el suelo me dio un
orgasmo tan delicioso que me hizo flaquear las piernas y abrir ligeramente la
boca. Solo un demonio podría excitarse ante dantesco espectáculo. Solo yo.
“¡Están viniendo, arrepentíos de sus pecados, son los
ángeles del apocalipsis! ¡Las potencias ya han caído, es el fin de los tiempos!
¡Se están vengando de la humanidad porque elegimos un Papa argent…”
—Lo dejo. Estoy harto de pasar el dial, ya no hay
ninguna sola emisora que ponga música.
—Lo hacen en vano, Nathaniel —dijo Rubí, recostada en
mi hombro, con la mirada perdida en el horizonte.
—¿Qué hacen en vano?
—Me refiero a esas navecitas que estoy escuchando a
nuestro alrededor —me señaló una azotea lejana—. Esos soldados que están allí cargando
las armas, a ellos también me refiero. Nada va a servir, todo dejará de
funcionar.
—¿Qué estás diciendo, ángel? ¿Cómo van a ha…
La radio que habíamos traído se apagó. ¿Se acabó la
batería acaso? Tragué saliva. Rubí susurró un crispante “Te lo dije”.
Y contemplé. Contemplamos.
Las luces de la ciudad parpadearon un par de veces
para luego esfumarse para siempre, desde el lejano horizonte hasta nuestro
edificio no había ni un mísero punto de luz. El barullo de la gente en las
calles se convirtió en silencio. Como si nos hubiéramos enmudecido al compás de
las luces.
Sin nubes de ningún tipo, las estrellas mañaneras y la
luna desaparecieron del cielo. Se fueron las brisas de verano y el cándido
perfume de las flores de orquídeas impregnado en el aire, el gorjeo de las palomas
fue remplazado por el crujir violento de los vehículos que impactaban en las
calles, y los gritos desgarradores del gentío se hicieron escuchar al instante.
Por si fuera poco, las primeras luces del sol
desaparecieron del horizonte. Nunca vi una noche tan negra.
—Te contaré un poco sobre el pasado que yo quiero
olvidar –dijo Rubí, contemplando serena la infinita oscuridad que se expandía—.
Me gustó esa canción que escuchabas cuando nos conocimos. Creo que trata sobre
un círculo vicioso del que no puedes salir, ¿no es así? Puedes intentar huir
pero no conseguirás desprenderte nunca de los recuerdos.
—“You can´t never leave”.
—Yo aún retengo mi pasado, Nathaniel. Aquel que mueve
los hilos se ha encargado de hacérmelo recordar día tras día, pues ha coloreado
mis ojos y cabello con el color de la sangre de las víctimas de una guerra. Y
heme aquí, ciento treinta años después, recordándolo todo como si fuera ayer.
Pero una fuerte ventisca la interrumpió. Por un
instante el cielo se cubrió de un cabrilleo de infinitas estrellas. Atónito
contemplé el espectáculo, pero me di cuenta de que ellas no eran realmente lo
que aparentaban. Imposible, no podían ser estrellas, allí no estaba la constelación
de la Osa Mayor.
Una a una empezaron a caer; un acto sincronizado y un
brillo infernal, como si hubiera miles de soles llenando el cielo, nos cegaron
unos segundos. Tras eso volvió la oscuridad, ya más leve pero nunca menos
amenazante.
Se erizó mi piel, se escuchó y se sintió en el
ambiente. El viento se hizo más fuerte. Demasiado ruidoso. Demasiado oscuro. Ya
el aire no olía a flores de orquídeas. Ya las palomas murieron. Era obvio, los
portadores del apocalipsis llegaron, y sin saber cómo ni por qué, nos rodearon;
estábamos en el centro de un anillo formado por una legión de ángeles.
—Él es el último arcángel –dijo enredando sus dedos
entre los míos, señalándome con su mirada la azotea donde antes estaban los
francotiradores. Apenas podía verlo, pero juraría que había un ángel enterrando
una espada en la cabeza de uno de los militares.
—¿Tienes…
tienes alguna idea de por qué nos están rodeando?
—Yo qué sé, Nathaniel. ¿Acaso creen que soy la que asesinó
a los arcángeles?
—Dime que ahora vendrá un ejército de demonios para batallarlos.
—No he visto ningún demonio. Es gracioso, pero siempre
pensé que serían de aspecto perturbador… ¿ya sabes, no? De piel roja y ojos
negros.
—¿Gracioso dices? ¡Vamos a pelear contra una legión de
ángeles con piedras!
—¿Quién dijo que vamos a pelear?
Sin apartar la mirada de los demás ángeles que como
fieras la observaban, se levantó, y retrocediendo unos pasos, extendió los
brazos en cruz. Les estaba rogando el tiro de gracia. Ella lo había entendido:
era un ángel caído, una traidora, un punto oscuro en el historial. Una
estrellita en una vena.
—Óyeme, Nathaniel. En otra vida fui humana, me tocó
estar en medio de una guerra sanguinaria, y morí siendo abusada sin piedad en
una celda mugrienta… Mira… ¿¡Tú tienes idea de por qué estoy aquí!? ¡Porque yo
he pasado preguntándomelo cada segundo desde que desperté con estas alas!
¿Qué iba a saber yo? Me levanté, aunque parecía que el
fuerte viento me tumbaría. Rubí contempló atónita cómo me puse delante de ella
como si fuera su escudo. Observé al arcángel que nos observaba, y con
tranquilidad me llevé las manos a los bolsillos. No le temía, ni a él ni a su
legión. Yo también quería morir, y primero.
—Ya que estamos por la labor… Hace dos años perdí a mi
niña. Estábamos con mi esposa de vacaciones en Magdalena Medio, sin saber que pronto
estaríamos en el medio de un atentado. Para muchos fue un atentado más… la muerte
de mi niña fue solo un atentado más… Pero para mí… Mierda, fue el declive de mi
vida… Dos años pasaron y aún cuecen los recuerdos, ángel, aún sueño con su
sonrisa, su dulce mano... Esa lápida debía tener mi nombre…
—Pero estás aquí, conmigo –susurró. Pude sentir sus
brazos rodeándome. Sus alas luego. Reposó su cabeza en mi hombro y, a pesar del
tremendo ruido a nuestro alrededor, pude escuchar su llanto. Íbamos a morir
juntos en un mundo abandonado por los dioses.
Repentinamente el viento frenó su mortal baile y un
silencio sepulcral invadió la ciudad. ¿O simplemente ya nos recluimos en
nuestra tierra del olvido? “Elizabeth. ¿Así se llamaba tu hija, no? Lo sé,
Nathaniel. Y mentiría si te dijera que no he sentido algo o alguien empujarme
hacia ese puntito blanco en medio de la ruta, mientras yo volaba sin rumbo
fijo. Me susurró tu nombre…”.
Un leve
murmullo… Y el viento regresó…
—¡Por las
alas de Merlín! —gritó un ángel del redondel que nos cercaba—. ¡Fijaos en eso!
—¿¡Pero
qué…!? ¡En toda mi vida jamás vi algo así, y os digo que navegué por los siete
mares!
—¡Proteged
al arcángel!
—¡Mis
cojones! ¡Protégelo tú!
Detrás de
nosotros se oyeron rugidos. Cuando me giré para ver, se me cayó el alma al
suelo: Ese montón de ojos brillantes surgiendo de las negruras del cielo, esas
pieles escamosas, esos cuerpos tupidos de cuernos, esos aleteos y gruñidos
atronadores que revelaban incontables colmillos; o me habían vendido droga demasiado
potente o yo estaba viendo un maldito ejército de dragones que venía hacia
nosotros, rompiendo violentamente el anillo que formaron los ángeles.
Lo extraño
(¿podría haber algo más extraño?) es que había ángeles montados sobre los lomos
de aquellos lagartos, guiándolos en la batalla, sobrevolando entre los
edificios, ordenándoles expeler su aliento de fuego a esa legión que nos quería
asesinar. Sin saber cómo, se había desatado una rebelión; un golpe de estado
celestial cuyo objetivo era demasiado claro: derrocar al líder.
—Mierda,
tengo que dejar las drogas...
Un rugido
atronador irrumpió en la ciudad; las ventanas se destrozaron, los tímpanos casi
reventaron; mientras nos reponíamos para volver a levantar la mirada, notamos
que un matorral de lagartos voladores se dispersó cronométricamente, revelando
a un dragón gigantesco oculto entre ellos. Observé que sobre su lomo se
encontraban tres ángeles: Un hombre que domaba al guiverno, un joven de porte
heroico que señalaba al arcángel, y una mujer de extraña cabellera que tensó su
arco dorado en la dirección apuntada.
—¡Arriba
las alas, cabrones! –gritó un ángel pelirrojo, montado en otro dragón que posó
en una azotea cercana— ¡Esto es un apocalipsis!
—¡Por Alá,
si no lo decías reventabas, necio!
—¡Un chiste
de palomos, brutal!
—¡Por
Natura, callaos de una puta vez!
Y un trueno
sin relámpago se oyó: una saeta dorada partió y surcó fugazmente el cielo,
enfilándose entre las plumas, el fuego y los dragones. El arcángel, mientras
esquivaba los coletazos de sus sorpresivos enemigos, fue alcanzado por un
flechazo certero en el pecho.
Se congeló
todo. Paró el tiempo, cesó la batalla por un breve instante que parecía eterno;
todos quisieron ver al líder cayendo muerto; era el comienzo de una nueva
etapa, el desmolde de un anillo otrora indestructible. El último arcángel había
sido asesinado.
Caían
plumas en la ciudad. Caía el último líder. El cerco se había derruido.
Su espada
de hoja zigzagueante se resbaló de sus manos y, golpeándose contra un dragón
que pasó cerca, logró caer de pie en nuestra azotea, enterrándose en el suelo
hasta casi la mitad. Como si estuviera pactado por el destino.
Rubí se
acercó a ella, lejos de interesarse en la violenta batalla que seguía
acaeciendo en el cielo negro, entre rebeldes y leales. Y cuando ciñó sus dedos
en la empuñadura, cayó arrodillada y casi se desvaneció si no fuera por mí, que
logré sujetarla de sus hombros.
Respirando
dificultosamente, me miró con un brillo endemoniado en los ojos. Llevó mi mano
a su pecho para que sintiera su acelerado corazón. Y lo sentí, lo sentí
mientras las plumas de los ángeles caían a nuestro alrededor como una lluvia
interminable.
—¿Sabes que hay una sonrisa que también resucita
en mi memoria, Nathaniel?—susurró—. Sí… Sonríeme, Aurora, hermanita mía…
Sus latidos
se hacían más fuertes y parecían extenderse a través de mí. Juraría que poco a
poco ese golpeteo rítmico se hacía oír en toda la ciudad. Sin entender cómo,
los golpes de su corazón se hicieron tan fuertes que parecían derrumbarlo todo
a nuestro alrededor.
Y la
espada… aquella maldita espada de hoja zigzagueante se volvió flamígera ante
mis ojos.
TUM-TUH-TUM TAM-TAH-TAM TUM-TUH-TUM
En medio de
la destrucción que provocaban sus latidos, Rubí me sonrió. Le vi los ojos, la sentí,
lo supe todo. Ella también quería sumir bajo fuego a toda la humanidad y
parecía que acababa de encontrar una manera de conseguirlo. Quería convertir el
mundo en su tierra del olvido. Antes de desmayarme, me pregunté qué le había
sucedido en vida para querer ser la portadora del fin de los tiempos.
16 de agosto de 1869
Sobre la
cama de Aurora, hamacándonos en un abrazo, le dediqué mi canción de cuna
mientras ella me tomaba de la mano. Me preguntaba en tonos débiles el porqué de
mi llanto, el porqué de mis ropas desgarradas, de la sangre desperdigada por mi
piel, mas mi tesoro divino no tenía por qué conocer ese infierno que se había
desatado. No, mi canción de cuna no trataba sobre la pesadilla que crearon los
hombres ni sobre los querubines en el verde olivo consumiéndose por el fuego.
Mientras mi
arrullo se extendía por la habitación, se oyó el galopar de la caballería
enemiga entrando en el pueblo. Se oían los gritos de júbilo y los disparos al
aire. La abracé con fuerza, la abracé en un mar de lágrimas; demasiado fuerte,
como aquellas madres hicieron con sus querubines en el campo de batalla.
—Luz… no
puedo respirar —protestó ella, tratando de escapar de mis manos cercando su
cuello.
—Sonríeme—lloré
amargamente—, porque sigo soñando sobre un lugar solo para nosotras. Una tierra
donde nada cuece. Y allí, hermanita mía, te cantaré sobre el riachuelo
cristalino, sobre el cielo tupido de estrellas y sobre el viento húmedo que
bate la mata de pasto… Así que sonríeme…
En el
instante que sus dedos dejaron de apretarme para caer rendidos, la rabia y la
locura se desbordaron de mi cuerpo. Muerto el corazón, se extendió la negrura
por la piel. Rotos los últimos lazos, nació un demonio con sed de venganza.
Cuando los
enemigos ingresaron a mi hogar, contemplaron con miedo mis ojos negros como la
noche y la piel repleta de sangre; mía y de sus camaradas. Uno de ellos bajó la
mira, otro temblaba de miedo. Y yo les mostré mis dientes:
—¡Violadme,
imbéciles! ¡Poseedme hasta mi muerte pero a ella no la tendréis! –grité
abrazando el pequeño cuerpo inerte en una amalgama de lágrimas y risas—. ¡Os juro
que volveré y barreré este puto mundo de mierda! ¡Os quemaré a todos vosotros,
a vuestros hijos, a los hijos de sus hijos y a todo aquel que disfrute de la
paz conseguida en esta y todas las guerras habidas! ¡Me reiré sobre vuestros
cadáveres calcinados, hijos de putas!
Relamí la
sangre que corría hacia mis labios. Era deliciosa; nunca ese regusto metálico
supo tanto a azufre. Nunca un corazón cobijó tanto odio como esa noche… Sí,
definitivamente yo era un demonio.
Un demonio
de color rubí.
TUM-TUH-TUM TAM-TAH-TAM TUM-TUH-TUM
2 de noviembre de 2016
El cielo se
tiñó de rojo sangre. La espada flamígera había formado un anillo de fuego que
se extendió hasta donde la vista alcanzaba. Destruyendo, derrumbando,
asesinando, abriendo la tierra y escupiendo sinsabor hasta los cielos; se había
fundido el mundo con una pesadilla que rememoraba una batalla olvidada.
En el
epicentro de aquel infierno, Rubí, el nuevo ángel caído, lloraba de rodillas;
arañó el suelo y cantó su canción de cuna, un arrullo oscuro de desesperanza:
—Sonreídme
hijos de putas, sentid este infierno que vosotros mismos habéis creado. Sentid
cómo quema, cómo duele el hambre, la fina tierra que oculta los cuerpos fríos
de los niños a quienes habéis olvidado. Oled, héroes de mierda, oled el azufre que
marea, la carne de los querubines quemados que arrastra el viento. Oíd mi
canción de cuna corrompida, porque con este canto levantaré las sombras de los
caídos. Vamos… sonreídme imbéciles…
Caía todo,
se resquebrajaba todo. Solo se levantaba el fuego en las tierras del olvido. En
medio del caos desatado, se forjaron dos frentes que se observaban con recelo:
héroes que heredaron la voluntad de proteger un marchitado mundo, y un nuevo
demonio que buscaba vengarse de aquello que le arrebató su tesoro divino.
El
apocalipsis se había desencadenado una vez más, y esta vez, el cielo no sería
el campo de batalla.
Alejado de
todo, sentado sobre el cadáver de un dragón, el Segador acariciaba el filo de
su guadaña. “Perséfone”, susurró con voz gutural.
Y rememoró
su larga travesía:
Cuando,
imprevistamente, los dioses abandonaron el mundo que crearon, el Segador acosó
a los arcángeles con pesadillas en donde eran traicionados por su legión;
pronto una rebelión surgió en los Campos Elíseos, y los arcángeles, cedidos a
la locura y el miedo, asesinaron a casi la totalidad de sus ángeles. Ni uno de
sus súbditos tuvo la libertad ni la voluntad de levantarle las armas.
Y el
Segador eligió a los humanos que reemplazarían a los ángeles asesinados.
Ángeles impuros con la libertad de la que carecían los puros:
Un frío y
húmedo viento para despertar a un guerrero medieval que tuviera la pericia
necesaria para asesinar a un arcángel. Ceder el fuego del infierno a un
habilidoso guerrero samurái para que pudiera asestar un sablazo mortal a otro
arcángel. Ofrecer a Azrael el regreso de los dragones para que un hábil
guerrero musulmán pudiera domarlos en un último asalto. Convencer a Calisto de
que buscara una digna heredera del arco de Artemisa en una reunión de ángeles
rebeldes. Y, para finalizar, encontrar a una persona con tanto odio acumulado
en el corazón, capaz de superar a las negruras del mismísimo Lucifer.
Sí, el
Segador había movido muy bien las fichas para deshacerse de los arcángeles y
que el nuevo apocalipsis se desatara. Tal vez los dioses que una vez abandonaron
el mundo volverían; regresarían al ver que la humanidad que crearon estaba en
sus horas más oscuras, y que sus protectores habían muerto. Tal vez, de entre
todos los dioses, Perséfone, la diosa del Inframundo de quien el Segador estaba
perdidamente enamorado, también volvería.
Iniciar el
fin de los tiempos para recuperar a su amor perdido; el Segador, maestro de las
sombras, se desvaneció de entre los escombros.
Lloraba.
Y el mundo
se resquebrajaba.
EPÍLOGO
Día 4. Año 1. Post Apocalipsis
Caminar por
las calles de esta destruida Bogotá se ha vuelto costumbre. Parece que han
pasado miles de tornados de fuego, y solo quedan las estructuras más fuertes.
Muchas cenizas, mucho gris, escombros y algún que otro esqueleto de dragón
sobresaliendo. Paradójicamente, el mundo parece sentirse mejor lugar que antes.
Será porque regresó el perfume de las flores de orquídeas…
Nadie sabe
muy bien qué sucedió durante esos días de destrucción, ni por qué algunos, muy
pocos, estamos vivos y coleando tras la hecatombe. Dicen los predicadores que Rubí,
el ángel caído, perdonó a algunos “elegidos” y a todos los niños durante el
consumar de su venganza. Otros dicen que los tronos, los líderes de los
arcángeles, bajaron del cielo y con su ejército de serafines pusieron orden y
cordura. Otros dicen que en realidad fueron los dioses quienes bajaron del
cielo y arreglaron el desastre desatado.
Y hay un
loco gritando todas las mañanas frente a nuestro albergue; dice que no volvamos
a elegir un Papa argentino nunca más…
Como fuera,
no sé si mi deseo de encontrar un motivo para vivir fue escuchado o simplemente
los dioses traspapelaron todo y me pusieron en la lista de los afortunados para
volver a caminar por la tierra. “Afortunados”, sí, porque cuando veo ese montón de niños que
ahora dependen de mí y otros adultos, jugando inocentes en las calles,
mirándome, sonriéndome… pues siento algo que pensé que jamás podría a volver a
sentir desde que perdí a mi hija. Desde luego se cumplió mi deseo: encontré un
motivo para seguir aquí.
Cuando los
niños detienen mi caminar, me ríen y me dicen que los ángeles han desaparecido
para siempre, pero yo sonrío de lado y les digo que algún día tendrán que
volver.
“You can´t never leave”.
LEGIÓN: HOTEL
CALIFORNIA
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