domingo, 5 de enero de 2020

Destructo V, El cielo se detiene para oír tu nombre




Prefacio. Extiende tus alas y conquista nuestra libertad soñada. Dime tu nombre y serás finalmente la leyenda temida; sé la destructora del flagelo de los reinos.






Bajo el fulgor de la Luna ella no era más que una mota gris descendiendo en picado, tal pálido meteoro. Pero no hubo estruendo al estamparse contra la tierra; tan solo levantó una fina capa de polvo a su alrededor y todo quedó silencioso, frío y oscuro. Por enésima ocasión, la Querubín había caído del cielo tras intentar domar al dragón albino. Y, esta vez, los que curioseaban temían que no volviera a levantarse en lo que restaba de la noche; incluso para un ángel, toda resistencia tenía un límite.
El fuego crepitaba en puntos dispersos del bosque, desde la altura lucía como cientos de antorchas agitadas al viento. Pequeños grupos de ángeles observaban la doma gravitando en el aire desde distancia prudencial. Nadie intercedería de ninguna manera: si el dragón percibiese que la joven requería de ayuda, la vería como un ángel débil y, sobre todo, indigna de ser su jinete. Arruinarían el esfuerzo de la muchacha.
En el cielo poco se percibía; las volutas de humo ascendían, incontables, dibujando garras y robándose la poca luz que dejaba colar la Luna. La oscuridad parecía ser el reflejo de la una Querubín agarrotada, vencida, incinerada en infinidad de ocasiones y, ahora, casi reducida a un montón de escombros con plumas carbonizadas.
La Querubín gruñó de dolor y rodó hasta quedar boca arriba. Se palpó el vientre; sentía que algo se había roto. Abrió y cerró los ojos esperando quitarse la nubosidad de la vista y, al recuperar la claridad, notó la supernova Betelgeuse brillando tenue en el cielo. El humo aún no la había ocultado. Sus ojos verdes se iluminaron; aquello tenía un no-sabía-qué que siempre capturaba su atención. Tal vez era su peculiar forma de una rosa de pétalos celestes, pero sabía que había un mensaje claro en ella: la muerte de una estrella era el recordatorio más crudo de que nada era duradero, ni para el Universo. Que absolutamente nada escapaba de la Muerte.
Tragó saliva.
Pero otros, en cambio, veían a Betelgeuse como no más que un hecho fortuito y natural del Universo. Una estrella que, antes de morir, sufrió de pequeñas explosiones que la agravaron hasta volverla roja, intensa, dejando luego de su muerte un legado en el cielo que perduraría durante mucho tiempo.
Y, para una mortal en especial, evocaba un mensaje difícil de olvidar: no importara cuán abrigados de errores, era el deber de los héroes el de brillar y desafiar las amenazas cuando los cielos se volvían oscuros.
Un dragón cruzó bajo la supernova y chilló. Y detrás le siguió otro, y otro, y otro… tantos que la supernova terminó oculta tras una hilera de lagartos que también habían venido a presenciar la doma. La Querubín suspiró y el vaho salió disparado, color negro, directo de sus pulmones.  
Se levanto torpemente; caería de nuevo si no fuese por las alas que las extendió ligeramente para ganar equilibro, pero estas levantaron una fina capa de polvo a su alrededor que hizo que estallara en toses. Estaba prácticamente negra, como si alguien hubiera metido una paloma radiante en un barril de petróleo y la zarandease adentro con saña. De la cabellera rojiza poco rastro; de la túnica usualmente refulgente ya no quedaba ni una fibra. Tosió por última vez y gruñó al notar cómo una pluma carbonizaba se desprendió de sus alas para balancearse ante sus ojos.
Levantó la vista y, a menos de treinta aleteadas de distancia, el gigantesco dragón albino descendía de los cielos, grácil, como si no pesara nada. Ahora la rondaba como un tigre, aplastando con sus patas los escombros ardientes de árboles. Nío reflejaba el incendio en sus escamas y el aspecto le confería un aire maléfico, tétrico. Cuando reveló sus incontables colmillos, la Querubín se estremeció. Pensar que había luchado toda la noche contra eso…
“Y aún sigo de una pieza…”.  
—¡Eh! —gritó ella—. ¡Eh, tú!
Nio inclinó ligeramente la cabeza a un lado para oír mejor lo que tuviera que decir. Pero entornó sus largos ojos al notar cómo la joven levantó la mano y mostró un pedazo considerable de escama dragontina. De su escama, plateada y refulgente…
—¿Cuántas más tendré que arrancarte? ¡Lagarto tostón!
Nío torció su cola y ella apretó los dientes al pensar cuánto estaba tardando la doma de “su” dragón. Todo el sol. Toda la luna luchando, probándose ante él, sin conseguir reclamarlo como su montura. Había una lucha de resistencia y ninguno de los dos estaba dispuesto a ceder. “Llegará la guerra, ¿y todavía estaré perdiendo tiempo con este lagarto…?”.
Nío gruñó algo y ella prestó atención. Aún no comprendía la lengua dragontina. Pero algo podía descubrir. Una referencia o dos, las suficientes para ir armando un pequeño rompecabezas que consistía su idioma. Los gruñidos de los dragones iban cargados de tonalidades y quedaba a consideración del receptor el interpretarlos: Nío habló con gorgojeos lentos, débiles, para luego ir subiendo de fuerza en tanto hinchaba su pecho. Significaba, a las apuradas, que la Querubín era una debilucha en comparación con un dragón como él.
Ella se acomodó un hombro.
—Cuchichea cuanto te guste… —elevó la otra mano y su sable apareció en el aire entre chispazos dorados; lo cogió de la empuñadura.
El dragón echó fuego por la nariz al verla nuevamente en pose de batalla. La estaba ridiculizando; la había lanzado ocho veces por los cielos y en todas las asestó a llamaradas. ¿Qué más debía hacer para sacarle esa petulancia? Pero a la Querubín no le hacía gracia cualquier tipo de burlas. Tener el cuerpo de un ángel no le libraba de la piel fina para esas índoles, habiendo crecido como lo hizo: consentida, mimada, adorada. Nío era la antítesis de todo lo que recibió en su vida. 
Ella lo apuntó con su sable y este se tensó, sabedor de que nuevamente se iniciaría un duelo.
—Tengo todo el tiempo del reino —mintió—. Como sigamos así, te quedarás sin escamas. Y a mí no me servirá un pichón como montura…
Nío rugió y todo lo sacudió, incluso a ella, que tuvo que hacer un esfuerzo por no volver a caer sobre su trasero. El dragón elevó su rugido extendiendo sus alas plateadas y mirando a sus congéneres arriba, como si les hablara a todos ellos. Echó fuego en forma de arco que se mantuvo en el aire por unos latidos e iluminó un área considerable, revelándose así cuánto del bosque había quedado arruinado debido a la doma.
El rugido fue corto. Una sola frase. La pose y la sensación de orgullo desmesurado que ella percibió hizo que comprendiera qué estaba diciendo. Se estaba presentando. “¡Mi nombre es Nío y soy el fuego blanco de los cielos!”. Como si hiciera falta, habiéndose enfrentado ocho veces ya, y habiéndose presentado en todas las ocasiones. Pero eran bestias muy suyas y seguían otras etiquetas.
Entonces, los ojos amarillos de Nío se fijaron en los de ella. La muchacha entendió el silencio. La estaba invitando a presentarse. Antes de la batalla, había que reconocerse el uno contra el otro. Por novena vez…
La Querubín escupió al suelo.
—Perla…
Él agitó un par de veces sus alas y gruñó divertido, doblando sus patas traseras. Echó un vistazo a un lado y volvió a repetir el gesto. En el cielo, decenas de dragones rugieron y echaron llamaradas al oír lo que insinuaba Nío.
“Podrías hacer como el ángel de varias alas y arrodillarte ante mí”.
—¿Ah? —bajó su sable—. ¿El Serafín?
“Él se arrodilló. Sus ángeles se arrodillaron ante Leviatán. Ante la legión. Arrodíllate y mi lomo será tuyo”.
—¿Que el Serafín se arrodilló ante ti?
“Dobla esas piernitas, ángel”.
Ella se sonrojó. En toda su vida no había ser que no se arrodillara ante ella. Le gustase o no, en el reino de los cielos lo hacían cuanto se le cruzaran y mostraban pleitesía. De niña, lo disfrutaba. De joven, era un incordio. Pero no consideró que en algún momento debía hacerlo ella. Y hacerlo ante alguien chillón y cargante como ese lagarto albino resultaba tan humillante que tuvo que menear la cabeza al imaginárselo.  
—¿Quieres eso?
Gruñidos.
—Pues no te daré el gusto. Arrodillarse no significa nada para mí, pensaría que para un dragón tampoco. Quiero cruzar los cielos contigo. Pero no deseo ser más que tú, ni que tú lo seas más que yo. Mi anhelo es compartir. Sé mío, Nío, y también seré tuya.  
El dragón le lanzó una llamarada de sorpresa. La joven se cubrió con las alas y desvió el fuego, pero no se libraría de otra partida de plumas carbonizadas. Se preguntó si podría volver a volar con el poco plumaje que le estaba quedando y chasqueó la lengua al caer en que no le quedaba mucho más. ¡Debía hacer algo y pronto!
Una vez que el fuego se esparció, abrió sus alas y notó con pavor cómo Nío ya se le abalanzaba como un tigre.
Ella se elevó con las alas ligeramente extendidas, arrojando al suelo un reguero de polvo y cenizas. Desde la distancia era tan solo una mota grisácea ascendiendo sobre el mar de rescoldo, y el dragón una considerable mancha plateada, refulgente y veloz, pretendiendo estamparse con todo su peso. Se sintió tan pequeña, tan sucia; un punto de luz a punto de marchitarse. Pero la noción le sobrevino en un chispazo: en realidad, era una estrella por estallar, confrontando lo que no debía ser confrontado. Domando lo indomable. Apretó la empuñadura de su sable y sus ojos, por un instante, reflejaron el brillo de ese ansiado lomo plateado que refulgía del fuego.


Celes suspiró y cayó sentada sobre un tronco carbonizado; la guardiana estaba tan cansada de intentar que la Querubín desistiera de aquella locura de la doma, que concluyó que lo mejor sería dejarla pelear contra el lagarto hasta que se cansara. Y, dada las condiciones de la muchacha, parecía que a la “tontería de la doma” quedaba poco. Se imaginaba acostándola, arropándola con sus alas como cuando era pequeña, y sonrió bobaliconamente.
No obstante, desde que oyera aquello sobre el Serafín quedó curiosa. Giró la vista a un lado y se fijó en él, quien estaba de pie, a pocos pasos de distancia. El varón lucía tan concentrado en lo suyo, vigilando la doma, que parecía un guardián más. ¿En verdad que el ángel más petulante de la Legión se había arrodillado ante los dragones?, se preguntó rascándose la mejilla.
—Oye… ¿Es cierto?
Durandal oyó, pero no hizo caso. Nunca gustaba del trato informal que acostumbraban los ángeles ajenos a su legión. Cuando oyó nuevamente a Celes inquirirle, como una voz lejana llegándole en eco, tuvo que girar la vista para verla a los ojos. Por un momento, sintió sus huesos sacudírseles: si la guardiana se enteraba de qué clase de pensamientos poblaban últimamente su mente, probablemente esta se le echaría encima como una paloma enrabiada.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
—¿Te arrodillaste ante los dragones?
Él prefirió volver a fijarse en el horizonte.
—Eh… —Celes se limpió la túnica y miró a su protegida siendo lanzada por el horizonte—. Es solo que tú... Solo te he visto arrodillarte ante el Trono. Me hace gracia imaginarte haciéndolo ante Leviatán…
—También me arrodillé ante la mortal. La noche que la investí.
—¿Oh?
—No es tanto fastidio —confesó—. Y sé de alguien quien podría intentarlo.
—¡Ah! ¿Perla, arrodillada? ¿Realmente te lo imaginas?
El Serafín torció las puntas de sus seis alas. De hecho, se lo imaginó en un par de ocasiones. Pero no precisamente para rendirse ante un dragón. Lo disimuló cuanto pudo, pero lo cierto es que todo lo que la Querubín evocaba en él, en su lado más salvaje, era imposible de deshacérsele. Por él, que la condenada doma del dragón se terminara de una vez, que él deseaba iniciar cuanto antes su propia doma.  
Y luego de todo eso podría preocuparse por la guerra que se venía…
—¡Lo imposible…! —prosiguió la guardiana—. Perderá el conocimiento antes de arrodillarse. A veces me pregunto de dónde sacó la testarudez. Porque de mí…
—En el reino le habéis malmetido un par de ideas. Pero esa testarudez es otro asunto. A veces me evoca a algo, ¿a ti no?
—¿Debería? 
—Me evoca a un espectro.
—¿Ah?
—Ponte a pensarlo. Parte de su crianza fue en el Inframundo.
—Bueno, eso… No sé yo. No me fío de lo que haya dicho ese Segador. Es más, Perla dice que no recuerda nada sobre ese lugar.  
El Serafín echó un bufido.
—Testaruda como la raza de los espectros. Si lo piensas, empiezas a entender un par de cosas.
—Sí, ya… —la guardiana se frotó los brazos—. Puede que sí se le haya pegado algo de ahí. De ellos… Pues… Ya que lo mencionas, me preguntó cómo era… El que hiciera de su guardián en el Inframundo.
—A saber. Pienso que ángeles y espectros somos tan distintos que hasta tengo duda de que a Perla le hayan puesto un guardián...   
—Pero, ¿te estás escuchando? ¿Crees que iban a dejar a una niña pasear por sí sola por calles abarrotadas de esas bestias violentas? Es evidente que alguien estaría a su cargo. Vamos, dime, tú has combatido espectros, ¿cómo te lo imaginas?
Él cerró los ojos. De nuevo esa altanería en el trato. Pero pensó que, si pretendía estar junto con Perla, si pretendía obtener la ansiada privacidad que buscaba con ella, debía hacer un esfuerzo y llevarse bien con la guardiana. Haría las cosas más fáciles para todos.
—Tendría un montón de cuernos —soltó apático—, eso por descontado. Por lo demás, no podría importarme menos cómo podría ser ese supuesto guardián.
—Pues a mí me entra una curiosidad enorme… —se frotó el mentón y entornó los ojos—. Me pregunto cómo luciría. Tendría tantos cuernos como mucha mala actitud, ¡ja! O tal vez sea de personalidad más llevadera, porque no creo que le encarguen el cuidado de una niña a cualquier espectro violento. Pero, sobre todo, me pregunto si aún vive…
—Probablemente esté muerto.
—¿Y qué sucede contigo?
—Incluso reconociéndolos como una raza violenta, son capaces de procrear. El concepto de hijos, la noción de una familia. Nada de eso les resulta desconocido. Si alguien cuidara de una niña durante incontables soles, ¿no crees que se habría encariñado incluso tanto o más que vosotros? Y luego llegaría el momento de arrancársela de sus brazos para llevarla a nuestro reino… ¿Tú lo permitirías? ¿Acaso no darías la vida?  
Celes torció las puntas de sus alas y su mirada pareció ausentarse.
 —Oh…
—Lo dicho —concluyó él—. Probablemente esté muerto.



—Despierta.
Próxima abrió pesadamente los ojos; se sintió como si el cuerpo despertara tras haberse zampado media bodega de vino en compañía de su adorada Ondina. Aquellos eran los gratos recuerdos a los que se aferraba en su estancia en el Inframundo. Por un momento, percibió el aroma de un viñedo y luego vio pétalos coloridos revoloteando a su alrededor. Abriéndose paso, la hembra de sus sueños se le acercaba desprovista de túnica, alas encorvadas y con plumas erizadas, considerable botella descorchada en mano. Su caminar resultaba hipnótico, con las redondeces del cuerpo ofreciendo un suave balanceo.
El cuerpo despertó de más de una manera. La hembra extendió su mano y lo invitó a unírsele.
—Eh, tú, arquero…
Pero todo se desvaneció y la realidad, cruda, le cayó encima como una roca a la cabeza. Apenas percibió la luz amarillenta de una antorcha a lo alto, arrojándose sobre él y su alrededor. Echó un vistazo desganado. Al ver un par de cadenas colgando del techo y los barrotes en una ventana a lo alto se dijo que debía ser una celda. En el reino de los cielos no contaban con cárceles -la justicia siempre se llevaba a cabo a espadazos-, y mientras observaba se dio cuenta de que sería mejor que los ángeles continuaran así; todo lucía tan decrépito y tétrico que estar allí causaba un cosquilleo desagradable en su pecho.
Se acomodó sobre el camastro de piedra y sacudió los hombros; los músculos se sentían duros y la secuela por haber imaginado a Ondina estaba lejos de amainar. Esperó que las alas se acomodasen para poder torcerlas, pero echó un suspiro frustrante al recordar que ya no las tenía.
—Eh… Oye… ¿Quieres que te ayude con eso?
Dio un respingo cuando la notó al fin, acuclillada frente a él y con una mirada de ojos rojos intensos. Sus cuernos brillaban a la luz del fuego y cuando ella posó sus garras sobre sus manos, sintió un sacudón eléctrico, como cuando uno vuela a lo alto y el aire es seco y carga las alas de estática. Las garras las sintió gruesas, ásperas; evocaba la personalidad marcada de la raza de los espectros. Sin embargo, en esa demonio percibía cierta calidez en el tacto, como si buscara tranquilizarlo… o tal vez algo más.   
—Me sé de alguien que se alegraría de volver a toparse con algo así —susurró ella, echando un vistazo a la erección bajo la túnica—. ¿Alguna vez probaste con una espectro?
Él se sonrojó al oír la propuesta; ella echó la cabeza para atrás y carcajeó tan fuerte que le zumbaron los oídos.
—¡No temas! No estoy interesada en ángeles. Pero, ¿somos tan horribles para vuestro gusto?
—¿Qué quieres?
—No he venido para darme un gusto, tenlo por seguro. Estoy aquí porque hay algo que debes saber.
Él meneó la cabeza y levantó ambas manos, encadenadas la una a la otra mediante gruesos grilletes, forjados de materiales oscuros que, incluso para un ángel tan fuerte como él, resultaban imposibles de romper.
—Quítamelas.
—Óyeme primero.
—Quítamelas y oiré, espectro.
—No tengo la llave.
—Pues vuelve con ellas.
Ella ladeó el rostro y entornó los ojos. El ángel no tenía potestad alguna, prisionero como era, pero allí estaba exigiendo cosas. Tal vez debía ponerlo cruzándole el rostro con un par de puñetazos, pero pensó que, si tras haber perdido las dos alas seguía con ese talante, poco caso habría en intentar corregirle la altanería.
—Mi nombre es Bécrux.
—¿Dónde tenéis mi arco?
—En la armería. Varios espectros han estado entrenando con él… —ella torció su larga cola, tal víbora—. Pero ninguno es tan bueno como tú…
—Entonces, ¿no lo habéis destruido?
—¿Por qué habríamos de destruirlo?
—Intento invocarlo —elevó las manos—. Intento hacerlo en este mismo instante. Pero, por más que lo intente…
—¿Lo quieres ahora? ¿Para dispararme?
Él dejó caer las manos en silencio y ella prosiguió.
—Es por los grilletes. No puedes invocar armas con ellos puestos.
El arquero volvió a elevar las manos para observar atentamente. No lucían especiales, ningún brillo o incrustación extraña, pero era cierto que no podía invocar su arco o ni siquiera la flecha por mucho que se esforzara. Ni la más mínima chispa dorada. Debía admitirse que resultaba ingenioso y rendía cuentas a la fama de la raza espectral como perspicaces constructores.
—¿Por qué me tenéis aquí, entonces? Tenéis el arco. ¿De qué os sirvo?
—A pesar de lo que puedan decir muchos, sirves para más de lo que incluso tú crees. Ese es mi pensamiento. Soy la razón por la que aún estás respirando. Verás, eres un extranjero, un incursor que solo trae problemas como los ángeles te precedieron eones atrás. Esta no es vuestra tierra, aquí no se libra una guerra que os concierne, pero sé que has venido para dar caza al Segador y eso es motivo suficiente para considerarte como un aliado. Escúchame, porque te ayudaré con ese objetivo.
Próxima enarcó una ceja y se fijó en ella. Desde que había puesto pie en el Inframundo todo lo que había conocido eran espectros con mal humor y con un odio exacerbado hacia los ángeles. Pero ella era distinta y tenía ese aire convincente al hablarle. Deseaba escucharla si lo que proponía era cierto, pero tampoco se fiaría.
La hembra tenía los ojos más entornados que lo de los otros espectros que conoció; su aspecto, si bien duro, resultaba estilizado. Había poca dureza en las facciones, tenuemente más redondeadas. La voz era poderosa, pero desprendía cierta melosidad que no la contenían los guerreros contra quienes enfrentó. Todo en ella evocaba cierta feminidad distinta a la que él conocía en el reino de los cielos. Los cuernos encorvándose hacia atrás tal cabellera lucían más suaves y así también su piel, tersa, irradiando de la antorcha.
Tragó saliva. Dentro de lo que cabía, se dio cuenta de que aquella demonio tenía un encanto salvaje, diametralmente distinta a su amada Ondina, la delicada y refinada líder de las Virtudes, pero era un encanto al fin y al cabo…
Miró sus manos. Tal vez ya había pasado tanto tiempo en el Inframundo que le estaba tomando gusto a los espectros…
—¿Y ahora qué te pasa? —preguntó ella.
—Habla.  
—¿Oh? ¿Ahora sí?
—Y luego me quitarás los grilletes.
—Depende de cómo te portes. Si lo deseo, te arrojarán a los tricéfalos. Y estoy hasta aquí de mi paciencia contigo… Hace tiempo que nadie me hablaba como tú. No te culpo; desconoces de rangos jerárquicos del Inframundo. Soy Bécrux, hija del Juez Radamantis, antiguo regidor de la ciudad de Cocitos.
—¿Una Jueza, entonces? ¿Eso eres?
—Eso estaría bien —mostró los colmillos de su sonrisa—. Pero los Jueces ya no existen en este reino. Bueno, hay uno. Pero es un mero títere, así que lo mismo... Yo llevo el Camino de mi padre en mi sangre. Eso sí. Su voluntad está conmigo.
—Pero no tienes las llaves de mis grilletes…
—¿Estoy ante el bufón del reino de los ángeles? Entiendo cómo has de sentirte ahora mismo. Has venido con la esperanza de ser el héroe estelar que acabe el reino del terror del Segador, pero ahora estás aquí, sin alas, en una tierra hostil y encarcelado. Parece que la estrella más brillante del reino de los ángeles está perdiendo brillo… Tal vez no te hayas dado cuenta, pero es ciertamente similar a cómo nos sentimos nosotros. Perdimos tanto desde que el Segador se hizo con el Inframundo. Perdimos a los Jueces, perdimos nuestros más valerosos soldados y nuestro hogar. Las esperanzas se desvanecieron en muchos, pero no en mí. Al igual que tú, somos estrellas pálidas de un cielo cada vez más oscuro…
—A decir verdad —se encogió de hombros—, no me interesa vuestra historia.
—¿Ah? No odies a los espectros porque uno de los nuestros te cortó las alas.
—¿Dónde está él?
—¿El perro que te las cortó? No te preocupes por ese. Ya no más.
—Si quieres que te ayude, me llevarás junto a él.
Ella se inclinó, ojos entornados.
—¿Qué pasa? ¿Quieres cortarles sus alas en venganza? Puedo arreglar un encuentro.
—Iscardión —afirmó—. Ese era su nombre. ¿Dónde está?
—Probablemente muerto… ¿Qué sé yo? Depende de qué tan testarudo sea. Lo llevaron al campo del Coliseo para que enfrentase a un tricéfalo. Es lo que le toca a los traidores.
—Me llevarás junto a él.
Bécrux enroscó su cola por las cadenas que unían los grilletes del ángel, y tironeó.
—¿Oh…? ¿Qué tan fuerte te golpeamos esa cabeza tuya, ángel? Parece que a veces se te olvida quién es el prisionero. Pero me empieza a intrigar el asunto. ¿Qué tiene él que tanto te importe? Quien puede darte un montón de cosas soy yo. ¿O acaso son los varones los que se roban tu razón?
El se perdió en sus ojos rojos y tuvo que menear la cabeza al imaginar en qué tipo de propuestas sugería.
—Escúchame, arquero. La Pitonisa profetizó a un campeón que, con su arco de fuego, terminaría con el reinado del terror del emperador y nos devolvería nuestro hogar. Es la locura por la que me he estado aferrando todo este tiempo. Sin embargo, no tengo ningún arquero entre mis soldados… Lo he estado pensando, ha sido una idea tonta y absurda al principio, y tal vez es mi desesperación la que está hablando, pero que me arrojen a los tricéfalos… Creo que tú eres la llama de la esperanza que hemos estado esperando...
Próxima enarcó una ceja al sentir ambas garras de la hembra cerrándose en sus manos. Tragó saliva; sentía que nunca se acostumbraría a esa dualidad de fiereza y sentimentalismo que evocaba ella. No sabía si se le estaba arrimando a su manera o en cuestión de segundos se abalanzaría para darle una paliza.
—La Pitonisa —prosiguió Bécrux—, narra cómo el campeón se eleva en medio de la ciudad de Flegetonte para lanzar la flecha de la esperanza y acabar con el Segador. Describió claramente a un espectro, eso sí… Y si se eleva, es porque tiene alas, así que tú la llevas complicado…  
—Describió a un espectro porque no soy vuestro campeón. Pero te prometo algo. Quítame los grilletes y haré todo lo que esté a mi alcance para clavarle al Segador una condenada flecha entre sus ojos.
Ella tragó saliva y su cola se enroscó sobre sí misma. Es que oírle con esa templanza, con esa seguridad. Verle la mirada mientras proponía aquello. Lo sintió similar a un orgasmo.
—Por Perséfone… —suspiró—. Entonces, apunta y dispara. Apura. Porque el mariscal del Segador está asolando la frontera con el reino angélico. No sé cuánto tiempo serán capaces de aguantar vuestro ejército al enemigo. Pero algo sé: no quedará ningún ángel si él cruza la frontera.
Lo agarró de la muñeca y, de un tirón, lo sacó de la celda a trompicones. Él obedecía; parecía que su misión aún era posible de realizar con ella de su lado. Por el momento, la consideraría una aliada. Pero, ¿si fallase? El ángel estelar había dado varios tropiezos desde que entrara al Inframundo y su confianza no era la misma. Sin alas, sin compañeros, sin arco. Absolutamente todo se le había venido encima y surgían las dudas como lluvia.
Alguna vez sintió como la estrella más brillante del reino, como aquella ocasión en que la Serafina lo despidió nombrándolo “Ángel de la Luz”. Pero poco quedaba de eso. Las dudas afloraban a cada paso. Si volviera a fallar… ¿Aquella demonio se hartaría de él y lo arrojaría a las bestias? ¿Ese sería el final del arquero más sagaz del reino angélico?
Meneó la cabeza conforme avanzaban por los pasillos oscuros, tenuemente iluminados por antorchas. Rugidos lejanos parecían oírse con más fuerza, como si afuera hubiera un millón de espectros berreando enrabiados. Sintió la vibración en su cuerpo. Se preguntó si, acaso, estarían presenciando o festejando la muerte de Iscardión bajo las garras de un tricéfalo.
—¿Estamos bajo un coliseo?
—No. Estamos a la altura del campo. Ya lo verás.
—Ese mariscal vuestro —la duda le sobrevino como relámpago—. ¿Qué busca en mi reino?
—¿Aparte de despellejar a los tuyos? —Próxima tensó la mandíbula al oír aquello—. Antares tiene el rango de Juez, pero te había dicho que hoy es un título de poca monta. El Segador es el que lo controla y el objetivo de su señor es sencillo: cazar a la anatema. Invadirá el reino de los ángeles y, una vez sitiado, invadirá el reino de los mortales.
—Anatema…
—¿Qué? ¿Necesitas más pistas? La Anatema; la que fue procreada como resultado de la unión entre mortal y ángel. Bonita prohibición habéis ultrajado.
—Perla.
Bécrux se detuvo y su cola se torció.
—¿Pe…? Pe…. ¿La llamáis cómo?  
—Perla —asintió—. ¿Cómo la llamáis vosotros?
—Innana —se frotó el mentón—. Innana es su nombre. Pero, aún no lo sabes, ¿no es así? Parece que, desde que se volviera adulta, despierta el miedo en el Emperador. Irónico que aquella bola de plumas con mofletes terminara siendo la única que provoca pesadillas en aquel que trae las pesadillas. Por eso, en ella está puesta cierta esperanza. Seguro que a estas alturas tú y todos los ángeles sabéis cuál es su verdadera naturaleza. Su verdadero nombre.
—Destructo.  
—Hasta eso suena mejor que “Perla” —bufó retomando el camino—. Un nombre tan ordinario, ¿se lo puso el jefe de los ángeles?
—No. Fue potestad del guardián.
—Oh, igual que aquí.
—Innana —repitió con un gesto adusto, como si no le terminara de congeniar.
Ella gruñó.
—Suena mucho mejor que “Perla”. Pero da igual. Cuando ella misma se dé cuenta de su rol en todo esto, todos los reinos se arrodillarán para oír su auténtico nombre. Para darle paso en su camino victorioso y libertador contra el Segador. Eso, claro, si tú no consigues matarlo primero…
—¿Tanto importa el nombre?
A esas alturas los rugidos habían aumentado tanto de fuerza que incluso se hacía difícil hablar sin gritarse. Llegaron hasta el final donde los aguardaba un considerable portón de roble y bajo este se colaban haces de luces rojizas y polvo agitado. Bécrux lo abrió de un virulento golpe de hombro y el brillo del exterior cegó momentáneamente al arquero.
Próxima entornó los ojos para acostumbrarse a la vista y notó, de reojo, lejanas bandejas del coliseo, repletas de espectros. Tragó saliva. Era imposible sacarse esa sensación peligro, un ángel perdido en medio de millares de demonios con ganas de matarlo. La única que lo separaba de todo ello resultaba ser Bécrux; sería mejor no decepcionarla. 
Ella se giró hacia él, ceño fruncido. Gritó para hacerse oír en ese ambiente ensordecedor.
—¡Claro que importa el nombre, ángel! Innana, ¡la llamarás Innana en mi presencia! —acomodó sus alas, como si la situación le incomodara—. Se lo puse yo misma.
Él entornó una ceja.
—Tú…  
—¿Qué estás esperando? Ve. Aún estás a tiempo de salvar a ese perro imperial que tanto te gusta…


El dragón albino surgió de entre las nubes y las volutas de humo, irradiado de la Luna. Yacida sobre el lomo, la Querubín se sostenía de los cuernos de la cabeza. Intentó sentarse, pero estaba tan agotada que, sencillamente, hundió la cabeza sobre las escamas. De todos modos, el dragón ya se había cansado también y el vuelo en los cielos era suave, por lo que él, acomodándose, consiguió mantenerla.
—Entonces… —ella, ojos cerrados, sonrió al notar el detalle que tuviera el dragón—. ¿Me servirás?
El dragón miró a un lado y gruñó. Era ciertamente vergonzoso haber perdido su batalla de resistencia, aunque había un alivio reconfortante para él: su jinete había mostrado valía. Pensó que ella también debía estar conforme, pues él le demostró tesón y tenacidad. No había necesidad de palabras o gruñidos: ambos lucharían juntos. Y ante cualquier enemigo que se les pusiera en frente lucharían dándolo todo, como así se demostraron mutuamente.
La legión de dragones la aprobaba al paso de ambos, pues estos gruñían el nombre de la hembra angélica, bautizándola en su peculiar lengua.
“¡Rojo! ¡Rojo!”.
Nío observó en derredor y oyó. No le agradaba el nuevo nombre que le conferían a su jinete. Todo nombre debía imponer y causar impresión; debía apurarse o esa chabacanería de nombre correría por su legión como fuego y ya no habría forma de corregir.
“Eres más pesada de lo que pareces. Disminuye lo que sea que comas”.
—¿Eh? No te quejes. Y estás de suerte, porque no como… Ah, salvo las papas cultivadas aquí.
“Alimento de mortales. Nos debilitarán”.
Ella sonrió. El dragón ya se refería como “Nosotros”.
—Pruébalas y luego me contarás.
“Acomódate. Anuncia tu nombre o esa tontería de “Rojo” será el tuyo por siempre. Ponte uno intenso, como el mío. Los míos esperan oírnos”.
La Querubín asintió. Lenta, pero segura, decidió ponerse de pie sobre el lomo. Nío levantó la cabeza y rugió su nombre echando fuego al aire. “¡Aquí estoy yo, el fuego blanco de los cielos!”. Los dragones correspondieron el anuncio con rugidos que retumbaron por todo lo alto. “¡Hete aquí! ¡Hete aquí!”.
La joven invocó su sable y la levantó al aire, que quedó como una línea luminosa bajo el arco de fuego. Fue un espectáculo llamativo. Ángeles y dragones prestaron especial atención. Allí estaba ella con su larga caballera roja flameando como fuego. Su sable elevado, refulgente de luz como señal divina. Era difícil causar mayor impresión. Por un instante, hubo fuertes deseo de seguirle la estela adonde fuera que fuese pues parecía capaz de vencer lo que se le pusiera enfrente.
Luego hubo un algo; una suerte de retumbe estremecedor que se extendió hasta lo más recóndito. Era como estática que precede a una tormenta. Desde las junglas de acero de los mortales, pasando por los prados de los Campos Elíseos; incluso se percibió en el Inframundo, llegando hasta un castillo negro erigido en medio de la ciudad roja de Flegetonte.
Sentado en su trono, el Segador abrió los ojos, blancos y radiantes, bajo la oscuridad de su capucha.
Él oyó y sintió el sacudón en los huesos. Todos sintieron el retumbar de una estrella lista para estallar. Él había comenzado todo desde que los hacedores desaparecieran. Él creía todo medido para la consecución de su objetivo. Pero ella era, sin dudas, la pieza sorpresa. Aquella que debía dar el golpe que otros no pudieron dar, pero que contribuyeron en una suerte de reacción en cadena para darle lugar a ella, la explosión final de una estrella.
Los reinos se detuvieron para oírla, porque así se iniciaba el fin del flagelo de los reinos.
—¡Soy la estrella roja de los cielos! ¡Yo soy tu Destrucción!
Y los dragones rugieron en su vuelo triunfal.
“¡Hete aquí! ¡Hete aquí!”.

***
Gracias a los que llegan hasta aquí. Después de mucho tiempo decidí volver a ponerme a trabajar en la última parte de Destructo. Necesitaba un tiempo para despejarme, pero estoy poco a poco recuperando las energías. Este es el borrador de mi prefacio y comenzaré en estos días a escribir los primeros capítulos de la trama final. 

2 comentarios:

  1. Esto...
    ¿Cuándo sigues?
    Sospecho que hay una amplia y expectante colección de lectores a la espera...

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  2. Me permito insistir ¿para cuándo un poco más de 'papas fritas'?
    Sí, entre lo complicado de la historia y lo imposible de NUESTRA historieta reciente... Pero...

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