jueves, 15 de septiembre de 2016

Destructo III, No hagamos esperar al infierno



Primer Capítulo. Durante la consolidación de una nueva dinastía en China, un guerrero hizo una promesa inquebrantable. Y en los albores de una nueva época, tres ángeles se preparaban para una peligrosa misión al Inframundo. 



I.                    Año 1393
La Luna arrojaba su pálido destello sobre las amplias extensiones de hierba que ondeaban al viento. La brisa era fría, pero aquello no aminoró el espíritu de los miles de jinetes que se agolpaban al frente de la capital del reino Xin, expectantes a la orden de entrar y asaltar el castillo del emperador. Levantaban la mirada y veían, más allá de las altas murallas que protegían la ciudad, cómo grandes volutas de humo ascendían por el aire para dibujar figuras informes en el cielo ennegrecido.
El último bastión del viejo imperio, Ciudad del Jan, una dinastía dominada por soberanos mongoles, pronto caería bajo el fuego y aquella sola imagen encendía los corazones de los guerreros.
El comandante de la legión invasora, Syaoran, cabalgaba al frente de la fila de jinetes, ojeando la gigantesca muralla. Desde que amaneciera hasta que el sol se ocultara, el sitio había sido férreamente defendido por los vasallos del emperador, con arqueros, lanceros y hasta arrojándoles acero fundido. Ahora no quedaba nadie y tenía la sospecha de que se habían resguardado en el castillo, en el centro mismo de Ciudad de Jan.
La muralla tenía al menos diez hombres de altura y rodeaba por completo la capital, una suerte de anillo de apariencia infranqueable; pero una súbita ola de orgullo lo invadió al reconocer que su propia estrategia de enviar infiltrados que escalasen las murallas en tanto las catapultas atacaban rendirían frutos.
Pronto, pensó, las puertas se abrirían y pondrían fin a la dinastía mongola.
Luego se giró sobre su montura y vio a su ejército expectante. Eran casi diez mil hombres. Se impresionó al comprobar la disciplina de sus exhaustos guerreros ordenados en largas columnas que se extendían por las llanuras; los más alejados parecían más bien manchas sobre la hierba plateada.
El agua y la comida habían escaseado durante los últimos días de su viaje, pero con la toma de la ciudad vendría un festín. Recordó cómo los mongoles solían no solo llevarse las provisiones sino también a las mujeres antes de arrasar las ciudades xin; meneó la cabeza para quitarse los recuerdos amargos, por más que tuviera sus ansias de venganza, daría muestras de civilización a su enemigo… si es que decidían rendirse.
La gigantesca puerta principal chirrió y un par de golpes se oyeron desde adentro. Cuando un grupo de infiltrados consiguieron abrirla de par en par, otros sostenían de los brazos a un asustado hombre vestido con un deel azulado cruzado por una faja dorada. Luego de postrarse en el suelo, se presentó como un enviado diplomático de parte del emperador; esperaba pactar un cese a las hostilidades. Había mujeres y niños en Ciudad del Jan.
El comandante se mantuvo inmutable y esperó un tiempo antes de pronunciarse. Podría hacer caso omiso a las súplicas y dirigir a su ejército para adentrarse en las angostas calles de la ciudad, aplastando al enviado bajo las líneas de jinetes, pero Syaoran lo sorprendió.
—Hemos venido por la cabeza de vuestro emperador. Puedes decirles a las mujeres de la ciudad que estarán a salvo, a menos que yo encuentre una muy bonita.
El enviado dio un respingo al oír aquello y se estremeció al imaginar cómo Toghon Temur, el emperador mongol, era ejecutado por aquellos “salvajes y piojosos rebeldes”. Intentó convencerlo de que desistiera, pero el comandante volvió a interceder.
—Los hombres de tu emperador han luchado bien. Si se rinden, les perdonaré la vida.
—¿Y perdonar la vida de mi emperador? ¿No es más importante tenerlo vivo para que predique vuestra victoria por todo el reino?  
—No solté la teta ayer. No dejaré que reúna fuerzas en otras tierras — Syaoran se inclinó sobre su montura y fijó su mirada en el aterrorizado diplomático—. Su cuello probará el acero de mi sable. Hemos venido hasta aquí como una rebelión del pueblo xin y pretendemos irnos como una nueva dinastía. Solo lo conseguiremos cuando ate su cabeza en la grupa de mi caballo y la presente a mi señor.
El enviado tragó saliva; no había forma de convencerlo.
—Me temo que mi emperador no se rendirá y peleará hasta el último de sus hombres.
Syaoran levantó su arma, cuya hoja refulgía bajo la luna como una línea luminosa.
—¡Wu huang wangsui!
Sus guerreros rugieron eufóricos al escuchar el grito de guerra xin. “¡Diez mil años para el nuevo emperador!”; tanto él como la caballería galopó rumbo la ciudad, elevando al aire gritos de júbilo. El diplomático se lanzó hacia un lado para evitar ser pisoteado.  
Tras el comandante iban cabalgando los portaestandartes, engalanados con armaduras negras con costuras rojas, confeccionadas para la ocasión. Eran llamativos los penachos rojos agitándose sobre sus yelmos; levantaban al aire las banderas que flameaban los colores dorado y carmesí del nuevo orden xin.  
Las angostas calles se encontraban despobladas y los ciudadanos se habían resguardado en sus hogares, apenas asomándose por las ventanas para ver aquellos estandartes agitándose como fuego sobre el ejército. Ya no había guardias defendiendo la ciudad y por un momento los rugidos de los guerreros superaron el golpear de las herraduras contra el empedrado.
El castillo del emperador estaba erigido sobre un terreno elevado, protegido por murallas. A su alrededor se extendían gigantescos jardines; en algunas zonas el fuego crepitaba. No había señal de sus vasallos a la vista. El comandante levantó el puño para que los que lo seguían detuvieran a sus caballos; los demás imitaron el gesto para que la orden recorriera toda la caballería. Había que parar y recuperar el aliento; al frente estaba el castillo y la imagen del mismo también siendo invadido por el fuego les volvió a inyectar de confianza.
—¡Mensajeros! —gritó.
Los guerreros esperaban con ansias la orden de abalanzarse para cortar la cabeza del emperador. Aproximadamente eran seiscientos los pasos que los separaban del castillo y aunque la victoria pareciera estar al caer, aún había toda una fortaleza en la que adentrarse y en donde probablemente se resguardaban los últimos de los vasallos. Se erigía altísima y arriba asomaban contados arqueros. Pero los jinetes xin estaban imbuidos de valor; tamborileaban sus lanzas, contaban sus flechas antes de guardarlas de nuevo en su carcaj, sacudían sus hombros para que el frío no entumeciera los músculos.  
Los mensajeros se habían abierto paso entre los jinetes y avisaron al comandante acerca del imprevisto contratiempo: las catapultas debían ser desarmadas para atravesar las calles, y ahora avanzaban lentas a través de Ciudad de Jan.
El comandante gruñó. De todas formas, ya tenía el castillo rodeado y el emperador no escaparía.
—Montad un puesto de guardia. Atacaremos al amanecer.
Un guerrero frunció el ceño y tensó las riendas de su caballo. No tenía muchas nociones sobre la milicia, pero sabía que había una disposición de hombres con rangos y que, tal vez, lo mejor sería quedarse callado.    
No obstante, tragó saliva y se armó de valor.
—Solo quedan arqueros defendiendo el lugar —dijo con voz firme, y algunos jinetes giraron la cabeza para verlo—. Podemos embestir mientras nuestros propios arqueros nos cubren.
El comandante fulminó con la mirada al joven. Había campesinos entre sus soldados y lo sabía; no todos estaban educados como debieran. Pero necesitaban de activos de guerra y en la nueva dinastía que pretendía alzarse no escatimaron en detalles. Si sabían levantar picas, iban al frente. Si sabían montar caballos, los entrenarían rápidamente en el arte de disparar desde sus monturas. 
Lo vio detenidamente. Se veía fuerte y en su rostro había sangre seca desperdigada, prueba de que había participado en las batallas. Su sable, sujetado por el fajín de su armadura, también estaba teñida de rojo. “Pero es un campesino”, concluyó el comandante. Lo miró a los ojos; los tenía de color miel, de un amarillo tan luminoso que parecía un lobo.
—¿Cómo te llamas?
El guerrero sonrió, revelando dientes ensangrentados.
—Wezen.
—Al amanecer vendrán las catapultas para abrirnos el camino. Y cuando lleguen, mandaré a que te azoten la espalda hasta que aprendas a respetar a tus superiores.
Carcajadas poblaron el lugar. En cambio, los labios de Wezen se convirtieron en una delgada línea en su rostro pálido. Quién querría varazos. Mujeres, flores y vino de arroz, eso era lo que debían esperarlo luego de la victoria, pensó.
—Tienes valor, soldado —continuó el comandante—. ¿De dónde eres?
—Tangut —dijo; inmediatamente se corrigió—. De los reinos Xi Xia.
Syaoran enarcó una ceja. Se trataba una ciudad del reino Xin, ya inexistente, avasallada y destruida por los antepasados del emperador mongol. Entonces entendió los motivos del joven de seguir el asedio. Cómo no comprenderlo si él mismo también se movía por deseos de revancha. Desenvainó su sable que refulgía bajo la Luna y apuntó al extenso jardín del castillo, en una gran zona que aún no había sido alcanzada por el fuego, y luego miró al atrevido guerrero.
—¿Sabrás marcar el terreno para las catapultas?
—Claro que sí.
Un jinete dio un coscorrón fuerte al yelmo de Wezen. Este se giró y notó que su amigo, Zhao, estaba allí, con la armadura también empañada de sangre además de una mirada fulminante. En la caballería el trato era completamente distinto al que Wezen acostumbraba en las campiñas.
—Quiero decir… ¡S-sí, comandante!
Syaoran cerró los ojos, tratando de apaciguar su ira. La paciencia no era una de sus dotes, pero cómo iba a perder los estribos cuando la victoria ya estaba saboreándose. Cuando los abrió, calmo, asintió al joven.  
Wezen hinchó el pecho, orgulloso. Ignoró los repentinos latidos frenéticos de su corazón y espoleó su montura, abriéndose paso entre los jinetes y adentrándose en los jardines, todo un terreno peligroso en el que podría ser víctima de los flechazos enemigos.  
Los arqueros a lo alto del muro tensaron sus cuerdas y lanzaron al menos una decena de flechas al jinete que se acercaba. Las saetas apenas eran visibles debido a la oscuridad de la noche, pero los silbidos eran inconfundibles. Wezen se inclinó hacia adelante y elevó su escudo para protegerse, pero de reojo notó que las saetas se clavaban mucho más delante de él. Entonces supo que las flechas tenían un límite de distancia y él aún podía avanzar más; lo que fuera para marcar la línea donde las catapultas pudieran ser instaladas sin temer a los arqueros.
“No lo conseguirá”, pensó más de uno. “Lo mandó a una muerte segura”, sonrió otro. Su amigo, en cambio, apretaba los dientes. Se inclinó sobre su montura como un halcón que desea levantar vuelo, cuánto deseaba romper fila para acompañarlo. Vino a su mente la hermana de Wezen y apretó los puños. Cómo ese necio se atrevía a hacerlo, pensó; arriesgar su promesa de volver de una pieza. “Sobrevive”, susurró para sí. “Por Xue”.
El caballo relinchó al recibir un flechazo en el muslo y Wezen se giró sobre la montura; había llegado al límite, allí donde los arcos enemigos podían hacerle daño. Alargó el brazo y, torciendo la saeta, se la retiró de la pierna del animal. Volvió a galope tendido mientras se hacía con la lanza que colgaba en su espalda, sujeta por correas.
Marcó un tajo al suelo.
Zhao, a lo lejos, cerró los ojos y suspiró entre el murmullo aprobativo de los guerreros. Su amigo lo había conseguido.
Wezen detuvo al animal para apaciguarlo. Miró la fortaleza, allá a lo lejos, allá a lo alto, a los arqueros. Cuánto había deseado y soñado ese momento. Casi un siglo de sometimiento extranjero sobre el reino Xin terminaría esa noche y, sobre todo, las heridas provocadas a su familia tendrían venganza.
Bajó de su caballo y se plantó firme sobre la línea que había marcado. De la grupa del animal descosió los emblemas dorado y carmesí de la nueva dinastía. A lo lejos, su comandante apretaba los dientes pensando en que debería doblar la dosis de varazos cuando llegara al amanecer.
El guerrero enlazó los emblemas en la base de su lanza. Levantó el arma sobre su cabeza, haciéndola girar, y los pedazos de tela flamearon al viento. Revelándoles los dientes de su sonrisa, clavó la punta de la lanza en el suelo marcado.
—¡Oíd, perros! ¡Diez mil años para el nuevo emperador!
Enervados, los enemigos lanzaron una descarga incontable de flechas, pero ninguna alcanzó a Wezen. Tras él, todos los jinetes estallaron en gritos de júbilo mientras más saetas surcaban los cielos para clavarse en el suelo, terriblemente cerca del confianzudo guerrero.
Wezen se giró para ver a sus camaradas. Volvió a gritar, levantando el puño al aire, pero era ensordecedor el sonido de victoria que atronaba la ciudad, así como las flechas cortando el aire, que ni él mismo se pudo oír.
Cuando montó de nuevo, se presentó ante su comandante. El griterío era imparable y el joven tenía la culpa de ello. Tuvo que alzar la voz para que su superior, cruzado de brazos, le oyera.  
—¿Lo de los varazos sigue en pie, comandante?
—¿Qué varazos? Hoy comienza una nueva dinastía, Wezen. Preséntate en mi tienda para el mediodía.
El guerrero asintió. Observó de nuevo para ver aquel castillo. Cuando llegaran las catapultas todo aquello estaría convertido en un montón de escombros pedregosos. Y él era parte de ese hito.    
“Una nueva dinastía”, pensó. Acarició a su animal, que apenas podía mantenerse tranquilo, tal vez por el griterío, tal vez por la herida. “Hoy comienza una nueva historia”.

II.                   
Varias hembras aladas paseaban por un campo amplio de color del barro, aunque en diversas secciones ya asomaban brotes verdes y zonas floreadas. Con rastrillos, palas y escardillos en mano, las floricultoras de la legión de ángeles trabajaban el terreno que en un futuro sería la Floresta del Sol, un nuevo jardín de ocio de los Campos Elíseos, ubicado en las afueras de Paraisópolis.  
Destacaba en el centro del terreno una hembra de alas finas, larga cabellera ensortijada y cobriza, además de unos llamativos ojos atigrados. Clavó una pala en el suelo y se frotó la frente sudorosa. Ondina, la líder de las jardineras, se encontraba cansada y con la túnica sucia de barro, pero sonrió al tener una panorámica del lugar; poco a poco el campo de tierra iba quedando hermoseado tras intensos días de trabajo.
Era una Virtud, rango angelical destinado a la protección de la naturaleza y fuertemente relacionadas a las flores. Solo esperaba que la reciente declaración de guerra contra el Segador no trajera ninguna batalla allí y destruyera el campo. Se estremecía solo de pensarlo.
Spica, otra Virtud, llegó para interrumpir sus cavilaciones. Tan sucia y cansada como ella, tiró su rastrillo al suelo y levantó tanto alas como manos al aire.
—¡Libre por hoy! —chilló—. Hablé con las otras y nos iremos al lago. ¿Te vienes?
Ondina meneó la cabeza.
—Tengo un asunto pendiente.
Y desclavó la pala de la tierra para seguir trabajando. Spica sospechó cuál era el asunto, por lo que fue inevitable sonreír por lo bajo, mordiéndose la punta de la lengua.
—Asunto… ¿pendiente?  
Ondina frunció el ceño.
—Eso he dicho. ¿Qué te pasa?
—Nada. Pues no te tardes. Te estaré guardando un espacio en el lago.
—Antes de irte, ¿me traes unas bolsas de semillas? —agarró las bolsillas de cuero que pendían de su cinturón—. Ya se me están acabando.  
Spica sonrió con los labios apretados. Las semillas estaban en la otra punta de la floresta, en la caseta de herramientas que habían construido. Estaba cansada y ya ni quería usar sus alas. Además, el sol aún golpeaba con fuerza y un baño en el lago era lo único que se priorizaba en su mente.
—¿No podrías continuar mañana?
Ondina la fulminó con la mirada.
—No.  
—¡Ah! —Spica dio un respingo—. Está bien. Tú mandas …
Se giró en búsqueda de las “condenadas semillas”, como las pensó. Por más que fueran del mismo rango era notoria la dedicación de Ondina, no por nada era considerada la líder de las Virtudes. El jardín y su mantenimiento eran su vida y dedicación hasta un punto, según sus subordinadas, desmedido. “Algún día tiene que darse un respiro, por los dioses”, se quejó Spica, rascándose la frente. “Y a nosotras también”.
Poco a poco, ángel tras ángel, Ondina se había convertido en la única Virtud presente en medio del terreno que poco a poco se teñía por una luz ocre propia del atardecer. Cerró los ojos e imaginó el mismo campo ahora repleto de flores coloridas y paseos de árboles erigiéndose para todos lados. Levantó una mano al aire y casi pudo sentir esos pétalos imaginarios flotando en el aire y colándose entre sus dedos.
Un ángel descendió tras Ondina sin que esta se percatara de su presencia, absorta en sus imaginaciones como estaba. El arquero Próxima era fácilmente reconocible por las plumas de puntas rojizas de sus alas, además de llevar su arco cruzado en la espalda. Se lo retiró y lo lanzó a un lado, agarrando de paso el rastrillo que Spica había echado.
Empezó a trabajar la tierra, silbando una canción que solía escuchar en las noches del coro.
Ondina dio un respingo cuando lo oyó. Se giró para verlo y habló en tono quejumbroso.
—¡Ah! Tú. Deberías saludar, ¿no te enseña la Serafín los buenos modales?
—Intenté venir temprano —se excusó el arquero—. Pero me temo que tuve que quedarme para discutir los pormenores de mi misión. Lo siento, Ondina.
Pero Ondina hizo caso omiso a las disculpas. Frunció el ceño y continuó con su labor.
—¿Cuándo te marchas?
—Mañana al amanecer.
—Deberías prepararte entonces. Pierdes el tiempo aquí.
—Me gusta ayudar en la jardinería —se acercó a la Virtud y llevó sus dedos a la cintura femenina, deslizándolos por la tela de la túnica hasta que se introdujeron dentro de una de las bolsillas que pendían del cinturón—. Es relajante.
Ondina se estremeció al sentirlo, pero lo disimuló como pudo. Próxima sacó unas semillas y las desperdigó sobre la tierra.
—Cuida dónde pones esos dedos —amenazó altiva.
—Y me gusta estar contigo —asintió, volviendo a pasar el rastrillo.
Aquello fue un golpe bajo para la hembra. A ella también le agradaba su presencia. Más de lo que hubiera deseado. Apretujó sus labios y torció las puntas de sus alas porque ya no podía sostener su acto. Estaba preocupada. Todo el día lo estuvo. Abrazó la pala contra sus pechos y se giró para verlo.
—Si tanto te gusta estar a mi lado —ladeó el rostro, incapaz de mirarlo a los ojos—. ¿Por qué tienes que alejarte? Quédate. Dile a la Serafín que no quieres esa misión.
—Y si me quedo —sonrió el arquero, llevando la pala sobre uno de sus hombros, señalándose el pecho con el pulgar—. ¿Quién salvará los Campos Elíseos de las garras del Inframundo?
—¡Hmm! —gruñó ella—. ¿Ahora te crees un gran héroe? Que no se te suban los humos a la cabeza, los espectros del Inframundo no perdonan.
Había advertencia en sus palabras, una clara preocupación en su tono. La hembra se fijó en Próxima, pero este ahora echaba un vistazo a los alrededores, escabulléndose de las reprimendas y advertencias.
—Por los dioses —suspiró Próxima—. Este lugar es horrible.
—¡Ah!
—Pero lo conseguirás —asintió. Y luego se fijó en ella—. Siempre lo consigues.
—¿Quiénes irán contigo?
—Uno es Pólux. El otro…
—¿Pólux? —la hembra arrugó la nariz—. ¿Por qué no enviarán a otro guerrero como tú? El Inframundo es un lugar peligroso, ¿y deciden enviar a un bibliotecario? Un ángel gordo y perezoso, además.
Próxima rio. Tenía razón, Pólux podría ser de todo menos un guerrero. Aun así, lo defendió.
—Pólux será un gran aliado. Pero es cierto que yo preferiría tener de compañía a cierta Virtud, es la más hermosa que han visto mis ojos, no sé si la habrás visto por aquí —y al oír las palabras, las mejillas de la hembra ardieron—. Pero, a falta de ti, creo que el ángel más sabio de la legión será un gran compañero de viajes.
Ondina calló incapaz de librarse del sonrojo. Próxima siempre fue bueno con las palabras. Volvió a trabajar la tierra, pero esta vez el arquero se acercó no para meter la mano en las bolsas de semilla, sino para abrazarla por detrás y buscar consolarla.
—Te preocupas demasiado, Ondina.
—¿Lo hago? Es una misión suicida. Si la Serafín tanto desea hacerlo, ¿por qué no va ella?
—Es la líder ahora. Tiene asuntos más importantes.
—¿Y yo? ¿Acaso no tengo importancia alguna para ti?
Cayó un beso en el cuello de la hembra que hizo que por dentro su cabeza diera vueltas y vueltas. Siempre era avasallante sentir el tacto del amante; para seres como los ángeles a quienes se les había negado y arrancado esos placeres del cuerpo todo era vivido con más intensidad.   
—Lo hago por ti.
—No —Ondina meneó la cabeza—. Lo haces por la legión. Yo entiendo. ¡Pero…! Llámame egoísta si quieres, deseo que te quedes —torció las puntas de sus alas cuando su amante la mordisqueó—. ¡Ah! ¡Próxima!...
El guerrero la tomó de la mano y levantó vuelo, aunque la hembra no deseaba volar ni apartarse de la tierra que trabajaba. Pero había un riachuelo en las inmediaciones y la llevaría a trompicones si fuera necesario.
—¡Aún tengo trabajo que hacer! —protestó la Virtud, tirando de la mano, pero el arquero no la soltaría fácilmente.
—La Floresta puede esperar. Yo no.
—¡Hmm! —gruñó, dejándose llevar.
El agua del río les llegaba por encima de la cintura, empapando sus túnicas y adhiriéndolas en el cuerpo; arriba, la luna arrojaba un destello plateado sobre el agua de modo que los amantes no perdían el detalle del otro. Ondina desnudó al guerrero, quien se giró para darle la espalda. La hembra deseaba tocarlo, aunque se contuvo porque aún no era el momento, además tenía la manía de arañarlo si esta se excitaba en exceso; meneó la cabeza para apartar el deseo carnal y empezó a lavar las alas del arquero.
Próxima quiso girarse para verla a los ojos, pero ella lo sujetó para limpiarle el barro de las plumas.
—Quieto. Y cuéntame, ¿es verdad lo que cuentan de Curasán y Celes? —la hembra encorvó las alas, había oído los rumores de parte de sus pupilas, pero quería confirmarlo con un testigo como Próxima—. Tú los has visto, ¿no es así?
—Fue una sorpresa —asintió, recordando la noche que la Querubín huyó de los Campos Elíseos—. Se tomaron de la mano delante de la luna. Frente a todos los guerreros. Los guardianes de la Querubín son amantes.  
—¿Y cómo reaccionaron los demás? —preguntó curiosa, aunque realmente quería saber qué dirían “los demás” si se enterasen que la Virtud y el arquero también eran pareja.
Próxima se giró y la tomó de las manos, imitando a Curasán y Celes.
—No sabría decirte. No me fijé en la reacción de los otros. Pero, ¿cómo te sientes tú ahora mismo?
La hembra sonrió con los labios apretados. Se sentía bien, demasiado bien. La sangre hervía y las hormigas inexistentes poblaban su vientre. Claro que, para su pesar, la culpa por hacer algo prohibido siempre asomaba.
Miró hacia la orilla, allí donde varias flores crecían entre los hierbajos. Levantó su mano y, con un movimiento grácil de dedos, dichas flores empezaron a elevarse y dirigirse al río, desafiando la corriente de aire y la propia gravedad. Revoloteaban entre la pareja; era un espectáculo colorido que hechizó al arquero.
Ondina reía y cogió al vuelo varios pétalos.
—Estas servirán —asintió divertida.
—Estaría bien aprender eso —dijo Próxima moviendo torpemente los dedos, como esperando levantar las flores.
—¡Bueno! Y a mí me gustaría invocar rastrillos y palas, como cuando vosotros los guerreros invocáis vuestras armas. Pero eres un ángel guerrero y yo una Virtud. La guerra no es lo mío y la naturaleza no es lo tuyo.
Formó una pulsera de pétalos y la cerró en la muñeca de su amante.
—No te pediré que me prometas que volverás. Yo sé. Volverás a mí, guerrero.  
—¿Segura? Tal vez me agrade el Inframundo y decida asentarme —bromeó él—. Es decir, ¿qué me espera a mi vuelta?


Corrían los ángeles desnudos sobre la hierba de los Campos Elíseos, perdidos en la oscuridad plateada por la luna que ahora asomaba tímida tras las nubes, única testigo de la unión clandestina de los amantes. Ondina se abalanzó sobre Próxima, abrazándolo con brazos, alas y piernas, uniendo sus labios con fruición; el tacto era desinhibido; la mente apenas sabía cómo moverse, cómo actuar, pero era como si el cuerpo se activara y tomara las riendas de la situación.
Una larga estela de pétalos los persiguió desde el lago y danzaba alrededor de los amantes. A Ondina le hacía gracia cómo Próxima las miraba con recelo, como si fueran espías; no lo tranquilizaba por más que se gastara con explicaciones de que las flores la seguían a ella porque era su guardiana y cuando esta experimentaba felicidad, toda la flora respondía a su manera.
El guerrero, entorpecido por tener a Ondina atenazándolo, cayó tropezado sobre la hierba. Ella reía, pero al arquero le sonrojó aquello; uno de los ángeles más letales de los Campos Elíseos tropezándose por los prados tal querubín. Hizo acopio para olvidarse de los pétalos espías y, mientras la Virtud se acomodaba sobre él, palpó suavemente aquellos pechos orgullosos por donde algunas gotas de agua trazaban caminos.
Acercó sus labios y degustó los pezones con delicadeza porque había aprendido con el tiempo que Ondina no toleraba la brusquedad. La lengua dibujaba círculos alrededor de la aureola y luego incitaba al pezón a despertar. Cerró los ojos y se deleitó de los gemidos de su pareja.
Y la jardinera intentaba ofrecer los pechos, empujándose contra su amante, pero a la vez su espalda se arqueaba cuando los dedos del arquero se recreaban en las redondeces de su trasero; sus alas se torcían de placer y sus manos empuñaban la hierba debido a la intensidad con la que vivía todo.
Cuando unieron los cuerpos todo se les volvió más intenso. Se preguntaron para sí mismos, como otras tantas veces, si realmente tenía sentido que los dioses les prohibieran aquello. Esa estrechez húmeda que abrigaba el sexo del varón, esa plenitud, el sentirse llena y unida, que vivía ella dentro de sí cada vez que la penetraba. En ese instante que todo se desbordaba en un intenso orgasmo no cabía dudas de por qué Lucifer se reveló en los inicios de los tiempos. Más que deseos de libertad, tal vez, pensaban los amantes, el ángel caído habría experimentado el amor y con ello despertó el deseo del cuerpo.
Exhausta, Ondina se arrimó sobre el arquero.    
—Volveré —dijo él, enredando los dedos entre la cabellera mojada de su amante—. Y cuando regrese, te tomaré de la mano frente a todos.
—Nos colgarán —rio Ondina—. A ver qué cara pondrá Irisiel cuando vea a su estudiante predilecto unido a una jardinera…
—Pues a mí me gustaría ver la cara que pondrá Spica —y la hembra carcajeó por el comentario al imaginar a su mejor amiga boquiabierta.
—Y pasearemos de la mano por la Floresta del Sol —Ondina asintió—. Yo misma haré un sendero de tierra rodeado de árboles y flores. Para los dos. Para más ángeles amantes.  
Próxima cerró los ojos e imaginó todo aquello. En su mente los caminos de tierra serpenteaban por la floresta y cientos de parejas recorrían sus senderos entre el revoloteo de plumas y hojas de los más variopintos colores. Sonrió al entender, por fin, por qué Ondina ponía tanto empeño en trabajar el jardín.
—Ya veo. Entonces me apresuraré en volver.


Pólux bajó por las escaleras de la Gran Biblioteca conforme su rostro se torcía por la fuerte luz del sol. De una peculiar calvicie y una prominente barriga que demostraba su excesivo gusto por la bebida, el sabio ángel de rango Potestad levantó la mano e invocó su libro de apuntes, todo un grueso compendio de conocimientos adquiridos a través de los siglos.
Creados por los dioses para proteger los conocimientos, la Potestad usó el libro invocado para taparse los ojos del sol.
Se ajustó el fajín de su túnica y echó la mirada para atrás; definitivamente, pensó, extrañaría su lugar de trabajo; a saber cuánto tiempo estaría afuera en la misión que le había encomendado la Serafín Irisiel. Pero a la vez lo deseaba; salir de aquella suerte de claustro, de aquel gigantesco salón repleto de estanterías y libros varios que los ángeles de la legión utilizaban ya sea para adquirir sabiduría o como simple pasatiempo.
Si bien viajar al Inframundo no era precisamente una idea que le causara tranquilidad, se hacía inevitable sentir algo de orgullo al haber sido encomendado con semejante misión en unas tierras cuyo paso para los ángeles estaba prohibido.
Aprovecharía para recabar toda información acerca de aquel temible lugar, asintió decidido.
—¡Maestro!
Un grupo de Potestades salió de la Gran Biblioteca. Destacaba Naos por su aspecto larguirucho y su rostro de facciones igualmente alargadas; se trataba de uno de sus subordinados más fieles. Si bien todos compartían el mismo rango angelical que Pólux, era inevitable para ellos referirse a este como su superior; fue idea de él la de crear la Gran Biblioteca en los inicios de los tiempos, en medio mismo de la ciudadela de Paraisópolis.  
—Me temo que estaré fuera por unos días —dijo Pólux.
—Lo sabemos, Maestro —Naos se acercó con un objeto en las manos, enrollado por una tela blanca.
—¿Y esto?
Se lo entregó y el maestro descubrió la tela para revelar el regalo. Pólux silbó largamente mientras torcía las puntas de sus alas.
—Es del viñedo de Spica —Naos esbozó una gran sonrisa—. Es un encargo especial.
Pólux miró para ambos lados de la calle. Había un montón de ángeles yendo y viniendo por las calles de Paraisópolis, pero no les prestaban atención. Mejor así. Su fama de ángel bebedor no era desconocida en los Campos Elíseos, pero deseaba mantener cierta privacidad. Agarró la botella de vino y la ocultó tras su fajín.
—¿Encargo especial? ¿Acaso ya lo sabéis? —preguntó Pólux.
—Los rumores corren rápido, Maestro.  
—Hmm asintió Pólux—. Mantened la biblioteca ordenada durante mi ausencia.
—Pero hay algo que me tiene curioso, Maestro —dijo otra Potestad—. Si se topa con un espectro del Inframundo, ¿acaso va a darle librazos a la cabeza hasta que muera?
Sus estudiantes carcajearon estruendosamente, aunque Pólux se estremeció de imaginarse haciendo algo como aquello.
—Si sucede lo peor, me temo que tendré que hacer un gran sacrificio y reventarle la botella de vino en la cabeza.
Más de un ángel detuvo su rutina y miró a ese grupo de sabias Potestades riendo sonoramente en la entrada a la Gran Biblioteca. Era usual verlos siempre de buen humor y tratarse con camaradería.
—De todos los ángeles de la legión, usted es el menos adecuado para esta misión, Maestro.
Ahora las risas fueron menos pronunciadas porque era una verdad incómoda. Las Potestades no estaban hechas para la batalla. Pólux ni siquiera sabía manejar un arma, tal vez una daga, como mucho, pero desde luego insuficiente para una misión al Inframundo.
—Estarás bien resguardado, eso sí —dijo uno—. Tu compañero es nada más y nada menos que Próxima.
Ahora todos asentían entre murmullos. Probablemente, luego de los Serafines, Próxima era uno de los guerreros más respetados de los Campos Elíseos. El alumno más audaz de la Serafín Irisiel era una excelente garantía de seguridad para una misión tan peligrosa.
—Pero tu otro compañero —Naos frunció el ceño—, no me inspira mucha confianza...
—No seas agorero. No puede ser tan malo —interrumpió Pólux—. Si Irisiel lo eligió, tendrá sus razones.
—La Serafín puede equivocarse —devolvió Naos—. Ya ves. Te eligió a ti.
De nuevo los estruendos de las carcajadas rebotaban por las callejuelas. El ambiente de despedida fue grato y entre amigos. Con sendos abrazos, se despidieron de Pólux con la esperanza de verlo más temprano que tarde. El robusto ángel se ajustó su fajín y les sonrió, antes de girarse y perderse en las calles de Paraisópolis.
—Pero, realmente —insistió Naos a sus compañeros—. De todos los ángeles que Irisiel podría haber elegido para acompañar a Pólux y Próxima, ¿ha tenido que nombrar justamente a ese?
—No puede ser tan malo —dijo otro—. ¿O sí? 


Varias hembras se encontraban apelotonadas en un rincón de la cala del Río Aqueronte, tras unos arbustos. Estaban nerviosas, pero a la vez emocionadas ante lo que contemplaban. Celes y Curasán, los guardianes de la Querubín, charlaban amenamente a orillas del río. Jamás hubieran creído que dos ángeles de la legión pudieran ser pareja, tal y como los mortales lo hacían en el reino humano. Ni bien pudieran, escribirían una canción acerca de aquel romance prohibido. Después de todo, como miembros del coro angelical, no se podía esperar menos. A ellas, todo les inspiraba letras de canciones.
Suspiraron en el preciso momento que Curasán tomó de la mano de Celes. Quién diría que el ángel más torpe de los Campos Elíseos luciera tan galán, iluminado especialmente por un haz de luz del sol mientras el viento mecía su corta cabellera. Sonreía y desde luego afectaba a Celes quien, enrojecida, no sabía dónde mirar.
Enrojecimiento que, súbitamente, invadió a varias de las hembras que espiaban. Una incluso llegó a suspirar mientras torcía las puntas de sus alas.
Curasán elevó la mano de su amante y la besó.
—Esas arpías curiosas —dijo él—. Nos están mirando desde lo lejos, ¿no es así?
Celes se encontraba nerviosa y le costaba concentrarse. Era la segunda vez en toda su vida que demostrara su afecto en público. La primera fue ante la legión de guerreros, pero ahora ante sus amigas más cercanas. Por más que el amor hacia Curasán lo sintiera reconfortante, no podía quitarse el hecho de que, al fin y al cabo, era algo innatural en los ángeles.
—Ah, Curasán —respondió al fin—. No las llames así. Son mis amigas.
—Pues que no espíen.
Celes meneó la cabeza para enfocarse. Había un par de asuntos mucho más importantes. La primera, ella misma debía bajar al reino de los humanos para ir junto a su protegida. Su “pequeña hermana”, como la llamaba. Y lo haría en compañía de las cantantes del coro angelical que aún estaban en los Campos Elíseos, quienes deseaban ir junto a su maestra Zadekiel. Las guiaría el Dominio Sirio, uno de los pocos Dominios al servicio de la Serafín Irisiel.
—Recuerda —dijo Celes, acariciando la mejilla de su amante—. Te estaremos esperando. Eres su guardián. Su hermano. Y tú… tú me perteneces, ¿no es así? —hizo una pausa porque se emocionaba con sus propias palabras—. Prométeme que volverás vivo.
—No podría volver muerto. 
Aquello era el otro asunto que la tenía en ascuas. Si bien la Serafín Irisiel los había liberado, ahora los separaría. Celes bajaría al reino de los mortales para cuidar de su protegida, mientras que Curasán tendría una misión peligrosa: adentrarse, junto con otros dos compañeros, en las desconocidas y prohibidas tierras del Inframundo.
Pero él tenía confianza. En sí mismo. En sus dos compañeros: Próxima, el habilidoso arquero, y Pólux, la Potestad más sabia de los Campos Elíseos.
Celes se apartó, ofuscada ante el desenfado con el que se tomaba su amante todo aquello.
—¡Tengo mis razones para preocuparme! ¿Qué será de tu protegida si pereces? ¿Qué será…? ¡Ah! Ríete si quieres, pero, ¿qué será de mí?
—Y de mis otras amantes —Curasán se acarició la barbilla—. Mi muerte traerá mucha desesperanza, ahora que lo pienso.
—¡Necio!
Se abalanzó para abrazarlo. Y su amante correspondió, esta vez le invadió una súbita emoción al percibir en su pecho el llanto ahogado de Celes. Por más que fuera probablemente el más torpe de los Campos Elíseos supo comprender que no había lugar para bromas. Al menos, no en ese preciso instante.
—Volveré —susurró, acariciándole la cabellera—. Y cuando regrese, se lo diremos a Perla.
—Hmm —gruñó suavemente ella, asintiendo conforme hundía más su rostro en el pecho del joven.
—Me pregunto qué dirá…
—Trastabillará palabras por horas, seguro —rio la hembra.
Un ángel plateado descendió en la playa, entre el grupo de las cantoras espías y la pareja de amantes. Las hembras del coro respingaron al reconocer al mismísimo Dominio Sirio, con aquel llamativo y enorme mandoble cruzado en su espalda, y rápidamente se acercaron, unas aleteando, otras dando presurosas zancadas. Pero absolutamente todas miraban curiosas la despedida de los ángeles amantes.
Cuando el ángel plateado notó a todas las hembras tras él, les asintió.  
—¿Estáis todas? Es momento —dijo él—. Dependiendo de dónde caigamos, podríamos llegar junto a Zadekiel en cuestión de pocos minutos o cuestión de dos días, como mucho.
Celes se apartó al oírle, pero cuánto deseaba unos segundos más al lado de su pareja. Dos de sus amigas se acercaron y acariciaron sus alas para, lentamente, llevarla de la mano al río Aqueronte. “Ve”, susurró Curasán, animándola. Cuando todas pisaron el agua en la orilla, Celes se giró y reveló sus ojos humedecidos.
—¡Curasán! ¡No lo olvides! Te estaremos esperando.
—No podría olvidarlo, no dejas de repetirlo —se palpó la cintura, buscando algo en su cinturón—. Oye, espera, Celes…
Levantó un papel de lino enrollado y se la lanzó.
—Entrégasela a la enana —le guiñó el ojo—. Y aguántate las ganas, curiosa, es solo para ella.  
Sus amigas tomaron de su mano al ver que el Dominio Sirio ya entraba al agua. Al grito de “¡Vamos!”, se adentraron en el río. Tomadas de las manos, todas las hembras desaparecieron entre chillidos y risas, dejando sobre la superficie las espumas informes sobre el agua. Curasán dobló las puntas de sus alas; cuánto deseaba estar en ese grupo, cuánto deseaba ver de nuevo a su protegida y rodearla con sus brazos.
Pero él comprendía que era el guardián. Y como tal, tenía sus responsabilidades.  
Silenciosa como una brisa, Irisiel descendió en la orilla, detrás de Curasán que miraba melancólicamente el río. La Serafín lo había visto todo desde la distancia. Era inevitable sentirse, en cierta manera, culpable por estar separando a la pareja de amantes. Pero era lo que tenía que hacerse. No podía dejar que Curasán y Celes dieran el mal ejemplo en la legión e incitaran a los demás ángeles a romper una promesa sagrada de servidumbre exclusivo para los hacedores, por más que estos estuvieran desaparecidos.
—Curasán —dijo apenas; su voz se perdía en el murmullo del viento.
El ángel no se giró para verla. Irisiel apretó los labios; de seguro estaba molesto con ella por ser la causante de la separación.
—Puedes estar todo lo enojado que quieras, pero lo hago porque creo que es lo adecuado para la legión. Y, sobre todo, por el bien de Perla. Porque tú eres uno de los pocos ángeles que puede cumplir con la misión.
No hubo respuesta. Solo el húmedo viento meciendo las alas del joven ángel.
—Pero te prometo —la hembra ladeó el rostro y apretó los dientes—. Te prometo que, si todo sale bien, podrás reunirte con Celes. Si esto es lo que te hace feliz, no me entrometeré. Pero, por favor… ¿Cómo te demuestro que no lo hago por caprichosa? ¡Eres el guardián de Perla, maldita sea, hoy más que nunca necesitas ser su escudo! ¡Háblame al menos!
Curasán lentamente se giró y vio a la Serafín. Sonrió e Irisiel se estremeció. No podía negar que el muchacho tenía su encanto. Era torpe, claro, pero irradiaba un aura que era capaz de tranquilizarla aún pese al clima de guerra que se olía en los Campos Elíseos. Tal vez fue el destino lo que hizo que criara a la Querubín, porque cuando veía sus ojos, veía un poco de Perla. Veía un poco de esperanza. De que todo saldría bien.
“Ojalá”, pensó ella, devolviéndole la sonrisa. “Ojalá muchos fueran como él”.
—Esto… —Curasán achinó los ojos y se limpió los oídos—. ¿Desde cuándo estás ahí?

III.                Año 1393
Cuando el sol estaba en lo alto del cielo, cientos de jinetes en formación partieron rumbo al diezmado castillo; las murallas se habían convertido en escombros pedregosos y desnivelados que ya no protegían los salones del emperador mongol. El polvo, acuchillado por haces de luz, había menguado y la visibilidad no era perfecta. Pero los guerreros, al ver a sus enemigos, levantaron los sables al aire que refulgían como líneas doradas al sol. Los casquetazos hacían temblar el suelo y pronto se llenó de rugidos de guerra cuando se dio el encontronazo contra los vasallos del derrocado emperador, quienes contaban con una disminuida caballería protegiendo los salones.
Iban y venían los sablazos durante el violento cruce entre las líneas enemigas; gotas de sangre se desparramaban por los aires y caían sobre la hierba del jardín. Wezen se adentró en medio del tumulto, como una lanza en medio del fuego, repartiendo tanto sablazo como podía dar. Recibió un inesperado corte en el brazo que sostenía la rienda, pero el enemigo rápidamente cayó de su montura, con un flechazo atravesándole el yelmo. Wezen giró la cabeza y sonrió al ver a Zhao, arco en ristre, atento a él.
—¡Gracias, Zhao! ¿¡A cuántos mataste ya!?
Zhao no lo escuchó debido al griterío, pero entendió por los movimientos de labios.
—¡Recuerda a Xue!
Wezen tampoco oyó, pero entendió. 
—¡Lo hago!
Recibió un martilleo de sable contra su yelmo, de parte de algún enemigo, aunque otros de sus compañeros entraron para embestirlo. A Wezen la cabeza le daba vueltas, pero no era momento de mostrar debilidad. Estaba en medio de una batalla y era hora de reclamar venganza. Espoleó su montura y siguió adentrándose entre los enemigos.
Se agachó al ver venir a uno y atizó un tajo bajo el brazo para que este cayera cercenado. Sintió sangre caer de su frente y saboreó el gusto amargo en sus labios; aquello pareció inyectarle de furia y consiguió deshacerse de otro con un rápido sablazo. Escupió un cuajo de sangre en el preciso instante que cortó el cuello de un enemigo más; era un auténtico carnicero y sentía que podría hacerlo durante horas.
Detuvo su montura al haber atravesado las diezmadas líneas enemigas. Vino la repentina quietud. Eso era todo. Al frente las escaleras daban el acceso a los salones. Se giró y vio con satisfacción cómo sus compañeros lo seguían y derribaban a cuanto se les atravesara. Los que caían eran rápidamente rematados por las picas para que no volvieran a levantarse.
Los gritos de guerra fueron disminuyendo de intensidad en el jardín para dar paso al griterío de júbilo, un grito que se repetía hasta el hartazgo. “¡Diez mil años para el nuevo emperador, diez mil, diez mil!”; pronto la noticia correría por todos los rincones del reino de los Xin: la batalla en Ciudad de Jan había terminado.
Zhao se abrió paso hasta llegar junto a Wezen, y notó con espanto cómo la armadura de este estaba bañada de sangre. Pasó su mano por la pechera de su amigo y luego se restregó en su propio rostro el líquido viscoso, causando una mueca graciosa en Wezen. Lo hacía para aparentar ante los superiores, de que también había participado de la batalla como uno más.
—Mataste a uno, Zhao. Lo vi con mis propios ojos.
—Buda lo vio mejor —se excusó con un ademán—. Fue para protegerte.
Wezen lo tomó del hombro y sacudió, riéndose. Intentó quitarle el yelmo, para bromear, pero a su amigo le aterrorizaba que le vieran la calva y los demás sospecharan de su religión. Un budista no mataba, al menos no hasta que fuera necesario, y alguien con ideales tan diferentes a los de ellos no sería visto con buenos ojos en la caballería xin.
—Este Buda del que hablas… —Wezen frunció el ceño al fijarse mejor en Zhao; su armadura no tenía ningún rasguño—. ¿También atrapa las flechas y te escuda de los golpes?
—No. Solo estoy atento en el campo de batalla.
Wezen enarcó una ceja. Lo sintió como un regaño.
—No mientas, ¿Buda no castiga los mentirosos? Tú estás huyendo de la lucha.
—¿Huir? Me gustaría, pero no puedo —se encogió de hombros—. Te sigo donde vas. Y solo vas allá adonde hay problemas.


El ejército había acampado en las afueras de la ciudad y el clima de festejo era notorio. La brisa se había vuelto aún más fría, pero ahora arrastraba un olor a carne asada que agradaba. Wezen y Zhao cabalgaban hacia al centro del sitio, por un camino de tierra que serpenteaba entre las tiendas, rumbo a la yurta del comandante. El estómago del guerrero protestó varias veces cuando reconoció el olor a carne de cordero, pero se recompuso pensando que en la tienda principal de seguro lo invitarían a algo. 
Miró a Zhao y este ni se inmutaba.
—¿Tienes hambre, Zhao?
—No. ¿Y tú?
Abrió los ojos cuanto pudo y señaló con ambos brazos el campamento. El olor era embriagador para cualquier hombre y en serio no comprendía cómo ese budista era capaz de resistir semejante tentación.
—Pero, ¿tú qué crees?
—Estoy seguro que el comandante te invitará algo. Lo has impresionado.
Wezen asintió. Aunque Zhao aún no había terminado.
—O, por el contrario, podría darte los varazos que amenazó darte. Tal vez todo esto no sea sino una mentira para que vayas directo a la boca del lobo. 
—La boca del lobo…. Ah, ya veo. ¡Eres un gran amigo! Me pregunto si ese Buda será capaz de evitar que me mee en tu desayuno…
—Sí sé que nadie te salvará de los varazos… —sonrió y lo miró divertido—. Amigo.
Desmontaron al llegar a la tienda principal, armada sobre una carreta de gran tamaño y vigilada por dos soldados. Zhao se arrodilló sobre la hierba y cerró los ojos. Wezen creyó oírle decir “Te estaré esperando”. Se había olvidado de nuevo sobre el asunto de las formalidades militares. Solo él estaba invitado, no el budista. Se dirigió a la tienda y uno de los guardias intentó interrumpir el paso, aunque el otro reconoció al joven y le indicó, con un cabeceo, que entrara a la yurta.
Agachó la cabeza para pasar bajo el dintel. El olor del cordero volvió a invadir sus pulmones. Se preguntó por un momento si lo que le había dicho el budista era verdad; tal vez se divertirían azotándolo mientras comían y bebían. Meneó la cabeza porque la sola imagen era aterradora.
Luego levantó la mirada y vio al comandante sentado en un asiento mullido, siendo masajeado por dos esclavas tan pálidas como la nieve; se encontraba con el torso desnudo, repleto de cicatrices; la cabeza echada hacia adelante y, ahora sin casco, podía verle las trenzas de su cabellera balanceándose.
Wezen se inclinó como saludo, ahora con más dudas asaltándole la cabeza. Tal vez ese hombre era algo más que un comandante.
—Comandante Syaoran, he venido. Como ordenó.
De un movimiento de brazo, el hombre apartó a una esclava y levantó la mirada. 
—Ha venido el guerrero Xi Xia —Luego miró a una de sus esclavas y ordenó algo.
Mientras una muchacha acariciaba el pecho del comandante, la otra se hizo con una botella de vino de arroz y destapó la cera para servirle en una taza al joven guerrero. Este no dudó en tomarlo con ambas manos. La bebida quemó su garganta y gruñó; era más fuerte de lo que recordaba. Recordó que Zhao ya probó del mismo, en las campiñas de Xi´an. “Sabe a pis de caballo”, dijo en ese entonces, y el guerrero sonrió al terminarse la bebida.
—El emperador mongol no se encontraba en la ciudad —Syaoran elevó su propia taza—. Todo fue una trampa bien elaborada para hacernos perder el tiempo. Pero a falta de su cabeza, los sesos de su enviado diplomático y las ruinas de su castillo servirán como tributo. 
Bebió de un trago y miró al joven.
—Es extraño que nombres tierras que ya no existen. ¿Cuál es tu historia?
—Mi abuelo. Era arquitecto y servía al rey Xi Xia.  
Wezen respondió luchando contra un repentino mareo que causaba la bebida. Miró a la joven esclava, arrodillada a su lado, quien se sorprendió del color amarillento de los ojos del xin; él, en cambio, se deleitó de la vista de sus apetitosos senos y luego de la fina mata de vello recortada sobre la atractiva carne de su sexo… y le sonrió de lado.
—Mi abuelo también servía como vasallo del rey Xi Xia. Aunque no era arquitecto, sí sirvió como uno de sus escuderos.
Wezen lo miró con asombro. Entonces los antepasados del comandante también habían servido al mismo reino que los suyos. No había duda de por qué lo mandó llamar.
—¿Tienes familia, Wezen?
—Tengo una hermana, comandante. Vive en Congli, con mi tío… Eso es en la frontera, mi señor. Al oeste.
—Queda lejos, pero lo conoceré. Soy miembro de la Sociedad del Loto Blanco y nos consideramos la mano derecha del emperador. Por decisión suya, deberé llevar mil hombres a la frontera con Transoxiana, al oeste. El resto del ejército volverá a Nankín a la espera de nuevas órdenes. Me gustaría llevarte como miembro de mi caballería.
—¿Transoxiana? —Para llegar allí debían pasar por Congli, por lo que sintió un cosquilleo en el pecho al saber que volvería a ver a Xue luego de año y medio de estar separados—. Puede confiar en mí, comandante.
—Lo sé. Quien honra a sus antepasados me merece la confianza. Por eso te pedí venir aquí.  
—¿Qué sucede en Transoxiana, mi señor?
—Esperamos encontrarnos con unos emisarios de Occidente. De Rusia —el comandante bebió otra vez de su copa; su voz apenas se mantenía firme y ya arrastraba algunas palabras—. Hace años que nuestro emperador está en contacto con ellos. Serán aliados importantes… si los encontramos vivos.  
Wezen desconocía de otros reinos, pero sí relacionaba las tierras del Occidente con algo.
—Cristianos.
—Hmm —gruñó el comandante, haciendo un ademán—. Son aliados. Musulmanes, cristianos, incluso ese amigo tuyo, el budista —Wezen dio un respingo al oír aquello. Definitivamente, al comandante no se le escapaban detalles—. ¿Qué importa cuando hay un enemigo en común? Los mongoles también asolan su reino.
Imprevistamente la esclava mordió el pezón de Syaoran, quien respingó. Su cabeza daba vueltas y vueltas, pero consiguió sonreírle a la joven, cuya mano se escondía bajo su pantalón en buscaba despertar la virilidad del hombre. Pronto se sentó sobre su regazo para encontrarse rodeada por los fuertes brazos del comandante.
Wezen notó cómo la segunda esclava se le despedía con una reverencia para unirse al dúo. El guerrero apretó los labios, decepcionado; esperaba que ella se le ofreciera. La muchacha abrazó a su amo por detrás, presionando sus nimios pechos contra su espalda, en tanto que este saboreaba de la boca de la otra joven.
Syaoran se apartó suavemente y fijó la mirada en Wezen.
—Si tienes hambre, llévate cuanto quieras.


El sol se ocultaba y teñía el horizonte poblado de lejanas montañas. En las afueras del campamento, Wezen ajustó la bolsa de la grupa de su caballo, cargada de bebidas y algo de carne asada, y montó de un enérgico brinco. Zhao lo esperaba más adelante, sobre su montura y conversando con un par de soldados. Era extraño verlo charlar con otros hombres; de seguro, pensó, se ganó algo de admiración en los demás por cómo se desenvolvió en el campo de batalla.
—Toma —Wezen le acercó un odre de vino—. Para calentar el cuerpo. Nos esperan tierras frías, Zhao. Y peligrosas. Quién sabe si aún hay mongoles acechando. ¡Pero …! Pero luego se nos abrirán de brazos las tierras más cálidas que te podrás imaginar.
—¿El desierto de Gobi?
—No —rio, no era ese tipo de calidez al que se refería, sino a algo más hogareño—. Volvemos a Congli. 
—Ya veo. Xue estará feliz de verte.
Y él estaba de acuerdo. Avanzó unos pasos más, mirando las lejanas montañas por las que tendrían que buscar un camino rumbo a casa. Se inclinó ligeramente hacia adelante sobre su montura, como si quisiera partir cuanto antes. Acarició a su caballo, animándolo porque pronto afrontarían una larga travesía.
Mientras una fría brisa mecía la aparente infinitas extensiones de hierba, se giró para ver a su amigo.
—¿Qué sucede, Zhao? ¡Vamos! —elevó la mano, levantando el pulgar y cortando el gigantesco sol naranja—. Ya sabes lo que dicen. No hagamos esperar al infierno.

IV.                
En los lejanos límites de los Campos Elíseos, hacia el norte de Paraisópolis, cruzaba el gran Río Lete que delimitaba el fin del reino de los ángeles además de marcar, con una gigantesca bruma neblinosa, los inicios de un reino oscuro y desconocido para ellos. De una altura considerable, el muro humeante del Inframundo no permitía el acceso a nadie.
Solo en los inicios de los tiempos, cuando Lucifer se recluyó allí con sus huestes además de sus dragones, los dioses permitieron a un ejército de ángeles adentrarse para darle caza. Pero hacía milenios de aquello y muchos guerreros de aquel entonces ya no se encontraban vivos.
Amontonados al borde una colina, varios ángeles se habían agrupado para despedir a los tres elegidos por la Serafín Irisiel, quienes estaban de pie frente al muro de niebla, fascinados. Fue la propia Serafina quien se abrió paso en el grupo para quedar al frente y hablar con sus elegidos una última vez.  
—Cuidaos los unos a los otros —dijo la Serafín, y los tres ángeles se giraron para verla.
Próxima se fijó en el grupo y se sorprendió de ver a Ondina quien, como líder de las jardineras, se ofreció para desearle suerte a los tres enviados con regalos florales. Pulseras de pétalos flotaron en el aire y se cerraron en las muñecas de los tres elegidos al son de los movimientos de dedos de la hembra. El arquero sonrió de lado y la Virtud le devolvió la sonrisa.
Algunas Potestades también fueron. Naos estaba al frente, de brazos cruzados, totalmente preocupado por su maestro. Pólux le guiñó el ojo y su alumno asintió serio, incapaz de librarse de la inquietud que lo acosaba.
—Un mundo desconocido y prohibido les espera—continuó la Serafín—. Supongo que cada uno de ustedes hizo sus investigaciones sobre el Inframundo.
Próxima recordó que no dejó de consultar con la propia Serafín sobre qué peligros podría encontrar allí. Ya sabía, en menor medida, qué esperar de los espectros, así como de las bestias que pululaban en aquel reino. Pólux cerró los ojos y recordó sus noches en vela; cómo no iba a investigar sobre lo que pudiera. Incluso charló varias veces con los pocos guerreros que habían hecho incursiones hacía milenios. En su mente, ciudades y castillos se erigían bajo la oscuridad. Curasán, por otro lado, sonrió con los labios apretados. La verdad es que no se le había ocurrido investigar de alguna manera.
Cuánto le gustaría a la Serafín enviar todo un ejército al Inframundo, pero el enemigo era cauto e inteligente. Si ya fue por sí solo capaz de manipular al Serafín Rigel y a toda su legión de guerreros, cómo no iba a poder hacerlo con los demás. Sabía que no debía llamar la atención y solo debía enviar un grupo reducido.
Siguió hablando no solo para los tres, sino para tranquilizar a los ángeles que habían ido allí para despedirse.
—Os elegí a los tres porque confío en vosotros. Próxima, mi mano derecha. Pólux, mi sabio consejero. Y Curasán… —hizo una pausa y sonrió al joven ángel mientras algunas risillas cómplices se oyeron tras la Serafín—. Curasán, tú eres el ángel más noble de la legión.
El muchacho se rascó la frente, tratando de ocultar su sonrojo. Era la primera vez en milenios que la Serafín le regalaba un elogio como aquel. A pesar de que esa mañana, en la cala del Aqueronte, la hembra se abalanzó sobre por él para arrancarle varias plumas de sus alas, ahora sentía que sus palabras venían cargadas de sinceridad y admiración.
—Os adentraréis en las tierras prohibidas porque hay una amenaza que busca dividirnos con el miedo como arma principal. Os encontraréis con dificultades y probablemente el horror os espere, pero cuando sintáis que nada vale la pena, cuando sintáis que el miedo os presione el pecho, recordad que estás allí frente a frente contra un enemigo no porque odiéis al que tenéis adelante, sino porque amáis lo que habéis dejado atrás. ¡Así que extended las alas, mostradles que los ángeles abrazarán a todos aquellos que busquen la paz y el conocimiento, pero darán caza sin tregua a todo aquel que amenace nuestro reino! ¡Brillad allá en las tierras donde no alcanza la luz! ¡Llevad la esperanza en las tierras donde no la conocen!
Invocó un arco dorado en una mano y una saeta entre los dedos de la otra. Relucían con intensidad y los que estaban cerca admiraron aquello con largos suspiros y silbidos. Irisiel vio el arma detenidamente, rememorando aquella lejana guerra contra las huestes de Lucifer. Los dioses se lo habían regalado para cazar a los dragones, caballería por excelencia del ángel renegado, y había rendido con creces la confianza que depositaron en ella.
Ahora sería su turno de cederla, pero no sin antes hacer un último disparo. Tensó la cuerda hasta la oreja y apuntó al frente, allí en esa muralla de neblina en apariencia inexpugnable.
—¡Cazad al Segador y ponedle fin a la amenaza! ¡Id, mis elegidos! ¡Yo os nombro los Ángeles de la Luz!
La flecha salió disparada, generando un violento torbellino a su paso, levantando pedazos de piedrecillas al aire, atravesando y partiendo en dos el muro de niebla, revelando el sendero pedregoso y en apariencia infinita que conducía al Inframundo.
La legión elevó gritos de júbilo al aire que luego se convirtieron en rugidos que parecían inyectar de confianza y valor a los tres enviados. Mientras la Serafín lanzaba el arco dorado hacia Próxima para que este lo cogiera al vuelo, Pólux hinchó el pecho con orgullo. Fue un discurso motivador y propio de una guerrera tan distinta como lo era la Serafín, quien lejos de ensalzar la fuerza de los ángeles buscaba resquicio de valor en sus corazones.  
—No te decepcionaremos, Serafín —dijo la Potestad.
—Volveremos, Maestra —respondió Próxima, ajustándose el arco dorado en la espalda.
Pero cuando el arquero volvió la mirada para observar el camino abierto, notó sorprendido que Curasán ya se adentraba con pasos firmes y decididos.
El guardián se giró, levantando la mano con el pulgar elevado. Los demás lo vitorearon porque el mensaje para el oscuro Inframundo y sus huestes estaba más que claro: en el reino de los ángeles no había amenaza que temer. La Serafina sonrió conmovida, en tanto que Pólux lo regañó por apurarse. Próxima, por su parte, apuró el paso para alcanzarlo.
Realmente había esperanzas, pensó la Serafina, viendo a sus tres elegidos.
—¿Y bien? ¡Vámonos! —ordenó Curasán—. No hagamos esperar al Infierno.
Continuará.
Nota del autor: Pido enormes disculpas por la tardanza. Espero que aún haya alguien interesado en la serie… China tuvo varios nombres en la antigüedad, generalmente asociada a la dinastía imperante. En la época ambientada ya adoptaba el nombre de una antigua dinastía: “Xin” o “Quin”, aunque la dinastía imperante en ese entonces se denominaba “Yuan”, regida por mongoles. En Europa era mayormente conocida como Catay.

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