Cuarto Capítulo. El ejército xin llegaba al último pueblo
antes de alcanzar la frontera con Transoxiana. Y en el Inframundo,
campanas sonaban en
medio de la oscura ciudad de Flegetonte.
I.
Año 1368
Congli era un pueblo apacible, rodeado por un auténtico mar
de hierba que llegaba hasta las rodillas y, más en la distancia, una extensa cordillera
cortaba el horizonte, de altísimos picos bañados en nieve. Su principal
atractivo era el mercado instalado en las proximidades del río; la Ruta de la
Seda acrecentaba el comercio a pasos agigantados, atrayendo cada año más
familias para que se asentaran.
En las afueras de la villa principal, en una parcela alejada,
destacaba el único árbol de gingko en las inmediaciones. Era notablemente
enorme y alfombraba la hierba con sus peculiares hojas amarillas. Xue tiró de
un hilo rebelde de su túnica y sentó bajo su sombra; era un buen día y la brisa
levantaba incontables hojas a su alrededor, pero la joven xin no estaba con el
mejor de los humores. Miró a los alrededores y se vio completamente sola; tal
vez se levantó demasiado temprano.
Destacaban sus grandes ojos en su rostro de facciones finas; eran
de color miel, de un amarillo brillante como los de un lobo y que contrastaba
con el negro profundo de su larga cabellera. La oriental comprobó por enésima
vez la rueda de la máquina hiladora frente a ella; seguía sin encontrarle
rotura alguna o un elemento que atravesara entre las astas. Y, aun así, giraba
forzosamente a pesar de presionar los pedales con todas sus fuerzas. Vio de
reojo las canastas apiladas a un lado, repletas de algodón que su tío había
desmotado al amanecer, y bufó.
Luego se fijó en el tornillo de madera que sujetaba la rueda
y cayó en la cuenta de que podría estar ajustada con demasiada fuerza. Intentó girarla
con sus dedos, pero estaba bien enroscada y además nunca fue buena con ese tipo
de manualidades.
Lo podría ajustar su tío, pero ya había partido al pueblo con
el carro cargado de bolsas con seda que ella misma había hilado y rehilado las
últimas semanas, y no volvería hasta el atardecer. Luego pensó en su hermano, Wezen,
quien era bueno con las reparaciones. Se lo imaginó montado sobre un caballo y
engalanado con una armadura de brillantes placas negras y cientos de costuras
rojas dándole el toque distintivo de la nueva dinastía. Por un momento, se sintió
tranquila. Ojalá, pensó ella, su hermano hubiera sobrevivido a la guerra en
Ciudad del Jan y volviera a su lado. La noticia de la victoria de la rebelión xin
viajaba por todos los rincones de la nación, llevadas por mensajeros e incluso
comerciantes, pero la joven seguía sin tener noticias de él.
Cuando Wezen se sentó a su lado con un sonoro jadeo, Xue no
le prestó mayor importancia, sumida en sus pensamientos. Incluso creyó que solo
era su imaginación. El xin se retiró el yelmo, dejándolo a sus pies, y luego se
inclinó hacia el tornillo de la rueda; tras tomarla con sus dedos, la giró con
facilidad. Luego, agarrando el pedal con una mano, presionó para comprobar que
girara adecuadamente.
Asintió al ver que la máquina volvía a funcionar.
—Ya no tienes excusa, Xue. A trabajar.
Xue dio un respingo y giró la cabeza. ¿Podía ser él? ¡Había
vuelto! No se lo creía en absoluto. Abrió la boca, pero no salió palabra
alguna. Estaba engalanado como lo había imaginado, aunque ahora tenía un
radiante sable sujeto por correas en su espalda. Sí notó, fugazmente, que las
costuras de su armadura eran blancas y no rojas como las que solían llevar los
soldados de la nueva dinastía.
Wezen sonrió deleitándose de la incredulidad de su pequeña
hermana. Apenas había cambiado tras un año y tanto, pensó. Pero notó de reojo
que algo sí era distinto. Los senos. Ahora asomaban tímidos bajo su vestido de
algodón.
Se frotó el mentón, volviendo a fijarse.
—Se ve que has creci…
No terminó su frase cuando Xue cruzó su rostro con un
manotazo.
Alejada, tras un vallado de madera que separaba las parcelas
de otras familias, la esclava Mei desencajó la mandíbula cuando vio aquel
exabrupto. Miró a Zhao quien, a su lado, estaba sentado sobre la valla, pero
con la mirada perdida en la lejana cordillera. Pidió al budista que
intercediera de alguna manera, pero él meneó la cabeza.
—Déjalos —hizo un ademán—. Es normal.
Wezen se tomó de la mandíbula; qué fiera, ¡sí que había
crecido! Intentó mirarla a los ojos, pero esta se cruzó de brazos, mirando para
otro lado con el ceño fruncido. Era una ofensa grave que esta lo ignorase, sin
dudas.
—Tú —dijo ella—. ¿Crees que olvidé?
—¿No puedes, simplemente, alegrarte?
—¿Alegrarme? Todos los días le rogaba a nuestro tío que
preguntara a los comerciantes y mensajeros cómo iba la guerra. Cuando me enteré
de que ganasteis la batalla en Ciudad del Jan, pensé que me alegraría. Pero fue
peor. Me di cuenta de que no me importaba la guerra, sino tú.
Wezen silbó sorprendido.
—Solo debías preguntar por el jinete más guapo de la legión.
La joven blanqueó los ojos y gruñó. “Te fuiste sin
despedirte”, dijo apenas audible. Hacía un año que Xue había intentado por
todos los medios convencerlo de que no marchara, pero su hermano no podía
desentenderse de los vientos de guerra que, según él, lo reclamaban.
Wezen se levantó e hizo una reverencia profunda.
—Lo siento. Pero he vuelto a casa con una victoria, hermana.
Cumplí mi promesa.
—¿Una victoria? —por fin se atrevió a mirarlo—. Solo quería
que volvieras. ¿Qué tan buena puede ser una victoria si he de perderte?
—Por favor, Xue —mantuvo su reverencia.
Mei suspiró aliviada cuando notó que la hermana se incorporó
para posar su mano sobre el hombro de Wezen, señal de que había aceptado las
disculpas. Se recostó en el vallado. Las dos esclavas del comandante Syaoran
tenían órdenes de quedarse en la villa principal del pueblo, junto con una
decena de los soldados más jóvenes de la legión xin; la travesía a Transoxiana
sería peligrosa y no deseaba exponerlas al peligro; solo volverían a unirse
cuando ellos regresaran con el embajador de Koryo.
Aunque la orden fuera ir a la villa central, Mei se las
ingenió para acompañar a Wezen rumbo a su casa.
—Wezen tenía razón —confesó Mei—. Su hermana es una muchacha
hermosa.
Zhao apenas prestaba atención; se volvió a fijar en la
cordillera del horizonte y sintió un escalofrío. En Xin era conocida como Congling,
aunque en Persia lo llamaban “El techo del mundo”. Hacía dos años cuando él,
junto con un grupo de treinta budistas más, cruzó el peligroso Corredor de Whakan,
un estrecho y largo paso en medio de la cordillera que servía de conexión entre
Xin y Transoxiana. Fueron asaltados por un grupo de saqueadores mongoles, quienes
despacharon a todos para luego apilar sus cuerpos esperando que los cuervos
hicieran el resto.
En ese entonces, el joven budista pensó que todo acabaría
allí, imposibilitado de moverse debido a un par de fracturas y el punzante
dolor. Fue Xue quien lo descubrió, viéndole respirar dificultosamente, en tanto
su hermano guiaba un carro cargado de bolsas de seda y algodón. Aunque Zhao estuviera
agonizando, oyó claramente cómo Wezen refunfuñó ante la idea de rescate, objetando
que sería más piadoso dejarlo morir, pero fue la joven quien insistió en
ayudarlo.
—A ella le debo mi vida —confesó el budista.
A lo lejos, Wezen resbaló y cayó sobre la hierba, levantando
las hojas amarillas a su alrededor; Su hermana rio a carcajadas, aduciendo que
era un castigo de sus ancestros por haberla abandonado tanto tiempo. El
guerrero fingió estar muerto, despatarrado como estaba, y Xue aprovechó para
agarrar el yelmo y ponérselo. Se giró y notó a Zhao, dedicándole también una
reverencia desde la distancia.
—¡Zhao! ¡Me alegra verte, amigo mío!
La esclava y el budista correspondieron el saludo.
—Por lo que habéis contado tú y Wezen —dijo Mei—, diría que
ella es un ángel. Vamos, Zhao, he venido a conocerla.
II.
Año 2332
Con una pluma arrancada de su propia ala, Pólux terminaba de
escribir los últimos apuntes en su libro. El Inframundo le resultaba fascinante
más allá de la impresión de ser un mundo rocoso y desolado, con ese cielo
magenta oscuro atiborrado de estrellas. Sentado sobre una roca, cerró su libro
y lo des-invocó; instantáneamente aparecería en la Gran Biblioteca de
Paraisópolis para que las otras Potestades pudieran devorar toda la información
que recababa.
Se acarició la barriga; deseaba beber el vino que le habían
regalado. Como ángel no sentía hambre ni sed, solo antojo debido a su mala
costumbre de bebedor, pero decidió que al menos durante su misión no cedería a
la tentación; se emborracharía cuando él y sus dos compañeros regresaran
victoriosos, con la cabeza del Segador cortada.
Miró de nuevo las estrellas para pensar en otra cosa. No
encontraba ni una sola constelación reconocible. Cuando consultó con los
ángeles guerreros que, hacía milenios, entraron al Inframundo para cazar a
Lucifer, le habían hablado sobre el cielo. “Es como un atardecer eterno”. Pero
él sabía que no era lo mismo un soldado que una Potestad; los guerreros nunca
se fijaban en los pequeños detalles; eran buenos con las armas y nada más.
Pólux se había dado cuenta de que, en realidad, el Inframundo no era un mundo
mágico sumido en la perpetuidad de un atardecer.
El Inframundo era iluminado por una estrella, probablemente
roja y envejecida, mucho más pequeña que el sol blanco que iluminaba tanto los
Campos Elíseos como el reino de los humanos. Al poner su pluma sobre una roca,
en vertical, se fijó en la inclinación de la pálida sombra. Levantó la vista y
sonrió al pillar la estrella, escondida tras una franja de polvo estelar
también rojiza.
Metros más adelante, Curasán y Próxima se acercaron a la
orilla de un río teñido por el efecto del sol. El arquero se inclinó y tocó el
agua con la punta de sus dedos. Frunció el ceño. Había oído historias y
cánticos sobre el sangriento río Flegetonte; al comprobar que no era más que un
simple efecto de luz, el Inframundo le resultó menos temible.
—Zadekiel debería cambiar la letra de algunas de sus
canciones —dijo divertido.
Pero Curasán no hizo caso, sino que se fijó en la costa al
otro extremo del río. Había una colina empinada y al borde destacaba un
amontonamiento de rocas, como una pequeña pirámide. Extremos puntiagudos
sobresalían del monumento y se preguntó qué sería. Luego miró a Próxima.
—¿Podrías alcanzarla con un solo disparo?
Próxima se fijó. El trecho era grande, la colina altísima,
pero no había ventisca. Asintió y desató su arco dorado, tensándolo
rápidamente. No lo pensó mucho y la saeta salió disparada.
Cuando cayó al agua, Curasán se cruzó de brazos y silbó. No
podía ser esa la puntería del ángel que iba a asesinar al Segador, pensó
preocupado.
—Por si no he sido claro, me refería a la pequeña pirámide de
piedras allá arriba.
Próxima se lo comió con la mirada. Levantó la mano e invocó
entre sus dedos la saeta disparada, que regresó húmeda. Tensó de nuevo el
arco.
—Puedo hacerlo.
Cuando la flecha pasó por encima de la lejana pirámide,
Curasán prefirió optar por un tendido silencio. Sin embargo, aquello enfureció
aún más al arquero, que volvió a invocar la saeta. Pero cuando la preparó en la
cuerda, ambos ángeles dieron un respingo al oír a Pólux regañarles.
—¡Basta! Pero, ¿cuántos milenios tenéis? ¡Parecéis
Querubines!
—La iba a alcanzar —susurró Próxima.
—Claro que sí —Curasán se desperezó, estirando brazos y alas.
Próxima apretó los dientes y tomó al joven ángel por el
hombro.
—¿Por qué no pruebas tú? Eras estudiante de Irisiel antes de
ser guardián de la Querubín. Eras un arquero.
Curasán se encogió de hombros.
—Si acierto, dirás que fue suerte de novato.
—No, no acertarás —dijo Próxima, poniéndole el arco en su
mano—. Te recuerdo. Eras pésimo.
—Puede. Si no acierto, seguiré siendo pésimo. Me pregunto en
qué posición te deja eso a ti…
Pólux descendió entre ambos ángeles y los separó. Había fuego
en sus ojos y los regañó aún con más ímpetu.
—¡Suficiente! ¡No volveréis a lanzar una condenada flecha! No
queremos llamar la atención de ningún vigía. Por si no se os hace evidente, dos
ángeles lanzando flechas sobre un río llama la atención.
Próxima se apartó furioso. Tenía razón. Ya tendría
oportunidad de demostrarle a Curasán sus dotes.
—Escuchad —insistió Pólux—. Si hace diez mil años hubieran
enviado tan solo a una Potestad, hoy lo sabríamos y estaríamos mejor
preparados.
—¿Saber qué? —escupió Próxima, incapaz de quitarse el enfado.
—El Inframundo no es ningún lugar fantástico unido a los
Campos Elíseos por simple magia. Estamos en un mundo perdido en un rincón del
universo. Y el peso… la gravedad es distinta —se arrancó una pluma y la dejó
caer—. Es mucho más pesada. Tendréis que recalibrar los disparos, pero no será
ahora.
Era difícil saber cuándo era de día y cuándo de noche.
Durmieron bajo una formación de rocas que sobresalía a orillas del río y
despertaron porque sus cuerpos estaban acostumbrados, con miles de años a sus
espaldas repitiendo la rutina. Al desperezarse, Pólux descubrió un segundo sol
iluminando la superficie en el momento que el primero se ocultaba en el
horizonte. Cuando el día parecía acabar, asomaba otra estrella rojiza. Entendió
entonces el significado del atardecer eterno del que le habían hablado: el
Inframundo, en realidad, era un planeta que giraba alrededor de dos soles rojos
y envejecidos, próximos a la extinción.
Un mundo circumbinario. Se dio cuenta de que, mientras más
conocía el Inframundo, menos temible se volvía.
Tras sobrevolar el río Flegetonte, descendieron sobre la alta
colina que Curasán había avistado. Querían ver de cerca aquella pirámide. Pero
no encontraron rocas con ramas puntiagudas sobresaliendo, como parecía desde la
distancia. Lo que vieron los dejó sobrecogidos.
Eran huesos. Y las formas de estas se asemejaban a las de los
ángeles. Cráneos, tórax, fémures y tibias piernas amontonados, ennegrecidos por
el paso del tiempo. Y los huesos puntiagudos, confundidos por ramas, eran en
realidad los finos huesos de las alas de algún ángel.
Pólux se acuclilló asombrado. Debían ser los restos de los
que habían luchado milenios atrás. Retiró lentamente una de las alas y sintió
una repentina tristeza al tenerla entre sus dedos. Podrían ser los huesos de
uno de los rebeldes o de los leales a los dioses, pero ya no importaba.
Concluyó que habrían sido recogidos y amontonados por los espectros, los
habitantes del Inframundo, una vez terminada la sangrienta guerra entre los
ejércitos de Lucifer y los Arcángeles.
—Pólux —interrumpió Próxima, acuclillándose a su lado—. ¿Qué
crees? ¿Una provocación?
Pólux meneó la cabeza.
—Si lo piensas detenidamente, comprenderás. ¿Cómo te
sentirías tú si dos gigantescos ejércitos de espectros invadieran los Campos
Elíseos y lucharan entre ellos mismos sobre nuestros jardines?
Próxima alargó el brazo y acarició un cráneo partido. Era
cierto que los ángeles usaron el Inframundo como campo de batalla, pero no
había pensado en cómo se lo tomarían los espectros que lo moraban. Viendo el
par de agujeros en la parte superior del cráneo, recordó las violentas
anécdotas de las batallas acaecidas. Suspiró al entenderlo.
—No nos quieren aquí. Es una advertencia.
Curasán se había adelantado y quedó aún más sobrecogido al
ver el desierto pedregoso que tenía enfrente. Sus piernas perdieron fuerzas y
cayó de rodillas. Arañó el suelo, imposibilitado de detener el temblor de sus
alas. No podía ser verdad lo que sus ojos veían. Cientos de miles de pequeñas
pirámides de huesos de ángeles se extendían hasta donde la vista alcanzaba,
dispersos, y los más lejanos eran ya solo pequeños puntos ennegrecidos en el
horizonte rojo.
—¿A esto se refería Irisiel? —preguntó desconsolado—. ¿Que el
horror nos esperaría?
Un ser oscuro de túnica negra descendió violentamente entre
los tres, clavando un mandoble en el suelo y levantando una espesa niebla de
arena a su alrededor. Era notoriamente más grande que ellos y la túnica estaba
hecha jirones que revoleaban y revelaban la armadura ónice que cubría su cuerpo.
Extendió sus alas, semejantes a las de un murciélago, con un pequeño cuerno en
cada punta. Su rostro era grisáceo, de facciones rectilíneas y con agallas en
las mejillas, sin nariz. Sus ojos, de forma atigrada, destellaban un brillo
carmesí. No tenía cabellera, pero sí cientos de pequeños y largos cuernos
encorvados que nacían en sus sienes y recorrían su cráneo, pegados, y cuyas
puntas filosas terminaban hacia atrás.
El espectro desclavó su mandoble y Pólux notó un sinfín de
escrituras a lo largo y ancho de la hoja. Antes de que se abalanzara con todo
su peso a por Próxima, se preguntó si no hubiera sido mejor haber enviado un
ejército antes que solo a ellos tres.
Repentinamente, el
Inframundo se les volvió un lugar demasiado temible.
III.
Año 1369
Solo un par de velas iluminaban la pequeña habitación donde
Wezen, sentado a una silla, destapó la cera de una botella de vino que su
propio comandante le había regalado. Se encontraba con el torso desnudo; la
armadura y la cota se le habían hecho incómodas de llevar.
Xue entró con una camisa de algodón en mano y se la arrojó.
Notó de reojo la cicatriz en el hombro izquierdo de su hermano, pero solo
apretó los labios como única reacción. Se sentó junto a él, cargando con
esfuerzo, sobre su regazo, la pechera de Wezen.
Preparó un trapo húmedo y lo enrolló con fuerza.
—¿Te duele el hombro? —preguntó
sin mirarlo, pasando el trapo por las placas de la armadura.
—No. Fue una batalla rápida en Ciudad del Jan, pero también
dura —dijo Wezen, echando la cabeza hacia atrás para beber—. Esa herida me la
trató Mei.
Xue la miró de reojo. La muchacha se había sentado a la mesa,
tímida y poco conversadora. Ya se había presentado como una “sirviente” del
comandante de la legión xin, que había venido a su villa para conocer la zona.
Pero Xue sospechaba que había algo más. Pensó que, por las miradas que se
intercambiaban, podría ser la pareja sentimental de Wezen. “Tal vez”, pensó
Xue, tratando de disimular un abrupto celo. “Tal vez debería mostrarme cortés”.
—Mei —dijo Xue—. Fuiste muy amable al cuidar de mi hermano.
Por favor, quédate a dormir esta noche, te ofrezco mi cama. Nuestro tío no te
negará hospitalidad.
La esclava asintió.
—Eres muy amable. Pero, si me quedo con tu cama, ¿dónde
dormirías tú?
—Con mi hermano, por supuesto.
Mei sonrió forzadamente, percibiendo cierta actitud
territorial de parte de la muchacha.
—Aunque me gustaría, no puedo quedarme. Debo regresar al
pueblo, donde me espera otra sirvienta. Nos quedaremos allí hasta que la legión
vuelva de Transoxiana.
—Transoxiana —repitió Xue—. ¿Y tú? —se fijó en su hermano—.
¿Te quedarás? ¿O me dirás que acompañaréis a ese ejército a través del Corredor
de Whakan? Zhao sabe perfectamente de los peligros que os esperan allí.
Wezen volvió a probar otro trago del vino.
—No es sencillo. Ahora soy escudero del comandante y me ha
prometido un ascenso si logramos dar con el embajador de Koryo.
Xue volvió a su tarea de limpieza, ofuscada; no quería
reñirle frente a la visita. Ya lo agarraría en privado para convencerlo de
quedarse. Se fijó mejor en la pechera y ladeó una de las costuras blancas.
—Tu armadura—dijo ella—. Ni siquiera tiene los colores de la
nueva dinastía.
—Tiene las costuras así porque pertenezco a la Sociedad del
Loto Blanco. Ese ejército que acampa en las afueras es la élite, Xue. Somos la
mano derecha del emperador. No puedo, simplemente, rechazar todo lo que me han
ofrecido para volver aquí y desmotar algodón.
—¡Ahora eres de élite! ¿Y ellos saben que hasta hace poco más
de un año tú solo sabías hilar seda y desmotar algodón?
Wezen meneó la cabeza. El vino y Xue estaban sacándole de
quicio rápidamente, por lo que se levantó para colocarse la camisa en
movimientos rápidos y nerviosos.
—Voy a ir al pueblo para llevar a Mei. La esperan.
Wezen se acercó a la esclava y le tendió la mano. Su hermana
frunció el ceño y deseó lanzar la armadura al suelo. Siempre se escurría de las
discusiones. Y, encima, pensó, esa “sirviente” definitivamente era su pareja.
La forma en que ella lo miraba, la forma en que él se dirigía a ella. Había
algo fuerte del cual ella no era parte.
—Pues no vuelvas.
—Volveré, hermana. Prometiste lustrar mi armadura, ¿no es
así?
Sobre un caballo negro, el jinete y la esclava avanzaban en
medio del mar de hierba plateada por la Luna menguante. La villa central no era
más que lejanas motas amarillentas en el horizonte que parpadeaban como pálidas
estrellas. Wezen se mantenía callado y Mei, que lo abrazaba por detrás,
percibía los músculos tensos.
Intentó lidiar como mejor podía.
—Wezen. Es un pueblo hermoso.
—¿Tú también? —resopló él—. Puede ser el más hermoso de todo
el reino si quieres, no me quedaré.
—No me refería a eso. Solo quería charlar sobre algo
distinto. Lo que decidas hacer con tu vida es cosa tuya.
—Sí, tienes razón. Es cosa mía. Debería volver y decirle eso.
Detuvo la cabalgaba y se giró sobre su montura, fijándose en
la también lejana casa de su tío. Pero Mei rio, tomándole de la mano para que
relajara las riendas.
—¡No, primero llévame al pueblo! ¡Wezen! Por más que trate de
hablar de otra cosa, siempre piensas en tu hermana.
—¿Qué? ¿Me dirás que es raro?
—No tuve hermanos, no sabría decirte. Pero me parece tierno.
Cuando os vi juntos, entendí que os une algo especial. Tú siempre pensabas en
ella y ahora sé lo preocupada que la tenías. Mira, ¡me retracto! Lo que decidas
hacer es cosa tuya, sí. Pero también es cosa de ella. Tu vida le pertenece.
El jinete bufó, retomando el camino al pueblo.
—Suenas como Zhao. No hables raro, por favor.
—Estáis unidos —prosiguió ella—. No seas egoísta y decide lo
mejor para vosotros dos. Sé que mi señor te ha dado la opción de elegir.
Quedarte aquí en tu hogar o seguir el camino con ellos.
—La próxima reunión con el comandante me aseguraré de que no
estéis cerca. ¿Qué pasa? Se ve que Xue te ha caído bien. No sabría decir lo
mismo de ella.
—Solo está celosa porque cree que voy a robarle su hermano.
Pensó que íbamos a calentar la cama juntos.
Wezen echó la cabeza atrás y carcajeó. Le divertía ese lado
tan posesivo de Xue.
—¡Sí, pude notarlo! ¿Y eso te parece una buena idea, Mei?
La esclava no respondió, sino que se limitó a apretar el
abrazo y mirar para otro lado. Wezen lo notó y detuvo su montura en medio del
mar de hierba.
—Es decir —continuó él—. Lo siento, no debí reírme. Pienso
que es una idea agradable. Calentar la ca… ¡Estar juntos!, digo…
Fueron segundos silenciosos, muy incómodos para él; como si
el mundo completo se hubiese detenido. De hecho, si no fuese por una nube
cortando la luna arriba, pensaría que todo se había estancado incómodamente. No
era el hecho de estar revelándole sus deseos de una manera tan directa; Mei le
gustaba, pero es que había algo que se interponía entre ambos.
—En verdad que me gustaría —insistió—. Pero tú le pertenece a
mi comandante.
Mei acarició la mano del jinete, enredando sus dedos entre
los de él.
—No. Solo mi cuerpo.
Wezen enarcó una ceja.
—Entonces, ¿qué hay de lo demás?
—¿Lo demás? Lo demás me gustaría que fuera tuyo.
Wezen esbozó una sonrisa. Le emocionó tanto oírlo que ni
siquiera notó que la esclava desmontó ágilmente, echando una caminata sin
dirección aparente. Mei también se sintió liberada al confesarlo. Tanto, que
necesitaba avivar el cuerpo. La hierba era altísima y picaba las rodillas, pero
no le importaba. Extendió los brazos, dejando que la brisa la acariciase y el
vestido revoleara; por un momento se sintió capaz de volar y huir libre. Como
si, repentinamente, tuviera las alas de esos ángeles de los que le solían
contar los cristianos.
—¡Wezen! ¿Ha sonado una campana?
—¿Ah? —se rascó el mentón—. Hay una en el pueblo, es enorme,
pero no creo que la hagan sonar de noche.
—¡Tonto! —meneó la cabeza, abrazándose a sí misma—. Es un
decir. ¿O no lo sabías? Los cristianos aseguran que cada vez que suena una
campana, un ángel recibe sus alas. Así que, en algún lugar, estoy segura que
una está sonando.
—Ya veo. Otra sandez como las que suele soltar Zhao.
—¡Ah! Lo olvidé. Tú no crees en dioses ni ángeles, ¿no? Solo
crees en dragones.
—¿Adónde se supone que vas? ¡Vuelve!
Mei, ahora brazos en jarra, sacó la lengua.
—¡No! Me siento libre, así que iré a donde me plazca.
Eran solo dos manchas oscuras que atravesaban, corriendo, un
auténtico mar plateado. Las risas rebotaban aquí y allá, como tímidos ecos que
se perdían en la lejanía. El guerrero la perseguía como podía, exigiéndole que
volviera, aunque la muchacha era rápida. Mei dio un brinco cuando notó un
pequeño surco de agua, pero Wezen cayó aparatosamente al solo tener ojos solo
para ella.
La joven montó sobre él; la túnica se le había removido ligeramente
y un seno sobresalía, mostrando una areola oscura y el pezón erguido. En cierta
manera, deseaba experimentar aquel lazo que unía a Xue y Wezen, pero con el
añadido de un fuerte deseo carnal. Se inclinó para unir sus labios y
humedecerlos con su lengua, hábil como era, y ni siquiera le molestó la poca
pericia del guerrero, que no sabía ni acariciar ni mucho menos besar.
Túnica y camisa cayeron sobre la hierba mientras los amantes
entrecruzaban suavemente las piernas. Mei tenía el sexo recortado en una fina y
delgada línea de vello que sorprendió al guerrero, quien intentó escarbar con
los dedos, pero ella lo tomó de los hombros y acostó en el suelo. La hierba
picaba intensamente, pero ella tenía tanta arte estimulando a los varones que
pronto se olvidarían del cosquilleo; se inclinó sobre él y mordió un pezón, endureciéndolo
con la punta de la lengua; sus finos dedos agarraban su sexo para acariciarlo,
luego llevándolo hasta su sexo para restregarlo por la entrada, esperando que
él empujara.
El joven xin se mostraba completamente abrumado ante la
experiencia de la esclava.
—Wezen —susurró mordiéndole con los labios—. ¿Es tu primera
vez?
Wezen enrojeció abruptamente y tragó saliva.
—No...
Mei ahogó una risa. No había caso en mentir. Sintió cómo las
manos del guerrero la tomaron del trasero y abrió la boca cuando él hundió sus
dedos con fuerza, arqueándose. A la esclava le agradó; se volvió a acomodar,
besándolo y tirando el labio inferior con suavidad.
—Aquí, Wezen —acomodó la verga—. Empuja con cuidado.
IV.
Año 2332
El espectro estrelló su mandoble en el suelo, que vibró como si
acusase un pequeño temblor; Próxima consiguió esquivarlo de un salto hacia
atrás. El ser desclavó su arma, describiendo un arco en el aire, y decenas de
piedrecillas y polvo golpearon al ángel, que se cubrió el cuerpo con las alas.
El enemigo se preparó para partirlo en dos, pero cuál fue su
sorpresa cuando Próxima abrió sus alas, revelándose con su arco tensado. El
ángel disparó, apuntando a la cabeza, aunque el espectro se escudó usando la
hoja de su arma; el mandoble salió disparado de sus manos debido a la potencia
del impacto.
Próxima no pudo reaccionar a tiempo cuando el espectro se
abalanzó a por él y lo atenazó contra sí. Rodaron por el suelo, hacia el borde
de la colina, y entre puñetazos y patadas ambos cayeron en el Río Flegetonte
levantando una estela de polvo sobre la tierra.
Curasán intentó avanzar hacia la colina; la caída era
considerable y no sabía si su compañero estaría bien. Pero un segundo espectro
descendió frente a sus atónitos ojos, empuñando un sable aserrado; el enemigo
intentó darle un violento tajo, aunque el ángel desenvainó su espada y con ella
se escudó.
Retrocediendo, Curasán se defendía como podía de los sablazos
que caían sin cesar. Cayó tropezado por una de las pirámides de huesos y su
espada se le resbaló de la mano. No se lo creyó cuando vio a Pólux abalanzarse
a por el enemigo, por detrás, haciéndole una llave con tanta fuerza que el
espectro soltó su arma.
—¡Ataca! ¡Ataca ahora! —rugió la Potestad.
El joven ángel recuperó su espada del suelo. En el ínterin,
el espectro tomó a Pólux de los brazos y consiguió apartárselo; lo lanzó
violentamente contra Curasán. Ambos ángeles quedaron atontados, despatarrados
en el suelo a merced del enemigo; el espectro levantó el sable aserrado que,
bajo la luz del sol, lucía como los dientes sangrientos de un dragón.
Inesperadamente, el sable cayó tamborileando y el enemigo
desfalleció con una flecha atravesándole el cráneo. A lo alto, cortando el sol
rojo, Próxima se elevaba en el aire, arco en ristre. Asintió a sus compañeros
con seriedad, pero cuánto deseaba reírse en la cara del asustado Curasán. Ese
era él, arquero el más habilidoso arquero de los Campos Elíseos. Nunca más
volvería a dudar de sus dotes.
Pólux estaba boquiabierto. Como Potestad, no envidaba a los
guerreros. Los veía como ángeles brutos que solo sabían seguir órdenes y
blandir un arma. De hecho, eso pensaba de Próxima. Pero no podía negar que ese
ángel tenía un don especial, una inteligencia de otro tipo, de las que no se
obtienen en los libros. Cómo era posible, se preguntaba él, que con tan pocos
disparos consiguiera adaptarse a la nueva gravedad del Inframundo. Realmente
era el mejor arquero, pensó aliviado.
—¡Curasán! —Próxima esbozó una ancha sonrisa—. Desde aquí se
te ve la cara de…
Un inesperado fulgor plateado atravesó al arquero, quien
instintivamente aleteó para esquivarse. Pero cayó estrellándose violentamente
en el borde de la colina. Le martilleaba un fuerte dolor en la espalda. Caían
gotas de sangre a su alrededor. Se tocó el hombro, desesperado, y experimentó
un mareo al no sentir su ala izquierda. Su mano volvió ensangrentada; los dedos
temblaban.
El primer espectro, aquel que manipulaba un mandoble,
aterrizó violentamente sobre el ángel, aplastándolo contra el suelo con las
pezuñas de sus patas, similares a las gárgolas. Levantó su gigantesca arma y
habló. Su voz era gutural, poderosa, y pareció dirigirse a los dos ángeles que
lo miraban aterrorizados.
—Detesto a los arqueros. Prefiero los combates a corta
distancia.
De un rápido tajo, cortó la otra ala del ángel mientras su
desgarrador grito rebotaba por el desierto rojo.
La capital del Inframundo, Flegetonte, era una ciudad oscura.
Cientos de miles de torres coronadas por agujas de formas cónicas se elevaban
hasta grandes alturas, traspasando las nubes. Todas contaban con un diseño
similar, de paredes aserradas, repletas de pequeños colmillos encorvados. Desde
sus ventanas resplandecían tímidos brillos naranjas, parpadeantes, similares al
fuego de los faroles que pululaban sus calles.
Pero tres torres destacaban en el centro mismo, tanto por su
altura aún más descomunal como por las gigantescas campanas que poseían cada
una, instaladas a lo alto.
Un espectro se elevó por los aires y descendió en la cornisa
de la torre central. Frente a sí tenía la campana de un color plateado. A su
izquierda era dorada, y la de la derecha roja; esta última se encontraba
visiblemente gastada. Desenvainó su sable y golpeó la central, varias veces,
con intervalos espaciados.
Era el llamado de la caza.
La quietud de Flegetonte se vio interrumpida por cientos de
miles de rugidos. Un espectro salió disparado de un ventanal; apoyó las pezuñas
de sus pies y una garra por las aserraduras de su torre y, levantando una
espada, rugió tan fuerte que su grito llegó hasta las más lejanas calles. Los
demás espectros salían disparados por las ventanas de las edificaciones,
blandiendo sus armas al aire y respondiendo al llamado del campanario. Unos,
sobreexcitados en medio de una nueva “Noche de Caza”, peleaban entre sí para
calentar los músculos. Otros, en cambio, volaban en círculos alrededor de los
tres campanarios solo para comprobar cuál campana sonaba.
Entonces rugían con más fuerza si cabe.
En una torre perdida entre las miles, la ninfa Mimosa salió
al balcón nada más oír el llamado. No pudo llegar hasta la baranda pues la
cadena de su collar no era muy larga. Aun así, ladeó el rostro e hizo un
esfuerzo para comprobar cuál era la campana tocada. Siempre lo hacía.
Mimosa era una hembra de piel aceitunada, de cabellera lacia
y oscura. Vestía un vestido vaporoso, de una textura suave y lisa fabricada en
la ciudad de Cocitos, al este de Flegetonte, exclusivamente para las esclavas
de los espectros de mayor rango. Otras ninfas, menos afortunadas ellas, no
vestían más que algún trapo harapiento, perdidas y encadenadas en los rincones
más oscuros de los Templos de Placer.
Meneó la cabeza y volvió a fijarse en la campana. Se frotó
los ojos. Hacía milenios que aquella
no sonaba.
Frunció el ceño al ver a todos esos espectros sobrevolando a
su alrededor, como murciélagos enrabiados. Los conocía muy bien; algunos podían
ser unos seres racionales, muy inteligentes, pero era oír las malditas campanas
y, como si fuera un llamado de la naturaleza, agarraban sus armas y se
convertían rápidamente en las bestias de siempre, ansiosas de lucha y sangre.
Volvió a la habitación de su amo. El espectro estaba sentado
sobre una amplia cama, enfundándose un cinturón por encima de la túnica roída,
preparándose para la cacería. A su lado, la ninfa Canopus mordisqueaba el
cuello de su amante y susurraba algo al oído para que el guerrero riese con su
voz gutural.
Canopus era, según muchos habitantes del Inframundo, la ninfa
más hermosa de las casi mil que residían. Su cabellera era larga, cobriza y
lacia, hasta la cintura. A diferencia de la exuberante Mimosa, sus senos eran
nimios al igual que sus curvas, que apenas se percibían bajo su túnica.
Mimosa tomó uno de los sables de su amo, apilados a un lado
de la habitación, y se acercó para entregárselo a su dueño.
—¿Irá a la noche de caza, mi señor?
—Es el llamado de la sangre —asintió el espectro, tomando el
arma—. Otra rebelión más.
—No, mi señor. La campana es plateada.
El espectro clavó el sable en el suelo, brusco, y miró a
Mimosa con esos brillantes ojos carmesí.
—No juegues conmigo, ninfa —advirtió.
—No podría, mi señor. Lo he visto con mis propios ojos. La
campana es plateada. Son ángeles.
—Pues has visto mal.
El espectro se levantó y desclavó el sable, apresurándose en
salir. En verdad que le costaba creerlo. ¡Ángeles en el Inframundo! Hacía diez
milenios que no habían vuelto; empezó a rememorar aquella vez que Lucifer se
recluyó en el Inframundo con su ejército y sus dragones, trayendo
posteriormente una sangrienta guerra contra el ejército de los Arcángeles.
Nunca mermó su deseo de despellejar a un ángel.
Mimosa se interpuso en su camino.
—Mi señor —la ninfa agachó la cabeza—. Déjeme besar sus
armas. Para la suerte.
—¡Ah! ¡Y a mí! ¡Déjeme besarle! —gritó Canopus, tensando la
corta cadena de su collar, unida a la cabecera de la cama—. ¡Por favor, mi
señor! Si en verdad son ángeles, entonces esta es una cacería peligrosa.
El guerrero gruñó. No quería perder el tiempo, pero cómo iba
a negarse a un último beso de las ninfas que le deleitaban todas las noches. Se
acercó de nuevo a la cama, sentándose, y Canopus se inclinó para besarlo.
Mimosa, en tanto, se arrodilló ante el guerrero,
acariciándole la armadura de la pierna, subiendo las manos hacia la cintura
para desenfundarle el sable. Pasó el dedo por la hoja y se sintió sobrecogida
al tocar algo que había segado la vida de tantos enemigos. Besó la empuñadura,
mirando al espectro. Luego cerró los ojos, pasando la lengua por la hoja,
gimiendo.
—Tenéis unas tradiciones de lo más estúpidas —dijo el
guerrero, antes de que Canopus lo tomara por las mejillas y volviera a besarlo.
Canopus no amaba a ningún otro ser que no fuera la diosa del
Inframundo. Y aunque era cierto que su hacedora había desaparecido hacía diez
milenios, era por ella por quien seguía acicalándose todas las noches con la
esperanza de que, cuando volviera, la encontrase tan hermosa como la dejó.
Pero como toda ninfa, sentía un deseo carnal irrefrenable. A
falta de su hacedora, el único medio para desfogarse era con los espectros que
allí habitaban. Así que, en cierta forma, disfrutaba de su esclavitud porque
hacía lo único para lo que fue creada; divertirse y divertir.
A través de los milenios tuvo varios amos, algunos muy
crueles y otros no tanto, pero era el espectro que ahora besaba el más
bondadoso de todos. Besaba bien. Le caía bien. Hacía el amor como ningún otro.
No era amor lo que sentía por él, lo sabía, pero cada vez que lo veía abriendo
la puerta de su habitación su corazón se agitaba y su sexo parecía contraerse
del gusto.
Fue por eso que chilló aterrorizada cuando su amo cayó muerto
en la cama, con su propio sable atravesándole el cuello y dejando un abundante
reguero de sangre.
Luego miró a Mimosa, quien, con el ceño fruncido, se subió a
la cama para recuperar el arma.
—¡Ah! ¡Ah, ah, ah! ¡Mi…! ¡Mimosa! ¡Mimosa, qué diantres te
sucede! ¡Es nuestro amo!
Mimosa levantó el sable y cortó la cadena de su amiga,
hundiendo la hoja hasta la colchoneta.
—Puedes dejar de actuar. Vayamos a buscar a esos ángeles.
—¡Pero…! —Canopus miró a Mimosa y a su amo, de manera
intermitente—. ¡Pero acabaste de matarlo! ¡Era nuestro señor! ¡Por los dioses,
estás loca! ¿Qué crees que dirán cuando lo encuentren?
—¿Tú qué crees? —Mimosa levantó el sable y cortó su propia
cadena—. ¡Uf! Todas las noches los espectros se matan entre ellos.
Canopus no se lo creía. Y repentinamente experimentó una
amargura tremenda; estaba desconsolada. Se frotó las manos, que brillaron
tenuemente, e intentó curar la herida del espectro, pero era evidente que el
guerrero ya había pasado a otro plano. Lo abrazó llorando.
—¡Lo quería! ¡Y tú lo mataste!
—¡Canopus! —Mimosa la miró extrañada—. ¿Hablas en serio?
—¡De todos los amos, fue el único que nos trató bien!
—Fue el que nos trató menos mal. Y es precisamente por eso
que su muerte fue rápida.
Mimosa siempre actuó, a través de los años, como una buena y
servicial esclava. Y pensaba que Canopus también, pero ahora caía en la cuenta
de que su amiga había perdido por completo su naturaleza de ninfa,
aceptando la innatural esclavitud. Lloraba estruendosamente y había que
espabilarla.
—¡Abre los ojos, Canopus! Tú querías lo que le cuelga entre
las piernas y él quería lo que tú tienes entre las tuyas. Lo demás son
sandeces. ¡Vámonos!
—¡No iré a ningún lado!
Mimosa resopló. Tomó a Canopus por los hombros y la sacudió.
Como seguía llorando, decidió cruzarle la cara.
—¡Sí lo harás! ¡El día ha llegado! ¡Lo prometimos juntas!
¡Los ángeles han vuelto y es nuestra oportunidad!
—¡No me interesa lo que te haya prometido!
Mimosa dio un puñetazo en el estómago de su amiga, que se
encorvó de dolor y cayó desmayada. La cargó sobre sus hombros y se levantó
decidida a escapar de Flegetonte. Solo esperaba que aquellos ángeles que
invadían el Inframundo fueran cientos de miles, lo suficientes como para poder
aguantar la oleada de espectros que se les venía encima. Y, con suerte,
conseguiría hablar con alguno de ellos.
El espectro juntó las alas de Próxima, una sobre otra, y las
ató en su cinturón para que colgasen. Era un buen trofeo de guerra. Los cortes
fueron precisos. Miró al arquero tendido en el suelo sobre un charco de su
propia sangre; el ángel se había desmayado del dolor o sencillamente había
muerto. Luego se fijó en sus dos siguientes víctimas. Uno, el ángel robusto, lo
miraba con furia. El otro parecía ausente, sujetándose de sus rodillas y
mirando incrédulo a su compañero derrotado.
Posó su mandoble sobre el hombro y se acercó a ellos.
—Decidme el nombre de este cadáver.
—¡Maldita bestia cobarde! —gruñó Pólux—. ¡Fue un ataque
rastrero!
—¡Calla! Ataqué por detrás porque él atacó por detrás a mi
compañero. Ahora, he preguntado por su nombre —clavó su mandoble en el suelo,
arañando la hoja repleta de pequeños símbolos—. Siempre apunto los nombres de
mis víctimas.
—Pues apunta bien, animal. Pon un gigantesco “Soy un mísero
cobarde” en esa estúpida espada.
El enemigo aspiró aire, visiblemente ofendido. Los espectros
eran bestias orgullosas y perdían fácilmente los estribos ante cualquier falta
de respeto.
—Condenado saco de plumas, ¿tienes idea de con quién estás
hablando?
—Lo adivinaría con los ojos cerrados. Se huele hasta aquí
cada vez que hablas, ¡perro!
—¿Perro? —se tocó el pecho y empuñó su túnica—. ¡Soy
Iscardión, recuérdalo bien, bola de grasa! ¡Tú solo eres otro garabato más en
mi mandoble!
Pero se sorprendió cuando, por detrás, Próxima se abalanzó
sobre él, haciéndole una llave. El espectro no se lo podía creer. Cayó en la
cuenta de que el ángel gordo estaba distrayéndolo en aquella conversación para
darle tiempo al arquero. ¿Cómo pudo ser tan tonto de caer en una trampa de los
más absurda?
Intentó zafarse, pero el ángel herido, cegado por la ira, no
estaba por la labor de soltarlo con facilidad. Iscardión cayó tropezado y
juntos siguieron forcejando, rodando por el suelo entre gruñidos hasta que,
inexorablemente, volvieron a caer por el mismo precipicio.
Pólux parpadeó incrédulo. Aún no salía de su asombro de todo
lo que había acontecido. Se giró cuando, tras él, oyó unas lejanas campanas.
Tenía que ser una suerte de alarma. Cerró los ojos y trató de focalizar todos
sus sentidos en lo que parecían ser miles y miles de gruñidos mezclándose en la
distancia. Susurró con tono preocupado:
—Siete millones trescientos cuarenta y cuatro mil novecientos
doce espectros.
Era una cantidad abrumadora e inesperada. La legión de
ángeles apenas superaba los doce mil guerreros; debía informarle cuanto antes a
la Serafina acerca de tan terrible descubrimiento. Si habría guerra, la derrota
de los ángeles sería aplastante. Tomó a Curasán del hombro y lo sacudió, pero
aun así el joven parecía estar ausente.
—Deberíamos ir a buscar a Próxima. Y rápido. Puede que el
Inframundo ya esté al tanto de nuestra presencia.
Curasán no respondió, absorto como estaba. Pólux se agachó y
lo cargó sobre sus hombros. No había tiempo que perder.
—¡Sujétate! ¡Vamos a buscarlo!
—Fue mi culpa —dijo un triste Curasán, perdido en su propio
mundo—. Lo reté a lanzar las condenadas flechas. Nos descubrieron por mi culpa.
—¡No es momento de pensar en ello!
—Dioses, sus alas… ¿Acaso no lo viste? Le arrancó sus alas…
—Si no nos apuramos, quién sabe qué más le arrancará esa
bestia salvaje.
Pólux extendió sus alas y descendió lentamente por el
precipicio. De un vistazo, no notó ni a Próxima ni al espectro; tal vez cayeron
al rio y la corriente los arrastró. Aún podrían estar luchando, pero sabía
Próxima no duraría mucho en esas condiciones. Como fuera, debía apurarse.
Mientras, las campanas de Flegetonte seguían oyéndose como un
lejano repiquetear.
V.
Año 1368
Una fina nevada caía sobre las silenciosas
calles de Nóvgorod. Mijaíl detuvo la caminata junto con su hermano y se retiró
la capucha de su capa; levantó la vista y observó con tristeza el campanario de
una iglesia, que sonaba y retumbaba. Era su último día en el reino y sabía que
no contaba con muchas posibilidades de regresar. Abrió las palmas de sus manos
para dejar que un par de copos de nieve cayeran sobre sus guantes de acero. Tal
vez hasta era su última nevada.
Gueorgui se detuvo para
esperarlo.
—Sonríe. Un ángel está recibiendo sus alas.
Mijaíl cerró el puño.
—Eso nos decían ellas, ¿no? Las monjas. Nunca lo creí.
¿Recuerdas cuánto dolían los oídos?
Gueorgui sonrió. No eran más que
niños cuando se escondían en la Catedral de Santa Sofía para resguardarse de
los días más fríos. Estaba en época de refacciones, por lo que era fácil
colarse entre los albañiles. En aquel entonces el conflicto con los mongoles
había terminado con la rendición de los rusos. Los hermanos perdieron a su
padre, herrero del ejército, y a su madre, víctima de una horda mongola que
azotó la ciudad. Algunas monjas eran auténticas arpías con los hermanos y los
echaban si los pillaban, aunque otras hacían la vista gorda o les daban de
comer. Fue su pequeño hermano quien desarrolló un inusual afecto por la
catedral. Un sentido de pertenencia que lo llevó a alistarse en la caballería
para proteger “su hogar”.
—Antes de que me olvide —dijo Gueorgui—. Esta mañana una
mujer me entregó esto cuando me presenté en el palacio.
Retiró un pendiente de su cinturón
y se lo entregó en la mano. Mijaíl lo vio, curioso, y silbó cuando notó que
estaba hecho de oro. Tal vez haría buen dinero vendiéndolo en Corasmia, donde
apreciaban materiales así. Luego abrió el pequeño porta-imagen, de dos caras.
En un lado tenía las ilustraciones de la catedral de Santa Sofía, todo un
símbolo de Nóvgorod, y del otro un dragón surgiendo de las aguas, una
referencia al reino de Koryo y su dragón de los mares.
—Dijo ella que no vuelvas a perderlo.
Mijaíl apretó los labios; era un regalo de Anastasia. Se lo
colocó, olvidándose del asunto de la venta.
Oyeron rítmicos casquetazos sobre
el empedrado de la calle. Se sorprendieron cuando se acercaron dos jinetes
montando preciosos caballos blancos. Los hombres eran asiáticos. Bajo los
tupidos abrigos de pieles se notaban túnicas rojas, muy llamativas, con
bordados dorados. En sus cinturones portaban sus espadas, largas y brillantes.
Uno, de aspecto atlético y maduro, tenía la cabeza afeitada. El otro era un
hombre anciano, de larga cabellera ceniza y recogida en una coleta. Se presentó
asintiendo con una sonrisa, y luego dijo algo a su acompañante para que ambos
rieran.
Gueorgui hizo una reverencia
profunda ante la presencia del embajador de Koryo y su sirviente.
Mijaíl, en cambio, frunció el
ceño.
—¿Qué ha dicho?
Gueorgui le codeó.
—No lo sé, pero recuerda tus modales.
El joven forzó una rápida
reverencia.
—Disculpe a mi señor —dijo el sirviente—. Él no domina
vuestra lengua. Ha dicho que su rostro se asemeja al pene de un yak.
Mijaíl se cruzó de brazos al oír
la carcajada de Gueorgui. No sabía lo que era un yak. Es más, estaba convencido
de que ni siquiera su hermano lo sabía. Ser comparado con el órgano sexual de
un animal, cualquiera que fuera, resultaba ofensivo, pero sabía que debía
mostrarse respetuoso. Desvió el tema tan rápido le fue posible.
—Soy Mijaíl Schénnikov y fui nombrado como vuestro custodio.
Mi hermano y yo nos dirigíamos a vuestro hogar para presentarnos. No esperaba
que vinierais a nuestro encuentro. Permitidme volver al establo, buscaré un
buen caballo.
—No será necesario. Mi señor os regala uno de los suyos.
Detrás de los asiáticos, Mijaíl vio a dos sirvientes rusos
traer de las riendas a un caballo igualmente blanco. Silbó largo y tendido
mientras algunos los niños y mujeres en la calle también admiraban al animal.
Vaya día para regalos, pensó el joven. Perdonó la broma pesada y se sintió
menos desdichado.
—Es su señor un hombre muy generoso.
Lo palmeó; era un animal bien alimentado. Lo montó de un
enérgico salto. La montura era cómoda y el caballo relinchó, removiéndose con
vigor. Mijaíl carcajeó, agarrando las riendas. Desenvainó su espada y la guardó
en la funda del animal, que ya portaba un arco y un carcaj atados en la parte
posterior de la montura. Luego se fijó en su hermano.
—¡Gueorgui! Pues va a ser que las monjas tenían razón —tensó
las riendas y el animal se giró sobre sí mismo, mostrándose—. Dime si no son
buenas alas.
Gueorgui resopló. Cuánto le costaba mantenerse serio. Era una
mezcla rara de tristeza y orgullo lo que sentía por su hermano. Nunca se lo
dijo, pero antes de morir, su madre le ordenó cuidarlo hasta que fuera un
hombre. Cumplió con su deber y aunque ya no fuera ese niño cabezón, sentía la
imperiosa necesidad de montar un caballo y unirse a la aventura solo para seguir
velando por él.
Era una costumbre difícil de deshacerse. Aun así, disfrazó
todo bajo un asentimiento y un apretón de manos. Deseaba fuertemente que no
fuera el último. Entre el cada vez más ruidoso campanear susurró un triste
“Dios contigo, hermano mío”.
Cuando Wezen se acostó en la cama de su habitación, no sabía
si alegrarse o simplemente enfurecerse. Había pasado una noche fantástica, la
mejor de su vida, con la esclava. Luego la había llevado hasta el pueblo sin
que nadie sospechase nada. Al despedirse, Mei prometió que más noches así le
aguardaban si se quedaba en el pueblo.
El solo pensar que esa esclava estaba engatusándolo para
quedarse era terriblemente absurdo. ¡Ahora eran dos las que insistían en
abandonar el ejército xin!
Cuando cerró los ojos, percibió el cuerpo de alguien más
subiéndose a su cama. Quiso girarse, pero luego sintió cómo se acomodaba de
espaldas a él. Oyó a Xue gemir y el guerrero sonrió con los labios apretados.
—Wezen.
—¿Qué?
—¿Mei es tu mujer?
Wezen ahogó una risa.
—Creo que tenía vergüenza de decirte quién es. Mei es la
esclava de mi comandante. Si me ven tocándola, me cortan en dos.
—¡Ah! Ya veo. Es bueno saberlo. No me cae bien.
—Mira, Xue… Algún día vendré con una mujer preciosa y tendrás
que llevarte bien con ella.
—¿Es por eso que vas a Transoxiana? Para traer alguna exótica
mujer árabe.
—O dos.
La muchacha se removió, inquieta.
—Te lustré la armadura.
—Gracias, Xue.
—Si te quedas, no te faltará nada. Siempre estuvimos juntos y
nunca tuvimos problemas. ¿Puedes…? ¿Por qué no…? Dime, ¿te quedarás?
Wezen bostezó largo y tendido, acomodándose. En verdad que
dormir juntos le recordó aquella época en la que solo se tenían el uno al otro.
Y era una sensación agradable. Agarró su manta y la echó sobre ella.
—Mañana, hermana —dijo arrastrando las palabras—. Al amanecer
tendrás una respuesta.
Continuará.
Nota del autor: El reino de Corasmia se ubicaba,
principalmente, en Uzbekistán.
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