Primer Capítulo. Durante la consolidación
de una nueva dinastía en China, un guerrero hizo una promesa inquebrantable. Y
en los albores de una nueva época, tres ángeles se preparaban para una peligrosa misión al
Inframundo.
I.
Año 1393
La Luna arrojaba su pálido destello
sobre las amplias extensiones de hierba que ondeaban al viento. La brisa era
fría, pero aquello no aminoró el espíritu de los miles de jinetes que se
agolpaban al frente de la capital del reino Xin, expectantes a la orden de
entrar y asaltar el castillo del emperador. Levantaban la mirada y veían, más
allá de las altas murallas que protegían la ciudad, cómo grandes volutas de
humo ascendían por el aire para dibujar figuras informes en el cielo
ennegrecido.
El último bastión del viejo imperio, Ciudad
del Jan, una dinastía dominada por soberanos mongoles, pronto caería bajo el
fuego y aquella sola imagen encendía los corazones de los guerreros.
El comandante de la legión invasora, Syaoran,
cabalgaba al frente de la fila de jinetes, ojeando la gigantesca muralla. Desde
que amaneciera hasta que el sol se ocultara, el sitio había sido férreamente
defendido por los vasallos del emperador, con arqueros, lanceros y hasta
arrojándoles acero fundido. Ahora no quedaba nadie y tenía la sospecha de que
se habían resguardado en el castillo, en el centro mismo de Ciudad de Jan.
La muralla tenía al menos diez
hombres de altura y rodeaba por completo la capital, una suerte de anillo de
apariencia infranqueable; pero una súbita ola de orgullo lo invadió al
reconocer que su propia estrategia de enviar infiltrados que escalasen las
murallas en tanto las catapultas atacaban rendirían frutos.
Pronto, pensó, las puertas se
abrirían y pondrían fin a la dinastía mongola.
Luego se giró sobre su montura y vio
a su ejército expectante. Eran casi diez mil hombres. Se impresionó al
comprobar la disciplina de sus exhaustos guerreros ordenados en largas columnas
que se extendían por las llanuras; los más alejados parecían más bien manchas
sobre la hierba plateada.
El agua y la comida habían escaseado
durante los últimos días de su viaje, pero con la toma de la ciudad vendría un
festín. Recordó cómo los mongoles solían no solo llevarse las provisiones sino
también a las mujeres antes de arrasar las ciudades xin; meneó la cabeza para
quitarse los recuerdos amargos, por más que tuviera sus ansias de venganza,
daría muestras de civilización a su enemigo… si es que decidían rendirse.
La gigantesca puerta principal
chirrió y un par de golpes se oyeron desde adentro. Cuando un grupo de
infiltrados consiguieron abrirla de par en par, otros sostenían de los brazos a
un asustado hombre vestido con un deel azulado cruzado por una faja dorada. Luego
de postrarse en el suelo, se presentó como un enviado diplomático de parte del
emperador; esperaba pactar un cese a las hostilidades. Había mujeres y niños en
Ciudad del Jan.
El comandante se mantuvo inmutable y
esperó un tiempo antes de pronunciarse. Podría hacer caso omiso a las súplicas
y dirigir a su ejército para adentrarse en las angostas calles de la ciudad,
aplastando al enviado bajo las líneas de jinetes, pero Syaoran lo sorprendió.
—Hemos venido por la cabeza de
vuestro emperador. Puedes decirles a las mujeres de la ciudad que estarán a
salvo, a menos que yo encuentre una muy bonita.
El enviado dio un respingo al oír
aquello y se estremeció al imaginar cómo Toghon Temur, el emperador mongol, era
ejecutado por aquellos “salvajes y piojosos rebeldes”. Intentó convencerlo de
que desistiera, pero el comandante volvió a interceder.
—Los hombres de tu emperador han
luchado bien. Si se rinden, les perdonaré la vida.
—¿Y perdonar la vida de mi emperador?
¿No es más importante tenerlo vivo para que predique vuestra victoria por todo
el reino?
—No solté la teta ayer. No dejaré que
reúna fuerzas en otras tierras — Syaoran se inclinó sobre su montura y fijó su
mirada en el aterrorizado diplomático—. Su cuello probará el acero de mi sable.
Hemos venido hasta aquí como una rebelión del pueblo xin y pretendemos irnos
como una nueva dinastía. Solo lo conseguiremos cuando ate su cabeza en la grupa
de mi caballo y la presente a mi señor.
El enviado tragó saliva; no había
forma de convencerlo.
—Me temo que mi emperador no se
rendirá y peleará hasta el último de sus hombres.
Syaoran levantó su arma, cuya hoja
refulgía bajo la luna como una línea luminosa.
—¡Wu
huang wangsui!
Sus guerreros rugieron eufóricos al escuchar
el grito de guerra xin. “¡Diez mil años para el nuevo emperador!”; tanto él como la caballería galopó
rumbo la ciudad, elevando al aire gritos de júbilo. El diplomático se lanzó
hacia un lado para evitar ser pisoteado.
Tras el comandante iban cabalgando los
portaestandartes, engalanados con armaduras negras con costuras rojas, confeccionadas
para la ocasión. Eran llamativos los penachos rojos agitándose sobre sus
yelmos; levantaban al aire las banderas que flameaban los colores dorado y
carmesí del nuevo orden xin.
Las angostas calles se encontraban
despobladas y los ciudadanos se habían resguardado en sus hogares, apenas
asomándose por las ventanas para ver aquellos estandartes agitándose como fuego
sobre el ejército. Ya no había guardias defendiendo la ciudad y por un momento
los rugidos de los guerreros superaron el golpear de las herraduras contra el
empedrado.
El castillo del emperador estaba
erigido sobre un terreno elevado, protegido por murallas. A su alrededor se extendían
gigantescos jardines; en algunas zonas el fuego crepitaba. No había señal de
sus vasallos a la vista. El comandante levantó el puño para que los que lo
seguían detuvieran a sus caballos; los demás imitaron el gesto para que la
orden recorriera toda la caballería. Había que parar y recuperar el aliento; al
frente estaba el castillo y la imagen del mismo también siendo invadido por el
fuego les volvió a inyectar de confianza.
—¡Mensajeros! —gritó.
Los guerreros esperaban con ansias la
orden de abalanzarse para cortar la cabeza del emperador. Aproximadamente eran
seiscientos los pasos que los separaban del castillo y aunque la victoria
pareciera estar al caer, aún había toda una fortaleza en la que adentrarse y en
donde probablemente se resguardaban los últimos de los vasallos. Se erigía
altísima y arriba asomaban contados arqueros. Pero los jinetes xin estaban
imbuidos de valor; tamborileaban sus lanzas, contaban sus flechas antes de guardarlas
de nuevo en su carcaj, sacudían sus hombros para que el frío no entumeciera los
músculos.
Los mensajeros se habían abierto paso
entre los jinetes y avisaron al comandante acerca del imprevisto contratiempo:
las catapultas debían ser desarmadas para atravesar las calles, y ahora
avanzaban lentas a través de Ciudad de Jan.
El comandante gruñó. De todas formas,
ya tenía el castillo rodeado y el emperador no escaparía.
—Montad un puesto de guardia. Atacaremos
al amanecer.
Un guerrero frunció el ceño y tensó
las riendas de su caballo. No tenía muchas nociones sobre la milicia, pero
sabía que había una disposición de hombres con rangos y que, tal vez, lo mejor
sería quedarse callado.
No obstante, tragó saliva y se armó
de valor.
—Solo quedan arqueros defendiendo el
lugar —dijo con voz firme, y algunos jinetes giraron la cabeza para verlo—. Podemos
embestir mientras nuestros propios arqueros nos cubren.
El comandante fulminó con la mirada
al joven. Había campesinos entre sus soldados y lo sabía; no todos estaban
educados como debieran. Pero necesitaban de activos de guerra y en la nueva
dinastía que pretendía alzarse no escatimaron en detalles. Si sabían levantar
picas, iban al frente. Si sabían montar caballos, los entrenarían rápidamente
en el arte de disparar desde sus monturas.
Lo vio detenidamente. Se veía fuerte
y en su rostro había sangre seca desperdigada, prueba de que había participado
en las batallas. Su sable, sujetado por el fajín de su armadura, también estaba
teñida de rojo. “Pero es un campesino”, concluyó el comandante. Lo miró a los
ojos; los tenía de color miel, de un amarillo tan luminoso que parecía un lobo.
—¿Cómo te llamas?
El guerrero sonrió, revelando dientes
ensangrentados.
—Wezen.
—Al amanecer vendrán las catapultas
para abrirnos el camino. Y cuando lleguen, mandaré a que te azoten la espalda
hasta que aprendas a respetar a tus superiores.
Carcajadas poblaron el lugar. En
cambio, los labios de Wezen se convirtieron en una delgada línea en su rostro
pálido. Quién querría varazos. Mujeres, flores y vino de arroz, eso era lo que
debían esperarlo luego de la victoria, pensó.
—Tienes valor, soldado —continuó el
comandante—. ¿De dónde eres?
—Tangut —dijo; inmediatamente se
corrigió—. De los reinos Xi Xia.
Syaoran enarcó una ceja. Se trataba una
ciudad del reino Xin, ya inexistente, avasallada y destruida por los
antepasados del emperador mongol. Entonces entendió los motivos del joven de
seguir el asedio. Cómo no comprenderlo si él mismo también se movía por deseos
de revancha. Desenvainó su sable que refulgía bajo la Luna y apuntó al extenso
jardín del castillo, en una gran zona que aún no había sido alcanzada por el
fuego, y luego miró al atrevido guerrero.
—¿Sabrás marcar el terreno para las
catapultas?
—Claro que sí.
Un jinete dio un coscorrón fuerte al yelmo
de Wezen. Este se giró y notó que su amigo, Zhao, estaba allí, con la armadura
también empañada de sangre además de una mirada fulminante. En la caballería el
trato era completamente distinto al que Wezen acostumbraba en las campiñas.
—Quiero decir… ¡S-sí, comandante!
Syaoran cerró los ojos, tratando de
apaciguar su ira. La paciencia no era una de sus dotes, pero cómo iba a perder
los estribos cuando la victoria ya estaba saboreándose. Cuando los abrió,
calmo, asintió al joven.
Wezen hinchó el pecho, orgulloso. Ignoró
los repentinos latidos frenéticos de su corazón y espoleó su montura, abriéndose
paso entre los jinetes y adentrándose en los jardines, todo un terreno
peligroso en el que podría ser víctima de los flechazos enemigos.
Los arqueros a lo alto del muro tensaron
sus cuerdas y lanzaron al menos una decena de flechas al jinete que se acercaba.
Las saetas apenas eran visibles debido a la oscuridad de la noche, pero los
silbidos eran inconfundibles. Wezen se inclinó hacia adelante y elevó su escudo
para protegerse, pero de reojo notó que las saetas se clavaban mucho más
delante de él. Entonces supo que las flechas tenían un límite de distancia y él
aún podía avanzar más; lo que fuera para marcar la línea donde las catapultas
pudieran ser instaladas sin temer a los arqueros.
“No lo conseguirá”, pensó más de uno.
“Lo mandó a una muerte segura”, sonrió otro. Su amigo, en cambio, apretaba los
dientes. Se inclinó sobre su montura como un halcón que desea levantar vuelo, cuánto
deseaba romper fila para acompañarlo. Vino a su mente la hermana de Wezen y
apretó los puños. Cómo ese necio se atrevía a hacerlo, pensó; arriesgar su
promesa de volver de una pieza. “Sobrevive”, susurró para sí. “Por Xue”.
El caballo relinchó al recibir un
flechazo en el muslo y Wezen se giró sobre la montura; había llegado al límite,
allí donde los arcos enemigos podían hacerle daño. Alargó el brazo y, torciendo
la saeta, se la retiró de la pierna del animal. Volvió a galope tendido mientras
se hacía con la lanza que colgaba en su espalda, sujeta por correas.
Marcó un tajo al suelo.
Zhao, a lo lejos, cerró los ojos y
suspiró entre el murmullo aprobativo de los guerreros. Su amigo lo había
conseguido.
Wezen detuvo al animal para
apaciguarlo. Miró la fortaleza, allá a lo lejos, allá a lo alto, a los
arqueros. Cuánto había deseado y soñado ese momento. Casi un siglo de
sometimiento extranjero sobre el reino Xin terminaría esa noche y, sobre todo, las
heridas provocadas a su familia tendrían venganza.
Bajó de su caballo y se plantó firme
sobre la línea que había marcado. De la grupa del animal descosió los emblemas
dorado y carmesí de la nueva dinastía. A lo lejos, su comandante apretaba los
dientes pensando en que debería doblar la dosis de varazos cuando llegara al
amanecer.
El guerrero enlazó los emblemas en la
base de su lanza. Levantó el arma sobre su cabeza, haciéndola girar, y los
pedazos de tela flamearon al viento. Revelándoles los dientes de su sonrisa,
clavó la punta de la lanza en el suelo marcado.
—¡Oíd, perros! ¡Diez mil años para el
nuevo emperador!
Enervados, los enemigos lanzaron una
descarga incontable de flechas, pero ninguna alcanzó a Wezen. Tras él, todos los
jinetes estallaron en gritos de júbilo mientras más saetas surcaban los cielos
para clavarse en el suelo, terriblemente cerca del confianzudo guerrero.
Wezen se giró para ver a sus
camaradas. Volvió a gritar, levantando el puño al aire, pero era ensordecedor
el sonido de victoria que atronaba la ciudad, así como las flechas cortando el
aire, que ni él mismo se pudo oír.
Cuando montó de nuevo, se presentó
ante su comandante. El griterío era imparable y el joven tenía la culpa de
ello. Tuvo que alzar la voz para que su superior, cruzado de brazos, le oyera.
—¿Lo de los varazos sigue en pie,
comandante?
—¿Qué varazos? Hoy comienza una nueva
dinastía, Wezen. Preséntate en mi tienda para el mediodía.
El guerrero asintió. Observó de nuevo
para ver aquel castillo. Cuando llegaran las catapultas todo aquello estaría
convertido en un montón de escombros pedregosos. Y él era parte de ese hito.
“Una nueva dinastía”, pensó. Acarició
a su animal, que apenas podía mantenerse tranquilo, tal vez por el griterío,
tal vez por la herida. “Hoy comienza una nueva historia”.
II.
Varias hembras aladas paseaban por un
campo amplio de color del barro, aunque en diversas secciones ya asomaban brotes
verdes y zonas floreadas. Con rastrillos, palas y escardillos en mano, las
floricultoras de la legión de ángeles trabajaban el terreno que en un futuro
sería la Floresta del Sol, un nuevo jardín de ocio de los Campos Elíseos, ubicado
en las afueras de Paraisópolis.
Destacaba en el centro del terreno una
hembra de alas finas, larga cabellera ensortijada y cobriza, además de unos
llamativos ojos atigrados. Clavó una pala en el suelo y se frotó la frente
sudorosa. Ondina, la líder de las jardineras, se encontraba cansada y con la
túnica sucia de barro, pero sonrió al tener una panorámica del lugar; poco a
poco el campo de tierra iba quedando hermoseado tras intensos días de trabajo.
Era una Virtud, rango angelical
destinado a la protección de la naturaleza y fuertemente relacionadas a las
flores. Solo esperaba que la reciente declaración de guerra contra el Segador no
trajera ninguna batalla allí y destruyera el campo. Se estremecía solo de
pensarlo.
Spica, otra Virtud, llegó para
interrumpir sus cavilaciones. Tan sucia y cansada como ella, tiró su rastrillo
al suelo y levantó tanto alas como manos al aire.
—¡Libre por hoy! —chilló—. Hablé con
las otras y nos iremos al lago. ¿Te vienes?
Ondina meneó la cabeza.
—Tengo un asunto pendiente.
Y desclavó la pala de la tierra para
seguir trabajando. Spica sospechó cuál era el asunto, por lo que fue inevitable
sonreír por lo bajo, mordiéndose la punta de la lengua.
—Asunto… ¿pendiente?
Ondina frunció el ceño.
—Eso he dicho. ¿Qué te pasa?
—Nada. Pues no te tardes. Te estaré
guardando un espacio en el lago.
—Antes de irte, ¿me traes unas bolsas
de semillas? —agarró las bolsillas de cuero que pendían de su cinturón—. Ya se
me están acabando.
Spica sonrió con los labios
apretados. Las semillas estaban en la otra punta de la floresta, en la caseta
de herramientas que habían construido. Estaba cansada y ya ni quería usar sus
alas. Además, el sol aún golpeaba con fuerza y un baño en el lago era lo único
que se priorizaba en su mente.
—¿No podrías continuar mañana?
Ondina la fulminó con la mirada.
—No.
—¡Ah! —Spica dio un respingo—. Está
bien. Tú mandas …
Se giró en búsqueda de las
“condenadas semillas”, como las pensó. Por más que fueran del mismo rango era
notoria la dedicación de Ondina, no por nada era considerada la líder de las
Virtudes. El jardín y su mantenimiento eran su vida y dedicación hasta un
punto, según sus subordinadas, desmedido. “Algún día tiene que darse un
respiro, por los dioses”, se quejó Spica, rascándose la frente. “Y a nosotras
también”.
Poco a poco, ángel tras ángel, Ondina
se había convertido en la única Virtud presente en medio del terreno que poco a
poco se teñía por una luz ocre propia del atardecer. Cerró los ojos e imaginó
el mismo campo ahora repleto de flores coloridas y paseos de árboles
erigiéndose para todos lados. Levantó una mano al aire y casi pudo sentir esos
pétalos imaginarios flotando en el aire y colándose entre sus dedos.
Un ángel descendió tras Ondina sin
que esta se percatara de su presencia, absorta en sus imaginaciones como estaba.
El arquero Próxima era fácilmente reconocible por las plumas de puntas rojizas
de sus alas, además de llevar su arco cruzado en la espalda. Se lo retiró y lo
lanzó a un lado, agarrando de paso el rastrillo que Spica había echado.
Empezó a trabajar la tierra, silbando
una canción que solía escuchar en las noches del coro.
Ondina dio un respingo cuando lo oyó.
Se giró para verlo y habló en tono quejumbroso.
—¡Ah! Tú. Deberías saludar, ¿no te
enseña la Serafín los buenos modales?
—Intenté venir temprano —se excusó el
arquero—. Pero me temo que tuve que quedarme para discutir los pormenores de mi
misión. Lo siento, Ondina.
Pero Ondina hizo caso omiso a las
disculpas. Frunció el ceño y continuó con su labor.
—¿Cuándo te marchas?
—Mañana al amanecer.
—Deberías prepararte entonces.
Pierdes el tiempo aquí.
—Me gusta ayudar en la jardinería —se
acercó a la Virtud y llevó sus dedos a la cintura femenina, deslizándolos por
la tela de la túnica hasta que se introdujeron dentro de una de las bolsillas
que pendían del cinturón—. Es relajante.
Ondina se estremeció al sentirlo,
pero lo disimuló como pudo. Próxima sacó unas semillas y las desperdigó sobre
la tierra.
—Cuida dónde pones esos dedos —amenazó
altiva.
—Y me gusta estar contigo —asintió,
volviendo a pasar el rastrillo.
Aquello fue un golpe bajo para la
hembra. A ella también le agradaba su presencia. Más de lo que hubiera deseado.
Apretujó sus labios y torció las puntas de sus alas porque ya no podía sostener
su acto. Estaba preocupada. Todo el día lo estuvo. Abrazó la pala contra sus
pechos y se giró para verlo.
—Si tanto te gusta estar a mi lado —ladeó
el rostro, incapaz de mirarlo a los ojos—. ¿Por qué tienes que alejarte?
Quédate. Dile a la Serafín que no quieres esa misión.
—Y si me quedo —sonrió el arquero,
llevando la pala sobre uno de sus hombros, señalándose el pecho con el pulgar—.
¿Quién salvará los Campos Elíseos de las garras del Inframundo?
—¡Hmm! —gruñó ella—. ¿Ahora te crees
un gran héroe? Que no se te suban los humos a la cabeza, los espectros del
Inframundo no perdonan.
Había advertencia en sus palabras,
una clara preocupación en su tono. La hembra se fijó en Próxima, pero este ahora
echaba un vistazo a los alrededores, escabulléndose de las reprimendas y advertencias.
—Por los dioses —suspiró Próxima—. Este
lugar es horrible.
—¡Ah!
—Pero lo conseguirás —asintió. Y
luego se fijó en ella—. Siempre lo consigues.
—¿Quiénes irán contigo?
—Uno es Pólux. El otro…
—¿Pólux? —la hembra arrugó la nariz—.
¿Por qué no enviarán a otro guerrero como tú? El Inframundo es un lugar
peligroso, ¿y deciden enviar a un bibliotecario? Un ángel gordo y perezoso, además.
Próxima rio. Tenía razón, Pólux
podría ser de todo menos un guerrero. Aun así, lo defendió.
—Pólux será un gran aliado. Pero es
cierto que yo preferiría tener de compañía a cierta Virtud, es la más hermosa
que han visto mis ojos, no sé si la habrás visto por aquí —y al oír las
palabras, las mejillas de la hembra ardieron—. Pero, a falta de ti, creo que el
ángel más sabio de la legión será un gran compañero de viajes.
Ondina calló incapaz de librarse del
sonrojo. Próxima siempre fue bueno con las palabras. Volvió a trabajar la
tierra, pero esta vez el arquero se acercó no para meter la mano en las bolsas
de semilla, sino para abrazarla por detrás y buscar consolarla.
—Te preocupas demasiado, Ondina.
—¿Lo hago? Es una misión suicida. Si
la Serafín tanto desea hacerlo, ¿por qué no va ella?
—Es la líder ahora. Tiene asuntos más
importantes.
—¿Y yo? ¿Acaso no tengo importancia
alguna para ti?
Cayó un beso en el cuello de la
hembra que hizo que por dentro su cabeza diera vueltas y vueltas. Siempre era
avasallante sentir el tacto del amante; para seres como los ángeles a quienes
se les había negado y arrancado esos placeres del cuerpo todo era vivido con
más intensidad.
—Lo hago por ti.
—No —Ondina meneó la cabeza—. Lo
haces por la legión. Yo entiendo. ¡Pero…! Llámame egoísta si quieres, deseo que
te quedes —torció las puntas de sus alas cuando su amante la mordisqueó—. ¡Ah!
¡Próxima!...
El guerrero la tomó de la mano y
levantó vuelo, aunque la hembra no deseaba volar ni apartarse de la tierra que
trabajaba. Pero había un riachuelo en las inmediaciones y la llevaría a
trompicones si fuera necesario.
—¡Aún tengo trabajo que hacer! —protestó
la Virtud, tirando de la mano, pero el arquero no la soltaría fácilmente.
—La Floresta puede esperar. Yo no.
—¡Hmm! —gruñó, dejándose llevar.
El agua del río les llegaba por
encima de la cintura, empapando sus túnicas y adhiriéndolas en el cuerpo;
arriba, la luna arrojaba un destello plateado sobre el agua de modo que los
amantes no perdían el detalle del otro. Ondina desnudó al guerrero, quien se
giró para darle la espalda. La hembra deseaba tocarlo, aunque se contuvo porque
aún no era el momento, además tenía la manía de arañarlo si esta se excitaba en
exceso; meneó la cabeza para apartar el deseo carnal y empezó a lavar las alas
del arquero.
Próxima quiso girarse para verla a
los ojos, pero ella lo sujetó para limpiarle el barro de las plumas.
—Quieto. Y cuéntame, ¿es verdad lo
que cuentan de Curasán y Celes? —la hembra encorvó las alas, había oído los
rumores de parte de sus pupilas, pero quería confirmarlo con un testigo como
Próxima—. Tú los has visto, ¿no es así?
—Fue una sorpresa —asintió,
recordando la noche que la Querubín huyó de los Campos Elíseos—. Se tomaron de
la mano delante de la luna. Frente a todos los guerreros. Los guardianes de la
Querubín son amantes.
—¿Y cómo reaccionaron los demás? —preguntó
curiosa, aunque realmente quería saber qué dirían “los demás” si se enterasen
que la Virtud y el arquero también eran pareja.
Próxima se giró y la tomó de las
manos, imitando a Curasán y Celes.
—No sabría decirte. No me fijé en la
reacción de los otros. Pero, ¿cómo te sientes tú ahora mismo?
La hembra sonrió con los labios
apretados. Se sentía bien, demasiado bien. La sangre hervía y las hormigas
inexistentes poblaban su vientre. Claro que, para su pesar, la culpa por hacer
algo prohibido siempre asomaba.
Miró hacia la orilla, allí donde
varias flores crecían entre los hierbajos. Levantó su mano y, con un movimiento
grácil de dedos, dichas flores empezaron a elevarse y dirigirse al río,
desafiando la corriente de aire y la propia gravedad. Revoloteaban entre la
pareja; era un espectáculo colorido que hechizó al arquero.
Ondina reía y cogió al vuelo varios
pétalos.
—Estas servirán —asintió divertida.
—Estaría bien aprender eso —dijo
Próxima moviendo torpemente los dedos, como esperando levantar las flores.
—¡Bueno! Y a mí me gustaría invocar
rastrillos y palas, como cuando vosotros los guerreros invocáis vuestras armas.
Pero eres un ángel guerrero y yo una Virtud. La guerra no es lo mío y la
naturaleza no es lo tuyo.
Formó una pulsera de pétalos y la
cerró en la muñeca de su amante.
—No te pediré que me prometas que
volverás. Yo sé. Volverás a mí, guerrero.
—¿Segura? Tal vez me agrade el
Inframundo y decida asentarme —bromeó él—. Es decir, ¿qué me espera a mi
vuelta?
Corrían los ángeles desnudos sobre la
hierba de los Campos Elíseos, perdidos en la oscuridad plateada por la luna que
ahora asomaba tímida tras las nubes, única testigo de la unión clandestina de
los amantes. Ondina se abalanzó sobre Próxima, abrazándolo con brazos, alas y
piernas, uniendo sus labios con fruición; el tacto era desinhibido; la mente apenas
sabía cómo moverse, cómo actuar, pero era como si el cuerpo se activara y
tomara las riendas de la situación.
Una larga estela de pétalos los persiguió
desde el lago y danzaba alrededor de los amantes. A Ondina le hacía gracia cómo
Próxima las miraba con recelo, como si fueran espías; no lo tranquilizaba por
más que se gastara con explicaciones de que las flores la seguían a ella porque
era su guardiana y cuando esta experimentaba felicidad, toda la flora respondía
a su manera.
El guerrero, entorpecido por tener a
Ondina atenazándolo, cayó tropezado sobre la hierba. Ella reía, pero al arquero
le sonrojó aquello; uno de los ángeles más letales de los Campos Elíseos tropezándose
por los prados tal querubín. Hizo acopio para olvidarse de los pétalos espías
y, mientras la Virtud se acomodaba sobre él, palpó suavemente aquellos pechos
orgullosos por donde algunas gotas de agua trazaban caminos.
Acercó sus labios y degustó los
pezones con delicadeza porque había aprendido con el tiempo que Ondina no
toleraba la brusquedad. La lengua dibujaba círculos alrededor de la aureola y
luego incitaba al pezón a despertar. Cerró los ojos y se deleitó de los gemidos
de su pareja.
Y la jardinera intentaba ofrecer los
pechos, empujándose contra su amante, pero a la vez su espalda se arqueaba
cuando los dedos del arquero se recreaban en las redondeces de su trasero; sus
alas se torcían de placer y sus manos empuñaban la hierba debido a la intensidad
con la que vivía todo.
Cuando unieron los cuerpos todo se
les volvió más intenso. Se preguntaron para sí mismos, como otras tantas veces,
si realmente tenía sentido que los dioses les prohibieran aquello. Esa estrechez
húmeda que abrigaba el sexo del varón, esa plenitud, el sentirse llena y unida,
que vivía ella dentro de sí cada vez que la penetraba. En ese instante que todo
se desbordaba en un intenso orgasmo no cabía dudas de por qué Lucifer se reveló
en los inicios de los tiempos. Más que deseos de libertad, tal vez, pensaban
los amantes, el ángel caído habría experimentado el amor y con ello despertó el
deseo del cuerpo.
Exhausta, Ondina se arrimó sobre el
arquero.
—Volveré —dijo él, enredando los
dedos entre la cabellera mojada de su amante—. Y cuando regrese, te tomaré de
la mano frente a todos.
—Nos colgarán —rio Ondina—. A ver qué
cara pondrá Irisiel cuando vea a su estudiante predilecto unido a una
jardinera…
—Pues a mí me gustaría ver la cara
que pondrá Spica —y la hembra carcajeó por el comentario al imaginar a su mejor
amiga boquiabierta.
—Y pasearemos de la mano por la
Floresta del Sol —Ondina asintió—. Yo misma haré un sendero de tierra rodeado
de árboles y flores. Para los dos. Para más ángeles amantes.
Próxima cerró los ojos e imaginó todo
aquello. En su mente los caminos de tierra serpenteaban por la floresta y
cientos de parejas recorrían sus senderos entre el revoloteo de plumas y hojas
de los más variopintos colores. Sonrió al entender, por fin, por qué Ondina
ponía tanto empeño en trabajar el jardín.
—Ya veo. Entonces me apresuraré en
volver.
Pólux bajó por las escaleras de la
Gran Biblioteca conforme su rostro se torcía por la fuerte luz del sol. De una
peculiar calvicie y una prominente barriga que demostraba su excesivo gusto por
la bebida, el sabio ángel de rango Potestad levantó la mano e invocó su libro
de apuntes, todo un grueso compendio de conocimientos adquiridos a través de
los siglos.
Creados por los dioses para proteger
los conocimientos, la Potestad usó el libro invocado para taparse los ojos del
sol.
Se ajustó el fajín de su túnica y
echó la mirada para atrás; definitivamente, pensó, extrañaría su lugar de
trabajo; a saber cuánto tiempo estaría afuera en la misión que le había
encomendado la Serafín Irisiel. Pero a la vez lo deseaba; salir de aquella suerte
de claustro, de aquel gigantesco salón repleto de estanterías y libros varios
que los ángeles de la legión utilizaban ya sea para adquirir sabiduría o como simple
pasatiempo.
Si bien viajar al Inframundo no era
precisamente una idea que le causara tranquilidad, se hacía inevitable sentir
algo de orgullo al haber sido encomendado con semejante misión en unas tierras
cuyo paso para los ángeles estaba prohibido.
Aprovecharía para recabar toda
información acerca de aquel temible lugar, asintió decidido.
—¡Maestro!
Un grupo de Potestades salió de la
Gran Biblioteca. Destacaba Naos por su aspecto larguirucho y su rostro de
facciones igualmente alargadas; se trataba de uno de sus subordinados más
fieles. Si bien todos compartían el mismo rango angelical que Pólux, era
inevitable para ellos referirse a este como su superior; fue idea de él la de
crear la Gran Biblioteca en los inicios de los tiempos, en medio mismo de la
ciudadela de Paraisópolis.
—Me temo que estaré fuera por unos
días —dijo Pólux.
—Lo sabemos, Maestro —Naos se acercó
con un objeto en las manos, enrollado por una tela blanca.
—¿Y esto?
Se lo entregó y el maestro descubrió
la tela para revelar el regalo. Pólux silbó largamente mientras torcía las
puntas de sus alas.
—Es del viñedo de Spica —Naos esbozó
una gran sonrisa—. Es un encargo especial.
Pólux miró para ambos lados de la
calle. Había un montón de ángeles yendo y viniendo por las calles de Paraisópolis,
pero no les prestaban atención. Mejor así. Su fama de ángel bebedor no era
desconocida en los Campos Elíseos, pero deseaba mantener cierta privacidad. Agarró
la botella de vino y la ocultó tras su fajín.
—¿Encargo especial? ¿Acaso ya lo
sabéis? —preguntó Pólux.
—Los rumores corren rápido, Maestro.
—Hmm —asintió Pólux—. Mantened la biblioteca ordenada durante mi ausencia.
—Pero hay algo que me tiene curioso,
Maestro —dijo otra Potestad—. Si se topa con un espectro del Inframundo, ¿acaso
va a darle librazos a la cabeza hasta que muera?
Sus estudiantes carcajearon
estruendosamente, aunque Pólux se estremeció de imaginarse haciendo algo como aquello.
—Si sucede lo peor, me temo que
tendré que hacer un gran sacrificio y reventarle la botella de vino en la cabeza.
Más de un ángel detuvo su rutina y
miró a ese grupo de sabias Potestades riendo sonoramente en la entrada a la
Gran Biblioteca. Era usual verlos siempre de buen humor y tratarse con
camaradería.
—De todos los ángeles de la legión,
usted es el menos adecuado para esta misión, Maestro.
Ahora las risas fueron menos
pronunciadas porque era una verdad incómoda. Las Potestades no estaban hechas
para la batalla. Pólux ni siquiera sabía manejar un arma, tal vez una daga,
como mucho, pero desde luego insuficiente para una misión al Inframundo.
—Estarás bien resguardado, eso sí
—dijo uno—. Tu compañero es nada más y nada menos que Próxima.
Ahora todos asentían entre murmullos.
Probablemente, luego de los Serafines, Próxima era uno de los guerreros más
respetados de los Campos Elíseos. El alumno más audaz de la Serafín Irisiel era
una excelente garantía de seguridad para una misión tan peligrosa.
—Pero tu otro compañero —Naos frunció
el ceño—, no me inspira mucha confianza...
—No seas agorero. No puede ser tan
malo —interrumpió Pólux—. Si Irisiel lo eligió, tendrá sus razones.
—La Serafín puede equivocarse
—devolvió Naos—. Ya ves. Te eligió a ti.
De nuevo los estruendos de las
carcajadas rebotaban por las callejuelas. El ambiente de despedida fue grato y
entre amigos. Con sendos abrazos, se despidieron de Pólux con la esperanza de
verlo más temprano que tarde. El robusto ángel se ajustó su fajín y les sonrió,
antes de girarse y perderse en las calles de Paraisópolis.
—Pero, realmente —insistió Naos a sus
compañeros—. De todos los ángeles que Irisiel podría haber elegido para
acompañar a Pólux y Próxima, ¿ha tenido que nombrar justamente a ese?
—No puede ser tan malo —dijo otro—.
¿O sí?
Varias hembras se encontraban
apelotonadas en un rincón de la cala del Río Aqueronte, tras unos arbustos.
Estaban nerviosas, pero a la vez emocionadas ante lo que contemplaban. Celes y Curasán,
los guardianes de la Querubín, charlaban amenamente a orillas del río. Jamás hubieran
creído que dos ángeles de la legión pudieran ser pareja, tal y como los
mortales lo hacían en el reino humano. Ni bien pudieran, escribirían una
canción acerca de aquel romance prohibido. Después de todo, como miembros del
coro angelical, no se podía esperar menos. A ellas, todo les inspiraba letras
de canciones.
Suspiraron en el preciso momento que
Curasán tomó de la mano de Celes. Quién diría que el ángel más torpe de los
Campos Elíseos luciera tan galán, iluminado especialmente por un haz de luz del
sol mientras el viento mecía su corta cabellera. Sonreía y desde luego afectaba
a Celes quien, enrojecida, no sabía dónde mirar.
Enrojecimiento que, súbitamente,
invadió a varias de las hembras que espiaban. Una incluso llegó a suspirar
mientras torcía las puntas de sus alas.
Curasán elevó la mano de su amante y
la besó.
—Esas arpías curiosas —dijo él—. Nos
están mirando desde lo lejos, ¿no es así?
Celes se encontraba nerviosa y le
costaba concentrarse. Era la segunda vez en toda su vida que demostrara su
afecto en público. La primera fue ante la legión de guerreros, pero ahora ante
sus amigas más cercanas. Por más que el amor hacia Curasán lo sintiera
reconfortante, no podía quitarse el hecho de que, al fin y al cabo, era algo innatural
en los ángeles.
—Ah, Curasán —respondió al fin—. No
las llames así. Son mis amigas.
—Pues que no espíen.
Celes meneó la cabeza para enfocarse.
Había un par de asuntos mucho más importantes. La primera, ella misma debía
bajar al reino de los humanos para ir junto a su protegida. Su “pequeña hermana”,
como la llamaba. Y lo haría en compañía de las cantantes del coro angelical que
aún estaban en los Campos Elíseos, quienes deseaban ir junto a su maestra Zadekiel.
Las guiaría el Dominio Sirio, uno de los pocos Dominios al servicio de la
Serafín Irisiel.
—Recuerda —dijo Celes, acariciando la
mejilla de su amante—. Te estaremos esperando. Eres su guardián. Su hermano. Y
tú… tú me perteneces, ¿no es así? —hizo una pausa porque se emocionaba con sus
propias palabras—. Prométeme que volverás vivo.
—No podría volver muerto.
Aquello era el otro asunto que la
tenía en ascuas. Si bien la Serafín Irisiel los había liberado, ahora los
separaría. Celes bajaría al reino de los mortales para cuidar de su protegida,
mientras que Curasán tendría una misión peligrosa: adentrarse, junto con otros
dos compañeros, en las desconocidas y prohibidas tierras del Inframundo.
Pero él tenía confianza. En sí mismo.
En sus dos compañeros: Próxima, el habilidoso arquero, y Pólux, la Potestad más
sabia de los Campos Elíseos.
Celes se apartó, ofuscada ante el
desenfado con el que se tomaba su amante todo aquello.
—¡Tengo mis razones para preocuparme!
¿Qué será de tu protegida si pereces? ¿Qué será…? ¡Ah! Ríete si quieres, pero,
¿qué será de mí?
—Y de mis otras amantes —Curasán se
acarició la barbilla—. Mi muerte traerá mucha desesperanza, ahora que lo
pienso.
—¡Necio!
Se abalanzó para abrazarlo. Y su
amante correspondió, esta vez le invadió una súbita emoción al percibir en su
pecho el llanto ahogado de Celes. Por más que fuera probablemente el más torpe
de los Campos Elíseos supo comprender que no había lugar para bromas. Al menos,
no en ese preciso instante.
—Volveré —susurró, acariciándole la
cabellera—. Y cuando regrese, se lo diremos a Perla.
—Hmm —gruñó suavemente ella,
asintiendo conforme hundía más su rostro en el pecho del joven.
—Me pregunto qué dirá…
—Trastabillará palabras por horas,
seguro —rio la hembra.
Un ángel plateado descendió en la
playa, entre el grupo de las cantoras espías y la pareja de amantes. Las
hembras del coro respingaron al reconocer al mismísimo Dominio Sirio, con aquel
llamativo y enorme mandoble cruzado en su espalda, y rápidamente se acercaron,
unas aleteando, otras dando presurosas zancadas. Pero absolutamente todas
miraban curiosas la despedida de los ángeles amantes.
Cuando el ángel plateado notó a todas
las hembras tras él, les asintió.
—¿Estáis todas? Es momento —dijo él—.
Dependiendo de dónde caigamos, podríamos llegar junto a Zadekiel en cuestión de
pocos minutos o cuestión de dos días, como mucho.
Celes se apartó al oírle, pero cuánto
deseaba unos segundos más al lado de su pareja. Dos de sus amigas se acercaron
y acariciaron sus alas para, lentamente, llevarla de la mano al río Aqueronte.
“Ve”, susurró Curasán, animándola. Cuando todas pisaron el agua en la orilla,
Celes se giró y reveló sus ojos humedecidos.
—¡Curasán! ¡No lo olvides! Te
estaremos esperando.
—No podría olvidarlo, no dejas de
repetirlo —se palpó la cintura, buscando algo en su cinturón—. Oye, espera,
Celes…
Levantó un papel de lino enrollado y
se la lanzó.
—Entrégasela a la enana —le guiñó el
ojo—. Y aguántate las ganas, curiosa, es solo para ella.
Sus amigas tomaron de su mano al ver
que el Dominio Sirio ya entraba al agua. Al grito de “¡Vamos!”, se adentraron
en el río. Tomadas de las manos, todas las hembras desaparecieron entre
chillidos y risas, dejando sobre la superficie las espumas informes sobre el
agua. Curasán dobló las puntas de sus alas; cuánto deseaba estar en ese grupo,
cuánto deseaba ver de nuevo a su protegida y rodearla con sus brazos.
Pero él comprendía que era el
guardián. Y como tal, tenía sus responsabilidades.
Silenciosa como una brisa, Irisiel
descendió en la orilla, detrás de Curasán que miraba melancólicamente el río. La
Serafín lo había visto todo desde la distancia. Era inevitable sentirse, en
cierta manera, culpable por estar separando a la pareja de amantes. Pero era lo
que tenía que hacerse. No podía dejar que Curasán y Celes dieran el mal ejemplo
en la legión e incitaran a los demás ángeles a romper una promesa sagrada de servidumbre
exclusivo para los hacedores, por más que estos estuvieran desaparecidos.
—Curasán —dijo apenas; su voz se
perdía en el murmullo del viento.
El ángel no se giró para verla.
Irisiel apretó los labios; de seguro estaba molesto con ella por ser la
causante de la separación.
—Puedes estar todo lo enojado que
quieras, pero lo hago porque creo que es lo adecuado para la legión. Y, sobre
todo, por el bien de Perla. Porque tú eres uno de los pocos ángeles que puede
cumplir con la misión.
No hubo respuesta. Solo el húmedo
viento meciendo las alas del joven ángel.
—Pero te prometo —la hembra ladeó el
rostro y apretó los dientes—. Te prometo que, si todo sale bien, podrás
reunirte con Celes. Si esto es lo que te hace feliz, no me entrometeré. Pero, por
favor… ¿Cómo te demuestro que no lo hago por caprichosa? ¡Eres el guardián de
Perla, maldita sea, hoy más que nunca necesitas ser su escudo! ¡Háblame al
menos!
Curasán lentamente se giró y vio a la
Serafín. Sonrió e Irisiel se estremeció. No podía negar que el muchacho tenía
su encanto. Era torpe, claro, pero irradiaba un aura que era capaz de
tranquilizarla aún pese al clima de guerra que se olía en los Campos Elíseos. Tal
vez fue el destino lo que hizo que criara a la Querubín, porque cuando veía sus
ojos, veía un poco de Perla. Veía un poco de esperanza. De que todo saldría
bien.
“Ojalá”, pensó ella, devolviéndole la
sonrisa. “Ojalá muchos fueran como él”.
—Esto… —Curasán achinó los ojos y se
limpió los oídos—. ¿Desde cuándo estás ahí?
III.
Año 1393
Cuando el sol estaba en lo alto del
cielo, cientos de jinetes en formación partieron rumbo al diezmado castillo;
las murallas se habían convertido en escombros pedregosos y desnivelados que ya
no protegían los salones del emperador mongol. El polvo, acuchillado por haces
de luz, había menguado y la visibilidad no era perfecta. Pero los guerreros, al
ver a sus enemigos, levantaron los sables al aire que refulgían como líneas
doradas al sol. Los casquetazos hacían temblar el suelo y pronto se llenó de rugidos
de guerra cuando se dio el encontronazo contra los vasallos del derrocado
emperador, quienes contaban con una disminuida caballería protegiendo los
salones.
Iban y venían los sablazos durante el
violento cruce entre las líneas enemigas; gotas de sangre se desparramaban por
los aires y caían sobre la hierba del jardín. Wezen se adentró en medio del
tumulto, como una lanza en medio del fuego, repartiendo tanto sablazo como podía
dar. Recibió un inesperado corte en el brazo que sostenía la rienda, pero el
enemigo rápidamente cayó de su montura, con un flechazo atravesándole el yelmo.
Wezen giró la cabeza y sonrió al ver a Zhao, arco en ristre, atento a él.
—¡Gracias, Zhao! ¿¡A cuántos mataste
ya!?
Zhao no lo escuchó debido al
griterío, pero entendió por los movimientos de labios.
—¡Recuerda a Xue!
Wezen tampoco oyó, pero
entendió.
—¡Lo hago!
Recibió un martilleo de sable contra
su yelmo, de parte de algún enemigo, aunque otros de sus compañeros entraron
para embestirlo. A Wezen la cabeza le daba vueltas, pero no era momento de
mostrar debilidad. Estaba en medio de una batalla y era hora de reclamar
venganza. Espoleó su montura y siguió adentrándose entre los enemigos.
Se agachó al ver venir a uno y atizó
un tajo bajo el brazo para que este cayera cercenado. Sintió sangre caer de su
frente y saboreó el gusto amargo en sus labios; aquello pareció inyectarle de
furia y consiguió deshacerse de otro con un rápido sablazo. Escupió un cuajo de
sangre en el preciso instante que cortó el cuello de un enemigo más; era un
auténtico carnicero y sentía que podría hacerlo durante horas.
Detuvo su montura al haber atravesado
las diezmadas líneas enemigas. Vino la repentina quietud. Eso era todo. Al
frente las escaleras daban el acceso a los salones. Se giró y vio con
satisfacción cómo sus compañeros lo seguían y derribaban a cuanto se les
atravesara. Los que caían eran rápidamente rematados por las picas para que no
volvieran a levantarse.
Los gritos de guerra fueron
disminuyendo de intensidad en el jardín para dar paso al griterío de júbilo, un
grito que se repetía hasta el hartazgo. “¡Diez mil años para el nuevo emperador,
diez mil, diez mil!”; pronto la noticia correría por todos los rincones del
reino de los Xin: la batalla en Ciudad de Jan había terminado.
Zhao se abrió paso hasta llegar junto
a Wezen, y notó con espanto cómo la armadura de este estaba bañada de sangre.
Pasó su mano por la pechera de su amigo y luego se restregó en su propio rostro
el líquido viscoso, causando una mueca graciosa en Wezen. Lo hacía para
aparentar ante los superiores, de que también había participado de la batalla
como uno más.
—Mataste a uno, Zhao. Lo vi con mis
propios ojos.
—Buda lo vio mejor —se excusó con un
ademán—. Fue para protegerte.
Wezen lo tomó del hombro y sacudió,
riéndose. Intentó quitarle el yelmo, para bromear, pero a su amigo le
aterrorizaba que le vieran la calva y los demás sospecharan de su religión. Un
budista no mataba, al menos no hasta que fuera necesario, y alguien con ideales
tan diferentes a los de ellos no sería visto con buenos ojos en la caballería
xin.
—Este Buda del que hablas… —Wezen frunció
el ceño al fijarse mejor en Zhao; su armadura no tenía ningún rasguño—.
¿También atrapa las flechas y te escuda de los golpes?
—No. Solo estoy atento en el campo de
batalla.
Wezen enarcó una ceja. Lo sintió como
un regaño.
—No mientas, ¿Buda no castiga los
mentirosos? Tú estás huyendo de la lucha.
—¿Huir? Me gustaría, pero no puedo —se
encogió de hombros—. Te sigo donde vas. Y solo vas allá adonde hay problemas.
El ejército había acampado en las
afueras de la ciudad y el clima de festejo era notorio. La brisa se había
vuelto aún más fría, pero ahora arrastraba un olor a carne asada que agradaba. Wezen
y Zhao cabalgaban hacia al centro del sitio, por un camino de tierra que
serpenteaba entre las tiendas, rumbo a la yurta del comandante. El estómago del
guerrero protestó varias veces cuando reconoció el olor a carne de cordero,
pero se recompuso pensando que en la tienda principal de seguro lo invitarían a
algo.
Miró a Zhao y este ni se inmutaba.
—¿Tienes hambre, Zhao?
—No. ¿Y tú?
Abrió los ojos cuanto pudo y señaló
con ambos brazos el campamento. El olor era embriagador para cualquier hombre y
en serio no comprendía cómo ese budista era capaz de resistir semejante
tentación.
—Pero, ¿tú qué crees?
—Estoy seguro que el comandante te
invitará algo. Lo has impresionado.
Wezen asintió. Aunque Zhao aún no
había terminado.
—O, por el contrario, podría darte
los varazos que amenazó darte. Tal vez todo esto no sea sino una mentira para
que vayas directo a la boca del lobo.
—La boca del lobo…. Ah, ya veo. ¡Eres
un gran amigo! Me pregunto si ese Buda será capaz de evitar que me mee en tu
desayuno…
—Sí sé que nadie te salvará de los
varazos… —sonrió y lo miró divertido—. Amigo.
Desmontaron al llegar a la tienda
principal, armada sobre una carreta de gran tamaño y vigilada por
dos soldados. Zhao se arrodilló sobre la hierba y cerró los ojos. Wezen creyó
oírle decir “Te estaré esperando”. Se había olvidado de nuevo sobre el asunto
de las formalidades militares. Solo él estaba invitado, no el budista. Se
dirigió a la tienda y uno de los guardias intentó interrumpir el paso, aunque
el otro reconoció al joven y le indicó, con un cabeceo, que entrara a la yurta.
Agachó la cabeza para pasar bajo el
dintel. El olor del cordero volvió a invadir sus pulmones. Se preguntó por un
momento si lo que le había dicho el budista era verdad; tal vez se divertirían
azotándolo mientras comían y bebían. Meneó la cabeza porque la sola imagen era
aterradora.
Luego levantó la mirada y vio al
comandante sentado en un asiento mullido, siendo masajeado por dos esclavas tan
pálidas como la nieve; se encontraba con el torso desnudo, repleto de
cicatrices; la cabeza echada hacia adelante y, ahora sin casco, podía verle las
trenzas de su cabellera balanceándose.
Wezen se inclinó como saludo, ahora
con más dudas asaltándole la cabeza. Tal vez ese hombre era algo más que un
comandante.
—Comandante Syaoran, he venido. Como
ordenó.
De un movimiento de brazo, el hombre
apartó a una esclava y levantó la mirada.
—Ha venido el guerrero Xi Xia —Luego
miró a una de sus esclavas y ordenó algo.
Mientras una muchacha acariciaba el
pecho del comandante, la otra se hizo con una botella de vino de arroz y
destapó la cera para servirle en una taza al joven guerrero. Este no dudó en
tomarlo con ambas manos. La bebida quemó su garganta y gruñó; era más fuerte de
lo que recordaba. Recordó que Zhao ya probó del mismo, en las campiñas de
Xi´an. “Sabe a pis de caballo”, dijo en ese entonces, y el guerrero sonrió al
terminarse la bebida.
—El emperador mongol no se encontraba
en la ciudad —Syaoran elevó su propia taza—. Todo fue una trampa bien elaborada
para hacernos perder el tiempo. Pero a falta de su cabeza, los sesos de su
enviado diplomático y las ruinas de su castillo servirán como tributo.
Bebió de un trago y miró al joven.
—Es extraño que nombres tierras que
ya no existen. ¿Cuál es tu historia?
—Mi abuelo. Era arquitecto y servía
al rey Xi Xia.
Wezen respondió luchando contra un repentino
mareo que causaba la bebida. Miró a la joven esclava, arrodillada a su lado,
quien se sorprendió del color amarillento de los ojos del xin; él, en cambio, se
deleitó de la vista de sus apetitosos senos y luego de la fina mata de vello
recortada sobre la atractiva carne de su sexo… y le sonrió de lado.
—Mi abuelo también servía como
vasallo del rey Xi Xia. Aunque no era arquitecto, sí sirvió como uno de sus
escuderos.
Wezen lo miró con asombro. Entonces
los antepasados del comandante también habían servido al mismo reino que los
suyos. No había duda de por qué lo mandó llamar.
—¿Tienes familia, Wezen?
—Tengo una hermana, comandante. Vive
en Congli, con mi tío… Eso es en la frontera, mi señor. Al oeste.
—Queda lejos, pero lo conoceré. Soy
miembro de la Sociedad del Loto Blanco y nos consideramos la mano derecha del
emperador. Por decisión suya, deberé llevar mil hombres a la frontera con
Transoxiana, al oeste. El resto del ejército volverá a Nankín a la espera de
nuevas órdenes. Me gustaría llevarte como miembro de mi caballería.
—¿Transoxiana? —Para
llegar allí debían pasar por Congli, por lo que sintió un
cosquilleo en el pecho al saber que volvería a ver a Xue luego de año y medio
de estar separados—. Puede confiar en mí, comandante.
—Lo sé. Quien honra a sus antepasados
me merece la confianza. Por eso te pedí venir aquí.
—¿Qué sucede en Transoxiana, mi señor?
—Esperamos encontrarnos con unos
emisarios de Occidente. De Rusia —el comandante bebió otra vez de su copa; su
voz apenas se mantenía firme y ya arrastraba algunas palabras—. Hace años que
nuestro emperador está en contacto con ellos. Serán aliados importantes… si los
encontramos vivos.
Wezen desconocía de otros reinos,
pero sí relacionaba las tierras del Occidente con algo.
—Cristianos.
—Hmm —gruñó el comandante, haciendo
un ademán—. Son aliados. Musulmanes, cristianos, incluso ese amigo tuyo, el
budista —Wezen dio un respingo al oír aquello. Definitivamente, al comandante
no se le escapaban detalles—. ¿Qué importa cuando hay un enemigo en común? Los
mongoles también asolan su reino.
Imprevistamente la esclava mordió el
pezón de Syaoran, quien respingó. Su cabeza daba vueltas y vueltas, pero consiguió
sonreírle a la joven, cuya mano se escondía bajo su pantalón en buscaba
despertar la virilidad del hombre. Pronto se sentó sobre su regazo para
encontrarse rodeada por los fuertes brazos del comandante.
Wezen notó cómo la segunda esclava se
le despedía con una reverencia para unirse al dúo. El guerrero apretó los
labios, decepcionado; esperaba que ella se le ofreciera. La muchacha abrazó a
su amo por detrás, presionando sus nimios pechos contra su espalda, en tanto que
este saboreaba de la boca de la otra joven.
Syaoran se apartó suavemente y fijó
la mirada en Wezen.
—Si tienes hambre, llévate cuanto
quieras.
El sol se ocultaba y teñía el
horizonte poblado de lejanas montañas. En las afueras del campamento, Wezen
ajustó la bolsa de la grupa de su caballo, cargada de bebidas y algo de carne
asada, y montó de un enérgico brinco. Zhao lo esperaba más adelante, sobre su
montura y conversando con un par de soldados. Era extraño verlo charlar con
otros hombres; de seguro, pensó, se ganó algo de admiración en los demás por
cómo se desenvolvió en el campo de batalla.
—Toma —Wezen le acercó un odre de vino—.
Para calentar el cuerpo. Nos esperan tierras frías, Zhao. Y peligrosas. Quién
sabe si aún hay mongoles acechando. ¡Pero …! Pero luego se nos abrirán de
brazos las tierras más cálidas que te podrás imaginar.
—¿El desierto de Gobi?
—No —rio, no era ese tipo de calidez
al que se refería, sino a algo más hogareño—. Volvemos a Congli.
—Ya veo. Xue estará feliz de verte.
Y él estaba de acuerdo. Avanzó unos
pasos más, mirando las lejanas montañas por las que tendrían que buscar un
camino rumbo a casa. Se inclinó ligeramente hacia adelante sobre su montura,
como si quisiera partir cuanto antes. Acarició a su caballo, animándolo porque
pronto afrontarían una larga travesía.
Mientras una fría brisa mecía la
aparente infinitas extensiones de hierba, se giró para ver a su amigo.
—¿Qué sucede, Zhao? ¡Vamos! —elevó la
mano, levantando el pulgar y cortando el gigantesco sol naranja—. Ya sabes lo
que dicen. No hagamos esperar al infierno.
IV.
En los lejanos límites de los Campos
Elíseos, hacia el norte de Paraisópolis, cruzaba el gran Río Lete que delimitaba
el fin del reino de los ángeles además de marcar, con una gigantesca bruma
neblinosa, los inicios de un reino oscuro y desconocido para ellos. De una
altura considerable, el muro humeante del Inframundo no permitía el acceso a
nadie.
Solo en los inicios de los tiempos,
cuando Lucifer se recluyó allí con sus huestes además de sus dragones, los
dioses permitieron a un ejército de ángeles adentrarse para darle caza. Pero
hacía milenios de aquello y muchos guerreros de aquel entonces ya no se
encontraban vivos.
Amontonados al borde una colina,
varios ángeles se habían agrupado para despedir a los tres elegidos por la Serafín
Irisiel, quienes estaban de pie frente al muro de niebla, fascinados. Fue la
propia Serafina quien se abrió paso en el grupo para quedar al frente y hablar
con sus elegidos una última vez.
—Cuidaos los unos a los otros —dijo
la Serafín, y los tres ángeles se giraron para verla.
Próxima se fijó en el grupo y se
sorprendió de ver a Ondina quien, como líder de las jardineras, se ofreció para
desearle suerte a los tres enviados con regalos florales. Pulseras de pétalos
flotaron en el aire y se cerraron en las muñecas de los tres elegidos al son de
los movimientos de dedos de la hembra. El arquero sonrió de lado y la Virtud le
devolvió la sonrisa.
Algunas Potestades también fueron.
Naos estaba al frente, de brazos cruzados, totalmente preocupado por su
maestro. Pólux le guiñó el ojo y su alumno asintió serio, incapaz de librarse
de la inquietud que lo acosaba.
—Un mundo desconocido y prohibido les
espera—continuó la Serafín—. Supongo que cada uno de ustedes hizo sus
investigaciones sobre el Inframundo.
Próxima recordó que no dejó de
consultar con la propia Serafín sobre qué peligros podría encontrar allí. Ya
sabía, en menor medida, qué esperar de los espectros, así como de las bestias
que pululaban en aquel reino. Pólux cerró los ojos y recordó sus noches en
vela; cómo no iba a investigar sobre lo que pudiera. Incluso charló varias
veces con los pocos guerreros que habían hecho incursiones hacía milenios. En
su mente, ciudades y castillos se erigían bajo la oscuridad. Curasán, por otro
lado, sonrió con los labios apretados. La verdad es que no se le había ocurrido
investigar de alguna manera.
Cuánto le gustaría a la Serafín
enviar todo un ejército al Inframundo, pero el enemigo era cauto e inteligente.
Si ya fue por sí solo capaz de manipular al Serafín Rigel y a toda su legión de
guerreros, cómo no iba a poder hacerlo con los demás. Sabía que no debía llamar
la atención y solo debía enviar un grupo reducido.
Siguió hablando no solo para los
tres, sino para tranquilizar a los ángeles que habían ido allí para despedirse.
—Os elegí a los tres porque confío en
vosotros. Próxima, mi mano derecha. Pólux, mi sabio consejero. Y Curasán… —hizo
una pausa y sonrió al joven ángel mientras algunas risillas cómplices se oyeron
tras la Serafín—. Curasán, tú eres el ángel más noble de la legión.
El muchacho se rascó la frente,
tratando de ocultar su sonrojo. Era la primera vez en milenios que la Serafín le
regalaba un elogio como aquel. A pesar de que esa mañana, en la cala del Aqueronte,
la hembra se abalanzó sobre por él para arrancarle varias plumas
de sus alas, ahora sentía que sus palabras venían cargadas de sinceridad y
admiración.
—Os adentraréis en las tierras
prohibidas porque hay una amenaza que busca dividirnos con el miedo como arma
principal. Os encontraréis con dificultades y probablemente el horror os espere,
pero cuando sintáis que nada vale la pena, cuando sintáis que el miedo os
presione el pecho, recordad que estás allí frente a frente contra un enemigo no
porque odiéis al que tenéis adelante, sino porque amáis lo que habéis dejado
atrás. ¡Así que extended las alas, mostradles que los ángeles abrazarán a todos
aquellos que busquen la paz y el conocimiento, pero darán caza sin tregua a
todo aquel que amenace nuestro reino! ¡Brillad allá en las tierras donde no
alcanza la luz! ¡Llevad la esperanza en las tierras donde no la conocen!
Invocó un arco dorado en una mano y
una saeta entre los dedos de la otra. Relucían con intensidad y los que estaban
cerca admiraron aquello con largos suspiros y silbidos. Irisiel vio el arma detenidamente,
rememorando aquella lejana guerra contra las huestes de Lucifer. Los dioses se
lo habían regalado para cazar a los dragones, caballería por excelencia del
ángel renegado, y había rendido con creces la confianza que depositaron en
ella.
Ahora sería su turno de cederla, pero
no sin antes hacer un último disparo. Tensó la cuerda hasta la oreja y apuntó
al frente, allí en esa muralla de neblina en apariencia inexpugnable.
—¡Cazad al Segador y ponedle fin a la
amenaza! ¡Id, mis elegidos! ¡Yo os nombro los Ángeles de la Luz!
La flecha salió disparada, generando
un violento torbellino a su paso, levantando pedazos de piedrecillas al aire, atravesando
y partiendo en dos el muro de niebla, revelando el sendero pedregoso y en
apariencia infinita que conducía al Inframundo.
La legión elevó gritos de júbilo al
aire que luego se convirtieron en rugidos que parecían inyectar de confianza y
valor a los tres enviados. Mientras la Serafín lanzaba el arco dorado hacia
Próxima para que este lo cogiera al vuelo, Pólux hinchó el pecho con orgullo.
Fue un discurso motivador y propio de una guerrera tan distinta como lo era la
Serafín, quien lejos de ensalzar la fuerza de los ángeles buscaba resquicio de
valor en sus corazones.
—No te decepcionaremos, Serafín —dijo
la Potestad.
—Volveremos, Maestra —respondió
Próxima, ajustándose el arco dorado en la espalda.
Pero cuando el arquero volvió la
mirada para observar el camino abierto, notó sorprendido que Curasán ya se
adentraba con pasos firmes y decididos.
El guardián se giró, levantando la
mano con el pulgar elevado. Los demás lo vitorearon porque el mensaje para el
oscuro Inframundo y sus huestes estaba más que claro: en el reino de los
ángeles no había amenaza que temer. La Serafina sonrió conmovida, en tanto que
Pólux lo regañó por apurarse. Próxima, por su parte, apuró el paso para
alcanzarlo.
Realmente había esperanzas, pensó la
Serafina, viendo a sus tres elegidos.
—¿Y bien? ¡Vámonos! —ordenó Curasán—.
No hagamos esperar al Infierno.
Continuará.
Nota
del autor: Pido enormes disculpas por la tardanza. Espero que aún
haya alguien interesado en la serie… China tuvo varios nombres en la
antigüedad, generalmente asociada a la dinastía imperante. En la época
ambientada ya adoptaba el nombre de una antigua dinastía: “Xin” o
“Quin”, aunque la dinastía imperante en ese entonces se denominaba “Yuan”,
regida por mongoles. En Europa era mayormente conocida como Catay.
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